Historia de la vida del Buscón 5. Quinta y última
de Francisco de Quevedo

Historia de la vida del Buscón 5. Quinta y última parte

 

llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños

 

Fuente ciudadseva. Autor: Francisco de Quevedo

 

Llegamos al Prado, y en entrando, saqué el pie del estribo y puse el talón por defuera y empecé a pasear. Llevaba la capa echada sobre el hombro y el sombrero en la mano. Mirábanme todos; cuál decía: «Este yo le he visto a pie»; otro: «Hola, lindo va el buscón». Yo hacía como que no oía nada, y paseaba.

 

Llegáronse a un coche de damas los dos, y pidiéronme que picardease un rato. Dejéles la parte de las mozas y tomé el estribo de madre y tía. Eran las vejezuelas alegres, la una de cincuenta y la otra punto menos. Díjeles mil ternezas y oíanme, que no hay mujer, por vieja que sea, que tenga tantos años como presunción. Prometílas regalos y preguntélas del estado de aquellas señoras, y respondieron que doncellas, y se les echaba de ver en la plática. Yo dije lo ordinario: que las viesen colocadas como merecían; y agradóles mucho la palabra colocadas. Preguntáronme tras esto que en qué me entretenía en la Corte. Yo les dije que en huir de un padre y madre que me querían casar contra mi voluntad con mujer fea y necia y mal nacida, por el mucho dote.

 

-Y yo, señoras, quiero más una mujer limpia en cueros que una judía poderosa, que por bondad de Dios, mi mayorazgo vale al pie de cuatro mil ducados de renta, y si salgo con un pleito que traigo en buenos puntos, no habré menester nada.

 

Saltó tan presto la tía:

 

-¡Ay, señor, y cómo le quiero bien! No se case sino con su gusto y mujer de casta, que le prometo que con ser yo no muy rica, no he querido casar mi sobrina, con haberle salido ricos casamientos, por no ser de calidad. Ella pobre es, que no tiene sino seis mil ducados de dote, pero no debe nada a nadie en sangre.

 

-Eso creo muy bien -dije yo.

 

En esto, las doncellicas remataron la conversación con pedir algo de merendar a mis amigos:

 

Mirábase el uno a otro,

y a todos tiembla la barba.

 

Yo, que vi ocasión, dije que echaba menos mis pajes, por no tener con quien enviar a casa por unas cajas que tenía. Agradeciéronmelo y yo las supliqué se fuesen a la Casa del Campo al otro día, y que yo las enviaría algo fiambre. Aceptaron luego; dijéronme su casa y preguntaron la mía. Y, con tanto, se apartó el coche, y yo y los compañeros comenzamos a caminar a casa.

 

Ellos, que me vieron largo en lo de la merienda, aficionáronse, y por obligarme me suplicaron cenase con ellos aquella noche. Híceme algo de rogar, aunque poco, y cené con ellos, haciendo bajar a buscar mis criados y jurando de echarlos de casa. Dieron las diez, y yo dije que era plazo de cierto martelo y que, así, me diesen licencia. Fuime, quedando concertados de vernos a la tarde en la Casa del Campo.

 

Fui a dar el caballo al alquilador, y desde allí a mi casa. Hallé los compañeros jugando quinolicas. Contéles el caso y el concierto hecho, y determinamos de enviar la merienda sin falta, y gastar doscientos reales en ella.

 

Acostámonos con estas determinaciones. Yo confieso que no pude dormir en toda la noche con el cuidado de lo que había de hacer con el dote. Y lo que más me tenía en duda era el hacer de él una casa o darlo a censo, que no sabía yo cuál sería mejor y de más provecho.

 

Capítulo VII

En que se prosigue lo mismo, con otros sucesos y desgracias que le sucedieron

 

Amaneció y despertamos a dar traza en los criados, plata y merienda. En fin, como el dinero ha dado en mandarlo todo y no hay quien le pierda el respeto, pagándoselo a un repostero de un señor, me dio plata, y la sirvió él y tres criados.

 

Pasóse la mañana en aderezar lo necesario, y a la tarde ya yo tenía alquilado mi caballito. Tomé el camino a la hora señalada para la Casa del Campo. Llevaba toda la pretina llena de papeles como memoriales, y desabotonados seis botones de la ropilla, y asomados unos papeles. Llegué, y ya estaban allá las dichas y los caballeros y todo. Recibiéronme ellas con mucho amor y ellos llamándome de vos, en señal de familiaridad. Había dicho que me llamaba don Filipe Tristán, y en todo el día había otra cosa sino don Filipe acá y don Filipe allá. Yo comencé a decir que me había visto tan ocupado con negocios de Su Majestad y cuentas de mi mayorazgo, que había temido el no poder cumplir; y que, así, las apercibía a merienda de repente.

 

En esto, llegó el repostero con su jarcia, plata y mozos; los otros y ellas no hacían sino mirarme y callar. Mandéle que fuese al cenador y aderezase allí, que entretanto nos íbamos a los estanques. Llegáronse a mí las viejas a hacerme regalos, y holguéme de ver descubiertas las niñas, porque no he visto desde que Dios me crió tan linda cosa como aquella en quien yo tenía asestado el matrimonio: blanca, rubia, colorada, boca pequeña, dientes menudos y espesos, buena nariz, ojos rasgados y verdes, alta de cuerpo, lindas manazas y zazosita. La otra no era mala, pero tenía más desenvoltura, y dábame sospechas de hocicada.

 

Fuimos a los estanques, vímoslo todo y en el discurso conocí que la mi desposada corría peligro en tiempo de Herodes, por inocente. No sabía, pero como yo no quiero las mujeres para consejeras ni bufonas, sino para acostarme con ellas, y si son feas y discretas es lo mismo que acostarse con Aristóteles o Séneca o con un libro, procúrolas de buenas partes para el arte de las ofensas; que cuando sea boba, harto sabe si me sabe bien. Esto me consoló. Llegamos cerca del cenador, y al pasar una enramada prendióseme en un árbol la guarnición del cuello y desgarróse un poco. Llegó la niña, y prendiómelo con un alfiler de plata y dijo la madre que enviase el cuello a su casa al otro día, que allá lo aderezaría doña Ana, que así se llamaba la niña.

 

Estaba todo cumplidísimo; mucho que merendar, caliente y fiambre, frutas y dulces. Levantaron los manteles y, estando en esto, vi venir un caballero con dos criados por la huerta adelante, y cuando no me cato, conozco a mi buen don Diego Coronel. Acercóse a mí, y como estaba en aquel hábito, no hacía sino mirarme. Habló a las mujeres y tratólas de primas; y, a todo esto, no hacía sino volver y mirarme. Yo me estaba hablando con el repostero, y los otros dos, que eran sus amigos, estaban en gran conversación con él.

 

Preguntóles, según se echó de ver después, mi nombre, y ellos dijeron:

 

-Don Filipe Tristán, un caballero muy honrado y rico.

 

Veíale yo santiguarse. Al fin, delante de ellas y de todos, se llegó a mí y dijo:

 

-V. Md. me perdone, que por Dios que le tenía, hasta que supe su nombre, por bien diferente de lo que es; que no he visto cosa tan parecida a un criado que yo tuve en Segovia, que se llamaba Pablillos, hijo de un barbero del mismo lugar.

 

Riéronse todos mucho, y yo me esforcé para que no me desmintiese la color, y díjele que tenía deseo de ver aquel hombre, porque me habían dicho infinitos que le era parecidísimo.

 

-¡Jesús! -decía el don Diego-. ¿Cómo parecido? El talle, la habla, los meneos, hasta en esa señal de la frente, que en V. Md. debe de ser herida y en él fue un palo que le dieron entrando a hurtar unas gallinas. ¡No he visto tal cosa! Digo, señor, que es admiración grande, y que no he visto cosa tan parecida.

 

-Dolo al diablo -dije yo- y ¿no ahorcaron ese ganapán?

 

Entonces las viejas, tía y madre, dijeron que cómo era posible que a un caballero tan principal se pareciese un pícaro tan bajo como aquél. Y porque no sospechase nada de ellas, dijo la una:

 

-Yo le conozco muy bien al señor don Filipe, que es el que nos hospedó por orden de mi marido, que fue gran amigo suyo, en Ocaña.

 

Yo entendí la letra y dije que mi voluntad era y sería de servirlas con mi poco posible en todas partes.

 

El don Diego se me ofreció y me pidió perdón del agravio que me había hecho en tenerme por el hijo del barbero. Y añadía:

 

-No creerá V. Md.: su madre era hechicera y un poco puta, y su padre ladrón y su tío verdugo, y él el más ruin hombre y más mal inclinado tacaño del mundo.

 

Yo decía con unos empujoncillos de risa:

 

-¡Gentil bergantón! ¡Hideputa pícaro!

 

Y por de dentro considere el pío lector lo que sentiría mi gallofería. Estaba, aunque lo disimulaba, como en brasas. Tratamos de venirnos al lugar. Yo y los otros dos nos despedimos y don Diego se entró con ellas en el coche. Preguntólas que qué era la merienda y el estar conmigo, y la madre y tía dijeron cómo yo era un mayorazgo de tantos ducados de renta y que me quería casar con Anica; que se informase y vería si era cosa, no sólo acertada, sino de mucha honra para todo su linaje.

 

En esto pasaron el camino hasta su casa, que era en la calle del Arenal a San Filipe. Nosotros nos fuimos a casa juntos como la otra noche. Pidiéronme que jugase, codiciosos de pelarme. Yo entendíles la flor y sentéme. Sacaron naipes: estaban hechos. Perdí una mano. Di en irme por abajo, y ganéles cosa de trescientos reales; y con tanto, me despedí y vine a mi casa.

 

Topé a mis compañeros, licenciado Brandalagas y Pero López, los cuales estaban estudiando en unos dados tretas flamantes. En viéndome lo dejaron, codiciosos de preguntarme lo que me había sucedido. Yo venía cariacontecido y encapotado, no les dije más de que me había visto en un grande aprieto. Contéles cómo me había topado con don Diego y lo que me había sucedido; consoláronme aconsejando que disimulase y no desistiese de la pretensión por ningún camino ni manera.

 

En esto, supimos que se jugaba en casa de un vecino boticario juego de parar. Entendíalo yo entonces razonablemente, porque tenía más flores que un mayo y barajas hechas, lindas. Determinámonos de ir a darles un muerto (que así se llama el enterrar una bolsa); envié los amigos delante, entraron en la pieza, y dijeron si gustarían de jugar con un fraile que acababa de llegar a curarse en casa de unas primas suyas, que venía enfermo y traía talegos como el brazo y una calza de doblones. Crecióles a todos el ojo y clamaron:

 

-¡Venga el fraile norabuena!

 

-Es hombre grave en la orden -replicó Pero López- y, como ha salido, se quiere entretener, que él más lo hace por la conversación.

 

-Venga, y sea por lo que fuere.

 

-No ha de entrar nadie de fuera, por el recato -dijo Brandalagas.

 

-No hay tratar de eso -respondió el huésped-; ni criados.

 

Con esto, ellos quedaron ciertos del caso y creída la mentira.

 

Vinieron los acólitos y ya yo estaba con un tocador en la cabeza por disimular la corona y fingir la enfermedad; sahuméme con paja y afeitéme de tercianas, con una color de cera amarilla, y mi hábito de fraile, unos antojos y mi barba, que por ser atusada no desayudaba. Entré muy humilde, sentéme, comenzóse el juego. Ellos levantaban bien; iban tres al mohíno pero quedaron mohínos los tres, porque yo, que sabía más que ellos, les di tal gatada que en espacio de tres horas me llevé más de mil trescientos reales. Di baratos y con mi «¡Loado sea Nuestro Señor!», me despedí, encargándoles que no recibiesen escándalo de verme jugar, que era entretenimiento y no otra cosa. Los otros, que habían perdido cuanto tenían, dábanse a mil diablos. Despedíme y salímonos fuera.

 

Venimos a casa a la una y media y acostámonos después de haber partido la ganancia. Consoléme con esto algo de lo sucedido, y a la mañana me levanté a buscar mi caballo y no hallé por alquilar ninguno, en lo cual conocí que había otros muchos como yo. Pues andar a pie pareciera mal y más entonces, fuime a San Filipe y topéme con una lacayo de un letrado, que tenía un caballo y le aguardaba, que se había acabado de apear a oír misa. Metíle cuatro reales en la mano, porque mientras su amo estaba en la iglesia me dejase dar dos vueltas en el caballo por la calle del Arenal, que era la de mi señora.

 

Consintió, subí en el caballo y di dos vueltas calle arriba y calle abajo sin ver nada, y al dar la tercera asomóse doña Ana. Yo que la vi y no sabía las mañas del caballo ni era buen jinete, quise hacer galantería: dile dos varazos, tiréle de la rienda; empínase y, tirando dos coces, aprieta a correr y da conmigo por las orejas en un charco.

 

Yo que me vi así, y rodeado de niños que se habían llegado, y delante de mi señora, empecé a decir:

 

-¡Oh, hideputa! ¡No fuérades vos valenzuela! Estas temeridades me han de acabar. Habíanme dicho las mañas y quise porfiar con él.

 

Traía el lacayo ya el caballo, que se paró luego. Yo torné a subir; y al ruido se había asomado don Diego Coronel, que vivía en la misma casa de sus primas. Yo que le vi, me demudé. Preguntóme si había sido algo; dije que no, aunque tenía estropeada una pierna. Dábame el lacayo prisa porque no saliese su amo y lo viese, que había de ir a palacio. Y soy tan desgraciado, que estándome diciendo el lacayo que nos fuésemos, llega por detrás el letradillo, y conociendo su rocín arremete al lacayo y empieza a darle de puñadas, diciendo en altas voces que qué bellaquería era dar su caballo a nadie; y lo peor fue que, volviéndose a mí, dijo que me apease con Dios, muy enojado. Todo pasaba a vista de mi dama y de don Diego: no se ha visto en tanta vergüenza ningún azotado. Estaba tristísimo de ver dos desgracias tan grandes en un palmo de tierra. Al fin, me hube de apear; subió el letrado y fuese. Y yo, por hacer la deshecha, quedéme hablando desde la calle con don Diego y dije:

 

-En mi vida subí en tan mala bestia. Está ahí mi caballo overo en San Filipe, y es desbocado en la carrera y trotón.

 

Dije cómo yo le corría y hacía parar; dijeron que allí estaba uno en que no lo haría, y era éste de este licenciado. Quise probarlo. No se puede creer qué duro es de caderas, y con mala silla fue milagro no matarme.

 

-Sí fue -dijo don Diego-; y con todo parece que se siente V. Md. de esa pierna.

 

-Sí siento -dije yo-; y me querría ir a tomar mi caballo y a casa.

 

La muchacha quedó satisfecha y con lástima de mi caída, mas el don Diego cobró mala sospecha de lo del letrado, y fue totalmente causa de mi desdicha, fuera de otras muchas que me sucedieron. Y la mayor y fundamento de las otras fue que cuando llegué a casa y fui a ver una arca, adonde tenía en una maleta todo el dinero que había quedado de mi herencia y lo que había ganado, menos cien reales que yo traía conmigo, hallé que el buen licenciado Brandalagas y Pero López habían cargado con ello y no parecían. Quedé como muerto, sin saber qué consejo tomar de mi remedio. Decía entre mí: «¡Malhaya quien fía en hacienda mal ganada, que se va como se viene! ¡Triste de mí! ¿Qué haré?». No sabía si irme a buscarlos, si dar parte a la justicia. Esto no me parecía bien, porque si los prendían, habían de aclarar lo del hábito y otras cosas y era morir en la horca. Pues seguirlos, no sabía por dónde. Al fin, por no perder también el casamiento, que ya yo me consideraba remediado con el dote, determiné de quedarme y apretarlo sumamente.

 

Comí, y a la tarde alquilé mi caballico y fuime hacia la calle; y como no llevaba lacayo, por no pasar sin él, aguardaba a la esquina, antes de entrar, a que pasase algún hombre que lo pareciese, y en pasando partía detrás de él, haciéndole lacayo sin serlo; y en llegando al fin de la calle, metíame detrás de la esquina hasta que volviese otro que lo pareciese; metíame detrás y daba otra vuelta.

 

Yo no sé si fue la fuerza de la verdad de ser yo el mismo pícaro que sospechaba don Diego, o si fue la sospecha del caballo del letrado, u qué se fue, que don Diego se puso a inquerir quién era y de qué vivía, y me espiaba. En fin, tanto hizo, que por el más extraordinario camino del mundo supo la verdad; porque yo apretaba en lo del casamiento, por papeles, bravamente, y él, acosado de ellas, que tenían deseo de acabarlo, andando en mi busca, topó con el licenciado Flechilla, que fue el que me convidó a comer cuando yo estaba con los caballeros, y este, enojado de cómo yo no le había vuelto a ver, hablando con don Diego, y sabiendo cómo yo había sido su criado, le dijo de la suerte que me encontró cuando me llevó a comer y que no había dos días que me había topado a caballo muy bien puesto, y le había contado cómo me casaba riquísimamente.

 

No aguardó más don Diego, y volviéndose a su casa encontró con los dos caballeros del hábito y cadena amigos míos, junto a la Puerta del Sol, y contóles lo que pasaba y díjoles que se aparejasen y en viéndome a la noche en la calle, que me magullasen los cascos; y que me conocerían en la capa que él traía, que la llevaría yo. Concertáronse, y en entrando en la calle, topáronme, y disimularon de suerte los tres que jamás pensé que eran tan amigos míos como entonces. Estuvímonos en conversación tratando de lo que sería bien hacer a la noche, hasta el avemaría. Entonces despidiéndose los dos, echaron hacia abajo, y yo y don Diego quedamos solos y echamos a San Filipe.

 

Llegando a la entrada de la calle de la Paz, dijo don Diego:

 

-Por vida de don Filipe, que troquemos capas, que me importa pasar por aquí y que no me conozcan.

 

-Sea en buen hora -dije yo.

 

Tomé la suya inocentemente y dile la mía. Ofrecíle mi persona para hacerle espaldas, mas él, que tenía trazado el deshacerme las mías, dijo que le importaba ir solo, que me fuese.

 

No bien me aparté de él con su capa, cuando ordena el diablo que dos que lo aguardaban para cintarearlo por una mujercilla, entendiendo por la capa que yo era don Diego, levantan y empiezan una lluvia de espaldarazos sobre mí. Yo di voces, y en ellas y la cara conocieron que no era yo. Huyeron y yo quedéme en la calle con los cintarazos. Disimulé tres o cuatro chichones que tenía y detúveme un rato, que no osé entrar en la calle, de miedo. En fin, a las doce, que era a la hora que solía hablar con ella, llegué a la puerta; y emparejando, cierra uno de los que me aguardaban por don Diego, con un garrote conmigo, y dame dos palos en las piernas y derríbame en el suelo; y llega el otro, y dame un trasquilón de oreja a oreja y quítanme la capa, y déjanme en el suelo, diciendo:

 

-¡Así pagan los pícaros embustidores mal nacidos!

 

Comencé a dar gritos y a pedir confesión; y como no sabía lo que era, aunque sospechaba por las palabras que acaso era el huésped de quien me había salido con la traza de la Inquisición, o el carcelero burlado, o mis compañeros huidos...; y, al fin, yo esperaba de tantas partes la cuchillada, que no sabía a quién echársela; pero nunca sospeché en don Diego ni en lo que era. Daba voces:

 

-¡A los capeadores!

 

A ellas vino la justicia; levantáronme, y viendo mi cara con una zanja de un palmo y sin capa ni saber lo que era, asiéronme para llevarme a curar. Metiéronme en casa de un barbero, curóme, preguntáronme dónde vivía, y lleváronme allá. Acostáronme, y quedé aquella noche confuso, viendo mi cara de dos pedazos y tan lisiadas las piernas de los palos, que no me podía tener en ellas ni las sentía, robado, y de manera que ni podía seguir a los amigos, ni tratar del casamiento, ni estar en la Corte, ni estar fuera.

 

Capítulo VIII

De su cura y otros sucesos peregrinos

 

He aquí a la mañana amanece a mi cabecera la huéspeda de casa, vieja de bien, arrugada y llena de afeite, que parecía higo enharinado, niña si se lo preguntaban, con su cara de muesca, entre chufa y castaña apilada, tartamuda, barbada y bizca y roma; no le faltaba una gota para bruja. Tenía buena fama en el lugar y echábase a dormir con ella y con cuantos querían; templaba gustos y careaba placeres. Llamábase la Paloma; alquilaba su casa y era corredora para alquilar otras. En todo el año no se vaciaba la posada de gente.

 

Era de ver cómo ensayaba una muchacha en el taparse, lo primero enseñándola cuáles cosas había de descubrir de su cara. A la de buenos dientes, que riese siempre, hasta en los pésames; a la de buenas manos, se las enseñaba a esgrimir; a la rubia, un bamboleo de cabellos y un asomo de vedijas por el manto y la toca extremado; a buenos ojos, lindos bailes con las niñas y dormidillos, cerrándolos, y elevaciones mirando arriba. Pues tratada en materia de afeites, cuervos entraban y les corregía las caras de manera que al entrar en sus casas, de puro blancas no las conocían sus maridos. Enlucía manos y gargantas como paredes, acicalaba dientes, arrancaba el vello; tenía un bebedizo que llamaba Herodes, porque con él mataba los niños en las barrigas, y hacía malparir y mal empreñar. Y en lo que ella era más extremada era en arremedar virgos y adobar doncellas. En solos ocho días que yo estuve en casa la vi hacer todo esto. Y para remate de lo que era, enseñaba a pelar, y refranes que dijesen las mujeres. Allí les decía cómo habían de encajar la joya: las niñas por gracia, las mozas por deuda y las viejas por respeto y obligación. Enseñaba pediduras para dinero seco y pediduras para cadenas y sortijas. Citaba a la Vidaña, su concurrente en Alcalá, y a la Plañosa, en Burgos, a Muñatones la de Salamanca.

 

Esto he dicho para que se me tenga lástima de ver a las manos que vine y se ponderen mejor las razones que me dijo; y empezó por estas palabras, que siempre hablaba por refranes:

 

-De donde sacan y no pon, hijo don Filipe, presto llegan al hondón; de tales polvos, tales lodos; de tales bodas, tales tortas. Yo no te entiendo, ni sé tu manera de vivir. Mozo eres, no me espanto que hagas algunas travesuras, sin mirar que, durmiendo, caminamos a la güesa [sepultura]: yo, como montón de tierra, te lo puedo decir. ¡Qué cosa es que me digan a mí que has desperdiciado mucha hacienda sin saber cómo, y que te han visto aquí ya estudiante, ya pícaro, y ya caballero, y todo por las compañías! Dime con quién andas, hijo, y diréte quién eres; cada oveja con su pareja; sábete, hijo, que de la mano a la boca se pierde la sopa. Anda, bobillo que si te inquietaban mujeres, bien sabes tú que soy yo fiel perpetuo en esta tierra de esa mercaduría, y que me sustento de las posturas, así que enseño como que pongo, y que nos damos con ellas en casa, y no andarte con un pícaro y otro pícaro, tras una alcorzada y otra redomadona, que gasta las faldas con quien hace sus mangas. Yo te juro que hubieras ahorrado muchos ducados si te hubieras encomendado a mí porque no soy nada amiga de dineros. Y por mis entenado y difuntos, y así yo haya buen acabamiento, que aun lo que me debes de la posada no te lo pidiera agora, a no haberlo menester para unas candelicas y hierbas (que trataba en botes, sin ser boticaria, y si la untaban las manos, se untaba y salía de noche por la puerta del humo).

 

Yo que vi que había acabado la plática y sermón en pedirme, que, con ser su tema, acabó en él y no comenzó, como todos hacen, no me espanté de la visita, que no me la había hecho otra vez mientras había sido su huésped, si no fue un día que me vino a dar satisfacciones de que había oído que me habían dicho no sé qué de hechizos y que la quisieron prender y escondió la calle; vínome a desengañar y a decir que era otra de su nombre.

 

Yo la conté su dinero y, estándosele dando, la desventura, que nunca me olvida, y el diablo, que se acuerda de mí, trazó que la venían a prender por amancebada, y sabían que estaba el amigo en casa. Entraron en mi aposento; como me vieron en la cama y a ella conmigo, cerraron con ella y conmigo y diéronme cuatro o seis empellones muy grandes y arrastráronme fuera de la cama. A ella la tenían asida otros dos tratándola de alcahueta y bruja. ¡Quién tal pensara de una mujer que hacía la vida referida!

 

A las voces del alguacil y a mis quejas, el amigo, que era un frutero que estaba en el aposento de adentro, dio a correr. Ellos que lo vieron y supieron por lo que decía otro huésped de casa que yo lo era arrancaron tras el picaño, y asiéronle y dejáronme a mí repelado y apuñeado; y con todo mi trabajo me reía de lo que los picarones decían a la Guía. Porque uno la miraba y decía:

 

-¡Qué bien os estará una mitra, madre, y lo que me holgaré de veros consagrar tres mil nabos a vuestro servicio!

 

Otro:

 

-Ya tienen escogidas plumas los señores alcaldes, para que entréis bizarra.

 

Al fin, trujeron el picarón, y atáronlos entrambos. Pidiéronme perdón y dejáronme solo. Yo quedé algo aliviado de ver a mi buena huéspeda en el estado que tenía sus negocios; y así, no tenía otro cuidado sino el de levantarme a tiempo que la tirase mi naranja. Aunque, según las cosas que contaba una criada que quedó en casa, yo desconfié de su prisión, porque me dijo no sé qué de volar, y otras cosas que no me sonaron bien.

 

Estuve en la casa curándome ocho días, y apenas podía salir; diéronme doce puntos en la cara, y hube de ponerme muletas. Halléme sin dinero, porque los cien reales se consumieron en la cura, comida y posada; y así, para no hacer más gasto no teniendo dinero, determiné de salirme con dos muletas de la casa, y vender mi vestido, cuellos y jubones, que era todo muy bueno. Hícelo y compré con lo que me dieron un coleto de cordobán viejo y un jubonazo de estopa famoso, mi gabán de pobre, remendado y largo, mis polainas y zapatos grandes, la capilla del gabán en la cabeza, un Cristo de bronce traía colgando del cuello, y un rosario.

 

Impúsome en la voz y frases doloridas de pedir un pobre que entendía de la arte mucho, y así comencé luego a ejercitarlo por las calles. Cosíme sesenta reales que me sobraron en el jubón, y con eso me metí a pobre fiado en mi buena prosa. Anduve ocho días por las calles, aullando en esta forma, con voz dolorida y realzamiento de plegarias: «¡Dalde, buen cristiano, siervo del Señor, al pobre lisiado y llagado; que me veo y me deseo!» Esto decía los días de trabajo, pero los días de fiesta comenzaba con diferente voz, y decía: «¡Fieles cristianos y devotos del Señor! ¡Por tan alta princesa como la Reina de los Ángeles, Madre de Dios, dalde una limosna al pobre tullido y lastimado de la mano del Señor!» Y paraba un poco, que es de grande importancia, y luego añadía: «¡Un aire corrupto en hora menguada trabajando en una viña, me trabó mis miembros, que me vi sano y bueno como se ven y se vean, loado sea el Señor!»

 

Venían con esto los ochavos trompicando y ganaba mucho dinero. Y ganara más si no se me atravesara un mocetón mal encarado, manco de los brazos y con una pierna menos, que me rondaba las mismas calles en un carretón y cogía más limosna con pedir mal criado. Decía con voz ronca, rematando en chillido: «¡Acordaos siervos de Jesucristo, del castigado del Señor por sus pecados! ¡Dalde al pobre lo que Dios reciba!» Y añadía: «¡Por el buen Jesú!»; y ganaba que era un juicio. Yo advertí, y no dije más Jesús, sino quitábale la s, y movía a más devoción. Al fin, yo mudé de frasecicas y cogía maravillosa mosca.

 

Llevaba metidas entrambas piernas en una bolsa de cuero, y liadas, y mis dos muletas. Dormía en un portal de un cirujano, con un pobre de cantón, uno de los mayores bellacos que Dios crió. Estaba riquísimo, y era como nuestro retor; ganaba más que todos; tenía una potra muy grande, y atábase con un cordel el brazo por arriba, y parecía que tenía hinchada la mano y manca, y calentura, todo junto. Poníase echado boca arriba en su puesto, y con la potra defuera, tan grande como una bola de puente, y decía: «¡Miren la pobreza y el regalo que hace el Señor al cristiano!» Si pasaba mujer decía: «¡Ah, señora hermosa, sea Dios en su ánima!» Y las más, porque las llamase así, le daban limosna y pasaban por allí aunque no fuese camino para sus visitas. Si pasaba un soldadico: «¡Ah, señor capitán!», decía; y si otro hombre cualquiera: «¡Ah, señor caballero!» Si iba alguno en coche, luego le llamaba señoría, y si clérigo en mula, señor arcediano. En fin, él adulaba terriblemente. Tenía modo diferente para pedir los días de los santos; y vine a tener tanta amistad con él, que me descubrió un secreto con que en dos días estuvimos ricos. Y era que este tal pobre tenía tres muchachos pequeños, que recogían limosna por las calles y hurtaban lo que podían; dábanle cuenta a él y todo lo guardaba. Iba a la parte con dos niños de la cajuela en las sangrías que hacían de ellas, y tomé el mismo arbitrio, y él me encaminó la gentecica a propósito.

 

Halléme en menos de un mes con más de doscientos reales horros. Y últimamente me declaró, con intento que nos fuésemos juntos, el mayor secreto y la más alta industria que cupo en mendigo, y la hicimos entrambos. Y era que hurtábamos niños, cada día, entre los dos, cuatro o cinco; pregonábanlos, y salíamos nosotros a preguntar las señas, y decíamos: «Por cierto, señor, que le topé a tal hora, y que si no llego, que le mata un carro; en casa está». Dábannos el hallazgo, y veníamos a enriquecer de manera que me hallé yo con cincuenta escudos, y ya sano de las piernas, aunque las traía entrapajadas.

 

Determiné de salirme de la Corte y tomar mi camino para Toledo, donde ni conocía ni me conocía nadie. Al fin, yo me determiné; compré un vestido pardo, cuello y espada, y despedíme de Valcázar, que era el pobre que dije, y busqué por los mesones en qué ir a Toledo.

 

Capítulo IX

En que se hace representante, poeta y galán de monjas

 

Topé en un paraje una compañía de farsantes que iban a Toledo. Llevaban tres carros, y quiso Dios que entre los compañeros iba uno que lo había sido mío del estudio en Alcalá, y había renegado y metídose al oficio. Díjele lo que me importaba ir allá y salir de la Corte; y apenas el hombre me conocía con la cuchillada, y no hacía sino santiguarse de mi per signum crucis. Al fin, me hizo amistad, por mi dinero, de alcanzar de los demás lugar para que yo fuese con ellos.

 

Íbamos barajados hombres y mujeres, y una entre ellas, la bailarina, que también hacía las reinas y papeles graves en la comedia, me pareció extremada sabandija. Acertó a estar su marido a mi lado, y yo, sin pensar a quien hablaba, llevado del deseo de amor y gozarla, díjele:

 

-A esta mujer ¿por qué orden la podremos hablar, para gastar con su merced unos veinte escudos, que me ha parecido bien por ser hermosa?

 

-No me lo está a mí el decirlo, que soy su marido -dijo el hombre-, ni tratar de eso; pero sin pasión, que no me mueve ninguna, se puede gastar con ella cualquier dinero, porque tales carnes no tiene el suelo, ni tal juguetoncica.

 

Y diciendo esto, saltó del carro y fuese al otro, según pareció, por darme lugar que la hablase.

 

Cayóme en gracia la respuesta del hombre, y eché de ver que estos son de los que dijera algún bellaco que cumplen el precepto de San Pablo de tener mujeres como si no las tuviesen, torciendo la sentencia en malicia. Yo gocé de la ocasión, habléla, y preguntóme que adónde iba y algo de mi vida. Al fin, tras muchas palabras, dejamos concertadas para Toledo las obras. Íbamos holgando por el camino mucho.

 

Yo, acaso, comencé a representar un pedazo de la comedia de San Alejo, que me acordaba de cuando muchacho, y representélo de suerte que les di codicia. Y sabiendo, por lo que yo le dije a mi amigo que iba en la compañía, mis desgracias y descomodidades, díjome que si quería entrar en la danza con ellos. Encareciéronme tanto la vida de la farándula, y yo, que tenía necesidad de arrimo y me había parecido bien la moza, concertéme por dos años con el autor. Hícele escritura de estar con él y diome mi ración y representaciones. Y con tanto, llegamos a Toledo.

 

Diéronme que estudiar tres o cuatro loas y papeles de barba, que los acomodaba bien con mi voz. Yo puse cuidado en todo y eché la primera loa en el lugar. Era de una nave, de lo que son todas, que venía destrozada y sin provisión; decía lo de «este es el puerto», llamaba a la gente «senado», pedía perdón de las faltas y silencio, y entréme. Hubo un víctor de rezado, y al fin parecí bien en el teatro.

 

Representamos una comedia de un representante nuestro (que yo me admiré de que fuesen poetas, porque pensaba que el serlo era de hombres muy doctos y sabios, y no de gente tan sumamente lega). Y está ya de manera esto que no hay autor que no escriba comedias, ni representante que no haga su farsa de moros y cristianos; que me acuerdo yo antes, que si no eran comedias del buen Lope de Vega, y Ramón, no había otra cosa.

 

Al fin, hízose la comedia el primer día y no la entendió nadie; al segundo, empezámosla y quiso Dios que empezaba por una guerra, y salía yo armado y con rodela, que, si no, a manos de mal membrillo, tronchos y badeas, acabo. No se ha visto tal torbellino, y ello merecíalo la comedia, porque traía un rey de Normandía sin propósito, en hábito de ermitaño, y metía dos lacayos por hacer reír, y al desatar de la maraña no había más de casarse todos y allá vas. Al fin, tuvimos nuestro merecido.

 

Tratamos todos muy mal al compañero poeta, y yo principalmente, diciéndole que mirase de la que nos habíamos escapado y escarmentase. Díjome que jurado a Dios, que no era suyo nada de la comedia, sino que de un paso tomado de uno y otro de otro, había hecho aquella capa de pobre, de remiendo, y que el daño no había estado sino en lo mal zurcido. Confesóme que los farsantes que hacían comedias todo les obligaba a restitución, porque se aprovechaban de cuanto habían representado, y que era muy fácil, y que el interés de sacar trescientos o cuatrocientos reales les ponía aquellos riesgos; lo otro, que como andaban por esos lugares, les leían unos y otros comedias: -«Tomámoslas para verlas, llevámonoslas y con añadir una necedad y quitar una cosa bien dicha, decimos que es nuestra». Y declaróme como no había habido farsante jamás que supiese hacer una copla de otra manera. No me pareció mal la traza, y yo confieso que me incliné a ella, por hallarme con algún natural a la poesía; y más, que tenía yo conocimiento con algunos poetas y había leído a Garcilaso; y así, determiné de dar en el arte. Y con esto y la farsanta y representar pasaba la vida. Que pasado un mes que había que estábamos en Toledo, haciendo comedias buenas y enmendando el yerro pasado, ya yo tenía nombre, y habían llegado a llamarme Alonsete, que yo había dicho llamarme Alonso, y por otro nombre me llamaban el Cruel, por serlo una figura que había hecho con gran aceptación de los mosqueteros y chusma vulgar. Tenía ya tres pares de vestidos y autores que me pretendían sonsacar de la compañía. Hablaba de entender de la comedia, murmuraba de los famosos, reprehendía los gestos a Pinedo, daba mi voto en el reposo natural de Sánchez, llamaba bonico a Morales, pedíanme el parecer en el adorno de los teatros y trazar las apariencias. Si alguno venía a leer comedia yo era el que la oía.

 

Al fin, animado con este aplauso, me desvirgué de poeta en un romancico y luego hice un entremés y no pareció mal. Atrevíme a una comedia y porque no escapase de ser divina cosa la hice de Nuestra Señora del Rosario. Comenzaba con chirimías, había sus ánimas de purgatorio y sus demonios, que se usaban entonces, con su «bu, bu» al salir, y «rri, rri» al entrar; caíale muy en gracia al lugar el nombre de Satán en las copias y el tratar luego de si cayó del cielo y tal. En fin, mi comedia se hizo y pareció muy bien.

 

No me daba manos a trabajar, porque acudían a mí enamorados, unos por coplas de cejas y otros de ojos, cuál soneto de manos y cuál romancico para cabellos. Para cada cosa tenía su precio, aunque, como había otras tiendas, porque acudiesen a la mía, hacía barato. ¿Pues villancicos? Hervía en sacristanes y demandaderas de monjas; ciegos me sustentaban a pura oración, ocho reales de cada una; y me acuerdo que hice entonces la del Justo Juez, grave y sonorosa, que provocaba a gestos. Escribí para un ciego, que las sacó en su nombre, las famosas que empiezan:

 

Madre del Verbo humanal,

Hija del Padre divino,

dame gracia virginal, etc.

 

Fui el primero que introdujo acabar las coplas como los sermones, con «aquí gracia y después gloria», en esta copla de un cautivo de Tetuán:

 

Pidámosle sin falacia

al alto Rey sin escoria,

pues ve nuestra pertinacia,

que nos quiera dar su gracia,

y después allá la gloria. Amén.

 

Estaba viento en popa con estas cosas, rico y próspero, y tal, que casi aspiraba ya a ser autor. Tenía mi casa muy bien aderezada, porque había dado para tener tapicería barata en un arbitrio del diablo, y fue de comprar reposteros de tabernas, y colgarlos. Costáronme veinte y cinco o treinta reales y eran más para ver que cuantos tiene el Rey, pues por estos se veía de puro rotos y por esotros no se verá nada.

 

Sucedióme un día la mejor cosa del mundo, que aunque es en mi afrenta, la he de contar. Yo me recogía en mi posada, el día que escribía comedia, al desván, y allí me estaba y allí comía; subía una moza con la vianda y dejábamela allí. Yo tenía por costumbre escribir representando recio, como si lo hiciera en el tablado. Ordena el diablo que a la hora y punto que la moza iba subiendo por la escalera, que era angosta y oscura, con los platos y olla, yo estaba en un paso de una montería, y daba grandes gritos componiendo mi comedia; y decía:

 

Guarda el oso, guarda el oso,

que me deja hecho pedazos,

y baja tras ti furioso;

 

que entendió la moza (que era gallega), como oyó decir «baja tras ti» y «me deja», que era verdad y que la avisaba. Va a huir y con la turbación písase la saya y rueda toda la escalera, derrama la olla y quiebra los platos, y sale dando gritos a la calle diciendo que mataba un oso a un hombre. Y por presto que yo acudí ya estaba toda la vecindad conmigo preguntando por el oso, y aun contándoles yo cómo había sido ignorancia de la moza, porque era lo que he referido de la comedia, aun no lo querían creer; no comí aquel día. Supiéronlo los compañeros y fue celebrado el cuento en la ciudad. Y de estas cosas me sucedieron muchas mientras perseveré en el oficio de poeta y no salí del mal estado.

 

Sucedió, pues, que a mi autor (que siempre paran en esto), sabiendo que en Toledo le había ido bien, le ejecutaron no sé por qué deudas y le pusieron en la cárcel, con lo cual nos desmembramos todos y echó cada uno por su parte. Yo, si va a decir verdad, aunque los compañeros me querían guiar a otras compañías, como no aspiraba a semejantes oficios y el andar en ellos era por necesidad, ya que me veía con dineros y bien puesto, no traté de más que de holgarme.

 

Despedíme de todos; fuéronse, y yo, que entendí salir de mala vida con no ser farsante, si no lo ha V. Md. por enojo, di en amante de red, como cofia, y por hablar más claro, en pretendiente de Antecristo, que es lo mismo que galán de monjas. Tuve ocasión para dar en esto porque una a cuya petición había yo hecho muchos villancicos se aficionó en un auto del Corpus de mí viéndome representar un San Juan Evangelista (que lo era ella). Regalábame la mujer con cuidado y habíame dicho que sólo sentía que fuese farsante, porque yo había fingido que era hijo de un gran caballero, y dábala compasión. Al fin, me determiné de escribirla lo siguiente:

 

CARTA

 

«Más por agradar a V. Md. que por hacer lo que me importaba, he dejado la compañía; que, para mí, cualquiera sin la suya es soledad. Ya seré tanto más suyo cuanto soy más mío. Avíseme cuándo habrá locutorio y sabré juntamente cuándo tendré gusto», etc.

 

Llevó el billetico la andadera; no se podrá creer el contento de la buena monja sabiendo mi nuevo estado. Respondióme de esta manera:

 

RESPUESTA

 

«De sus buenos sucesos antes aguardo los parabienes que los doy, y me pesara de ello a no saber que mi voluntad y su provecho es todo uno. Podemos decir que ha vuelto en sí; no resta agora sino perseverancia que se mida con la que yo tendré. El locutorio dudo por hoy, pero no deje de venirse V. Md. a vísperas, que allí nos veremos, y luego por las vistas, y quizá podré yo hacer alguna pandilla a la abadesa. Y adiós», etc.

 

Contentóme el papel, que realmente la monja tenía buen entendimiento y era hermosa. Comí y púseme el vestido con que solía hacer los galanes en las comedias. Fuime derecho a la iglesia, recé, y luego empecé a repasar todos los lazos y agujeros de la red con los ojos para ver si parecía, cuando Dios y enhorabuena, que más era diablo y en hora mala, oigo la seña antigua: empieza a toser y yo a toser, y andaba una tosidura de Barrabás. Arremedábamos un catarro y parecía que habían echado pimiento en la iglesia. Al fin, yo estaba cansado de toser, cuando se me asoma a la red una vieja tosiendo, y eché de ver mi desventura (que es peligrosísima seña en los conventos; porque como es seña a las mozas, es costumbre en las viejas, y hay hombre que piensa que es reclamo de ruiseñor y le sale después graznido de cuervo).

 

Estuve gran rato en la iglesia, hasta que empezaron vísperas. Oílas todas, que por esto llaman a los enamorados de monjas «solenes enamorados», por lo que tienen de vísperas, y tienen también que nunca salen de vísperas del contento, porque no se les llega el día jamás.

 

No se creerá los pares de vísperas que yo oí. Estaba con dos varas de gaznate más del que tenía cuando entré en los amores, a puro estirarme para ver, gran compañero del sacristán y monacillo y muy bien recibido del vicario, que era hombre de humor. Andaba tan tieso que parecía que almorzaba asadores y que comía virotes.

 

Fuime a las vistas, y allá, con ser una plazuela bien grande, era menester enviar a tomar lugar a las doce, como para comedia nueva: hervía en devotos. Al fin, me puse en donde pude; y podíanse ir a ver, por cosas raras, las diferentes posturas de los amantes. Cuál, sin pestañear, mirando con su mano puesta en la espada y la otra con el rosario, estaba como figura de piedra sobre sepulcro; otro, alzadas las manos y extendidos los brazos a lo seráfico recibiendo las llagas; cuál, con la boca más abierta que la de mujer pedigüeña, sin hablar palabra, la enseñaba a su querida las entrañas por el gaznate; otro, pegado a la pared, dando pesadumbre a los ladrillos, parecía medirse con la esquina; cuál se paseaba como si le hubieran de querer por el portante, como a macho; otro, con una cartica en la mano, a uso de cazador con carne, parecía que llamaba halcón. Los celosos eran otra banda; éstos, unos estaban en corrillos riéndose y mirando a ellas; otros, leyendo coplas y enseñándoselas; cuál, para dar picón, pasaba por el terrero con una mujer de la mano; y cuál hablaba con una criada echadiza que le daba un recado.

 

Esto era de la parte de abajo y nuestra, pero de la de arriba, adonde estaban las monjas, era cosa de ver también; porque las vistas era una torrecilla llena de rendijas toda, y una pared con deshilados, que ya parecía salvadera y ya pomo de olor. Estaban todos los agujeros poblados de brújulas; allí se veía una pepitoria, una mano y acullá un pie; en otra parte había cosas de sábado: cabezas y lenguas, aunque faltaban sesos; a otro lado se mostraba buhonería: una enseñaba el rosario, cuál mecía el pañizuelo, en otra parte colgaba un guante, allí salía un listón verde. Unas hablaban algo recio, otras tosían; cuál hacía la seña de los sombrereros, como si sacara arañas, ceceando.

 

En verano es de ver cómo no sólo se calientan al sol, sino se chamuscan, que es gran gusto verlas a ellas tan crudas y a ellos tan asados. En invierno acontece con la humedad nacerle a uno de nosotros berros y arboledas en el cuerpo. No hay nieve que se nos escape ni lluvia que se nos pase por alto, y todo esto, al cabo, es para ver a una mujer por red y vidrieras, como hueso de santo; es como enamorarse de un tordo en jaula, si habla, y si calla, de un retrato. Los favores son todos toques, que nunca llegan a cabes: un paloteadico con los dedos. Hincan las cabezas en las rejas y apúntanse los requiebros por las troneras. Aman al escondite. ¡Y verlos hablar quedito y de rezado! ¡Pues sufrir una vieja que riñe, una portera que manda y una tornera que miente! Y lo mejor es ver cómo nos piden celos de las de acá fuera, diciendo que el verdadero amor es el suyo, y las causas tan endemoniadas que hallan para probarlo.

 

Al fin, yo llamaba ya «señora» a la abadesa, «padre» al vicario y «hermano» al sacristán, cosas todas que con el tiempo y el curso alcanza un desesperado. Empezáronme a enfadar las torneras con despedirme y las monjas con pedirme. Consideré cuán caro me costaba el infierno, que a otros se da tan barato y en esta vida, por tan descansados caminos. Veía que me condenaba a puñados y que me iba al infierno por sólo el sentido del tacto. Si hablaba, solía, porque no me oyesen los demás que estaban en las rejas, juntar tanto con ellas la cabeza, que por dos días siguientes traía los hierros estampados en la frente, y hablaba como sacerdote que dice las palabras de la consagración. No me veía nadie que no decía: «¡Maldito seas, bellaco monjil!», y otras cosas peores.

 

Todo esto me tenía revolviendo pareceres y casi determinado a dejar la monja, aunque perdiese mi sustento. Y determinéme el día de San Juan Evangelista, porque acabé de conocer lo que son las monjas. Y no quiera V. Md. saber más de que las Bautistas todas enronquecieron adrede, y sacaron tales voces, que en vez de cantar la misa la gimieron, no se lavaron las caras y se vistieron de viejo. Y los devotos de las Bautistas, por desautorizar la fiesta, trujeron banquetas en lugar de sillas a la iglesia, y muchos pícaros del rastro. Cuando yo vi que las unas por el un santo y las otras por el otro trataban indecentemente de ellos, cogiéndola a mi monja, con título de rifárselos, cincuenta escudos de cosas de labor, medias de seda, bolsicos de ámbar y dulces, tomé mi camino para Sevilla, temiendo que si más aguardaba había de ver nacer mandrágoras en los locutorios.

 

Lo que la monja hizo de sentimiento, más por lo que la llevaba que por mí, considérelo el pío lector.

 

Capítulo X

De lo que le sucedió en Sevilla hasta embarcarse a Indias

 

Pasé el camino de Toledo a Sevilla prósperamente, porque como yo tenía ya mis principios de fullero y llevaba dados cargados con nueva pasta de mayor y de menor, y tenía la mano derecha encubridora de un lado -pues preñada de cuatro paría tres-, llevaba gran provisión de cartones de lo ancho y de lo largo para hacer garrotes de morros y ballestilla, y así, no se me escapaba dinero.

 

Dejo de referir otras muchas flores, porque a decirlas todas me tuvieran más por ramillete que por hombre; y también, porque antes fuera dar que imitar que referir vicios de que huyan los hombres. Mas quizá declarando yo algunas chanzas y modos de hablar, estarán más avisados los ignorantes y los que leyeron mi libro serán engañados por su culpa.

 

No te fíes, hombre, en dar tú la baraja, que te la trocarán al despabilar de una vela. Guarda el naipe de tocamientos, raspados o bruñidos, cosa con que se conocen los azares. Y por si fueres pícaro, lector, advierte que en cocinas y caballerizas pican con un alfiler u doblan los azares, para conocerlos por lo hendido. Si tratares con gente honrada guárdate del naipe, que desde la estampa fue concebido en pecado, y que con traer atravesado el papel, dice lo que viene. No te fíes de naipe limpio, que al que da vista y retén, lo más jabonado es sucio. Advierte que a la carteta, el que hace los naipes que no doble más arqueadas las figuras, fuera de los reyes, que las demás cartas, porque el tal doblar es por tu dinero difunto. A la primera, mira no den de arriba las que descarta el que da y procura que no se pidan cartas u por los dedos en el naipe u por las primeras letras de las palabras.

 

No quiero darte luz de más cosas; estas bastan para saber que has de vivir con cautela, pues es cierto que son infinitas las maulas que te callo. «Dar muerte» llaman quitar el dinero, y con propiedad; «revesa» llaman la treta contra el amigo, que de puro revesada no la entiende; «dobles» son los que acarrean sencillos para que los desuellen estos rastreros de bolsas; «blanco» llaman al sano de malicia y bueno como el pan y «negro» al que deja en blanco sus diligencias.

 

Yo, pues, con ese lenguaje y con estas flores, llegué a Sevilla con el dinero de las camaradas, gané el alquiler de las mulas y la comida y dineros a los huéspedes de las posadas. Fuime luego a apear al mesón del Moro, donde me topó un condiscípulo mío de Alcalá, que se llamaba Mata, y agora se decía, por parecerle nombre de poco ruido, Matorral. Trataba en vidas y era tendero de cuchilladas, y no le iba mal. Traía la muestra de ellas en su cara, y por las que le habían dado concertaba tamaño y hondura de las que había de dar. Decía: «No hay tal maestro como el bien acuchillado»; y tenía razón, porque la cara era una cuera y él un cuero. Díjome que me había de ir a cenar con él y otros camaradas, y que ellos me volverían al mesón.

 

Fui; llegamos a su posada, y dijo:

 

-«Ea, quite la capa vuacé, y parezca hombre, que verá esta noche todos los buenos hijos de Jevilla. Y porque no lo tengan por maricón, ahaje ese cuello y agobie de espaldas; la capa caída, que siempre nosotros andamos de capa caída; ese hocico, de tornillo, gestos a un lado y a otro; y haga vucé de las j, h, y de las h, j. Diga conmigo: jerida, mojino, jumo, pahería, mohar, habalí, y harro de vino». Tomélo de memoria. Prestóme una daga, que en lo ancho era alfanje, y en lo largo, de comedimiento suyo no se llamaba espada, que bien podía.

 

-Bébase -me dijo- esta media azumbre de vino puro, que si no da vaharada no parecerá valiente.

 

Estando en esto, y yo con lo bebido atolondrado, entraron cuatro de ellos, con cuatro zapatos de gotoso por caras, andando a lo columpio, no cubiertos con las capas sino fajados por los lomos; los sombreros empinados sobre la frente, altas las faldillas de delante que parecían diademas; un par de herrerías enteras por guarniciones de dagas y espadas; las conteras en conversación con el calcañar derecho; los ojos derribados, la vista fuerte; bigotes buidos a lo cuerno, y barbas turcas, como caballos.

 

Hiciéronnos un gesto con la boca, y luego a mi amigo le dijeron, con voces mohínas, sisando palabras:

 

-Seidor.

 

-So compadre -respondió mi ayo.

 

Sentáronse, y para preguntar quién era yo, no hablaron palabra, sino el uno miró a Matorrales, y abriendo la boca y empujando hacia mí el labio de abajo me señaló, a lo cual mi maestro de novicios satisfizo empuñando la barba y mirando hacia abajo. Y con esto, se levantaron todos y me abrazaron, y yo a ellos, que fue lo mismo que si catara cuatro diferentes vinos.

 

Llegó la hora de cenar; vinieron a servir unos pícaros que los bravos llaman «cañones». Sentámonos a la mesa; aparecióse luego el alcaparrón; empezaron, por bienvenido, a beber a mi honra, que yo hasta que la vi beber no entendí que tenía tanta. Vino pescado y carne, y todo con apetitos de sed. Estaba una artesa en el suelo llena de vino y allí se echaba de buces el que quería hacer la razón; contentóme la penadilla; a dos veces, no hubo hombre que conociese al otro.

 

Empezaron pláticas de guerra; menudeábanse los juramentos; murieron de brindis a brindis, veinte o treinta sin confesión; recetáronsele al asistente mil puñaladas; tratóse de la buena memoria de Domingo Tiznado y Gayón, derramóse vino en cantidad al ánima de Escamilla; los que las cogieron tristes lloraron tiernamente al mal logrado Alonso Álvarez. Y a mi compañero, con estas cosas, se le desconcertó el reloj de la cabeza y dijo, algo ronco, tomando un pan con las dos manos y mirando a la luz:

 

-Por esta, que es la cara de Dios, y por aquella luz que salió por la boca del ángel, que si vucedes quieren, que esta noche hemos de dar al corchete que siguió al pobre Tuerto.

 

Levantóse entre ellos alarido disforme, y desnudando las dagas, lo juraron poniendo las manos cada uno en el borde de la artesa, y echándose sobre ella de hocicos; dijeron:

 

-Así como bebemos este vino hemos de beberle la sangre a todo acechador.

 

-¿Quién es este Alonso Álvarez -pregunté- que tanto se ha sentido su muerte?

 

-Mancebito -dijo el uno- lidiador ahigadado, mozo de manos y buen compañero. ¡Vamos, que me retientan los dimoños!

 

Con esto salimos de casa a montería de corchetes. Yo, como iba entregado al vino y había renunciado en su poder mis sentidos, no advertí al riesgo que me ponía. Llegamos a la calle de la Mar, donde encaró con nosotros la ronda. No bien la columbraron, cuando, sacando las espadas, la embistieron; yo hice lo mismo, y limpiamos dos cuerpos de corchetes de sus malditas ánimas al primer encuentro. El alguacil puso la justicia en sus pies y apeló por la calle arriba dando voces. No lo pudimos seguir, por haber cargado delantero. Y, al fin, nos acogimos a la Iglesia Mayor, donde nos amparamos del rigor de la justicia y dormimos lo necesario para espumar el vino que hervía en los cascos. Y vueltos ya en nuestro acuerdo, me espantaba yo de ver que hubiese perdido la justicia dos corchetes y huido el alguacil de un racimo de uvas, que entonces lo éramos nosotros.

 

Pasábamoslo en la iglesia notablemente, porque al olor de los retraídos vinieron ninfas, desnudándose para vestirnos. Aficionóseme la Grajales; vistióme de nuevo de sus colores. Súpome bien y mejor que todas esta vida; y así, propuse de navegar en ansias con la Grajal hasta morir. Estudié la jacarandina y en pocos días era rabí de los otros rufianes.

 

La justicia no se descuidaba de buscarnos; rondábanos la puerta, pero, con todo, de media noche abajo, rondábamos disfrazados. Yo que vi que duraba mucho este negocio y más la fortuna en perseguirme, no de escarmentado, que no soy tan cuerdo, sino de cansado, como obstinado pecador, determiné, consultándolo primero con la Grajal, de pasarme a Indias con ella y ver si mudando mundo y tierra mejoraría mi suerte. Y fueme peor, como V. Md. verá en la segunda parte, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres.

 

FIN