La señora Dalloway 4 Cuarta entrega
de Virginia Woolf

La señora Dalloway 4 Cuarta entrega

 

 

Fuente valvanera. Rezia estaba ahora cerca de él, y le veía mirar el cielo, murmurar, retorcerse las manos. Sin embargo, el doctor Holmes decía que no estaba enfermo. En este caso, qué había ocurrido, ¿por qué, cuando se sentó junto a él, tuvo un sobresalto, le dirigió una ceñuda mirada, se apartó, señaló su mano, le cogió la mano, la miró aterrado?

 

¿Se debería a que se había quitado la alianza?

 

—La mano se me ha adelgazado mucho—le dijo Rezia—. La guardo en el bolso.

 

Le soltó la mano. Su matrimonio había terminado, pensó Septimus con angustia, con alivio. La cuerda había sido cortada; él se elevaba, era libre, porque había sido decretado que él, Septimus, el señor de los hombres, debía ser libre; solo (ya que su esposa se había despojado de la alianza, ya que le había abandonado), él, Septimus, estaba solo, convocado antes que las masas humanas para escuchar la verdad, para saber el significado, después de todos los trabajos de la civilización—griegos, romanos, Shakespeare, Darwin y ahora él—, que iba a ser comunicado en su integridad a... En voz alta, preguntó: "¿A quién?", y las voces que murmuraban por encima de su cabeza contestaron: "Al Primer Ministro." El secreto supremo debía ser comunicado al consejo de ministros; primeramente, que los árboles están vivos; después, que el delito no existe; después, amor, amor universal, murmuró Septimus, jadeante, tembloroso, sacando a la superficie dolorosamente estas verdades profundas, tan profundas, tan difíciles, que enunciarlas requería un inmenso esfuerzo, pero que cambiaban el mundo del todo y para siempre.

 

No hay delito; amor; repitió Septimus, buscando una tarjeta de visita y un lápiz, cuando un perro terrier Skye le olisqueó los pantalones y Septimus se sobresaltó con angustioso terror. ¡El animal se estaba convirtiendo en un hombre! ¡No podía contemplar aquello! ¡Era horrible, era terrible, ver cómo un perro se convierte en hombre! Inmediatamente, el perro se fue al trote.

 

Los cielos son divinamente piadosos, infinitamente clementes. Le habían indultado, le habían perdonado su debilidad. Pero, ¿cuál era la explicación científica (ante todo, hay que ser científico)? ¿Por qué podía ver al través de los cuerpos, ver el futuro, cuando los perros se transformarían en hombres? Cabía presumir que se debía a la ola de calor operando sobre una mente dotada de una sensibilidad resultante de evos de evolución. Científicamente hablando, la carne se había desprendido del mundo. Su cuerpo había sido macerado hasta tal punto que ahora sólo le quedaban los nervios. Su cuerpo estaba extendido como un velo sobre una roca.

 

Se reclinó en la silla, exhausto pero entero. Reposaba, esperando, antes de volver a sus trabajos de interpretación, con esfuerzo, con angustia, en beneficio de la humanidad. Yacía muy alto, sobre la espalda del mundo.

 

Debajo de él la tierra palpitaba. Flores rojas crecían a través de su carne; sus rígidas hojas murmuraban alrededor de su cabeza. Sonora comenzó a chocar la música contra las rocas, allí en lo alto. Es la bocina de un automóvil en la calle, murmuró; pero aquí, en lo alto, el sonido ha resonado como un cañonazo de roca en roca, se ha dividido, se ha unido con choques de sonido que se han elevado como suaves columnas (que la música debiera ser visible era un descubrimiento), se ha transformado en un himno, un himno a cuyo alrededor trepa ahora el sonido del caramillo de un niño pastor (es un viejo tocando la flauta al lado de la taberna, murmuró), sonido que, mientras el niño se estaba quieto, salía burbujeante del caramillo, y luego, al elevarse, se convertía en una exquisita queja, mientras el tránsito rodado pasaba por debajo. La elegía de este niño suena entre el tránsito, pensó Septimus. Ahora el niño pastor se retira, asciende a los territorios nevados, y a su alrededor penden rosas, las gruesas rosas rojas que crecen en las paredes de mi dormitorio, recordó Septimus. La música cesó. El viejo de la flauta ya ha recogido su penique, pensó Septimus, y se ha ido a la taberna más próxima.

 

Pero él seguía alto, sobre la roca, como un marinero ahogado sobre una roca. Me incliné sobre la borda de la barca y me caí, pensó. Me fui al fondo del mar. He estado muerto, y sin embargo ahora estoy vivo, pero dejadme descansar en paz, suplicó (volvía a hablar para sí, ¡era horrible, horrible!); y, tal como ocurre antes de despertar, las voces de los pájaros y el sonido de las ruedas cantan y suenan en una extraña armonía, y adquieren más y más fuerza, y el durmiente siente que es arrastrado hacia las playas de la vida, y de esta manera sintió Septimus que era arrastrado hacia la vida, que se hacía más cálida la luz del sol, que sonaban con más fuerza los gritos, y algo tremendo, algo horrible, estaba a punto de ocurrir.

 

Sólo tenía que abrir los ojos, pero sentía un peso en ellos, un temor. Hizo un esfuerzo; empujó hacia delante; miró; ante sí vio Regent's Park. Largos haces de luz del sol incidían en el suelo a sus pies. Los árboles se inclinaban, se balanceaban. Doy la bienvenida, parecía decir el mundo, acepto, creo. Belleza, parecía decir el mundo. Y como si fuera una demostración (científica) de ello, fuera lo que fuese lo que mirara, las casas, las barandas, los antílopes que tendían el cuello sobre la empalizada, allí surgía inmediatamente la belleza. Contemplar el estremecimiento de una hoja al paso del viento era una exquisita delicia. En lo alto, en el cielo, las golondrinas trazaban curvas líneas, efectuaban giros, se lanzaban de un lado para otro, giraban y giraban, pero jamás perdían el perfecto dominio de su vuelo, como si elásticos hilos las sostuvieran; y las moscas subían y bajaban; y el sol manchaba ora esta hoja, ora aquélla, burlón, deslumbrando con su suave oro, en pura benevolencia; y, una y otra vez, un penetrante sonido (bien podía ser la bocina de un automóvil), resonando divinamente en las briznas de hierba; y todo esto, pese a ser tranquilo y razonable, pese a estar constituido por realidades ordinarias, era ahora la verdad; la belleza, esto era la verdad ahora. La belleza estaba en todas partes.

 

—No llegaremos a tiempo—dijo Rezia.

 

La palabra "tiempo" rompió su propia cáscara; derramó sus riquezas sobre Septimus; y de los labios de Septimus cayeron cual conchas, cual virutas de madera surgidas del cepillo de carpintero, sin que él las hiciera, duras, blancas, imperecederas, palabras, y volaron para posarse en sus lugares debidos en una oda al Tiempo; una oda inmortal al Tiempo. Septimus cantó. Evans le contestó desde detrás de un árbol. Los muertos estaban en Tesalia, cantaba Evans, entre orquídeas. Allí esperaron hasta que la guerra terminó, y ahora los muertos, ahora el propio Evans...

 

—¡Por el amor de Dios, no vengas!—gritó Septimus.

 

No, porque no podía mirar a los muertos.

 

Pero las ramas se apartaron. Un hombre vestido de gris caminaba realmente hacia ellos. ¡Era Evans! Pero no había en su cuerpo barro, ni heridas; no había cambiado. Debo decir al mundo entero, gritó Septimus alzando la mano (mientras el hombre muerto vestido de gris iba acercándose), alzando la mano como una colosal figura que ha lamentado el sino del hombre durante siglos solo en el desierto, oprimiéndose con las manos la frente, surcos de desesperación en las mejillas, y que ahora ve la luz en el horizonte del desierto, que ilumina y amplía la figura negra cual el hierro (y Septimus medio se levantó de la silla), y, con legiones de hombres postrados ante sí, él, el gigantesco enlutado, recibe por un momento en su rostro la totalidad. . .

 

Mientras intentaba hacerle sentarse de nuevo, Rezia dijo:

 

—Soy muy desdichada, Septimus.

 

Millones de hombres se lamentaron; durante siglos habían llorado. Se dirigiría a ellos; con sólo unos instantes más, sólo unos instantes, les comunicaría este alivio, esta alegría, esta pasmosa revelación...

 

—¿Qué hora es, Septimus?—dijo Rezia—. ¿Qué hora es?

 

Aquel hombre hablaba, aquel hombre avanzaba, aquel hombre forzosamente tenía que advertir su presencia. Aquel hombre les estaba mirando.

 

Muy despacio, como adormilado, dirigiendo una misteriosa sonrisa al hombre muerto vestido de gris, Septimus dijo:

 

—Te diré la hora.

 

Y mientras Septimus seguía sentado, sonriendo, sonaron las doce menos cuarto.

 

Y esto es lo que significa ser joven, pensó Peter Walsh al pasar junto a ellos. Están teniendo una escena horrorosa—la pobre muchacha estaba totalmente desesperada—en plena mañana. Pero, ¿por qué la tenían?, se preguntó. ¿Qué habría dicho aquel joven con el abrigo a la muchacha, para que ella tuviera aquel aspecto? ¿En qué terrible situación se había metido aquella pareja para tener tan desesperado aspecto en tan hermosa mañana de verano? Lo divertido de regresar a Inglaterra, después de cinco años de ausencia, era, por lo menos durante los primeros días, que todas las cosas parecían nuevas, como si uno nunca las hubiera visto; una pareja de enamorados peleándose bajo la copa de un árbol; la doméstica vida de las familias en los parques públicos. Nunca le había parecido Londres tan encantador: la suavidad de las distancias; la riqueza; el verdor; la civilización, después de la India, pensó, caminando sobre el césped.

 

Esta sensibilidad a las impresiones había sido su desgracia, sin la menor duda. A su edad todavía tenía, como un muchacho e incluso como una chica, estos cambios de humor; días buenos, días malos, sin razón que lo justificara, júbilo al ver una cara bonita, terrible infelicidad al ver una vieja monstruosa. Desde luego, después de la India uno se enamoraba de todas las mujeres que veía. Tenían una especial lozanía; incluso las más pobres vestían mejor de lo que vestían cinco años atrás, sin la menor duda; y, a su parecer, nunca las modas habían favorecido tanto a las mujeres como la moda actual: las largas capas negras la esbeltez, la elegancia y el delicioso y al parecer universal hábito del maquillaje. Todas las mujeres, incluso las más respetables, tenían rosas florecidas bajo cristal, labios como cortados a cuchillo, rizos de tinta china; había línea, arte, en todas partes; indudablemente se había producido un cambio. ¿En qué pensaban los jóvenes?, se preguntó Peter Walsh.

 

Aquellos cinco años—desde 1918 hasta 1923—habían sido muy importantes, sospechaba. La gente tenía aspecto diferente. Y los periódicos también eran diferentes. Ahora, por ejemplo, había un hombre que escribía sin el menor rebozo en uno de los más respetables semanarios acerca de retretes. Hacía diez años, no se podía hacer esto, el escribir sin el menor rebozo acerca de retretes en un respetable semanario. Y, luego, aquel sacar el lápiz de labios o la polvera y maquillarse en público. A bordo del barco que le devolvió a Inglaterra había gran numero de chicos y chicas—en particular recordaba a Betty y Bertie—que se arrullaban abiertamente; la madre hacía media sentada y les miraba de vez en cuando, más fresca que una flor. La chica se empolvaba la nariz delante de todos. Y no eran novios; sólo querían divertirse; y después tan amigos. Más dura que el diamante era la chica—Betty Nosequé—, pero buena persona a carta cabal. Sería una excelente esposa a los treinta años. Se casaría cuando lo creyera conveniente, se casaría con un hombre rico, y viviría en una gran casa cerca de Manchester.

 

¿Quién había hecho esto?, se preguntó Peter Walsh mientras entraba en el Sendero Ancho, ¿quién se había casado con un hombre rico y vivía en una gran casa cerca de Manchester? Alguien que le había escrito una larga y afectuosa carta, no hacía mucho, acerca de "hortensias azules". La visión de hortensias azules fue lo que indujo a aquella mujer a pensar en él y en los viejos tiempos. ¡Sally Seton, naturalmente! Fue Sally Seton, la última persona en el mundo que uno hubiera creído capaz de casarse con un hombre rico y vivir en una gran casa cerca de Manchester, ¡la loca, la osada, la romántica Sally!

 

Pero, de entre todas las personas que formaban aquel antiguo grupo, el grupo de amigos de Clarissa —los Whitbread, Kindersley, Cunningham, Kinloch Jones—, Sally probablemente era la mejor. A fin de cuentas, procuraba comprender las cosas tal como se deben comprender. Comprendió a la perfección a Hugh Whitbread —al admirable Hugh—, cuando Clarissa y los demás se postraban a sus pies.

 

Le pareció oír a Sally diciendo: "¿Los Whitbread? ¿Qué son los Whitbread? Comerciantes de carbón. Respetables mercaderes."

 

Por una razón u otra, Sally detestaba a Hugh. De él decía que no pensaba en nada, como no fuera en su propia apariencia. Hubiera debido ser un duque. Sin la menor duda, se casaría con una de las princesas reales.

 

Desde luego, Hugh sentía el más extraordinario, el más natural, el más sublime respeto hacia la aristocracia británica que Peter Walsh hubiera visto jamás. Incluso Clarissa tuvo que reconocerlo. Sí, pero era tan simpático, tan generoso, dejó de cazar para complacer a su anciana madre... Y no olvidaba jamás los cumpleaños de su tía... Etcétera.

 

Era preciso reconocer que Sally se había dado cuenta de todo. Una de las cosas que mejor recordaba Peter Walsh era una discusión, un domingo por la mañana, en Bourton, acerca de los derechos de la mujer (este tema antediluviano), en la que Sally perdió la paciencia, estalló, y dijo a Hugh que él representaba lo más detestable que hay en la vida de la clase media británica. Le dijo que le consideraba responsable de la situación en que se hallaban "esas pobres muchachas de Piccadilly"—Hugh el perfecto gentleman... ¡Pobre Hugh!—. ¡Jamás se vio a un hombre tan horrorizado! Sally lo hizo adrede, según ella misma dijo después (porque solían reunirse los dos en el huerto, para intercambiar sus impresiones). "No ha leído nada, no ha pensado nada, no ha sentido nada", creyó oír decir a Sally con aquella voz tan enfática que impresionaba mucho más de lo que ella creía. Los mozos de cuadra tenían más vida que Hugh, dijo. Era un perfecto producto de las escuelas privadas inglesas. Sólo Inglaterra podía producir tipos así. Por alguna razón, Sally estaba realmente resentida; algo tenía contra Hugh. La había insultado. . . ¿la habría besado? ¡Increíble! Desde luego, nadie podía creer ni media palabra en contra de Hugh. ¿Quién sería capaz de algo así? ¡Besar a Sally en el cuarto de fumar! Si se hubiera tratado de una Honorable Edith o de una Lady Violet, quizá. Pero la desaliñada Sally, sin un real, con un padre o una madre jugando en Monte Carlo, no. Hugh era el mayor snob que Peter Walsh había conocido en su vida, el individuo más obsequioso... Pero no cabía decir que se arrastrase ante los demás. Era demasiado pedante para ello. Un ayuda de cámara de primera clase era la comparación que saltaba a la vista. El hombre que camina detrás con las maletas, el hombre a quien se le puede confiar la tarea de mandar telegramas. El hombre indispensable para las señoras de sociedad. Y había encontrado su trabajo adecuado: se había casado con su Honorable Evelyn; había conseguido aquel puestecillo en la Corte, cuidaba de las bodegas del Rey, limpiaba las imperiales hebillas de zapato, iba por ahí de calza corta y con pechera de encaje. ¡Qué implacable es la vida! ¡Un puestecillo en la Corte!

 

Se había casado con esa Lady, con la Honorable Evelyn, y vivía por los alrededores, pensó Peter Walsh (mirando los pomposos edificios que se alzaban junto al parque), ya que había almorzado una vez en una casa que tenía, cual tenían todas las posesiones de Hugh, algo que ninguna otra casa podía tener, quizá se tratara de armarios repletos de ropa blanca. Y uno estaba obligado a mirarlos, uno tenía que dedicar mucho tiempo a admirar cosas, fueran lo que fuesen, armarios repletos de ropa blanca, fundas de almohada, viejos muebles de roble, cuadros, que Hugh había comprado a precio de ganga. Pero la esposa de Hugh estropeaba a veces la escena. Era una de esas oscuras mujercitas ratoniles que admiran a los hombres corpulentos. Carecía casi totalmente de importancia. Pero de repente decía algo imprevisto, algo cortante. Quizá quedaba en ello un resto de los grandes modales de otros tiempos. La calefacción central era algo demasiado fuerte para ella, dejaba la atmósfera demasiado densa. Y allá vivían, con sus armarios repletos de ropa blanca, con sus cuadros de antiguos maestros, con sus fundas de almohada adornadas con auténtico encaje, gastando cinco o diez mil al año, seguramente, en tanto que él, que tenía dos años más que Hugh, estaba buscando trabajo.

 

A los cincuenta y tres años estaba obligado a ir a ver a aquella gente y pedirles que le dieran trabajo en algún ministerio, o que le encontraran cualquier otro empleo de tres al cuarto, como el de enseñar latín a muchachitos, a las órdenes de un oficinesco mandamás, cualquier cosa que le reportara quinientas al año. Sí, porque si se casaba con Daisy, contando incluso la pensión de Peter, no podrían vivir con menos. Seguramente Whitbread se lo conseguiría, o Dalloway. No le molestaba pedirle algo a Dalloway. Era bondadoso a carta cabal; un poco limitado, un poco duro de mollera, sí, pero bondadoso a carta cabal. Tratárase de lo que se tratara, todo lo hacía con sentido común y sencillez; sin la menor chispa de imaginación, sin el más leve toque de brillantez, pero con la inexplicable bondad propia de su manera de ser. Hubiera debido ser un hidalgo rural. Perdía el tiempo en la política. Donde más lucía era al aire libre, entre caballos y perros. Por ejemplo, cuando aquel gran perro peludo de Clarissa quedó atrapado en un cepo que casi se le llevó una pata, y Clarissa palideció, y Dalloway lo hizo todo: vendó la pata, la sujetó con listones, le dijo a Clarissa que no se portara como una tonta. Quizá éstas eran las cualidades por las que Clarissa le quería, quizá esto era lo que Clarissa necesitaba. "Y, ahora, querida, no te portes como una tonta. Aguanta esto, dame aquello", y hablando todo el rato con el perro, como si fuera un ser humano.

 

Pero, ¿cómo podía Clarissa tragar aquellas tonterías acerca de poesía? ¿Cómo era posible que le permitiera disertar sobre Shakespeare? Seria y solemnemente, Richard Dalloway se alzaba sobre sus patas traseras, y afirmaba que ningún hombre decente debía leer los sonetos de Shakespeare porque era como escuchar por el ojo de la cerradura (además, la relación en que se basaban no merecía su aprobación). Ningún hombre decente debía permitir que su esposa visitara a la hermana de una esposa fallecida. ¡Increíble! Lo único que cabía hacer era apedrearle con almendras garrapiñadas; era durante la cena. Pero Clarissa se lo tragó todo; lo estimó como una muestra de la honradez de Dalloway, de su independencia de criterio; ¡sólo Dios sabía si Clarissa llegó a pensar que Dalloway era la inteligencia más original con que se había topado en su vida!

 

Este era uno de los vínculos que le unían a Sally. Había un jardín por el que Sally y él solían pasear; estaba rodeado por un muro, y allí crecían rosales y gigantescas coliflores. Recordaba que Sally arrancó una rosa, se detuvo para lanzar exclamaciones acerca de la belleza de las hojas de col a la luz de la luna (era extraordinario cuán vívidamente volvía todo a su mente, tratándose de hechos en los que no había pensado durante largos años), mientras Sally le imploraba, medio en broma, desde luego, que se llevara a Clarissa para salvarla de todos los Hughs y todos los Dalloways y todos los restantes "perfectos gentlemen" que "ahogarían su alma" (en aquellos días, Sally escribía montones de poesías), la transformarían en una simple dama de sociedad, estimularían sus mundanales aficiones. Pero era preciso hacer justicia a Clarissa. A fin de cuentas, no iba a casarse con Hugh. Tenía una idea perfectamente clara de lo que quería. Sus emociones estaban todas en la superficie. Por debajo de ellas, Clarissa era muy aguda, juzgaba mejor que Sally el modo de ser de la gente, por ejemplo, y además era hondamente femenina; estaba dotada de este extraordinario don, don de mujer, consistente en crear un mundo suyo doquiera estuviera. Entraba en una estancia; estaba en pie, cual a menudo Peter Walsh la había visto, bajo el dintel de una puerta, con mucha gente a su alrededor. Pero era a Clarissa a quien uno recordaba. Y no era llamativa; en modo alguno era hermosa; nada pintoresco había en ella; nunca decía nada destacadamente inteligente; sin embargo, allí estaba ella; allí estaba.

 

¡No, no, no! ¡Había dejado de estar enamorado de ella! Lo único que le ocurría era que, después de verla aquella mañana, entre las tijeras y las sedas, preparándose para la fiesta, no podía apartar el pensamiento de ella; volvía a su mente una y otra vez, como el viajero dormido que se apoya en uno, en un vagón de ferrocarril; lo cual no significaba estar enamorado, desde luego, era sólo pensar en ella, criticarla, intentar una vez más, treinta años después, explicársela. Lo más evidente que de ella cabía decir estribaba en afirmar que era mundana; daba demasiada importancia al rango y a la sociedad y a prosperar en el mundo, todo lo cual era verdad en cierto sentido; la propia Clarissa lo había reconocido ante él. (Si uno se tomaba la molestia, siempre conseguía que Clarissa reconociera sus defectos; era honrada.) Lo que Clarissa diría seguramente es que no le gustaban las mujeres con aspecto de bruja, los viejos carcamales, los fracasados como él; pensaba que nadie tenía derecho a andar por el mundo encorvado y con las manos en los bolsillos; que todos debían hacer algo, ser algo; y esas gentes de la gran sociedad esas duquesas, esas venerables y blancas condesas que uno encontraba en el salón de Clarissa, indescriptiblemente alejadas, a juicio de Peter, de cuanto importara algo, representaban algo real para Clarissa. En cierta ocasión, dijo que Lady Bexborough sabía mantenerse erguida (lo mismo cabía decir de la propia Clarissa; nunca se encorvaba, en ningún sentido de la palabra; iba siempre más derecha que una vela, un poco rígida, en realidad). Decía que aquella gente tenía cierta valentía que, a medida que ella se hacía mayor, respetaba más y más. En todo esto había mucho que se debía a Dalloway, desde luego; había mucho espíritu de servicio a la patria, de Imperio Británico, de reforma tributaria, de clase gobernante que había anidado y crecido en Clarissa, como suele ocurrir. Siendo dos veces más inteligente que Dalloway, Clarissa tenía que verlo todo a través de los ojos de Dalloway, lo cual es una de las tragedias de la vida matrimonial. Dotada de criterio propio, tenía que citar siempre las palabras de Richard, ¡como si uno no pudiera saber, al pie de la letra lo que Richard pensaba gracias a leer el Morning Post por la mañana! Estas fiestas, por ejemplo, estaban íntegramente dedicadas a él, a la idea que Clarissa tenía de él (para hacer justicia a Richard, sin embargo, era preciso reconocer que hubiera sido mucho más feliz dedicándose a cultivar la tierra en Norfolk). Clarissa había transformado su salón en una especie de punto de reunión; tenía especial talento para ello. Una y otra vez había visto Peter a Clarissa coger por su cuenta a un hombre joven sin el menor refinamiento; retorcerlo, darle la vuelta, despertarlo; ponerlo en marcha. Desde luego, un número infinito de individuos aburridos se congregaba a su alrededor. Pero también comparecían gentes extrañas, imprevistas; a veces un artista; a veces un escritor; bichos raros, en aquel ambiente. Y detrás de ello estaba la red de visitas, el dejar tarjetas, el ser amable con la gente; ir corriendo de un lado para otro con ramos de flores, pequeños regalos; Fulano o Zutano se va a Francia, habrá que proporcionarle una almohadilla; verdadera sangría en la fortaleza de Clarissa; ese interminable ir y venir de las mujeres como ella; pero lo hacía sinceramente, en méritos de un instinto natural.

 

Sin embargo, cosa rara, Clarissa era una de las personas más profundamente escépticas que Peter había conocido, y posiblemente (esta era una teoría que Peter utilizaba para explicarse a Clarissa, tan transparente en algunos aspectos, tan inescrutable en otros), posiblemente Clarissa se decía: Si somos una raza condenada, encadenada a un buque que se hunde (de muchacha, sus lecturas favoritas fueron obras de Huxley y Tyndall, a quienes gustaban las metáforas náuticas), como sea que todo no es más que una broma pesada, hagamos lo que podamos; mitiguemos los sufrimientos de nuestros compañeros de prisión (Huxley otra vez); decoremos el calabozo con flores y almohadones; seamos todo lo decentes que podamos. Estos villanos, los Dioses, no se saldrán íntegramente con la suya. Sí, porque Clarissa pensaba que los Dioses, que nunca perdían una oportunidad de dañar, frustrar y estropear el humano vivir, quedaban seriamente chasqueados si, a pesar de todo, una se comportaba como una señora. Esta fase comenzó inmediatamente después de la muerte de Sylvia, aquel horrible asunto. Presenciar como un árbol al caer mataba a la propia hermana (por culpa de Justin Parry, de su negligencia) ante sus propios ojos, a su hermana, una muchacha en la flor de la juventud, la mejor dotada de todas ellas según decía siempre Clarissa, bastaba para amargar el carácter a cualquiera. Más tarde, Clarissa quizá no fue tan tajante; creía que los Dioses no existían, que a nadie cabía culpar; y, por ello, formuló la atea doctrina de hacer el bien por el bien.

 

Desde luego gozaba intensamente de la vida. Estaba hecha para gozar (a pesar de que, evidentemente, tenía sus reservas; de todos modos, Peter pensaba que incluso él, después de tantos años, sólo podía trazar un esbozo de Clarissa). Y no había amargura en ella; carecía de aquel sentido de la virtud moral que tan repelente es en las buenas mujeres. Le gustaba prácticamente todo. Si uno paseaba con ella por Hyde Park, ahora era una parterre de tulipanes, ahora un niño en un cochecito, ahora un pequeño drama que Clarissa improvisaba en un instante. (Muy probablemente, hubiera hablado a aquella pareja de enamorados, si hubiese creído que eran desdichados.) Tenía un sentido del humor realmente exquisito, pero necesitaba gente, siempre gente, para que diera frutos, con el inevitable resultado de desperdiciar miserablemente el tiempo almorzando, cenando, dando sin cesar aquellas fiestas, diciendo tonterías, frases en la que no creía, con lo que se le embotaba la mente y perdía discernimiento. Sentada a la cabecera de la mesa, se tomaba infinitas molestias para halagar a cualquier viejo loco que pudiera ser útil a Dalloway—conocían a los más horribles latosos de Europa—, o bien llegaba Elizabeth, y todo quedaba subordinado a ésta. La última vez que Peter la vio, Elizabeth estudiaba secundaria, se encontraba en la etapa de la inexpresividad, y era una muchacha de ojos redondos y cara pálida, que en nada recordaba a su madre, una criatura estólida, silenciosa, que lo daba todo por supuesto, dejaba que su madre la mimara y luego decía: "¿Puedo irme, ahora?"; y Clarissa explicaba, con aquella mezcla de diversión y orgullo que también Dalloway parecía suscitar en ella: "Se va a jugar al hockey." Y ahora Elizabeth seguramente se sentía ajena; pensaba que él era un viejo loco, y se reía de los amigos de su madre. En fin, igual daba. La compensación de hacerse viejo, pensaba Peter Walsh al salir de Regent's Park, con el sombrero en la mano, estribaba sencillamente en lo siguiente: las pasiones siguen tan fuertes como siempre, pero uno ha adquirido—¡al fin!— la capacidad que da el supremo aroma a la existencia, la capacidad de dominar la experiencia, de darle la vuelta, lentamente, a la luz.

 

Se trataba de una terrible confesión (volvió a ponerse el sombrero), pero lo cierto era que ahora, a los cincuenta y tres años, uno había casi dejado de necesitar a la gente. La vida en sí misma, cada uno de sus momentos, cada gota, aquí, este instante ahora, al sol, en Regent's Park, era suficiente. Demasiado, en realidad. Toda un vida no bastaba, era demasiado corta para, ahora que uno había adquirido la capacidad de hacerlo, extraer todo el aroma; para sacar cada onza de placer, cada matiz de significado; y ambos eran mucho más sólidos de lo que solían, mucho menos personales. Ya era imposible que Peter volviera a sufrir tanto como Clarissa le había hecho sufrir. Pasaba horas seguidas (¡gracias a Dios, tales cosas se podían decir sin que nadie las oyera!), horas y días seguidos, sin pensar en Daisy.

 

Teniendo en cuenta los sufrimientos, la tortura y la extraordinaria pasión de aquellos tiempos, ¿cabía decir que estuviera ahora enamorado de Daisy? Era una cosa totalmente diferente—mucho más agradable—, y la verdad consistía desde luego, en que ahora ella estaba enamorada de él. Y esto quizá fuera la razón por la que, en el momento en que el barco zarpó, Peter sintió un extraordinario alivio, y deseó sobre todo quedarse solo; le irritó encontrar en la cabina los testimonios de las pequeñas atenciones de Daisy, los cigarros, las notas, la alfombra para el viaje. Si la gente fuera honrada, todos dirían lo mismo; después de los cincuenta, uno no necesita a los demás; uno no tiene ganas de seguir diciendo a las mujeres que son hermosas; esto es lo que dirían casi todos los hombres de cincuenta años, si fueran sinceros, pensó Peter Walsh.

 

 

Sin embargo, estos increíbles accesos de emoción, como el echarse a llorar esta mañana, ¿a qué se debían? ¿Qué habría pensado Clarissa de él? Seguramente pensó que era un insensato, y no lo hizo por vez primera. Lo que había, en el fondo de todo, eran celos, los celos que sobreviven a todas las pasiones de la humanidad pensó Peter Walsh, con el cortaplumas en la mano, extendido el brazo. Había estado viendo al Mayor Orde, le decía Daisy en su última carta; a Peter le constaba que lo había escrito adrede; se lo había dicho para darle celos; le pareció ver a Daisy con la frente fruncida, mientras escribía, pensando qué podía decir para herirle; sin embargo, aquellas palabras nada habían cambiado; ¡Peter estaba furioso! Todo ese lío de trasladarse a Inglaterra y visitar abogados no era para casarse con Daisy sino para evitar que Daisy se casara con otro. Esto era lo que torturaba a Peter, en esto pensó cuando vio a Clarissa tan calma, tan fría, tan cerrada en su vestido o en lo que fuera; darse cuenta de lo que Clarissa hubiera podido evitarle, darse cuenta de aquello a lo que Clarissa le había reducido, a un débil y achacoso asno. Pero las mujeres, pensó mientras cerraba el cortaplumas, no saben lo que es la pasión. No saben lo que la pasión significa para los hombres. Clarissa era fría como un carámbano. Allí estaba ella, sentada en el sofá, a su lado, dejando que le cogiera la mano, y dándole un beso en la mejilla. Había llegado al cruce de la calle.

 

Un sonido le interrumpió; un sonido frágil y tembloroso, una voz burbujeando sin dirección ni vigor, sin principio ni fin, qué débil y aguda y con total ausencia de humano significado articulaba

 

i am fa am so

fu sui tu im u...

 

Voz sin edad ni sexo, la voz de una vieja fuente brotando de la tierra; voz que salía, exactamente en frente de la estación del metro de Regent's Park, de una alta y temblorosa forma, como una chimenea, como una oxidada bomba de agua, como un árbol azotado por el viento y perennemente carente de hojas, que deja que el viento pase una y otra vez por sus ramas cantando

 

i am fa am so

fu sui tu im u

 

y se balancea, rechina y gime, en la eterna brisa.

 

A través de todas las edades—cuando el pavimento era hierba, cuando era tierra pantanosa, a través de la edad del colmillo y del mamut, a través de la edad del silente amanecer—la zaparrastrosa mujer—llevaba falda— con la mano derecha extendida, y la izquierda clavada en el costado, estaba en pie cantando una canción de amor, del amor que ha durado un millón de años, cantaba, del amor que prevalece, y hacía millones de años su enamorado, que llevaba siglos muerto, había caminado, canturreaba con ella en mayo; pero en el curso de las edades, largas y llameantes como días de verano, recordaba, desnudas salvo por los rojos ásteres, él se había ido; la enorme guadaña de la muerte había segado aquellas tremendas colinas, y cuando por fin descansó ella la blanca e inmensamente vieja cabeza en la tierra, transformada ahora en meras cenizas heladas, suplicó a los Dioses que dejaran a su lado un manojo de púrpura bermejuela, allí en su tumba que los últimos rayos del último sol acariciaban; porque entonces el espectáculo del universo habría terminado.

 

Mientras la vieja canción burbujeaba, frente a la estación del metro de Regent's Park, la tierra todavía parecía verde y florecida; la canción, a pesar de surgir de tan ruda boca, simple orificio en la tierra, también embarrada, con fibrosas raíces y hierba enmarañada, la vieja, trémula y burbujeante canción, empapando las entrelazadas raíces de infinitas edades, esqueletos y tesoros se alejaba formando riachuelos sobre el pavimento a lo largo de Marylebone Road, bajando hacia Euston, fertilizante, dejando una húmeda huella.

 

Recordando todavía que una vez en un mayo primigenio había paseado con su enamorado, esta oxidada bomba de agua, esta zaparrastrosa vieja, con una mano alargada para recibir una moneda, con la otra clavada en el costado, estará todavía allí dentro de diez millones de años, recordando que una vez paseó en mayo, allí donde ahora se persiguen las olas del mar, con no importa quién. .. Era un hombre, oh, sí, un hombre que la había amado. Pero el paso de las edades había empañado la claridad del antiguo día de mayo; las flores de coloridos pétalos estaban ahora canas y plateadas por la escarcha; y la mujer ya no veía, cuando imploraba a su enamorado (como muy claramente hizo ahora) "mira bien mis ojos con tus dulces ojos", ya no veía ojos castaños, negro bigote o cara tostada por el sol, sino una forma imprecisa, una forma de sombra, hacia la que, con la pajaril lozanía de los muy viejos, todavía piaba "dame tu mano y deja que te la oprima suavemente" (Peter Walsh no pudo evitar darle una moneda a aquel pobre ser, al subir en el taxi), "y si alguien nos ve, ¿qué importa?", se preguntaba; y tenía la mano clavada en el costado, y sonreía, metiéndose el chelín en el bolsillo y todos los ojos de inquisitivo mirar parecieron quedar borrados, y las generaciones que pasaban—ajetreados individuos de la clase media atestaban la acera—se desvanecieron, como hojas, para ser pisoteadas, para quedar empapadas, para amontonarse, para transformarse en mantillo junto a aquella eterna fuente. ..

 

i am fa am so

fu sui tu im u

 

—Pobre vieja—dijo Rezia Warren Smith.

 

¡Oh, pobre vieja bruja!, dijo Rezia, esperando el momento de cruzar.

 

¿Y si llueve por la noche? ¿Y si el padre de una, o alguien que la había conocido a una en mejores tiempos, pasaba por allí casualmente y la veía de pie en el arroyo? ¿Y dónde dormía, por la noche?

 

Juguetón, casi alegre, el invencible hilo de sonido se elevaba sinuoso en el aire como el humo de la chimenea de una casita de campo, ascendiendo por entre limpias hayas y surgiendo como un mechón por entre las más altas hojas. "Y si alguien nos ve, ¿qué importa?"

 

Debido a que era muy desdichada, desde hacía semanas y semanas, Rezia había dado significados a las cosas que ocurrían, y casi creía que debía detener a la gente en la calle, caso de que esta gente pareciera buena y amable, para decirles: "Soy desdichada"; y esta vieja cantando en la calle, "si alguien nos ve, ¿qué importa?", la hizo sentirse súbitamente segura de que todo se solucionaría. Iban a ver a Sir William Bradshaw; este nombre le parecía agradable a Rezia, y él curaría inmediatamente a Septimus. Y entonces pasó el carro de una destilería, y en la cola de los caballos grises sobresalían erectas briznas de paja; y había carteles de periódicos. Era una sueño tonto, muy tonto, el ser desdichada.

 

Y cruzaron, el señor Septimus Warren Smith y su señora, y, a fin de cuentas, ¿había algo en ellos que llamara la atención, algo que indujera al transeúnte a sospechar: He aquí a un joven que lleva el más importante mensaje del mundo y que es, además, el hombre más feliz del mundo, y el más desdichado? Quizá la pareja caminaba un poco más despacio que la otra gente, quizá había en el caminar del hombre cierto aire dubitativo como de ir arrastrándose, pero era natural que un empleado, que no había estado en el West End en día laborable a esta hora durante años, no hiciera más que mirar al cielo, mirar esto y lo otro, como si Portland Place fuera una estancia en la que hubiera entrado en ausencia de la familia, cubiertas con gasa las colgantes lámparas de lágrimas, y el ama de llaves, levantando una punta de las largas cortinas, deja que largos haces de luz polvorienta iluminen desolados sillones de extraño aspecto, explica a los visitantes cuán maravillosa es la casa; cuán maravillosa pero, al mismo tiempo, piensa él, cuán extraña.

 

Por su aspecto, podía ser un empleado, pero de los mejores; sí, porque calzaba botas de color castaño; sus manos eran educadas; y lo mismo cabía decir de su perfil, un perfil anguloso, de gran nariz, inteligente, sensible; pero no se podía afirmar lo mismo de sus labios, que eran flojos; y sus ojos (cual suele ocurrir con los ojos) eran meramente ojos; grandes y de color castaño; de manera que, en conjunto, el hombre era un caso de indeterminación, ni una cosa ni otra; podía muy bien terminar con una casa en Purley y un automóvil, o seguir toda su vida alquilando pisos en callejuelas laterales; era uno de estos medio-educados, auto-educados, que han conseguido toda su educación gracias a libros prestados por bibliotecas públicas, leídos al atardecer después de la jornada de trabajo, siguiendo el consejo de conocidos escritores consultados por correo.

 

En cuanto a las otras experiencias, las experiencias solitarias, que los individuos viven a solas, en sus dormitorios, en sus oficinas, caminando por los campos, caminando por las calles de Londres, aquel hombre las tenía; había dejado su hogar, siendo sólo un muchacho, por culpa de su madre; porque bajó a tomar el té por quincuagésima vez sin lavarse las manos; porque no veía porvenir alguno para un poeta en Stroud; y así, después de haber tomado por confidente a su hermanita menor, se fue a Londres, dejando tras sí una absurda nota, cual las escritas por los grandes hombres, y que el mundo ha leído más tarde, cuando la historia de sus luchas se ha hecho famosa.

 

Londres se ha tragado a muchos millones de jóvenes llamados Smith; no tenían importancia alguna los fantásticos nombres de pila cual Septimus, con que los padres de aquellos jóvenes habían pretendido distinguirlos. Vivir a pensión, en una calleja afluyente a Euston Road, comportaba experiencias y más experiencias, tal como la de cambiar un rostro en dos años, transformando un óvalo sonrosado e inocente en un rostro seco, contraído, hostil. Pero, de todo lo anterior, qué hubiera dicho el más observador de los amigos, salvo lo que dice el jardinero cuando, por la mañana, abre la puerta del invernadero y ve una nueva flor en su planta: Ha florecido; ha florecido por vanidad, ambición, idealismo, pasión, soledad, valentía, pereza, las semillas habituales, que, mezcladas todas ellas (en un dormitorio alquilado, junto a Euston Road), le transformaron en un hombre tímido, tartamudo, ansioso de mejorar, y le hicieron enamorarse de la señorita Isabel Pole, que daba lecciones acerca de Shakespeare en Waterloo Road.

 

¿Acaso aquel muchacho no se parecía a Keats?, preguntaba la señorita Isabel Pole; y pensaba cómo podría arreglárselas para que se aficionara a Antonio y Cleopatra y todo lo demás; le prestaba libros; le mandaba notas; y encendió en él un fuego que sólo arde una vez en la vida, sin calor, con una llama inquieta, rojo-dorada infinitamente etérea e inmaterial, que ardía por la señorita Pole, Antonio y Cleopatra, y Waterloo Road. Él la creía hermosa, la consideraba impecablemente sabia; soñaba en ella, le escribía poesías que, por desconocer el arte, ella corregía con tinta roja; la vio, un atardecer de verano, caminando con un vestido verde por una plaza "Ha florecido", hubiera dicho el jardinero, si hubiera abierto la puerta; si hubiera entrado, es decir, si lo hubiera hecho cualquier noche a esta hora, y le hubiera encontrado escribiendo, le hubiera encontrado rasgando lo escrito, le hubiera encontrado dando cima a una obra maestra a las tres de la madrugada y saliendo a toda prisa de casa para callejear, y visitar iglesias, y ayunar un día, y beber otro día, devorando a Shakespeare, Darwin, La historia de la civilización y Bernard Shaw.

 

Al señor Brewer le constaba que algo ocurría; al señor Brewer, jefe de personal de Sibleys and Arrowsmiths, subastadores, peritos valoradores y agentes de la propiedad inmobiliaria; algo ocurría, pensaba, y, por ser hombre de sentimientos paternales hacia sus jóvenes empleados, tenía en muy alto concepto la capacidad de Smith, y profetizaba que, en diez o quince años le sucedería en el sillón de cuero, en la estancia interior, bajo la luz cenital, con las cajas de títulos de propiedad alrededor, "si conserva la salud", decía el señor Brewer, y aquí estaba el peligro, porque Smith parecía débil; le aconsejaba que jugara al fútbol, le invitaba a cenar, y estaba en trance de pensar en la manera de recomendar que le aumentaran el sueldo, cuando ocurrió algo que desbarató muchos de los cálculos del señor Brewer, le privó de sus más competentes empleados jóvenes, e incluso—tan insidiosos y destructivos fueron los dedos de la Guerra Europea—le hizo pedazos una estatua de yeso de Ceres, produjo un hoyo en su prado de geranios, y destrozó los nervios de la cocinera, en la casa del señor Brewer, en Muswell Hill.

 

Septimus fue uno de los primeros en presentarse voluntario. Fue a Francia para salvar a una Inglaterra que estaba casi íntegramente formada por las obras de Shakespeare y por la señorita Isabel Pole, en vestido verde, pasando por una plaza. Allí, en las trincheras, el cambio que el señor Brewer deseaba al aconsejar fútbol, se produjo instantáneamente; Smith se hizo hombre, fue ascendido, llamó la atención, y en realidad suscitó el afecto de su oficial superior, apellidado Evans. Fue una amistad como la de dos perros que juegan ante el fuego del hogar; uno de ellos jugando con un papel, gruñendo, lanzando bocados mordisqueando de vez en cuando la oreja del perro más viejo; y el otro yaciendo soñoliento, parpadeando al fuego, alzando una pata, dándose la vuelta y gruñendo bondadoso. Tenían que estar juntos, tenían que compartir, tenían que reñir y pelear el uno con el otro. Pero, cuando a Evans (Rezia, que sólo le había visto una vez, decía que era un "hombre tranquilo", un robusto pelirrojo, poco demostrativo en presencia de mujeres), cuando a Evans le mataron, inmediatamente antes del Armisticio, en Italia, Septimus, lejos de dar muestras de emoción o de reconocer que aquello representaba el término de una amistad, se felicitó por la debilidad de sus emociones y por ser muy razonable. La guerra le había educado. Fue sublime. Había pasado por todo lo que tenía que pasar—la amistad, la Guerra Europea, la muerte—, había merecido el ascenso, aún no había cumplido los treinta años y estaba destinado a sobrevivir. En esto último no se equivocó. Las últimas bombas no le dieron. Las vio explotar con indiferencia. Cuando llegó la paz, se encontraba en Milán, alojado en una pensión con un patio, flores en tiestos, mesillas al aire libre, hijas que confeccionaban sombreros, y de Lucrezia, la menor de las hijas, se hizo novio un atardecer en que sentía terror. Terror de no poder sentir.

 

Ahora que todo había terminado que se había firmado la tregua, que los muertos habían sido enterrados, padecía, en especial al atardecer, estos bruscos truenos de miedo. No podía sentir. Cuando abría la puerta de la estancia en que las muchachas italianas confeccionaban sombreros, las podía ver, las podía oír; pasaban delgados alambres por las coloreadas cuentas que tenían en cuencos; daban esta y aquella forma a las telas de bocací: la mesa estaba sembrada de plumas, lentejuelas, sedas y cintas; las tijeras golpeaban la mesa; pero algo le faltaba; no podía sentir. Los golpes de las tijeras, las risas de las muchachas, la confección de los sombreros le protegían, le daban seguridad, le daban refugio. Pero no podía pasarse la noche sentado allí. Había momentos en que se despertaba a primeras horas de la madrugada. La cama caía; él caía. ¡Oh, las tijeras, la lámpara y las formas de los sombreros! Pidió a Lucrezia que se casara con él, a la más joven de las dos, a la alegre, la frívola, con aquellos menudos dedos artísticos que ella alzaba, diciendo: "Todo se debe a ellos." Daban vida a la seda, las plumas y todo lo demás.

 

"El sombrero es lo más importante,", decía Lucrezia, cuando paseaban juntos. Examinaba todos los sombreros que pasaban; y la capa y el vestido y el porte de la mujer. Mal vestida, va recargada, estigmatizaba Lucrezia, no con ferocidad, sino con impacientes movimientos de las manos, cual los de un pintor que aparta de sí una impostura patente y bien intencionada; y luego, generosamente, aunque siempre con sentido crítico, alababa a la dependienta de una tienda que llevaba con gracia su vestidito, o ensalzaba sin reservas, con comprensión entusiasta y profesional, a una señora francesa que descendía del coche, con chinchilla, túnica y perlas.

 

"¡Bonito!", murmuraba Rezia, dando un codazo a Septimus para que lo viera. Pero la belleza se encontraba detrás de un cristal. Ni siquiera el gusto (a Rezia le gustaban los helados, los bombones, las cosas dulces) le producía placer. Dejaba la copa en la mesilla de mármol. Miraba a la gente fuera; parecían felices, reunidos en medio de la calle, gritando, riendo, discutiendo por nada. Pero había perdido el gusto, no podía sentir. En el salón de té, entre las mesas y los camareros que parloteaban, volvió a sentir el terrible miedo: no podía sentir. Podía razonar; podía leer, al Dante, por ejemplo, muy fácilmente ("Septimus, deja ya el libro", le decía Rezia cerrando dulcemente el Inferno), podía sumar la cuenta; su cerebro se encontraba en perfecto estado; seguramente el mundo tenía la culpa de que no sintiera.

 

"Los ingleses son muy callados", decía Regia. Le gustaba, decía. Respetaba a los ingleses, quería ver Londres, y los caballos ingleses, y los vestidos hechos por sastres, y recordaba haber oído decir que las tiendas eran maravillosas, a una tía que se había casado y vivía en Soho.

 

Puede ser, pensó Septimus, contemplando Inglaterra desde la ventanilla del tren, cuando partían de Newhaven; puede ser que el mundo carezca de significado en sí mismo.

 

En la oficina le ascendieron a un cargo de bastante responsabilidad. Estaban orgullosos de él; había ganado cruces. "Ha cumplido usted con su deber, y ahora a nosotros corresponde...", comenzó a decir el señor Brewer; y no pudo terminar, tan placenteras eran sus emociones. Se alojaron en un punto admirable, junto a Tottenham Court Road.

 

Allí volvió a abrir a Shakespeare. Aquel juvenil asunto de intoxicarse con el lenguaje—Antonio y Cleopatra— había quedado extinguido. ¡Cuánto odiaba Shakespeare a la humanidad, el ponerse prendas, el engendrar hijos, la sordidez de la boca y del vientre! Ahora Septimus se dio cuenta de esto; el mensaje oculto tras la belleza de las palabras. La clave secreta que cada generación pasa, disimuladamente, a la siguiente significa aborrecimiento, odio, desesperación. Con Dante ocurría lo mismo. Con Esquilo (traducido), lo mismo. Y allí estaba Rezia sentada ante la mesa, arreglando sombreros. Arreglaba sombreros de las amigas de la señora Filmer; se pasaba las horas arreglando sombreros. Estaba pálida, misteriosa; como un lirio, ahogada, bajo el agua, pensaba Septimus.

 

"Los ingleses son muy serios", decía Rezia enlazando sus brazos alrededor de Septimus, apoyando su mejilla en la de éste.

 

El amor entre hombre y mujer repelía a Shakespeare. El asunto de copular le parecía una suciedad antes de llegar al final. Pero Rezia decía que debía tener hijos. Llevaban cinco años casados.

 

Juntos fueron a la Torre, al Victoria and Albert Museum; se mezclaron con la multitud para ver al Rey inaugurar el Parlamento. Y había tiendas, tiendas de sombreros, tiendas de vestidos, tiendas con bolsos de cuero en el escaparate, que Rezia miraba. Pero debía tener un niño.

 

Decía que debía tener un hijo como Septimus. Pero nadie podía ser como Septimus; tan dulce, tan serio, tan inteligente. ¿Por qué no podía ella leer también a Shakespeare? ¿Era Shakespeare un autor difícil?, preguntaba Rezia.

 

Uno no puede traer hijos a un mundo como éste. Uno no puede perpetuar el sufrimiento, ni aumentar la raza de estos lujuriosos animales, que no tienen emociones duraderas, sino tan sólo caprichos y vanidades que ahora les llevan hacia un lado, y luego hacia otro.

 

Miraba cómo Rezia manejaba las tijeras, daba forma, como se contempla a un pájaro picotear y saltar en el césped, sin atreverse a mover ni un dedo. Porque la verdad es (dejemos que Rezia lo ignore) que los seres humanos carecen de bondad, de fe, de caridad, salvo en lo que sirve para aumentar el placer del momento. Cazan en jauría. Las jaurías recorren el desierto, y chillando desaparecen en la selva. Abandonan a los caídos. Llevan una máscara de muecas. Ahí estaba Brewer, en la oficina, con su mostacho engomado, su aguja de corbata de coral, sus agradables emociones—todo frío y humedad—, sus geranios destruidos por la guerra, destruidos los nervios de su cocinera; o Amelia Nosequé sirviendo tazas de té puntualmente a las cinco, pequeña arpía obscena, de burlona sonrisa y mirada; y los Toms y los Berties, con sus almidonadas pecheras de las que rezumaban gotas de vicio. Nunca le vieron dibujando sus retratos, desnudos, haciendo payasadas, en el bloc de notas. En la calle, los camiones pasaban rugiendo junto a él; la brutalidad aullaba en los carteles; había hombres que quedaban atrapados en el fondo de minas; mujeres que ardían vivas; y en cierta ocasión un grupo de mutilados lunáticos que hacían ejercicios o se exhibían para divertir al pueblo (que reía en voz alta) desfiló moviendo la cabeza y sonriendo junto a él, en Tottenham Court Road, cada uno de ellos medio pidiendo disculpas, pero triunfalmente, infligiéndole su sino sin esperanzas. Y ¿acaso iba él a enloquecer?

 

A la hora del té, Rezia le dijo que la hija de la señora Filmer esperaba un hijo. ¡Ella no podía envejecer sin tener un hijo! ¡Estaba muy sola, era muy desdichada! Lloró por vez primera después de su matrimonio. Muy a lo lejos Septimus oyó el llanto; lo oyó claramente con precisión; lo comparó con el golpeteo del pistón dé una bomba. Pero no sintió nada.

 

Su esposa lloraba, y él no sentía nada; pero cada vez que su esposa lloraba de aquella manera profunda, silenciosa, desesperanzada, Septimus descendía otro peldaño en la escalera que le llevaba al fondo del pozo.

 

Por fin, en un gesto melodramático que realizó mecánicamente y con clara conciencia de su insinceridad, dejó caer la cabeza en las palmas de las manos. Ahora se había rendido; ahora los demás debían ayudarle. Era preciso llamar a la gente. Él había cedido.

 

Nada le reanimó. Rezia le metió en cama. Fue en busca de un médico, el doctor Holmes, médico de la señora Filmer. El doctor Holmes lo examinó. No le pasaba absolutamente nada, dijo el doctor Holmes. ¡Oh, qué alivio! ¡Qué hombre tan amable, qué hombre tan bueno!, pensó Rezia. Cuando él se sentía así, iba al music hall, dijo el doctor Holmes. Se tomaba un día de descanso con su esposa, y jugaba al golf. ¿Por qué no probar un par de pastillas de bromuro disueltas en agua al acostarse? Estas viejas casas de Bloomsbury, dijo el doctor Holmes golpeando la pared, tienen a menudo muy hermosos paneles de madera, que los dueños en un acto de locura han cubierto con papel. Precisamente hacía pocos días, en ocasión de visitar a un paciente, Sir Fulano de Tal, en Bedford Square...

 

En consecuencia no tenía excusa; no tenía nada, salvo el pecado por el que la humana naturaleza le había condenado a muerte, el pecado de no sentir. Poco le había importado que mataran a Evans; esto era peor; pero todos los restantes delitos alzaban la cabeza y agitaban los dedos y gritaban y soltaban risotadas desde los pies de la cama a primeras horas de la madrugada, dirigidas al cuerpo postrado que yacía consciente de su degradación; se había casado con su esposa sin amarla; le había mentido, la había seducido; había ultrajado a la señorita Isabel Pole, y estaba tan marcado por el vicio que las mujeres se estremecían cuando le veían en la calle. La sentencia que la humana naturaleza dictaba en el caso de semejante desecho era de muerte.

 

Y volvió el doctor Holmes. Grande, lozano, apuesto, relucientes las botas, mirando el espejo, e hizo caso omiso de todo—dolores de cabeza, insomnio, temores, sueños—, síntomas nerviosos y nada más, dijo. Si el doctor Holmes descubría que había perdido siquiera doscientos cincuenta gramos de los ochenta kilos que pesaba, decía a su mujer que le diera otro plato de porridge para desayunar. (Rezia tendría que aprender a prepararlo.) Pero, prosiguió el doctor Holmes, la salud es algo que en gran medida depende de nuestra voluntad. Tome interés en asuntos externos, adquiera una afición. Abrió el libro de Shakespeare, Antonio y Cleopatra; lo desechó. Una afición, dijo el doctor Holmes, ya que, ¿acaso no debía él su excelente salud (y trabajaba como el que más, en Londres) al hecho de ser capaz de olvidarse en cualquier instante de sus pacientes para centrar la atención en los muebles antiguos? ¡Y qué bonita era la peineta que llevaba la señora Warren Smith!

 

Cuando el maldito idiota volvió, Septimus se negó a recibirle. ¿De veras?, dijo el doctor Holmes sonriendo agradablemente. Y, realmente, tuvo que propinar un empujón a aquella menuda y encantadora mujer, la señora Smith, para poder entrar en el dormitorio de su marido.

 

"¡Vaya hombre, de modo que está en un mal momento!", dijo con agradable acento, y se sentó al lado de su paciente. ¿Realmente había hablado a su mujer de la posibilidad de matarse? Encantadora la señora Smith, ¿extranjera, verdad? ¿Y después de haber dicho aquello a su esposa, no tendría ella muy triste idea de los maridos ingleses? ¿Acaso no tenían los maridos ciertos deberes para con la esposa? ¿Acaso no sería mejor hacer algo, en vez de quedarse en cama? Llevaba cuarenta años de experiencia a las espaldas; y más le valía a Septimus creer en las palabras del doctor Holmes. No le pasaba nada, estaba bien. Y en la próxima visita, el doctor Holmes esperaba ver a Septimus en pie, y no haciendo padecer a su encantadora mujercita.

 

En resumen, la humana naturaleza le perseguía, el repulsivo bruto con los orificios de la nariz rojo-sangre. Holmes le perseguía. El doctor Holmes le visitaba regularmente todos los días. Tan pronto uno tropieza, escribió Septimus al dorso de una postal, la naturaleza humana le persigue a uno. Holmes le persigue a uno. La única posibilidad de salvarse estribaba en huir, sin que Holmes se enterara; huir a Italia, a cualquier parte, a cualquier parte, lejos de Holmes.

 

Pero Rezia no podía comprenderle. El doctor Holmes era un hombre muy amable. Se tomaba mucho interés en Septimus. Lo único que quería era ayudarles, decía el doctor Holmes. El doctor Holmes tenía cuatro hijos de corta edad, y la había invitado a tomar el té, dijo Rezia a Septimus.

 

Le habían abandonado. El mundo entero danzaba: Mátate, mátate, mátate por nosotros Pero, ¿a santo de qué iba a matarse por ellos? La comida era agradable el sol cálido; y el asunto ese de matarse, ¿cómo lo llevaba uno a cabo? ¿Con un cuchillo de mesa, feamente con sangre y más sangre? ¿Chupando una tubería de gas? Estaba demasiado débil, apenas podía levantar la mano. Además, ahora estaba completamente solo, condenado, abandonado, como están solos aquellos que van a morir, y en ello había cierta belleza, era un aislamiento sublime; representaba una libertad que las personas vinculadas no pueden conocer. Holmes había ganado desde luego; el bruto de los rojos orificios de nariz había ganado. Pero ni siquiera Holmes podía tocar aquel último resto perdido en los límites del mundo, aquel forajido, que, vuelta la vista atrás, miraba las regiones habitadas del mundo, que yacía, como un marinero ahogado en la playa del mundo.

 

En este momento (Rezia había salido de compras) tuvo lugar la gran revelación. Detrás del biombo habló una voz. Era Evans que hablaba. Los muertos estaban con Septimus.

 

—¡Evans, Evans! —gritó.

 

El señor Smith habla solo, gritó Agnes, la criada, a la señora Filmer en la cocina. "¡Evans, Evans!", había gritado el señor Smith cuando ella entró con la bandeja. Agnes dio un salto, de veras. Y bajó corriendo la escalera.

 

Y entró Rezia, con las flores, y cruzó la habitación, y puso las rosas en un jarrón en el que daba directamente el sol, y se rió y anduvo saltando de un lado para otro.

 

Tuvo que comprar las rosas, dijo Rezia, a un pobre en la calle. Pero estaban casi muertas, dijo, arreglando las rosas.

 

De modo que fuera había un hombre; seguramente Evans; y las rosas, que Rezia decía estaban medio muertas, habían sido cortadas por Evans en los campos de Grecia. La comunicación es' salud; la comunicación es felicidad. La comunicación, musitó Septimus.

 

—¿Qué dices, Septimus? —le preguntó Rezia aterrada, ya que Septimus hablaba para sí.

 

Y mandó a Agnes corriendo a avisar al doctor Holmes. Su marido, dijo Rezia, estaba loco. Apenas la conocía.

 

Al ver a la naturaleza humana, es decir, al doctor Holmes, entrar en la habitación, Septimus gritó:

 

—¡Bruto! ¡Bruto!

 

—¿Bueno, qué pasa ahora? ¿Diciendo tonterías para asustar a su esposa?—preguntó el doctor Holmes del modo más amable que quepa imaginar.

 

Le daría algo para que durmiera. Y si fueran ricos, dijo el doctor Holmes paseando irónicamente la mirada por el cuarto, les recomendaría que fueran a Harley Street; si no tenían confianza en él, dijo el doctor Holmes con menos amabilidad.

 

Eran exactamente las doce; las doce en el Big Ben; el sonido de cuyas campanadas fue transportado en el aire hacia la parte norte de Londres; mezcladas con las de otros relojes, débil y etéreamente mezcladas con las nubes y con bocanadas de humo, las campanadas murieron allí, entre las gaviotas. Las doce sonaron cuando Clarissa Dalloway dejaba su vestido verde sobre la cama, y el matrimonio Warren Smith avanzaba por Harley Street. Las doce era la hora de su visita al médico. Probablemente, pensó Rezia, aquella casa con el automóvil gris parado delante era la de Sir William Bradshaw. (Los círculos de plomo se disolvieron en el aire.)

 

Y realmente era el automóvil de Sir William, Bradshaw; bajo, poderoso, gris, con las sencillas iniciales enlazadas en la plancha, como si las pompas de la heráldica fueran impropias, al ser aquel hombre el socorro espiritual, el sacerdote de la ciencia; y, por ser gris el automóvil, para que armonizaran, con su sobria suavidad, en su interior se amontonaban grises pieles y alfombras gris perla, a fin de que la señora esposa de Sir William no pasara frío mientras esperaba. Y así era por cuanto a menudo Sir William recorría cien kilómetros o más tierra adentro para visitar a los ricos, a los afligidos, que podían pagar los subidos honorarios que Sir William, con toda justicia, cobraba por sus consejos. La señora esposa de Sir William esperaba con las pieles alrededor de las rodillas una hora o más, reclinada en el asiento, pensando a veces en el paciente y otras veces, lo cual es excusable, en la muralla de oro que crecía minuto a minuto, mientras ella esperaba; la muralla de oro que se estaba alzando entre ellos y todas las contingencias y angustias (la señora las había soportado con valentía; tuvieron que luchar), hasta que se sentía flotar en un calmo océano, en el que sólo olorosas brisas soplaban respetados, admirados, envidiados, sin tener apenas nada más que desear, aunque la señora de Sir William lamentaba estar tan gorda; grandes cenas todos los jueves dedicadas a los colegas; de vez en cuando la inauguración de una tómbola; saludar a la Familia Real, poco tiempo, por desdicha, con su marido, cuyo trabajo era más y más intenso; un chico, buen estudiante, en Eton; también le hubiera gustado tener una hija; sin embargo, no le faltaban las ocupaciones; amparo de la infancia desvalida; atenciones posterapéuticas a los epilépticos, y la fotografía, de manera que, cuando se construía una iglesia o una iglesia se estaba derrumbando, la señora de Sir William sobornaba al sacristán, conseguía la llave y tomaba fotografías que apenas se diferenciaban del trabajo de los profesionales.