El Papa, la deuda ecológica y las reglas del capitalismo
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El Papa, la deuda ecológica y las reglas del capitalismo

 

 

14/07/2015 Fuente cronista. La encíclica Laudato SI, del Papa Franciso, es algo más que un magistral replanteo de la cultura que llevó a destruir "los jardines comunes del planeta". Su análisis permite entender la relación de causalidad entre la deuda ecológica, el combate a la pobreza y la elevada desigualdad social. También describe por qué la supervivencia del hombre y su entorno depende de corregir el desastre climático, reparar los sistemas ecológicos, salvar lo que queda del patrimonio biológico y manejar con inteligencia el recurso agua.

 

El texto fundamenta, con esas y otras referencias, la modificación de algunas ideas que alimentaron los debates ambientales y climáticos de la OECD, las agencias de Naciones Unidas, los grandes interlocutores de la sociedad civil, el mundo científico y sus eminentes predecesores. El Sumo Pontífice reconoce que la constante irrupción de nuevas depredaciones y depredadores en vastas regiones del espacio terrestre, obliga a reformular el concepto y las prácticas de desarrollo sostenible.

 

El insumo más notable de esa reflexión, es el imperativo de sustituir los criterios de producción y consumismo que dan vida a la economía del descarte y del sistemático despilfarro de recursos. Semejante noción tiene influyentes detractores. Algunos son grupos de poder como los que acaban de torpedear, con ayuda de la Corte Suprema de Estados Unidos, el recorte de las emisiones de mercurio. Otros vienen de cenáculos donde todavía se dice, cree o predica que las violentas alteraciones de la naturaleza no son imputables a la acción del hombre, ni generan una significativa hipoteca socio-económica.

 

La verdad es diferente. Casi ningún gobierno quiere pagar en soledad el costo político de adherir a compromisos internacionales que puedan deteriorar el nivel de crecimiento económico, bajar las exportaciones, desalentar la inversión o engendrar la masiva pérdida de fuentes de trabajo, un escenario que habla más de hipotéticos sacrificios que del valor de los hechos. La economía que contamina, y debe morir, coexiste con un incipiente y promisorio flujo de bienes y servicios ambientales. En un mundo lógico, el debate se concentraría en cómo acelerar el crecimiento limpio y cómo sepultar el crecimiento irracional.

 

Tampoco sirve imaginar que la cancelación de la deuda ecológica debe surgir de un contexto dogmático, en el que se obligue a los dueños del capital a dejar de ser dueños del riesgo empresario. O en el que se desperdicie el talento del consumidor para custodiar el ecosistema que lo rodea. Cualquier candado mental que afecte la capacidad de crear o discernir, sólo debilitaría los resortes virtuosos de la mérito-cracia y los estímulos económicos del sistema capitalista, sin ganancia alguna para el combate global contra la pobreza, los abusos del poder y las fallas del mercado.

 

Los Estados pueden honrar la encíclica combinando premios y castigos fiscales con medidas no invasivas de comando y control como las empleadas por Alemania, Brasil o la ciudad de Nueva York que trabajan por una creíble des-carbonización de sus industrias eléctricas. O bien con iniciativas como las que acaban de aprobar el Euro-Parlamento (sobre el completo reciclaje de residuos y eco-diseño), Canadá (Provincia de Alberta) y China, cuyo gobierno empieza a tomar en serio la lucha contra el cambio climático.

 

El Papa Francisco pide que ciencia y religión cooperen en el desarrollo de áreas como la biotecnología. Las reglas para cumplir tan sensible encargo están básicamente disponibles. El nudo del problema consiste en disciplinar al ingenioso conglomerado de lobistas y gobiernos que intentan subordinar la ciencia al dictado de los prejuicios, la avaricia política o la manipulación del lucro. Si todos acataran el empleo de principios y evidencias científicas, acompañado de la correcta ponderación de los relevantes factores multidisciplinarios de riesgo, estaríamos hechos.

 

Esos requisitos ya forman parte del uso y los abusos del principio precautorio que captan la atención del Sumo Pontífice, algo que está rigurosamente definido en la OMC. La encíclica ayuda a encontrar dónde están subvertidos los criterios y dónde falta cirugía. El punto es lograr, como aconsejó Alieto Guadagni, que el mensaje sea escuchado.