Werther 1. Primer parte
de Harriet Beecher Stowe

Werther 1. Primer parte

 

 

Fuente  ciudadseva. Autor: Wolfgang Johan von Goethe

 

He reunido con cautela todo lo que he podido acerca del sufrido Werther y aquí se los ofrezco, pues sé que me lo agradecerán; no podrán negar su admiración y simpatía por su espíritu y su carácter, ni dejarán de liberar algunas lágrimas por su triste suerte.

 

¡Y tú, alma sensible y piadosa, oprimida y afligida por iguales quebrantos, aprende a consolarte en sus padecimientos! Si el destino o tus errores no te permiten tener cerca a un amigo, que este libro pueda suplir su ausencia.

 

 Libro Primero

 

4 de mayo de 1771

 

¡Cuánto me alegro de haber marchado! ¿Qué es, amigo mío, el corazón del hombre? ¡Dejarte, cuando tanto te amaba, cuando era tu inseparable, y hallarme bien! Sé que me perdonas. ¿No estaban preparadas por el destino esas otras amistades para atormentar mi corazón? ¡Pobre Leonor! Pero no fue mi culpa. ¿Podía pensar que mientras las graciosas travesuras de su hermana me divertían, se encendía en su pecho tan terrible pasión? Sin embargo, ¿soy inocente del todo? ¿No fomenté y entretuve sus sentimientos? ¿No me complacía en sus naturalísimos arranques que nos hacían reír a menudo por poco dignos de risa que fueran? ¿No he sido…?

 

¿Pero qué es el hombre para quejarse de sí? Quiero y te lo prometo, amigo mío, enmendar mi falta; no volveré, como hasta ahora, a exprimir las heces de las amarguras del destino; voy a gozar de lo actual y lo pasado como si no existiera. En verdad tienes mucha razón, querido amigo; los hombres sentirían menos sus trastornos (Dios sabrá por qué lo hizo así) de no ocupar su imaginación con tanta frecuencia y con tal esmero en recordar los males pasados, en vez de en hacer soportable lo presente.

 

Te ruego digas a mi madre que no olvido sus encargos y que en breve te hablaré de ellos. He visto a mi tía, esa mujer que goza de tan mala reputación en casa, y está muy lejos de merecerme mal concepto: es vivaracha y apasionada, tal vez, pero de estupendo corazón. Le expliqué todo lo relacionado con la retención de la parte de herencia de mi madre y ella me externó las razones que tenía para actuar así, me dijo las condiciones por las que estaba dispuesta a entregarme no sólo lo que se le pide, sino más. En fin, por hoy no me extenderé en este tema; dile a mi madre que todo estará bien. Estoy convencido de que la negligencia y las discusiones producen en este mundo más daños y trastornos que la malicia y la maldad. Por lo menos, éstas no abundan tanto.

 

Estoy aquí en la gloria. La soledad en este país encantador es el bálsamo perfecto para mi corazón, tan dado a las emociones fuertes; y la estación del momento, en la que todo se renueva y rejuvenece, derrama sobre él un suave calor. Cada árbol, cada seto, es un ramillete de flores; le dan a uno ganas de volverse abejorro o mariposa para sumergirse en el mar de perfume y respirar el aromático alimento.

 

La ciudad en sí es desagradable, pero en sus cercanías, en cambio, la naturaleza hace gala y ostentación de bellezas inefables. Esto fue lo que movió al difunto conde de M*** a plantar un jardín en uno de estos oteros que con gran variedad forman los valles más deliciosos. El jardín es muy sencillo y en cuanto se entra en él, se nota que no se trazó por una mano de hábil jardinero, sino por un corazón sensible que quería deleitarse. Mucho he llorado al recordarle en las ruinas de un pabellón que era su retiro predilecto y que también se ha hecho el mío. Pronto será el dueño del jardín; estoy aquí desde hace pocos días y el jardinero siempre se muestra muy atento y afectuoso conmigo. No lo perderá.

 

 

10 de mayo

 

Semejante a una de esas suaves mañanas de primavera que dilatan mi corazón, priva en mi espíritu una gran serenidad. Estoy solo y gozo y me regocijo de vivir en estos sitios, creados para almas como yo.

 

Me siento tan feliz, amigo mío, estoy tan absorto en el sentimiento de una plácida vida, que hasta mi talento resiente su efecto. Mi pincel y mi lápiz no podrían trazar hoy la menor línea, dibujar el menor rasgo, y no obstante, jamás me he sentido tan gran pintor como hoy.

 

Cuando los vapores de mi querido valle suben hasta mí y me rodean, y el sol en la cima lanza sus abrasadores rayos sobre las puntas del bosque oscuro e impenetrable, y tan sólo algún dardo de fuego puede penetrar en el santuario, tendido cerca de la cascada del arroyo, sobre el menudo y espeso césped, descubro otras mil hierbas desconocidas; cuando mi corazón siente más cerca ese numeroso y diminuto mundo que vive y se desliza entre las plantas, ese hormigueo de seres, de gusanos e insectos de especies tan diversas de formas y colores, siento la presencia del todopoderoso que nos creó a su imagen, y el hálito del amor divino que nos sostiene, flotando en un océano de eternas delicias.

 

¡Oh, amigo! Cuando ante mis ojos aparece lo infinito sintiendo el mundo reposar a mi alrededor, y tengo en mi corazón el cielo, como la imagen de una mujer querida, dando un gran suspiro, exclamo: “¡Ah, si pudieras expresar, estampar con un soplo sobre el papel lo que vive en ti con vida tan poderosa y tan ardiente; si tu obra pudiera reflejar tu alma, como ésta es el espejo de un Dios infinito…”Pero, ¡ay, querido amigo! Me pierdo, me extravío y sucumbo bajo la imponente majestuosidad de esta visión.

 

 

12 de mayo

 

No sé si por estos lugares se pasean hechiceros espíritus o si un delirio del cielo llena mi pecho, porque todo lo que me rodea me parece un paraíso. A la entrada de la ciudad hay una fuente… una fuente a la que me encuentro adherido, como por encanto, igual que Melusina y sus hermanas. A la falda de una pequeña colina, se puede ver una bóveda; se bajan 20 escalones y se ve saltar el agua más pura y transparente de los peñascos de mármol. La pequeña pared que forma su recinto, los árboles, que techan con su sombra la frescura del lugar, todo esto tiene un no sé qué atractivo y desconsolador al mismo tiempo; y no pasa un día que deje de descansar ahí una hora. Las mozas vienen a buscar agua; ocupación inocente y pacífica, que no desdeñaban en otros tiempos las hijas de los reyes. Cuando ahí estoy sentado recuerdo una vida patriarcal; rememoro que nuestros antepasados a la vera de la fuente creaban sus relaciones; que ahí era adonde iban a hablarles de amor; que alrededor de las claras fuentes revoloteaban y jugueteaban incesantes mil genios bienhechores.

 

¡Oh! Si hay alguien incapaz de sentir aquí lo que yo siento, es que no ha probado el placer de la suave frescura de una fuente, después de una larga jornada por un camino árido y vacío, bajo los ardientes rayos de un sol que quema.

 

 

13 de mayo

 

Preguntas si debes mandarme los libros. ¡En nombre del cielo, mi buen amigo, te suplico que no permitas que se acerquen a mí! No quiero ya ser guiado, animado, inflamado; este corazón arde ya bastante por sí mismo; lo que más necesito son cantos que me adormezcan, que me arrullen y en mi Homero rebosan.

 

¡Cuántas veces he tenido que calmar mi sangre, lista a enardecerse e inflamarse! No es posible que hayas visto algo tan desigual, tan inquieto como este corazón; ¿pero tengo necesidad de decírtelo, a ti, mi amigo, que has sufrido tantas veces al verme pasar, a menudo, de una negra preocupación a una loca extravagancia; de una dulce melancolía al ardor de una pasión? Así gobierno a mi pobre corazón como trataría un niño; le dejo pasar todos sus caprichos. No vayas a repetirlo, que hay quienes harían un crimen de esto.

 

 

15 de mayo

 

Las buenas gentes de la localidad me van conociendo y me quieren, sobre todo los niños. Al principio, cuando me acercaba a ellos y les hacía algunas preguntas con cariño, imaginaban que quería burlarme y me contestaban con brusquedad, casi brutalmente.

 

No me enojaba por eso, pero no dejé de sentir vivamente la verdad de una observación que antes había hecho: que ciertas personas de alta sociedad se apartaban de sus inferiores, como si el acercarse a ellos o dejar que se les acercaran debiera robarles la dignidad; y algunos casquivanos o majaderos se divierten y complacen en fingir familiaridad con el vulgo para hacerle sentir después su desprecio de manera asertiva.

 

Sé que no todos somos iguales ni podemos serlo; pero sostengo que quien se crea obligado a alejarse de lo que se llama el pueblo para mantenerlo respetado, no vale más que el cobarde que se oculta del enemigo, por miedo a que se le venza. Al venir uno de estos días a la fuente, encontré ahí a una jovencita que, luego de haber llenado su cántaro, lo había puesto en la escalera y veía hacia todos lados para ver si encontraba a alguna compañera que le ayudara a subirlo a su cabeza. Bajé las escaleras y le dije a los ojos.

 

-¿Quiere ayuda, señorita?

 

Se puso más encarnada que la grana y sólo atinó a decir:

 

-¡Oh, señor…!

 

-¡Vamos, vamos dejémonos de cumplidos! -repliqué.

 

La chica arregló su rodete sobre la cabeza, le puse el recipiente y muy agradecida subió las escaleras de la fuente.

 

 

17 de mayo

 

Conozco mucha gente, pero no tengo compañeros. No sé qué atractivo pueda haber en mi trato con los hombres; muchos me muestran afecto y hasta se complacen con mi amistad, pero veo siempre con pena que nuestros caminos difieren y no tardo en alejarme.

 

Si me preguntas cómo son las personas de este país, diré que iguales a todas. ¡El género humano es una cosa tan monótona! Casi todos trabajan la mayor parte del tiempo para vivir y su poco tiempo libre les pesa de tal modo, que buscan con ahínco el medio de usarlo en algo. ¡Oh, destino del hombre!

 

Sin embargo, estas personas son bienintencionadas. A veces, me olvido de mí y acudo a gozar con ellos los extraños placeres que a los mortales se conceden. Ya me siente en una mesa bien provista, en la que reinan cordialidad y alegría; ya demos un paseo en coche o improvisemos algún baile, cuando se presenta la ocasión propicia, sin preparativos de ningún tipo, esto me produce los mejores efectos; sólo que entonces es necesario olvidar y no recordar que hay en mí una gran cantidad de facultades latentes, que me veo obligado a ocultar con el mayor cuidado. ¡Ah, esto me oprime el corazón en alto grado! ¡Y sin embargo… no tener comprensión es nuestro destino!

 

¡Ah! ¿Por qué no existe ya la amiga de mis años mozos o por qué llegué a conocerla? Debería decirme “estás loco; buscas lo que no hallarás nunca”. Pero la verdad es que he tenido esta amiga, que ha sentido latir ese corazón; que he conocido esa alma grande en cuya presencia me parecía ser más de lo que era, porque era todo lo que podía ser. ¡Santo Dios!

 

¿Había entonces una sola facultad de mi alma que estuviera ociosa? ¿No podía desentrañar con ella esa grande sensibilidad con que mi corazón abraza la naturaleza entera? ¿No era nuestro trato un cambio continuo de las sensaciones más delicadas, de los rasgos más expresivos, del espíritu más refinado, cuyas modificaciones todas, hasta en la impertinencia, llevaban marcado el sello del genio? Y ahora… ¡Ah! ¡Era mayor que yo y se me anticipó al sepulcro! Jamás la olvidaré; jamás olvidaré su juicio recto y firme, y menos aún su divina indulgencia.

 

Hace algunos días encontré al joven V***. Sus facciones son francas y simpáticas. Precisamente recién salió de la universidad y si no se cree un sabio, está convencido, al menos, de que destaca su conocimiento del de los demás. Le he probado en diferentes materias y contesta bien; en una palabra, no carece de instrucción. Cuando supo que dibujaba mucho y que conocía el griego (fenómeno en este lugar), no me dejó un momento; me dio a conocer toda su erudición, desde Batteux hasta Wood, desde Piles hasta Winkelman. Me aseguró que había leído toda la primera parte de la teoría de Sulzer y que tenía un manuscrito de Heyne sobre el estudio del arte antiguo. Lo felicité por ello y seguí adelante.

 

Otro buen hombre que conozco es el mayordomo del príncipe, sujeto franco y honesto. Se dice que es una gloria verle en medio de sus nueve hijos. Parece que su hija mayor llama la atención más particularmente. Me ha dicho que vaya a verlo y pienso ir un día de estos. Vive en un pabellón o lugar de caza del príncipe a legua y media de aquí. Tras la muerte de su mujer obtuvo permiso para ir a vivir allá, pues el bullicio y la vida citadina, y sobre todo la vista de su hogar, sólo aumentaban su dolor. En cambio, en mis excursiones he hallado algunas caricaturas, entes muy empalagosos, cuyo trato y sus agasajos no soporto. Adiós. Ésta es una carta escrita exclusivamente para ti; no es más que una historia.

 

 

22 de mayo

 

La vida humana se reduce a un sueño, esto es lo que muchos han creído, y tal idea no deja de perseguirme. Cuando me detengo a pensar en los estrechos límites en que están circunscritas las facultades activas e intelectuales del hombre; cuando veo acabarse todos sus esfuerzos por satisfacer algunas necesidades que no tienen más intención que prolongar la desgraciada vida; que toda nuestra confianza o tranquilidad sobre ciertos puntos de la ciencia, es sólo una resignación fundada sobre quimeras y ensueños, y producida por esta ilusión que cubre las paredes de nuestra prisión con pinturas diversas y perspectivas de luz; todo esto me deja mudo, amigo Guillermo. Me reconcentro y encuentro en mi ser todo un mundo; pero un mundo fantástico, creado por presentimientos, por deseos sombríos, en el que no se halla ninguna acción viva. Todo nada, todo flota ante mí, cubierto de una espesa nube y yo me adentro en ese caos de ensueños con una sonrisa en la cara. Pedagogos, maestros, todos acuerdan que los niños no saben lo que quieren; pero que también nosotros, niños grandes, damos traspiés por este mundo sin saber de dónde procedemos o adónde nos dirigimos; lo mismo que los pequeños, obramos sin intención; igual que los niños nos dejamos llevar por golosinas de diferentes tipos o por el castigo; esto es lo que nadie quiere creer, ni convenir en ello; y según yo es, sin embargo, una cosa evidente.

 

En fin, concedo gustoso (porque sé lo que vas a contestar) que los venturosos sean aquellos que, como niños, viven al día, llevan su muñeca de un lugar a otro, la visten, le quitan la ropa, pasan y repasan respetuosos delante del cajón donde mamá tiene las golosinas y que cuando saborean alguna lo hacen ansiosos y a gritos piden más.

 

Pues bien, sí, ¡he ahí criaturas afortunadas! ¡Venturosos también los que bautizan con un nombre pomposo o un título imponente sus fútiles ocupaciones e incluso sus mismas pasiones, para presentarlas al género humano como obras gigantescas, emprendidas para traerle mayor prosperidad o para salvarle!

 

Por mi parte, repito: buen provecho tengan, tanto ellos como los que quieran o puedan creer como ellos. Pero el que en su humildad reconoce lo inútil de todas esas vanidades; el que ve al hombre acomodado arreglar su jardín como un paraíso, y al mismo tiempo ve pasar a un desgraciado jornalero encorvado bajo el peso de una carga abrumadora, sin desanimarse, y que ambos en fin muestran el mismo interés en contemplar siquiera un minuto más la luz del sol; ése está tranquilo, crea su universo en sí mismo y se considera feliz sólo por ser hombre. Por limitado que sea su poder, abriga siempre en su corazón el sentimiento y sabe que puede dejar esta cárcel cuando así lo disponga.

 

 

26 de mayo

 

Tú conoces, hace mucho tiempo, mi modo de arreglarme; sabes cómo me gusta alistar una cabaña en un sitio aislado donde pueda vivir con gran simplicidad. ¡Pues bien! Sabrás que he encontrado en este lugar un rinconcito seductor. Como a una legua de la ciudad, se tiende una campiña  llamada Wahlheim. Situado en la cima de una colina, la vista del pueblo es muy pintoresca. Al subir el camino que lleva a él, se ve todo el valle con una sola mirada. Una mujer buena y servicial, ágil para su edad, tiene ahí una taberna o expendio de bebidas y se sirve café, vino y cerveza. Lo que llama la atención son dos tilos soberbios de ramas abundantes, que dan sombra a la plazuela de la igual, cuyo recinto lo cierran casas, pajares y corrales. Con dificultad se encontraría en otra parte un sitio más propicio para mis gustos: me hago traer una mesita y una silla; tomo mi café y leo mi Homero. La primera vez que la casualidad me llevó a este sitio era una tarde magnífica; encontré el lugar solo porque todo el vecindario estaba en el campo y sólo vi a un niño, como de cuatro años, que sentado en el suelo sostenía en sus piernas a otro niño de meses, sentado también, al que pegaba a su pecho con los brazos. A pesar de la vivacidad que brillaba en sus ojos negros, estaba muy quieto. Esta vista me encantó; me senté sobre un arado frente a ellos, tomé mis lápices y empecé a dibujar este cuadro fraternal con indescriptible placer; agregué un seto, la puerta de una granja, una rueda rota de carro y algunos otros aperos de labranza mezclados entre sí con poca claridad.

 

Después de una hora encontré que había hecho un dibujo bien entendido, un cuadro muy interesante, sin haberlo pensado ni haber puesto nada de mi parte. Esto me confirmó en mi propósito de no atenerme más que a la naturaleza misma, porque ella sola es la que tiene riquezas inagotables y la que forma los verdaderos y grandes artistas. Mucho puede decirse a favor de las reglas y preceptos del arte, y más o menos lo mismo que puede decirse para alabar las leyes sociales. Un hombre que se conforma y atiene a ellas con rigor no produce nunca nada carente de sentido o positivamente malo, lo mismo que aquel que se conduce con arreglo a las leyes y a lo que exigen las conveniencias sociales no será nunca un mal vecino ni un insigne malvado; pero tampoco producirá nada notable, porque sin importar lo que se diga, toda regla, todo precepto, es una especie de traba que sofocará el sentimiento real de la naturaleza, hará estéril el verdadero genio y le quitará su verdadera expresión. Me dirás que tiene esto mucha fuerza. Pues bien, yo te diré que lo que hace la regla es podar las ramas chuponas, impedir que crezcan y se expandan. Escucha una comparación; sucede con esto como con el amor: un joven con el corazón virgen y sensible se apasiona por una joven amable y bonita; pasa todo el tiempo junto a ella; prodiga su fortuna; hace uso de todas sus capacidades para probarle en todo momento que es suyo del todo sin la menor reserva, y he aquí que se cruza un inoportuno revestido con el carácter de un ministerio público con su traje oficial y le dice “caballerito, amar es de hombres; ama, pues, pero ama como un hombre; arregla tus horas del día; consagra unas al estudio, al trabajo, y otras a tu ídolo; haz un cálculo preciso de tus rentas, de cuánto será lo superfluo que te quede después de haber cubierto todo lo necesario. No te prohibo le hagas algunos regalos, pero raras veces y en épocas mismas, como el día de su santo”.

 

Si nuestro joven se conforma con seguir las indicaciones del entrometido, llegará a ser personaje muy útil y yo sería el primero en aconsejar a todo príncipe que lo colocara en algún ministerio; pero en lo que respecta a su amor, pronto habría huido, ¡y no digo menos de su talento si era artista! ¡Oh, amigos míos! ¿Por qué desbordan tan rara vez sus olas impetuosas sus almas deslumbradas? Esto se debe a que en las dos orillas habita gente grave y reflexiva, cuyas quintas y casas de descanso, sus cuadros de tulipanes y sus huertos, se veían inundados, arruinados, destruidos; y éstos producen personajes con un gran cuidado de construir diques y presas, de hacer sangrías al torrente, para que el peligro constante desaparezca.

 

 

27 de mayo

 

Como acabas de ver, me he dejado llevar por el entusiasmo, por la declamación, por las comparaciones y he olvidado completamente el concluir lo que había empezado a decir de los niños. Absorto en esta meditación sentimental sobre la pintura, de la que en mi carta de ayer no he dado sino algunas partes, sin orden ni ilación, te diré que estuve más de dos horas sentado sobre el arado. Al atardecer llegó una mujer joven con una cesta en el brazo; se dirige presurosa a los dos niños, que no se habían movido de aquel lugar, y grita desde lejos.

 

-Felipe, eres buen muchacho.

 

Al pasar me saluda y yo correspondo. Me levanto, me acerco y le pregunto si es la madre de los niños: me responde que sí y da al grande la mitad de un bollo; levanta al pequeño en brazos y lo acaricia y besa como sólo una madre puede hacerlo.

 

-Confié a Felipe esta criatura -me dice-, y he ido a la ciudad con el mayor a comprar pan, azúcar y una tartera de barro.

 

Vi en efecto todas esas cosas en la cesta, cuya tapa se había caído.

 

-Quiero hacer esta noche una papilla para mi Juanito, el pequeño; mi hijo mayor, que es muy travieso, rompió ayer la tartera mientras peleaba con Felipe por rebanar lo que había quedado pegado a ella.

 

Le dije que tendría gusto de ver al mayor y apenas terminó de responder que se había quedado atrás y andaba corriendo por el valle juntando los gansos, cuando el chicuelo se presentó brincando y con una ramita de avellano en la mano que dio a su hermano. Yo seguí hablando con la mujer y me enteré que era hija del maestro de escuela y que su esposo estaba en Suiza, lugar al que había ido a recoger la herencia de un primo.

 

-Han querido engañarle -me dijo-, y no contestaban a sus cartas; de modo que ha ido allá a ver por sí mismo qué sucede. ¡Con tal que no haya sucedido una desgracia! Porque ya hace tiempo que no sé de él.

 

Tuve pena en separarme de esta mujer, le di unos céntimos a cada uno de sus hijos y algunos más a ella para que comprara un bollo al más pequeño cuando fuera a la ciudad, y nos separamos.

 

Te lo repito, amigo, cuando siento agitarse mi espíritu con violencia, la vista de una criatura basta para calmar su malestar: recorre el círculo estrecho de su pacífica vida en un feliz abandono; vive sin ocuparse más que en allegar lo necesario para vivir en el día; ve caer las hojas y no deduce nada más que el invierno se acerca.

 

Desde ese día voy a menudo a casa de esta buena mujer; los niños se han acostumbrado a verme y nunca tomo el café sin que deje de darles su terrón de azúcar, y al anochecer parto con ellos mis tostadas y mi leche cuajada. El domingo les doy unas monedas y si no estoy a la hora del oficio divino, la tabernera tiene la orden de dárselas.

 

Son muy confiados, me cuentan mil historias y nada me gusta más que ver sus pequeñas pasiones y la simplicidad de sus celos y envidias, cuando se reúnen alrededor de mí otros niños del pueblo.

 

Me ha costado trabajo tranquilizar a la madre, que temía mucho “incomodaran al señor”, según sus palabras.

 

 

30 de mayo

 

Lo que te contaba sobre la pintura puede decirse también de la poesía. Sólo se trata de reconocer primero lo que es bello en verdad y después atreverse a expresarlo con franqueza. Esto en efecto es decir mucho en pocas palabras. Yo he sido hoy testigo de una escena que bien contada daría materia para romper el idilio más hermoso del mundo; ¿pero qué hacen aquí poesía, escena e idilio? ¿Es necesario trabajar siempre según las reglas del arte, sin violarlas ni romper sus trabas para participar de un efecto natural?

 

Si detrás de esta introducción esperas algo grandioso y sublime, te equivocas un poco; el que ha producido en mí una emoción tan viva es tan sólo un mozo de la aldea. Según mi costumbre, lo diré con torpeza y según la tuya, creerás que exagero. Es todavía Wahlheim y siempre Wahlheim que produce estas maravillas.

 

Bajo los tilos se habían congregado muchas personas para tomar café: y como la concurrencia no era de mi completo agrado, me alejé con un pretexto.

 

Salió un joven aldeano de una casa contigua y se puso a componer el arado que yo había dibujado por aquellos días; me acerqué a él y le hice algunas preguntas sobre su situación; nos conocimos y como me pasa a veces con los de su clase, pronto llegamos a las confidencias. Me contó que servía en casa de una viuda que se portaba muy bien con él. Me habló tanto de ella, tantos elogios tuvo para ella, que pronto descubrí que sentía una gran pasión.

 

-Ya no es joven -me dijo-; su primer marido le dio muy mala vida y no quiere volver a casarse.

 

Todo lo que me decía descubría el atractivo y belleza que conserva para él y con qué ardor deseaba se dignara a elegirlo, para reparar con su cariño los atropellos padecidos con su primer marido. Sería necesario repetirte su conversación para dar idea de la inclinación pura, de amor y la alegría de este hombre. Sí, sería preciso tener el talento de los mayores poetas para representar lo vivo, lo expresivo de sus ademanes, lo armonioso de su voz, el fuego concentrado y la ternura que se veía en sus ojos. No, no hay palabras capaces de transmitir el tierno y delicado cariño que embargaba todo su ser y que daban a conocer cada una de sus expresiones; y si tratara de hacerlo, no produciría más que cosas torpes y frías.

 

Me llamó la atención sobre todo y me conmovió al extremo su temor de que interpretara mal las relaciones con su ama y que sospechara de su buena conducta. Sentí un delicioso encanto al oírle hablar de ella, de su gracia, que a pesar de haber perdido ya los hechizos de la juventud, le atraía y le apasionaba de tal modo. Este placer, no obstante, no lo siento sino en lo hondo del corazón. Nunca había visto deseos más ardientes, más apasionados y vehementes, acompañados al mismo tiempo de tanta pureza; y podría incluso decir que ni siquiera había imaginado, ni en sueño, que pudiera existir tal pureza. No vayas a regañarme si te confieso que al acordarme de esta simple inocencia, se exalta mi alma; que me persigue por todas partes la imagen de esta ternura tan real, tan delicada y vehemente, y que como si estuviera poseído de los mismos fuegos, me abraso, languidezco y me siento morir devorado.

 

Trataré de ver lo más pronto posible a esa mujer. Pero no; si estoy en mi juicio, no he de hacerlo. La veo por los ojos de su amante y esto vale más, porque tal vez no se presentará a los míos tal como a él se apetece. ¿Y con qué fin desfigurar su imagen?

 

 

16 de junio

 

¿Por qué no te escribo? ¡Y puedes preguntarlo, tú, uno de los mayores sabios de la tierra! Debías adivinar que me encuentro bien, muy bien; en un palabra, que he hecho un conocimiento que toca a mi corazón muy de cerca. Tengo… tengo… No sé qué. Contarte por orden y detalladamente cómo he llegado a conocer a una de las criaturas más amables del universo sería tarea apoteósica. Estoy contento y soy dichoso; por ende, soy mal historiógrafo.

 

¡Un ángel ¡Ay! Todos dicen otro tanto del dueño de su alma. ¿No es verdad? ¡Y sin embargo, como decirte lo perfecta que es, porque lo es. Basta; ella abarca todos mis sentidos, los domina. ¡Tanta ingenuidad unida a tanto ingenio!, ¡tanta bondad con tanta fuerza de carácter! ¡Y la tranquilidad del alma en medio de la vida más agitada!

 

Todo lo que digo de ella no es más que una plática incoherente, lastimosas abstracciones que no dan a conocer ni un ángulo de su personalidad. Otro día… no, ahora mismo, te lo voy a decir. Si no lo hago ahora, no lo haré nunca; porque debo decir que desde que empecé a escribir, he estado a punto tres veces de tirar la pluma, hacer alistar mi caballo e irme a recorrer el país, aunque me hubiera propuesto esta mañana quedarme aquí. Me asomo a la ventana todo el tiempo para ver si el sol sigue muy alto.

 

No he podido resistir. He tenido que ir a su casa y ya he regresado, mi querido Guillermo. Cenaré mi manteca mientras te escribo. ¡Qué delicia para mí contemplarla rodeada de sus ocho alegres y traviesos hermanitos!

 

Si siguiera escribiéndote de este modo, quedarías tan enterado al principio que al final. Pon atención, que voy a violentarme para entrar en detalles.

 

Ya te escribí en fechas recientes cómo había conocido al mayordomo S*** y cómo me había invitado a ir a verle en su retiro o más bien en su pequeño reino. Hice poco caso de esta invitación y quizá no habría vuelto a recordarlo. Si la casualidad no me muestra el tesoro oculto en su retiro.

 

Los mozos del pueblo daban un baile campestre y asistí. Ofrecí la mano a una agraciada señorita, amable pero insulsa. Se acordó que yo conduciría a mi pareja y a su prima, en coche, al lugar de la fiesta y que recogeríamos a Carlota S***.

 

-Va usted a conocer a una mujer muy hermosa -dijo mi pareja al llegar a la soberbia calle o más bien paseo bordado de árboles generosos que conduce a la quinta. Cuidado con enamorarse.

 

-¿Y por qué? -le pregunté.

 

-Porque está comprometida con un hombre honrado -contestó-, ausente en este momento arreglando negocios por el deceso de su padre y al mismo tiempo para conseguir un empleo ventajoso. Estos datos, te diré, los oí con total indiferencia.

 

El sol iba a esconderse detrás de las montañas cuando llegamos a la puerta de entrada. El aire era pesado y difícil era respirar, se veían arremolinarse en el horizonte ingentes y numerosos nubarrones de un color oscuro. Las jóvenes manifestaban sus temores de una tormenta próxima y aun cuando yo mismo estaba convencido de ello y adelantaba que la fiesta fracasaría, traté de calmarlas con mis fingidos conocimientos meteorológicos.

 

Me bajé del coche y al mismo tiempo se presentó una criada y nos pidió esperar un momento a la señorita Carlota, que iba a bajar enseguida. Atravesé el patio, subí la escalinata que llevaba a la entrada de la linda casa y cuando pasé por el vestíbulo, presencié el espectáculo más encantador que hubiera visto. Seis niños, entre dos y 11 años, estaban agrupados en torno a una joven de estatura media, pero bien formada, cuyo traje era un simple vestido blanco adornado con lazos de color de rosa en marchas y pechera. Tenía un pan casero en la mano y a cada niño le daba un pedazo según su edad y apetito. Los niños levantaban sus manitas y luego de recibir la merienda, los más vivos se fueron con ella muy alegres y los más calmados se dirigieron con prudencia a la puerta para ver a los forasteros y el coche donde debía subir su querida Carlota.

 

-Pido a usted mil perdones -me dijo-, por haberle dado la molestia de llegar hasta este lugar y por hacer esperar a esas señoras; pero ocupada primero en vestirme y después en arreglar lo que ha de hacerse en casa en mi ausencia, me olvidé de dar de comer a mis pequeños, y no hay quien les haga tomar el pan si yo no lo parto.

 

Respondí con un trivial cumplido, porque mi alma entera estaba fija en sus labios, absorta de oír el timbre de su voz y de contemplar su gallardía. Corrió a su habitación por los guantes y el abanico, y mientras pude reponerme de mi trastorno. Los niños no se atrevían a acercárseme y me miraban de reojo; fui hacia el más pequeño, que era una criatura preciosa. El chiquillo huyó, pero en ese momento Carlota entró y dijo:

 

-Luis, ven a dar la mano a tu primo. El muchacho dejó la timidez y obedeció; yo no pude menos que besarle efusivo, a pesar de que su cara estaba llena del dulce de la merienda.

 

-¡Primo!, repetí yo, mientras estiré la mano a Carlota-. ¿Me considera en verdad digno de la dicha de ser familiar suyo?

 

-¡Oh! -contestó ella con maliciosa sonrisa-. ¡Tenemos tantos primos! Lo que sentiría es que fuera usted el peor de todos.

 

Al marchar recomendó a Sofía, la mayor de las hermanitas, de unos 11 años, que tuviera mucho cuidado de los pequeños y que no olvidara dar las buenas noches a su papá cuando volviera a casa; a los niños dijo:

 

-Ustedes obedezcan a su hermana Sofía como si fuera yo misma.

 

Algunos prometieron hacerlo, pero una rubita muy viva, de a lo mucho seis años, le dijo con aire de importancia:

 

-Sofía no es lo mismo que tú, a ti todos te queremos más.

 

Los dos chicos mayores se habían encaramado al coche y ante mis ruegos, Carlota les permitió que fueran con nosotros hasta el bosque, con tal que prometieran no hacer ninguna travesura.

 

Poco después de instalarnos en el coche y luego de saludarse las señoras e intercambiar algunas observaciones sobre los trajes, y sobre todo de los sombreros, con su poco de murmuración, inevitable en estos casos, dirigida contra las personas que habríamos de ver, Carlota hizo detener el carro y pidió a los niños que se bajaran; éstos obedecieron en el acto, rogando a Carlota que les diera a besar su mano; el mayor lo hizo con la tierna efusividad de los 15 años y el menor con mucha viveza. Carlota les encargó que dieran mil caricias de su parte a los otros hermanitos. Seguimos nuestro camino.

 

La primera le preguntó si había acabado de leer el libro que ella le había enviado.

 

-No -dijo Carlota-, no me gusta y puedes llevártelo; el anterior no era mucho mejor.

 

Yo quise saber de qué libros se trataba y quedé admirado al conocer que eran las obras de X. Encontraba tan buen juicio en sus apreciaciones, tanto sentido en todo lo que decía; descubría encantos nuevos en todas sus palabras y veía brillar rayos de inteligencia en su cara, que la iluminaban, que poco a poco se llegaba a distinguir en su semblante la alegría que sentía de que la comprendiera.

 

Cuando era más joven, dijo, nada me gustaba como leer novelas. Dios sabe qué placer me causaba pasar el domingo entero en un rincón solitario, participando de la dicha o de las desgracias de una miss Jenny. No niego que este género no tenga todavía para mí algunos atractivos; pero como en el día son muy escasos los momentos libres que me quedan para coger un libro, es preciso por lo menos que sea de mi agrado. El autor que prefiero es aquel que me pone en contacto con los de mi clase y sabe animar todo lo que me rodea; aquel cuyas historias son tan caras a mi corazón como a mi vida interior, que sin ser un paraíso, es para mí un manantial de inexpresable felicidad.