La señora Dalloway 6 Sexta entrega
de Virginia Woolf

La señora Dalloway 6 Sexta entrega

 

 

Fuente valvanera. Todo parecía tan vacío. Todas las sillas estaban arrimadas a la pared. ¿Por qué lo habían hecho? Oh, era por la fiesta; no, no se había olvidado de la fiesta. Peter Walsh había regresado. Oh, sí; la había visitado. Y se iba a divorciar; y estaba enamorado de una mujer de allá. Y no había cambiado nada. Sí, ella estaba arreglándose el vestido...

 

—Y pensando en Bourton—dijo.

 

—Hugh ha almorzado con nosotros—dijo Richard.

 

¡También ella lo había visto! Lo cierto era que se estaba volviendo absolutamente inaguantable. Comprando gargantillas para Evelyn; más gordo que nunca; un asno inaguantable.

 

Pensando en Peter sentado allí, con su corbatita de lazo, abriendo y cerrando el cortaplumas, Clarissa dijo:

 

—Y he pensado: "Hubiera pedido casarme contigo." Está exactamente igual que antes, ¿sabes?

 

Habían hablado de él durante el almuerzo, dijo Richard. (Pero Richard no podía decirle a Clarissa que la amaba. Le cogió la mano. La felicidad es esto, pensó.) Habían escrito una carta al Times a petición de Millicent Bruton. Era p para lo único que Hugh servía.

 

—¿Y nuestra querida señorita Kilman? —preguntó ahora Richard.

 

Clarissa opinaba que las rosas eran absolutamente preciosas; primero lo eran formando ramo; y ahora lo eran por sí mismas, separadas.

 

—Pues la Kilrman va y llega justamente después del almuerzo—dijo—. Elizabeth se pone colorada y se encierran arriba. Supongo que están rezando.

 

¡Dios! A Richard esto no le gustaba ni pizca; pero esas cosas desaparecen, si uno no se mete.

 

—Con paraguas e impermeable—dijo Clarissa.

 

Richard no había dicho "te amo", pero le tenía cogida la mano. La felicidad es esto, es esto, pensó.

 

—Pero, ¿por qué he de invitar a mis fiestas a todas las mujeres aburridas de Londres? —se lamentó Clarissa.

 

Y, cuando la señora Marshan daba una fiesta, ¿acaso era ella, Clarisssa, quien determinaba cuáles serían los invitados?

 

—Pobre Ellie Henderson—dijo Richard.

 

Era raro el que Clarissa diera tanta importancia a sus fiestas, pensó Richard.

 

Pero Richard no tenía la más leve noción acerca del aspecto que debe presentar una sala. Sin embargo, ¿qué iba a decir?

 

Si a Clarissa le preocupaban tanto aquellas fiestas, Richard no le permitiría darlas. ¿Se arrepentía de no haberse casado con Peter? Pero Richard tenía que irse.

 

Tenía que irse, dijo levantándose. Pero se quedó inmóvil, en pie, durante un instante, como si se dispusiera a decir algo; y Clarissa se preguntó qué. ¿Por qué? Allí estaban las rosas.

 

—¿Un comité?—le preguntó Clarissa, en el momento en que Richard abría la puerta.

 

—Los armenios.

 

¿O quizá dijo "los albaneses"?

 

Y en las personas hay una cierta dignidad; una soledad; incluso entre marido y mujer media un abismo; y esto debe respetarse, pensó Clarissa contemplando cómo Richard abría la puerta; se trataba de algo de lo que una no podía desprenderse, ni quitarlo al marido contra su voluntad, sin perder la propia independencia el respeto hacia una misma, algo, en resumen, inapreciable.

 

Richard regresó con una almohada y una manta.

 

—Una hora de reposo completo después del almuerzo—dijo.

 

Y se fue.

 

¡Cuán propio de él! Diría "Una hora de reposo completo después del almuerzo" hasta el fin de los tiempos debido a que el médico lo había prescrito una vez. Era muy propio de Richard interpretar tan al pie de la letra las prescripciones de los médicos; esto formaba parte de aquella adorable y divina sencillez que nadie poseía en tan alto grado; y lo que le permitió ir a sus asuntos, mientras ella y Peter perdían el tiempo peleándose. Y ahora ya habría recorrido la mitad del camino a la Cámara de los Comunes, para ocuparse de sus armenios, de sus albaneses, después de haberla dejado a ella acomodada en el sofá, mirando las rosas. Y la gente diría: "Clarissa Dalloway está muy mimada." Le importaban mucho más las rosas que los armenios. Perseguidos hasta la muerte, mutilados, helados, víctimas de la crueldad y de la injusticia (se lo había oído decir una y mil veces a Richard), no, ningún sentimiento suscitaban los albaneses en ella, ¿o eran los armenios?, pero amaba las rosas (¿ayudaría esto a los armenios?), las únicas flores que toleraba ver cortadas. Pero Richard ya estaba en la Cámara de los Comunes, en su comité, después de haber solventado todas las dificultades de Clarissa. Pero no, esto último no era verdad. Richard no había visto las razones en contra de invitar a Ellie Henderson. Desde luego, Clarissa se plegaría a los deseos de Richard. Como sea que Richard había traído la almohada, Clarissa se echaría... Pero, pero, ¿por qué de repente se sentía, sin razón que pudiera discernir, desesperadamente desdichada ? Como una persona a la que se le ha caído una perla o un diamante en el césped y separa con mucho cuidado las altas briznas, aquí y allá, en vano, y por fin espía entre las raíces, así fue Clarissa de un asunto a otro; no, no tenía nada que ver con el hecho de que Sally Seton dijera que Richard jamás llegaría a ser miembro del Gabinete debido a que Richard tenía un cerebro de segunda clase (ahora Clarissa lo recordó); no, esto no le importaba; y tampoco se debía a Elizabeth y Doris Kilman; estaba segura de ello. Era un sentimiento, un sentimiento desagradable, que quizá la había acometido a primera hora de la jornada; algo que Peter había dicho, combinado con cierta depresión, allí, en su dormitorio, al quitarse el sombrero; y lo que Richard había dicho, agravó la situación, pero ¿qué había dicho Richard? Allí estaban las rosas. ¡Sus fiestas! ¡Esto era! ¡Sus fiestas! Los dos la criticaban con muy poca base, se reían de ella muy injustamente, por sus fiestas. ¡Esto era! ¡Esto era!

 

Bueno, ¿cómo iba a defenderse? Ahora que sabía a qué era debido, se sentía perfectamente feliz. Pensaban, o por lo menos Peter pensaba, que a ella le gustaba lucirse, que le gustaba estar rodeada de gente famosa, grandes apellidos, que era, pura y simplemente, una snob. Seguramente era esto lo que creía Peter. Richard consideraba sencillamente que era una tontería por parte de Clarissa el que le gustara aquella excitación, cuando le constaba que era mala para su corazón. Lo consideraba infantil. Y los dos estaban equivocados. Lo que a Clarissa le gustaba era la vida sencilla.

 

—Por esto lo hago—dijo Clarissa, hablando en voz alta a la vida.

 

Como sea que yacía en el sofá, aislada, protegida, la presencia de aquella cosa que tan claramente sentía adquirió existencia física; arropada con los sonidos de la calle, soleada, con cálido aliento, murmurante, agitando las cortinas. Pero, ¿supongamos que Peter hubiera dicho: "Sí, sí, efectivamente, pero qué significado tienen tus fiestas"? Bien, en este caso lo único que Clarissa podría responder (y no cabía esperar que nadie lo comprendiera) era: son una ofrenda. Lo cual resultaba horriblemente vago. Pero, ¿quién era Peter para afirmar que la vida es, coser y cantar? ¿Peter, siempre enamorado, enamorado de la mujer de quien no debía enamorarse? ¿Qué significa tu amor?, hubiera podido preguntarle Clarissa. Y sabía la respuesta de Peter: el amor es lo más importante del mundo y ninguna mujer puede llegar a comprenderlo. Muy bien. Pero, ¿acaso había en el mundo un hombre capaz de comprenderla a ella? ¿De comprender sus intenciones? ¿Su vida? Clarissa no podía imaginar a Peter o a Richard tomándose la molestia de dar una fiesta sin razón alguna.

 

Pero profundizando más, por debajo de lo que la gente decía (y estos juicios ¡cuán superficiales, cuán fragmentarios eran!), yendo ahora a su propia mente, ¿qué significaba para ella esa cosa que llamaba vida? Oh, era muy raro. Allí estaba Fulano de Tal en South Kensington; Zutano, en Bayswater; y otro, digamos, en Mayfair. Y Clarissa sentía muy continuamente la noción de su existencia, y sentía el deseo de reunirlos, y lo hacía. Era una ofrenda; era combinar, crear; pero ¿una ofrenda a quién?

 

Quizá fuera una ofrenda por amor a la ofrenda. De todos modos, éste era su don. No tenía nada más que fuera importante; no sabía pensar, escribir, ni siquiera sabía tocar el piano. Confundía a los armenios con los turcos; amaba el éxito; odiaba la incomodidad; necesitaba gustar; decía océanos de tonterías; y si alguien le preguntaba qué era el Ecuador, no sabía contestar.

 

De todos modos, los días se sucedían uno tras otro: miércoles, jueves, viernes, sábado; una tenía que levantarse por la mañana, ver el cielo, pasear por el parque, encontrarse con Hugh Whitbread; y de repente llegó Peter; luego, aquellas rosas; con esto bastaba. Después de esto, ¡qué increíble resultaba la muerte! El que todo hubiera de terminar; y nadie en el mundo entero llegaría a saber lo mucho que le gustaba todo; llegaría a saber cómo en cada instante...

 

Se abrió la puerta. Elizabeth sabía que su madre estaba descansando. Entró muy silenciosamente. Se quedó absolutamente quieta. ¿No sería que algún mongol había naufragado ante la costa de Norfolk (como decía la señora Hilbery), y se había mezclado con las señoras Dalloway, quizá cien años atrás? Sí, porque las Dalloway, por lo general eran rubias, con ojos azules; y Elizabeth, por lo contrario, era morena; tenía ojos chinos en la cara pálida, misterio oriental; era dulce, considerada, quieta. De niña, tenía un estupendo sentido del humor; pero ahora, a los diecisiete años, sin que Clarissa pudiera comprenderlo ni siquiera remotamente, se había transformado en una muchacha muy seria, como un jacinto de brillante verde, con capullos de leve color, un jacinto sin sol.

 

Se estaba muy quieta y miraba a su madre; pero la puerta había quedado entornada, y Clarissa sabía que, más allá de la puerta, estaba la señorita Kilman; la señorita Kilmalz con impermeable, escuchando lo que ellas hablaban.

 

Sí, la señorita Kilman estaba en pie, fuera, e iba con impermeable, pero tenía sus razones. En primer lugar, era barato; en segundo lugar, la señorita Kilman tenía más de cuarenta años; y, al fin y al cabo, no se vestía para gustar. Además, era pobre, humillantemente pobre. De lo contrario, no hubiera aceptado empleos de gente como los Dalloway; empleos de gentes ricas a quienes gustaba ser amables. Y, dicho sea en justicia, el señor Dalloway había sido amable. Pero la señora Dalloway no. Había sido, simplemente, condescendiente. Procedía de una familia perteneciente a la clase más indigna, la clase de los ricos con un barniz de cultura. Tenían cosas caras en todas partes: cuadros, alfombras, gran número de criados. La señorita Kilman pensaba que tenía pleno derecho a cuanto los Dalloway hacían en su beneficio.

 

Pero la señorita Kilman había sido estafada. Sí, la palabra no constituía una exageración, porque ¿acaso una chica no tiene derecho a cierta clase de felicidad? Y la señorita Kilman nunca había sido feliz, por ser tan poco agraciada y tan pobre. Y luego, cuando se le presentó una buena oportunidad en la escuela de la señorita Dolby, vino la guerra; y la señorita Kilman siempre había sido incapaz de mentir. La señorita Dolby consideró que la señorita Kilman sería más feliz viviendo con personas que compartieran sus opiniones acerca de los alemanes. Tuvo que irse. En realidad, su familia era de origen alemán; su apellido se escribía Kiehlman, en el siglo XVIII, pero su hermano murió en la guerra. A ella la echaron porque no podía aceptar la ficción de que todos los alemanes eran malvados. ¡Tenía amigos alemanes, y los únicos días felices de su vida los había pasado en Alemania! A fin de cuentas, sabía enseñar historia. Tuvo que aceptar lo que le ofrecieran. El señor Dalloway la descubrió, mientras ella trabajaba en casa de los Friend. Y le permitió (lo cual fue verdaderamente generoso por su parte) enseñar historia a su hija. También le daba clases de cultura general y demás. Entonces, en su vida apareció Nuestro Señor (aquí la señorita Kilman inclinaba siempre la cabeza). Había visto la luz hacía dos años y tres meses. Ahora no envidiaba a las mujeres como Clarissa Dalloway; se apiadaba de ellas.

 

Se apiadaba de estas mujeres y las despreciaba desde lo más hondo de su corazón, mientras permanecía en pie sobre la muelle alfombra, contemplando un viejo grabado de una niña con manguito. Con tanto lujo, ¿qué esperanza cabía albergar de que las cosas, en general, mejorasen? En vez de yacer en el sofá—Elizabeth había dicho: "Mi madre está descansando"—, Clarissa Dalloway hubiera debido estar en una fábrica, detrás de un mostrador, ¡la señora Dalloway y todas las demás lindas señoras!

 

Amarga y ardiendo, la señorita Kilman había entrado en una iglesia hacía dos años y tres meses. En ella oyó predicar al reverendo Edward Whittaker, cantar a los niños del coro; había visto descender las solemnes luces, y fuera por la música o por las voces (cuando estaba sola, en el crepúsculo, encontraba consuelo en el violín; pero el sonido que la señorita Kilman producía era desgarrador; no tenía oído), lo cierto es que los ardientes y turbulentos sentimientos que hervían y se alzaban en ella quedaron apaciguados mientras estaba sentada allí, y lloró copiosamente, y visitó al señor Whittaker en su domicilio particular, en Kensington. Era la mano de Dios, dijo el señor Whittaker. El Señor le había mostrado el camino. De modo que ahora siempre que los ardientes y dolorosos sentimientos hervían en su seno, este odio hacia la señora Dalloway, este rencor contra el mundo, la señorita Kilman pensaba en Dios. Pensaba en el señor Whittaker. La calma sucedía a la rabia. Una dulce savia le corría por las venas, se le entreabrían los labios, y, en pie junto a la puerta, con su formidable aspecto, con el impermeable, miraba con firme y siniestra serenidad a la señora Dalloway, que salía de la estancia con su hija.

 

Elizabeth dijo que había olvidado los guantes. Esto se debía a que la señorita Kilman y su madre se odiaban. Elizabeth no podía tolerar el verlas juntas. Subió, corriendo la escalera en busca de los guantes.

 

Pero la señorita Kilman no odiaba a la señora Dalloway. Orientando la mirada de sus grandes ojos de color grosella hacia Clarissa, mientras observaba su rostro pequeño y rosado, su cuerpo delicado, su frescor y su elegancia, la señorita Kilman pensaba: ¡Insensata! ¡Atontada! ¡No sabes lo que es el dolor ni lo que es el placer! ¡Has empleado tu vida en bagatelas! Y se alzó en ella un poderoso deseo de avasallarla, de desenmascararla. Si hubiera podido derribarla, se hubiera sentido mejor. Pero no era el cuerpo; era el alma y su burla lo que deseaba someter; quería hacer sentir su superioridad. Si pudiera hacerla llorar, si pudiera arruinarla, humillarla, hacerla caer de rodillas, gritando ¡Tiene usted razón! Pero esto dependía de la voluntad de Dios, no de la voluntad de la señorita Kilman. Tenía que ser una victoria religiosa. Se quedó con la mirada ardiente e irritada.

 

Clarissa estaba verdaderamente escandalizada. ¡Esta cristiana, esta mujer! ¡Esta mujer le había arrebatado su hija! ¡Está en contacto con presencias invisibles! ¡Pesada, fea, vulgar, sin dulzura ni gracia, conoce el significado de la vida!

 

—¿Lleva a Elizabeth a los Almacenes?—preguntó la señora Dalloway.

 

La señorita Kilman dijo que sí. Se quedaron las dos quietas allí. La señorita Kilman no estaba dispuesta a ser amable. Siempre se había ganado la vida. Sus conocimientos de historia moderna eran extremadamente concienzudos. De sus menguados ingresos siempre apartaba ciertas cantidades para donarlas a causas en las que creía, en tanto que aquella mujer no hacía nada, no creía en nada; educaba a su hija. . . ¡Pero ahí estaba Elizabeth, un poco jadeante, hermosa!

 

 

Iban a los Almacenes. Y era raro advertir la manera en que, mientras la señorita KiIman seguía en pie, inmóvil (con el poderío y aire taciturno de un monstruo prehistórico, armado para una guerra primitiva), segundo a segundo el concepto de la señorita Kilman iba disminuyendo, la manera en que el odio (que era odio hacia ideas, no hacia personas) se desmoronaba la manera en que la señorita Kilman perdía malignidad, perdía tamaño, iba transformándose, segundo a segundo, en sólo la señorita Kilman, con impermeable, a la que ciertamente Clarissa hubiera querido ayudar.

 

Ante este desvanecimiento del monstruo, Clarissa se echó a reír. Al decir adiós, se rió.

 

Y las dos juntas, la señorita Kilman y Elizabeth salieron y bajaron los peldaños.

 

En un súbito impulso, con violenta angustia, por cuanto aquella mujer le estaba arrebatando a su hija, Clarissa se inclinó sobre la barandilla y gritó:

 

—¡Acuérdate de la fiesta! ¡Acuérdate de la fiesta de esta noche!

 

Pero Elizabeth ya había abierto la puerta de la calle; pasaba un camión; no contestó.

 

¡Amor y religión!, pensó Clarissa, con el cuerpo estremecido, al regresar a la sala. ¡Cuán detestables, cuán detestables eran! Porque ahora que el cuerpo de la señorita Kilman no estaba ante ella, la idea la abrumó. Las realidades más crueles del mundo, pensó, al verlas torpes, ardientes, dominantes, hipócritas, subrepticiamente vigilantes, celosas, infinitamente crueles y carentes de escrúpulos, allí, con impermeable, en el vestíbulo; amor y religión. ¿Acaso había intentado ella alguna vez, convertir a alguien? ¿Acaso no deseaba que cada persona fuera, simplemente, ella misma? Y por la ventana contemplaba a la vieja señora de enfrente que subía la escalera. Que subiera la escalera, si quería; que se detuviera, si quería; y, luego, si quería, que llegara a su dormitorio, cual Clarissa le había visto hacer a menudo, que descorriera las cortinas y que desapareciera por el fondo. En cierta manera, una respetaba aquello a la vieja mirando por la ventana, totalmente ignorante de que era contemplada. Algo solemne había en ello, pero el amor y la religión destruirían aquello, fuera lo que fuese, la intimidad del alma quizá. La odiosa Kilman lo destruiría. Sin embargo, era una visión que a Clarissa le daba ganas de llorar.

 

El amor también destruía. Todo lo bello, todo lo verdadero desaparecía. Por ejemplo, ahí estaba Peter Walsh. Un hombre encantador, inteligente, con ideas acerca de todo. Si una quería hablar de Pope, por ejemplo, o de Addison, o sencillamente hablar de cosas intrascendentes o del modo de ser de la gente, o del significado de las cosas, Peter sabía más que nadie; Peter, que tantos libros le había prestado. Pero había que ver a las mujeres que amaba, vulgares, triviales, ordinarias. Había que ver a Peter enamorado. . . La visitaba, después de tantos años, ¿y de qué le hablaba? Él, nada menos que él. ¡Horrenda pasión!, pensó Clarissa. ¡Degradante pasión! se dijo, pensando en la Kilman y su Elizabeth camino de los Almacenes Army and Navy.

 

El Big Ben dio la media.

 

Qué extraordinario fue, raro, sí, conmovedor, ver a la vieja señora (eran vecinas desde hacía largos años) apartarse de la ventana, como si estuviera unida a aquel sonido, con un hilo. Pese a ser gigantesco, algo tenía que ver el sonido con la vieja señora. Abajo, abajo, en mitad de las cosas ordinarias, descendió el dedo, dando solemnidad al momento. La vieja señora quedó obligada, imaginó Clarissa, por aquel sonido, a moverse, a irse, pero, ¿a dónde? Clarissa intentó seguirla, cuando dio la vuelta y desapareció, y aún podía vislumbrar el blanco gorro moviéndose en el fondo del dormitorio. Todavía estaba allí, moviéndose en el extremo opuesto del cuarto. ¿A santo de qué los credos, las plegarias y los impermeables cuando, pensó Clarissa, esto es el milagro, esto es el misterio?; quería decir la vieja dama, a la que podía ver yendo de la cómoda a la mesilla tocador. Todavía podía verla. Y el supremo misterio, que la Kilman quizá dijera había resuelto, o que Peter quizá dijera había resuelto, aunque Clarissa creía que no tenían la más leve idea de la solución, era sencillamente éste: aquí había una habitación; allá, otra. ¿Acaso esto lo solucionaba la religión, el amor?

 

El amor... Pero he aquí que el otro reloj, el reloj que siempre daba la hora dos minutos después del Big Ben, hizo acto de presencia con el regazo lleno de mil cosas diferentes, que dejó caer, como si nada se pudiera objetar al Big Ben, dictando la ley con su majestad, tan solemne, tan justo, aunque también era cierto que Clarissa, además, tenía que recordar muchas cosas menudas —la señora Marsham, Ellie Henderson, los vasos para los sorbetes—, todo género de pequeñas cosas que acudían en tropel, saltando y bailando tras la estela de aquella solemne campanada que yacía plana, como una barra de oro sobre el mar. La señora Marsham, Ellie Henderson, los vasos para los sorbetes: Debía telefonear inmediatamente.

 

Voluble turbulento, el tardío reloj sonó, tras la estela del Big Ben, con el regazo lleno de bagatelas. Golpeados, quebrados por el ataque de los carruajes, por la brutalidad de los camiones, por el ávido avance de miríadas de hombres angulosos, de mujeres vistosas, por las cúpulas y agujas de edificios oficiales y hospitales, los últimos restos de los misceláneos objetos que llenaban el regazo parecieron chocar como la espuma de una ola fenecida contra el cuerpo de la señorita Kilman, quieta en la calle durante un instante para musitar: "Es la carne."

 

La carne era lo que debía dominar. Clarissa Dalloway la había injuriado. Era de esperar. Pero ella no había triunfado; ella no había dominado la carne. Era fea y torpe, y Clarissa Dalloway se había reído de ella por serlo; y había resucitado sus carnales deseos, ya que le molestaba tener tal aspecto al lado de Clarissa. Y tampoco podía hablar tal como lo había hecho. Pero, ¿por qué deseaba parecerse a ella? ¿Por qué? Despreciaba a la señora Dalloway desde lo más profundo de su corazón. No era seria. No era buena. Su vida era un entramado de vanidades y engaños. Sin embargo, Doris Kilman había sido avasallada. En realidad, muy poco le faltó para echarse a llorar cuando Clarissa Dalloway se rió de ella.

 

—Es la carne, es la carne—murmuró.

 

Porque tenía el hábito de hablar en voz alta, para sí. E intentaba dominar este turbulento y doloroso sentimiento, mientras avanzaba por Victoria Street. Rezaba a Dios. No podía evitar el ser fea; no podía permitirse el comprar lindos vestidos. Clarissa Dalloway se había reído. Pero ella concentraría su mente en cualquier otra cosa hasta llegar al buzón. De todos modos, le quedaba Elizabeth. Pensaría en otras cosas, pensaría en Rusia hasta llegar al buzón.

 

Qué bien se está seguramente en el campo, dijo, tal como le había dicho el señor Whittaker, luchando para dominar aquel violento resentimiento contra el mundo que se había burlado de ella, que había hecho mofa de ella, que la había exiliado, comenzando con aquella indignidad, la indignidad de infligirle un cuerpo desagradable cuya visión la gente no podía soportar. Peinárase como se peinara, su frente seguía pareciéndose a un huevo, blanca y desguarnecida. No había vestido que le sentara bien. Fuese cual fuere el vestido que se comprara. Y, naturalmente, para una mujer esto significaba no conocer jamás a un miembro del sexo opuesto. Para ninguno de ellos sería jamás importante. A veces últimamente tenía la impresión de que, con la salvedad de Elizabeth, sólo vivía para la comida; sus consuelos; su cena, su té; la botella de agua caliente por la noche. Pero era preciso luchar, vencer, tener fe en Dios. El señor Whittaker le había dicho que ella tenía una finalidad en el mundo. ¡Pero nadie sabía su dolor! Indicando el crucifijo, el señor Whittaker le dijo que Dios lo sabía. Pero, ¿por qué tenía ella que sufrir cuando otras mujeres, como Clarissa Dalloway, lo evitaban? A través del sufrimiento se alcanza el conocimiento, decía el señor Whittaker.

 

Había rebasado el buzón, y Elizabeth había entrado en el fresco y pardo departamento de tabacos de los Almacenes Army and Navy, mientras ella murmuraba para sí lo que el señor Whittaker había dicho acerca de la adquisición del conocimiento a través del sufrimiento y la carne.

 

—La carne—murmuró.

 

Elizabeth la interrumpió: ¿a qué departamento quería ir?

 

—Enaguas—dijo con brusquedad, y se metió sin vacilar en el ascensor.

 

Subieron. Elizabeth la guió por aquí y por allá; la guió en su estado de abstracción, como si fuera una niña grande, un buque de guerra de difícil gobierno. Allí estaban las enaguas, castañas, decorosas, a rayas, frívolas recias, sutiles; y escogió, abstraída, con aire importante, y la dependienta que la atendía la juzgó loca.

 

Elizabeth estaba un tanto intrigada, mientras hacían el paquete, preguntándose en qué pensaría la señorita Kilman. Tenían que tomar el té, dijo la señorita Kilman, volviendo a la realidad, dominándose. Tomaron el té.

 

Elizabeth estaba un tanto intrigada, preguntándose si era posible que la señorita Kilman estuviera hambrienta. Se debía a su manera de comer, de comer con intensidad, y de mirar después, una y otra vez, la bandeja de azucarados pastelillos en la mesa contigua, después, cuando una señora y un niño se sentaron a la mesa, y el niño cogió un pastelillo, ¿afectó esto a la señorita Kilman? Sí, la afectó. Había deseado aquel pastelillo, el de color rosado. El placer de comer era casi el único placer puro que le quedaba, ¡e incluso en esto era burlada!

 

Cuando las personas son felices tienen una reserva a la que acudir, había dicho a Elizabeth, en tanto que ella era como una rueda sin neumático (amaba las metáforas así) estremecida por todos los guijarros. Esto dijo, después de la lección, en pie junto al fuego del hogar, con su bolsa repleta de libros, su "cartera de colegial", como decía ella, un martes por la mañana, al término de la lección. Y también habló de la guerra. A fin de cuentas, había gentes que no creían que los ingleses tuvieran siempre la razón. Había libros. Había reuniones. Había otros puntos de vista. ¿Le gustaría a Elizabeth ir con ella a escuchar a Fulano de Tal? (un viejo de aspecto tremendamente extraordinario). Después la señorita Kilman la llevó a cierta iglesia de Kensington donde tomaron el té con un clérigo. La señorita Kilman prestaba libros a Elizabeth. El derecho, la medicina, la política, todas las profesiones están abiertas a las mujeres de tu generación, decía la señorita Kilman. Pero, en cuanto a sí misma hacía referencia, su carrera había quedado totalmente destruida; ¿y acaso la culpa había sido suya? Dios santo, dijo Elizabeth, no.

 

Y su madre entraba diciendo que había recibido una cesta procedente de Bourton, y que si la señorita Kilman quería flores. Su madre siempre trataba con mucha, mucha amabilidad a la señorita Kilman, pero la señorita Kilman formaba un apretujado haz de flores, y no sabía sostener una conversación ligera, y lo que interesaba a la señorita Kilman aburría a su madre, y ella y la señorita Kilman eran terriblemente amigas; y la señorita Kilman se hinchaba y parecía muy vulgar, pero la señorita Kilman era tremendamente inteligente. Elizabeth nunca había pensado en los pobres. Tenían cuanto deseaban: su madre se desayunaba en cama todos los días; Lucy le servía el desayuno; y le gustaban las viejas porque eran duquesas, descendientes de algún Lord. Pero la señorita Kilman dijo (uno de aquellos martes por la mañana, al término de la lección): "Mi abuelo tenía una tienda de pinturas en Kensington." La señorita Kilman era muy diferente a todas las mujeres que conocía; la hacía sentir a una muy insignificante.

 

La señorita Kilman se tomó otra taza de té. Elizabeth, con su aire oriental, su inescrutable misterio, estaba sentada perfectamente erguida: no, no quería nada más. Buscó los guantes, sus guantes blancos. Estaban debajo de la mesa. Pero, ¡ah!, tenía que irse. ¡La señorita Kilman no quería dejarla partir! ¡No quería dejar partir a aquel ser juvenil, a aquella hermosa muchacha a la que tan sinceramente amaba! La gran mano de la señorita Kilman se abrió y se cerró sobre la mesa.

 

Pero quizá todo comenzara a ser un poco aburrido pensó Elizabeth. Y realmente tenía ganas de irse.

 

Pero la señorita Kilman dijo:

 

—No he terminado todavía.

 

Naturalmente, Elizabeth decidió esperar. Pero, allí el ambiente estaba un tanto cargado.

 

—¿Irás a la fiesta de esta noche?—preguntó la señorita Kilman.

 

Elizabeth pensaba que seguramente sí; su madre quería que fuera. No debía permitir que las fiestas la absorbieran, dijo la señorita Kilman, cogiendo con los dedos la última porción de un pastel de chocolate.

 

Las fiestas no la entusiasmaban, dijo Elizabeth. La señorita Kilman abrió la boca, proyectó levemente el mentón al frente y tragó la última porción del pastel de chocolate, limpiándose después los dedos, y revolviendo el té.

 

Se dio cuenta de que Elizabeth iba a separarse de ella. La angustia fue terrible. Si pudiera cogerla, si pudiera abrazarla, si pudiera hacerla absolutamente suya para siempre y luego morir; sólo esto quería. Pero estar sentada allí, incapaz de pensar algo que decir; ver cómo Elizabeth se ponía en contra de ella; sentir que era repelente incluso para Elizabeth... Esto era demasiado; no pedía soportarlo. Los gruesos dedos se engañaron.

 

—Yo nunca voy a fiestas—dijo la señorita Kilman, sólo para evitar que Elizabeth se fuera—. No me invitan.

 

Y mientras lo decía, pensaba que este egotismo era la causa de todos sus males; el señor Whittaker se lo había advertido; pero no podía evitarlo. Había sufrido tan horriblemente.

 

—¿Y por qué van a invitarme?—dijo—. Soy fea, soy desdichada.

 

Le constaba que estas palabras eran una idiotez. Pero aquella gente que pasaba—gente con paquetes que la despreciaba—la obligaron a decirlas. De todos modos, ella era Doris Kilman. Tenía título académico. Era una mujer que había desarrollado su carrera en el mundo. Sus conocimientos de historia moderna eran más que respetables.

 

—No me compadezco de mí misma—dijo.

 

"Me compadezco", había querido decir, "de tu madre", pero no, no podía decir esto a Elizabeth.

 

—Compadezco mucho más a otra gente.

 

Como un ser atontado que ha sido puesto ante un portón con finalidades ignoradas y que está allí, deseando huir al galope, Elizabeth Dalloway siguió sentada en silencio. ¿Iba la señorita Kilman a decir algo más? Con voz temblorosa, la señorita Kilman dijo:

 

—No te olvides completamente de mí.

 

En el lejano límite del campo, el ser atontado galopaba aterrado.

 

La gran mano se abrió y se cerró.

 

Elizabeth volvió la cabeza. Se acercó la camarera. Había que pagar en el mostrador, dijo Elizabeth, y se fue, sacándole, sintió la señorita Kilman, las mismísimas entrañas de su cuerpo, y tirando de ellas al cruzar la habitación, y después, con un último tirón, inclinó muy cortés la cabeza y desapareció.

 

Se había ido. La señorita Kilman quedó sentada ante la mesa de mármol, entre los pasteles de chocolate, estremecida una, dos, tres veces por oleadas de sufrimiento. Se había ido. La señora Dalloway había triunfado. Elizabeth se había ido. La belleza se había ido, la juventud se había ido.

 

Y ella había quedado sentada allí. Se levantó, anduvo con torpe andar por entre las mesillas, balanceándose ligeramente, y alguien fue detrás de ella con el paquete con la enagua, y se perdió, y quedó perdida entre baúles especialmente preparados para ser transportados a la India; luego se encontró en la sección de canastillas y ropas de recién nacido; se encontró entre todas las mercaderías del mundo, perecederas y permanentes, jamones, medicamentos, flores, papelería, de diversos olores, ora dulces y ora amargos, y por entre ellas anduvo torpemente; se vio caminando así, con el sombrero torcido, muy roja la cara, de cuerpo entero en un espejo; y por fin salió a la calle.

 

La torre de la catedral de Westminster se alzó ante ella, habitáculo de Dios. En mitad del tránsito estaba el habitáculo de Dios. Pertinaz, emprendió con su paquete el camino hacia aquel otro santuario, la Abadía, en donde, unidas las manos en forma de tienda de campaña, alzadas ante su rostro, estuvo sentada entre aquellos otros asimismo allí cobijados; entre los fieles de diversa condición, despojados ahora de su rango social, casi de su sexo, alzadas las manos ante sus rostros; pero tan pronto las apartaban, instantáneamente reverentes hombres y mujeres de la clase media inglesa, algunos ansiosos de contemplar las imágenes de cera.

 

Sin embargo, la señorita Kilman mantuvo la tienda de campaña ante su cara. Ya quedaba abandonada, ya otros se le unían. Nuevos fieles llegaban de la calle y substituían a los desertores, y seguía, mientras la gente miraba alrededor, y arrastrando los pies pasaba ante la tumba del Soldado Desconocido, seguía tapándose los ojos con los dedos, intentando, en esta doble oscuridad, ya que la luz de la Abadía era incorporal, elevarse por encima de las vanidades, de los deseos, de los bienes materiales, liberándose tanto del odio como del amor. Sus manos se engarfiaron. Parecía luchar. Sin embargo, para otros, Dios era accesible, y suave el camino que a Él conducía. El señor Fletcher, jubilado funcionario de Hacienda, y la señora Gorham, viuda del famoso Consejero Real, se acercaron a Él sencillamente, y, después de haber orado, se reclinaron en el asiento y gozaron de la música (dulce sonaba el órgano), y vieron a la señorita Kilman en el extremo del banco, rezando y rezando, y, por hallarse todavía en el vestíbulo de su inframundo, comprensivamente la juzgaron un alma que vagaba por su mismo territorio; un alma hecha de substancia etérea; no una mujer, un alma.

 

Pero el señor Fletcher tenía que irse. Tenía que pasar ante la señorita Kilman y, siendo cual era un hombre repulido, no pudo evitar cierta lástima ante el desorden de aquella pobre señora; con el cabello desgreñado; el paquete en el suelo. No le dejó pasar de buenas a primeras. Pero el señor Fletcher se quedó allí, mirando alrededor, mirando los blancos mármoles, los grises ventanales, y los muchos tesoros acumulados allí (estaba extremadamente orgulloso de la Abadía, el señor Fletcher), y, entonces, la corpulencia de la señorita Kilman, su robustez y su fuerza, mientras estaba allí sentada moviendo de vez en cuando las rodillas (tan áspero era el camino que la acercaba a Dios, tan fuertes sus deseos) le impresionaron, tal como habían impresionado a la señora Dalloway (quien no pudo apartar a la señorita Kilman de su pensamiento en toda la tarde), al reverendo Edward Whittaker, y también a Elizabeth.

 

Y Elizabeth esperaba el autobús en Victoria Street. Era muy agradable hallarse al aire libre. Pensaba que quizá no tenía por qué ir ya directamente a casa. Era tan agradable hallarse al aire libre. Sí, tomaría un autobús. Sin embargo, mientras estaba allí con sus tan bien cortadas ropas, ya comenzaba... Ya comenzaba la gente a compararla con álamos, con la aurora, con jacintos, con gráciles aves, con agua viva, con lirios; y esto transformaba su vida en una carga, ya que prefería mucho más que la dejaran en paz, sola en el campo, para hacer lo que le viniera en gana, pero la comparaban con los lirios, y tenía que ir a fiestas, y Londres era sórdido, en comparación con estar sola en el campo con su padre y los perros.

 

Los autobuses descendían raudos, se detenían, volvían a ponerse en marcha, formando brillantes caravanas pintadas en destellantes colores rojo y amarillo. Pero, ¿cuál de ellos debía tomar? No tenía preferencias. Aunque, desde luego, no iba a precipitarse. Tenía tendencia a la pasividad. Lo que necesitaba era expresión, aunque sus ojos eran hermosos, chinos, orientales, y, tal como decía su madre, con unos hombros tan gráciles y gracias a ir siempre muy erguida, daba siempre gusto contemplarla; y últimamente, en especial al atardecer, cuando sentía interés, porque nunca causaba la impresión de estar excitada, parecía muy hermosa, muy señorial, muy serena. ¿Qué podía pensar? Todos los hombres se enamoraban de ella, y ella se sentía terriblemente fastidiada. Sí, porque comenzaba. Su madre se daba cuenta, la ronda de los cumplidos comenzaba. El hecho de que careciera de interés —por ejemplo, en los vestidos— preocupaba a veces a Clarissa, aunque quizá no hubiera motivo para ello, si se pensaba en aquellos animalillos suyos, y los conejos de indias enfermos, y, a fin de cuentas, esto le daba cierto encanto. Y ahora había surgido esta extraña amistad con la señorita Kilman. Bueno, pensó Clarissa hacia las tres de la madrugada, mientras leía al Barón Marbot porque no podía dormir, esto demuestra que tiene corazón.

 

De repente, Elizabeth avanzó y, con gran habilidad, subió al autobús antes que todos los demás. Se sentó en lo alto. El impetuoso ser—un pirata— se lanzó hacia delante, dio un salto al frente; Elizabeth tuvo que cogerse a la barandilla, ya que aquel pirata era temerario, sin escrúpulos, descendía sin piedad, giraba peligrosamente, arrebataba a un pasajero, o ignoraba a un pasajero, se deslizaba como una anguila, arrogante, y avanzaba luego insolente, desplegadas todas las velas, hacia Whitehall. ¿Y acaso Elizabeth pensó siquiera una vez en la pobre señorita Kilman que la amaba sin celos, y para quien había sido como un pájaro en el aire, como una luna en el prado? Era para ella una delicia el sentirse libre. El aire fresco era delicioso. Estaba tan cargado el ambiente en los Almacenes Army and Navy. Y ahora el ascender velozmente hacia Whitehall era como montar a caballo y ante cada movimiento del autobús el hermoso cuerpo con el vestido leonado reaccionaba libremente, como el de un jinete, como el mascarón de proa de un buque y la brisa la despeinaba un poco; el calor daba a sus mejillas la palidez de la madera pintada de blanco; y sus hermosos ojos, que no tenían otros ojos a los que mirar, miraban al frente, sin expresión, luminosos, con la contemplativa e increíble inocencia de una escultura.

 

Era siempre aquel hablar tanto de sus penas lo que hacía tan difícil el trato con la señorita Kilman. ¿Y llevaba acaso razón? Si se trataba de ser miembro de comités y de dedicar horas y horas todos los días (en Londres, casi nunca le veía) para ayudar a los pobres, su padre hacía esto, ciertamente, o sea, lo que la señorita Kilman quería decir cuando hablaba de ser cristiano; sin embargo, era muy difícil decir estas palabras. Le gustaría ir un poco más lejos. ¿Un penique más era lo que costaba ir hasta el Strand? Pues si así era, ahí estaba el otro penique. Iría hasta el Strand.

 

Le gustaba la gente enferma. Y todas las profesiones están abiertas a la mujeres de tu generación, decía la señorita Kilman. Podía ser médico. Podía ser granjero. Los animales a menudo enferman. Podía ser propietaria de mil acres y tener subordinados. Los visitaría en sus casas. Esto era Somerset House. Una podía ser un granjero muy bueno, y esto, cosa rara, aunque parte de la responsabilidad recaía en la señorita Kilman, se debía casi por entero a Somerset House. Tenía un aspecto espléndido, tan serio, aquel gran edificio gris. Y le gustaba la sensación de ver trabajar a la gente. Le gustaban aquellas iglesias, como formas de papel gris, frente al caudal del Strand. Aquel paraje era distinto de Westminster pensó bajando en Chancery Lane. Era una zona seria activa. En resumen, le gustaría tener una profesión. Seria médico, granjero, posiblemente ocuparía un escaño en el Parlamento si lo juzgaba necesario, y todo debido al Strand.

 

Los pies de aquella gente dedicada a desarrollar sus actividades, las manos poniendo piedra sobre piedra, las mentes eternamente ocupadas, no en triviales parloteos (comparar a las mujeres con álamos, lo cual era bastante agradable, desde luego, pero muy tonto), sino en pensamientos de barcos, de negocios, de leyes, de administración; todo era tan serio (estaba en el Temple), alegre (allí estaba el río), pío (allí estaba la iglesia) y que le infundió la firme decisión, dijera lo que dijese su madre de ser granjero o médico. Pero, desde luego, era perezosa.

 

Y más valía no hablar del asunto. Parecía una tontería tan grande. Era la clase de cosa que a una le ocurría cuando estaba sola, entre edificios sin nombre de arquitecto, entre muchedumbres que regresaban del centro de la ciudad y que tenían más poder que los clérigos solos en Kensington, más poder que cualquiera de los libros que la señorita Kilman le había prestado, para estimular lo que yacía dormido, torpe y tímido en el arenoso suelo de la mente, para abrir brecha en la superficie, tal como de repente un niño estira los brazos; era solamente esto, quizás, un suspiro, un estirar los brazos, un impulso, una revelación, que produce efectos para siempre, y luego descendía y se posaba en el suelo arenoso. Tenía que volver a casa. Tenía que vestirse para la cena. Pero, ¿qué hora era? ¿Dónde había un reloj?

 

Miró al frente, hacia Fleet Street. Anduvo un poco, sólo un poco, hacia St. Paul, tímidamente, como alguien que penetra de puntillas, que explora una casa extraña por la noche a la luz de una vela, con el temor de que el dueño de la casa abra de repente de par en par las puertas de su dormitorio y le pregunte a una qué hace allí, y no se atrevió a derivar hacia extrañas callejuelas, tentadoras calles laterales, cual no se atrevería en una casa extraña a abrir puertas que bien podrían ser puertas de dormitorios, o puertas de salas de estar, o puertas directamente conducentes a la bodega. Porque los Dalloway no iban todos los días al Strand; era una pionera, una extraviada, que se había aventurado confiada.