¿Qué estamos haciendo con las drogas?
Droga

¿Qué estamos haciendo con las drogas?

 

 

20/07/2014 Fuente elesquiu. Hace un tiempo que el “problema” de las drogas ocupa un lugar protagónico en los medios masivos de comunicación. Legisladores y funcionarios de todo el país no tardaron en promover iniciativas –presuntamente premeditadas– para ponerle un punto final a la problemática.

 

Una iniciativa pública condenada por su pasado

 

La idea de la des-federalización caló hondo en bastantes legislaturas y estamentos provinciales, entre los que está incluida la provincia de Catamarca. La competencia en materia de narcotráfico corresponde a la Justicia federal (Ley 23.737), pero desde hace algunos años se otorgó a las provincias la facultad de arrogarse competencia en supuestos de tenencia de droga –ya sea en su modalidad “simple” o “neutra”, o la que tiene por destino el consumo personal– y de venta directa al consumidor (Ley 26.052).

 De manera que se puede apreciar la falacia que lleva en sí misma esta iniciativa. Es evidente que no está orientada a perseguir el narcotráfico; sino, antes bien, el chiquitaje de la ley de Drogas, el “narcomenudeo”. Escenario aún más visible si se repara en la experiencia de la provincia Buenos Aires, pionera y promotora de esta idea. Los ocho años de des-federalización sólo enseñan un aumento de la población carcelaria por hechos de poca monta. Las investigaciones, lejos de desbaratar organizaciones criminales, se concentraron en personas provenientes de los sectores más postergados de la población por supuestos de escasísima cantidad de estupefacientes. Hablo de encarcelamientos por 15, 20, 30 o 40 gramos de marihuana y cocaína que, claro está, se publicitaron como narcotráfico. Cuesta mucho comprender por qué los legisladores siguen insistiendo y evaluando esta iniciativa.

 

 ¿Más recursos y más cárceles? ¿Para qué?

 

Los jueces federales del Norte del país –con el aval de la Corte Federal– solicitaron al Poder Ejecutivo de la Nación mayores recursos y la construcción de más cárceles para lidiar con el narcotráfico. Las estadísticas enseñan que el grueso de su trabajo –entre un sesenta y un setenta por ciento– se concentra en la persecución penal de micro-traficantes, mulas y pequeños quioscos de drogas. De modo que, antes de propiciar mayor presupuesto y vacantes de encierro, deberían optimizar sus recursos utilizando criterios racionales de persecución de manera que no sigan cayendo los mismos de siempre. No se necesita dinero para eso.

 

De regreso al medioevo

 

Con todo, su aporte más crítico ha sido la iniciativa de instalar buzones en sitios estratégicos destinados a recibir “denuncias anónimas”. Lejos de tratarse de un mecanismo en línea con la democratización y la participación ciudadana en el servicio de administración de justicia -como lo podría ser el juicio por jurados, las fiscalías barriales, puestos de acceso e información sobre derechos en lugares postergados-, lo cierto es que promueve procedimientos policiales fraguados, desalienta la profesionalización de los operadores encargados de la investigación y podría encubrir ajustes de cuentas y disputas territoriales entre distintos quioscos de expendio de droga que se denunciarían para captar toda la demanda.

 Por lo demás, difícilmente un vecino –por no decir nunca– vaya a tener acceso a información relevante acerca de una organización criminal dedicada al narcotráfico. Y digo esto, sin profundizar en los aspectos (in)constitucionales de la denuncia anónima. Es decir, una denuncia que no se sabe de quién viene y en qué se sustenta, lo que constituye un obstáculo para un adecuado ejercicio de la defensa en juicio.

 La denuncia anónima era moneda corriente durante los tiempos de la inquisición. Sirvió para extraer confesiones a instancia de tormentos y torturas y, por ende, para consentir todo tipo de acusaciones y cacerías de brujas. De modo que caben miles de objeciones y reparos para continuar insistiendo en un método a todas luces vetusto. En suma, mientras que las operaciones de narcotráfico se esconden detrás de mecanismos más complejos y tecnología de punta, el Poder Judicial sugiere volver sobre una herramienta de trabajo –por decirlo de algún modo– ilegal y del Medioevo.

 

 

 ¿Y qué hacemos?

 

Las iniciativas que traje a colación se vinculan con la política prohibicionista nacida en los años sesenta en los Estados Unidos que, sugestivamente, concentra los niveles más altos de consumo de drogas en el mundo.

 Este paradigma no distingue entre consumidor y traficante. Menos aún entre un consumidor habitual, ocasional y aquél que pueda tener algún problema de adicción. Tampoco comprende que no todas las drogas impactan de la misma manera. En todos los casos responde por igual. Golpea fuerte. Y por regla, sobre el eslabón más débil y vulnerable.

 ¿Cuándo caerán tantos prejuicios? Los daños que derivan del abuso de las drogas no son disímiles a los que derivan del abuso de tabaco y alcohol. El consumo de drogas es una decisión autónoma y libre sobre la que no puede entrometerse el Estado (artículo 19 CN), igual a la que recurre cualquier otra que elige tomar una copa de vino durante la cena o compartir una cerveza fría con amigos.

 No “protegemos” a nadie cuando lo obligamos a que se aproxime a un mercado ilegal. Tal vez sea hora de caer en la cuenta de que la prohibición no ha solucionado nada y que deberíamos explorar otros caminos, como lo ha comenzado a hacer nuestro vecino del otro lado del río.

 

Por Fernando Gauna Alsina (secretario General de la Asociación Pensamiento Penal).