La señora Dalloway 10 Décima y última entrega
de Virginia Woolf

La señora Dalloway 10 Décima y última entrega

 

 

Clarissa la había invitado. Era fatigoso; había mucho ruido; pero Clarissa la había invitado. Y por esto había acudido. Era una lástima que Richard y Clarissa vivieran en Londres. Aunque sólo fuera por la salud de Clarissa, más les valdría vivir en el campo. Pero a Clarissa siempre le había gustado la vida de sociedad.

 

—Ha estado en Birmania—dijo Clarissa.

 

¡Ah! La anciana no pudo resistirse a recordar lo que Charles Darwin había dicho del librito que ella escribió sobre las orquídeas de Birmania.

 

(Clarissa tenía que hablar con Lady Bruton.)

 

No cabía duda de que ahora su libro sobre las orquídeas de Birmania estaba olvidado, pero de él se publicaron tres ediciones antes de 1870, dijo a Peter. Ahora lo recordó. Había estado en Bourton (y él la había abandonado, recordó Peter Walsh, sin decirle ni una palabra, en la sala de estar, aquella noche en que Clarissa le invitó a ir a remar).

 

—Richard Lo ha pasado deliciosamente en el almuerzo de este mediodía—dijo Clarissa a Lady Bruton.

 

—Richard me ha sido de la más grande utilidad —contestó Lady Bruton—. Me ha ayudado a escribir una carta. ¿Y cómo estamos de salud?

 

—¡Oh, perfectamente!

 

(Lady Bruton detestaba que las esposas de los políticos estuvieran enfermas.)

 

—¡Ahí está Peter Walsh!—dijo Lady Bruton.

 

(Porque jamás se le ocurría nada que decir a Clarissa; pese a que sentía simpatía por ella. Clarissa atesoraba gran cantidad de buenas cualidades, pero ella y Clarissa no tenían nada en común. Hubiese sido mejor que Richard se hubiera casado con una mujer con menos encanto y que le hubiera ayudado un poco más en su trabajo. Richard había perdido la ocasión de ser miembro del Gabinete.) "¡Ahí está Peter Walsh!", dijo, estrechando la mano de aquel agradable pecador, de aquel tipo tan competente que hubiera debido ganarse un prestigio, pero que no lo había hecho (siempre con problemas de mujeres), y, desde luego, allí estaba también la vieja señorita Parry. ¡Maravillosa anciana!

 

Lady Bruton estaba en pie junto a la silla de la señorita Parry, espectral granadero vestido de negro, e invitaba a Peter Walsh a almorzar, cordial, pero sin decir tonterías, sin recordar absolutamente nada acerca de la flora y la fauna de la India. Había estado allá, desde luego; había vivido allá, bajo tres virreyes; estimaba que algunos civiles indios eran individuos insólitamente decentes; pero qué tragedia, el estado en que se hallaba la India... El Primer Ministro acababa de contárselo (a la vieja señorita Parry, arrebujada en su chal, le importaba un pimiento lo que el Primer Ministro acababa de decirle a Lady Bruton), y a Lady Bruton le gustaría saber la opinión de Peter Walsh, acabado de llegar del mismo centro de los acontecimientos, y le presentaría a Sir Sampson, porque realmente le impedía dormir por la noche aquella locura, aquella perversidad cabía decir, ya que era hija de un soldado. Ahora era ya una vieja que de poco servía. Pero su casa, su servidumbre y su buena amiga Milly Brush—¿la recordaba?— estaban siempre dispuestos a prestar ayuda, en el caso de que pudieran ser de utilidad. Lady Bruton nunca hablaba de Inglaterra, pero esta isla de hombres, esta tan querida tierra, se hallaba en su sangre (sin necesidad de leer a Shakespeare), y si alguna vez hubo una mujer capaz de llevar el casco y disparar el arco, capaz de conducir tropas al ataque, de mandar con indómita justicia bárbaras hordas, y de yacer desnarigada bajo un escudo en una iglesia, o de merecer un montículo cubierto de césped en una primitiva ladera, esta mujer era Millicent Bruton. Privada por su sexo, o por cierta deficiencia, de la facultad lógica (le era imposible escribir una carta al Times), tenía la idea del Imperio siempre al alcance de la mano, y su frecuente trato con esta acorazada deidad le había infundido su rigidez de baqueta, la robustez de su comportamiento, de manera que no cabía imaginarla, ni siquiera en la muerte, alejada de su tierra, o vagando por territorios en los que no flameara, aunque fuera espiritualmente, la bandera de la Union Jack. No ser inglesa, siquiera entre los muertos, ¡no, no! ¡Imposible!

 

Pero, ¿era aquella mujer Lady Bruton (a la que antes solía tratar)? ¿Era aquel hombre Peter Walsh encanecido?, se preguntaba Lady Rosseter (que antes fue Sally Seton). Ciertamente, aquélla era la anciana señorita Parry, la vieja tía siempre enojada, cuando ella pasaba temporadas en Bourton. Nunca olvidaría el día en que recorrió un pasillo desnuda, y la señorita Parry la mandó llamar. ¡Y Clarissa! ¡Oh, Clarissa! Sally la cogió del brazo.

 

Clarissa se detuvo a su lado.

 

—Pero no puedo quedarme—dijo—. Volveré luego. Esperadme.

 

Y miró a Peter y a Sally. Con estas palabras quiso decir que debían esperar hasta que todos los demás se hubieran ido. Mirando a sus viejos amigos, Sally y Peter, que se estrechaban la mano, mientras Sally, recordando sin duda el pasado, reía, Clarissa dijo:

 

—Volveré.

 

Pero la voz de Sally Seton había perdido aquella arrebatadora riqueza de antaño; sus ojos no brillaban ahora cual solían brillar cuando fumaba cigarros, cuando corría por un pasillo, para buscar una esponja, totalmente desnuda, y Ellen Atkins preguntó: ¿Y si los caballeros la hubieran visto? Pero todos la perdonaban. Robó un pollo de la despensa porque una noche tuvo hambre, fumaba cigarros en el dormitorio, dejó un libro de incalculable valor en la terraza. Pero todos la adoraban (salvo papá, quizá). Era su cordialidad; era su vitalidad; pintaba, escribía. Las viejas del pueblo, incluso hasta ahora, siempre preguntaban por "su amiga, la del manto rojo, que tan lista parecía". Acusó a Hugh Whitbread, nada menos que a Hugh Whitbread (y allí estaba su viejo amigo Hugh, hablando con el embajador de Portugal), de besarla en la sala de fumar, a fin de castigarla por haber dicho que las mujeres debieran tener derecho a votar. Sally había dicho que hombres vulgares lo tenían. Y Clarissa recordaba que tuvo que convencerla de que no debía denunciar a Hugh en la reunión familiar, de lo cual era muy capaz debido a su audacia, su temeridad, su melodramático amor a ser el centro de todo y a hacer escenas, lo cual, solía pensar Clarissa la llevaría a una horrible tragedia, a la muerte, al martirio, pero, por el contrario, se había casado, de modo totalmente imprevisible, con un hombre calvo, siempre con una gran flor en el ojal, que, según se decía, tenía fábricas de tejidos de algodón en Manchester. ¡Y Sally tenía cinco hijos!

 

Sally y Peter se habían sentado juntos. Hablaban, y parecía lo más lógico, el que hablaran. Seguramente recordarían el pasado. Con aquellos dos (más que con Richard incluso) compartía Clarissa el pasado: el jardín, los árboles, el viejo Joseph Breitkopf cantando música de Brahms sin pizca de voz, el papel de la pared de la sala de estar, el olor de las esteras. Sally sería siempre parte de aquello; Peter también lo sería. Pero tenía que dejarles. Allí estaba el matrimonio Bradshaw, al que no tenía simpatía.

 

Tenía que acercarse a Lady Bradshaw (de gris y plata, balanceándose como una foca en el borde de su piscina, pidiendo a ladridos invitaciones a duquesas, la típica esposa del hombre triunfador), tenía que acercarse a Lady Bradshaw y decirle...

 

Pero Lady Bradshaw se le adelantó:

 

—Hemos llegado escandalosamente tarde, querida señora Dalloway. Casi no nos atrevíamos a venir.

 

Y Sir William Bradshaw, que tenía un aspecto muy distinguido, con su cabello gris y sus ojos azules, dijo que sí; no habían podido resistir la tentación. Hablaba con Richard, seguramente acerca de una ley que deseaban fuera aprobada por la Cámara de los Comunes. ¿Por qué la visión de Sir William hablando con Richard la había espeluznado? Aquel hombre parecía lo que era un gran médico. Un hombre que, sin la menor duda se encontraba en el primer lugar entre los de su profesión, muy poderoso, algo cansado. Porque había que pensar en los casos con que se enfrentaba, gente en las más profundas simas de la desdicha, gente al borde de la locura, maridos y esposas. Tenía que decidir asuntos de aterradora dificultad. Sin embargo, lo que Clarissa sentía era que no le gustaría que aquel hombre la viera desdichada. No, aquel hombre no.

 

—¿Y cómo le va a su hijo en Eton?—le preguntó Clarissa a Lady Bradshaw.

 

Lady Bradshaw dijo que precisamente ahora, por culpa de las paperas, no había podido jugar en el equipo de fútbol. Pensaba que esto había disgustado a su padre más que al chico, ya que aquél era, dijo, "como un niño grande".

 

Clarissa miró a Sir William, que estaba hablando con Richard. No parecía un niño. No, ni mucho menos.

 

En cierta ocasión, Clarissa había ido, con otra persona, a pedirle consejo. Y Sir William acertó del todo; mostró un sentido común extraordinario. Pero, ¡santo cielo!, qué alivio al encontrarse de nuevo en la calle... Recordaba que había un pobre infeliz, sollozando, en la sala de espera. Pero Clarissa no sabía qué era exactamente lo que le desagradaba en Sir William. Richard estuvo de acuerdo con ella, "no le gustaba su gusto, su olor". Pero era extraordinariamente eficaz. Hablaban de aquella ley. Sir William, bajando la voz, hizo referencia a cierto caso. Y este caso guardaba estrecha relación con lo que antes había dicho respecto a los efectos tardíos del shock psíquico que padecían algunos combatientes. La nueva ley debía tenerlo en cuenta.

 

Bajando la voz, arrastrando a la señora Dalloway al interior del refugio de una comunidad femenina, de un común orgullo de las ilustres cualidades de sus respectivos maridos, y de su lamentable tendencia a trabajar en exceso, Lady Bradshaw (pobre gallina, no se le podía tener antipatía) dijo en un murmullo que "precisamente cuando nos disponíamos a salir de casa, han llamado por teléfono a mi marido; un caso muy triste. Un joven (esto era lo que Sir William contaba al señor Dalloway) se había matado. Había estado en el ejército". ¡Oh!, pensó Clarissa, en medio de mi fiesta, he aquí a la muerte, pensó.

 

Se fue a la pequeña estancia en la que el Primer Ministro había entrado en compañía de Lady Bruton. Quizás allí hubiera alguien. Pero no había nadie. Los sillones conservaban aún las huellas dejadas por el Primer Ministro y por Lady Bruton, ella vuelta con deferencia hacia él, y él solemnemente sentado, con autoridad. Habían hablado de la India. No había nadie. El esplendor de la fiesta cayó al suelo, tan raro fue entrar allí, sola, con sus galas.

 

¿Qué derecho tenían los Bradshaw a hablar de muerte en su fiesta? Un joven se había matado. Y de ello hablaron en su fiesta, los Bradshaw hablaron de muerte. Se había matado, sí, pero, ¿cómo? El cuerpo de Clarissa siempre lo revivía, en el primer instante, bruscamente cuando le contaban un accidente; se le inflamaba el vestido, le ardía el cuerpo. Se había arrojado por una ventana. Como un rayo subió el suelo; a través de él, penetrantes, hirientes, pasaron los enmohecidos clavos. Quedó allí yacente, con un plop, plop, plop, en el cerebro, y luego vino el ahogo de las tinieblas. Así lo vio. Pero, ¿por qué lo había hecho? ¡Y los Bradshaw hablaron de ello en su fiesta!

 

En cierta ocasión, Clarissa había arrojado un chelín a las aguas de la Serpentine, nada más. Pero aquel joven había arrojado cuanto era. Ellos seguían viviendo (tendría que regresar; las estancias estaban aún atestadas; la gente seguía llegando). Ellos (durante todo el día había estado pensando en Bourton, en Peter, en Sally) envejecerían. Había una cosa que importaba; una cosa envuelta en parloteo, borrosa, oscurecida en su propio vivir, cotidianamente dejada caer en la corrupción, las mentiras, el parloteo. Esto lo había conservado aquel joven. La muerte era desafío. La muerte era un intento de comunicar, y la gente sentía la imposibilidad de alcanzar el centro que místicamente se les hurtaba; la intimidad separaba; el entusiasmo se desvanecía; una estaba sola. Era como un abrazo, la muerte.

 

Pero aquel joven que se había suicidado, ¿se lanzó guardando en sí su tesoro? "Si ahora muriera, sería extremadamente feliz", se dijo Clarissa en cierta ocasión bajando la escalera, vestida de blanco.

 

Pero también estaban los poetas y los pensadores. Y cabía la posibilidad de que aquel joven tuviera esta pasión, y hubiera acudido a Sir William Bradshaw, gran médico, aun cuando oscuramente malvado, sin sexo o apetitos, muy cortés con las mujeres, pero capaz de indescriptibles ofensas—cual la de violar el alma, exactamente—, la posibilidad de que aquel joven hubiera acudido a Sir William Bradshaw, y éste le hubiera causado dicha impresión, con su poderío, y quizás el joven había dicho (ahora Clarissa lo sentía realmente): La vida es intolerable; hacen intolerable la vida, los hombres así.

 

Luego (Clarissa lo había sentido precisamente aquella mañana), estaba el terror; la abrumadora incapacidad de vivir hasta el fin esta vida puesta por los padres en nuestras manos, de andarla con serenidad; en las profundidades del corazón había un miedo terrible. Incluso ahora, muy a menudo, si Richard no hubiera estado allí, leyendo el Times, de manera que ella podía recogerse sobre sí misma, como un pájaro, y revivir poco a poco, lanzando rugiente a lo alto aquel inconmensurable deleite frotando palo con palo, una cosa con otra, Clarissa hubiera muerto sin remedio. Ella había escapado. Pero aquel joven se había matado.

 

En cierta manera, esto era su desastre, su desdicha. Era su castigo el ver hundirse y desparecer aquí a un hombre, allá a una mujer, en esa profunda oscuridad, mientras ella estaba obligada a permanecer aquí con su vestido de noche. Había intrigado; había hecho trampas. Nunca había sido totalmente admirable. Había deseado el éxito, Lady Bexborough y todo lo demás. Y, en cierta ocasión, había paseado por la terraza en Bourton.

 

Raro, increíble; jamás había sido tan feliz. Nada podía ser lo bastante lento; nada podía durar demasiado. No había placer que pudiera igualar, pensó mientras rectificaba la posición de los sillones, empujaba un libro adentrándolo en la estantería, este haber terminado con los placeres de la juventud, este haberse perdido en el proceso de vivir, haber hallado el proceso de vivir, con un estremecimiento delicioso, mientras el sol nacía, el día moría. Muchas veces había salido en Bourton, mientras todos hablaban, a contemplar el cielo; o se había fijado en él, visto por entre los hombros de la gente durante la cena; y lo había contemplado en Londres cuando no podía dormir. Se acercó a la ventana.

 

Por loca que la idea pareciera, algo de ella contenía aquel cielo de su tierra, aquel cielo sobre Westminster. Entreabrió las cortinas; miró. ¡Oh! ¡Qué sorpresa! ¡Desde la estancia del frente, la vieja dama la miraba rectamente! Se disponía a acostarse. Y el cielo. Será un cielo solemne, había pensado, será un cielo crepuscular, apartando bellamente la cara. Pero allí estaba, cenicientamente pálido, cruzado por rápidas nubes, vastas y deshilachadas. Era algo nuevo para ella. Seguramente se había levantado viento. Y se disponía a acostarse, en la estancia del frente. Era fascinante contemplarla, yendo de un lado para otro, contemplar a la anciana cruzando el cuarto, acercándose a la ventana. ¿Podía la anciana verla a ella? Era fascinante, con gente todavía riendo y gritando en el salón, contemplar cómo aquella vieja, tan serenamente, se disponía a acostarse sola. Ahora empujó la persiana. El reloj comenzó a sonar. El joven se había matado; pero Clarissa no le compadecía; con el reloj dando la hora, una, dos, tres, no se compadecía de él, con todo lo que estaba ocurriendo. ¡Ahora! ¡La vieja dama había apagado la luz! La casa entera estaba ahora a oscuras, con todo aquello ocurriendo, repitió, y a su mente acudieron las palabras: No temas más al ardor del sol. Debía regresar al lado de aquella gente. Pero ¡qué noche tan extraordinaria! En cierta manera, se sentía muy parecida a él, al joven que se había matado Se alegraba de que se hubiera matado; que lo hubiera arrojado lejos, mientras ellos seguían viviendo. El reloj daba las horas. Los círculos de plomo se disolvieron en el aire. Pero debía regresar. Debía reunirse con ellos. Debía ir al encuentro de Sally y Peter. Y entró, procedente de la pequeña estancia.

 

—Pero, ¿dónde está Clarissa?—dijo Peter.

 

Estaba sentado en el sofá, con Sally. (Después de tantos años, realmente no podía llamarla "Lady Rosseter".)

 

—¿Dónde se ha metido esa mujer? ¿Dónde está Clarissa?—preguntó.

 

Sally suponía, y a pesar de todo Peter también, que allí había gente importante, políticos, a quienes ni ella ni él conocían, como no fuera de haberlos visto en los periódicos, con quienes Clarissa tenía que ser amable, tenía que conversar. Estaba con ellos. Sin embargo, ahí estaba Richard Dalloway sin entrar en el Gabinete. No había triunfado, suponía Sally. Bueno, en realidad, ella rara vez leía los periódicos. A veces, mencionaban el nombre de Richard. Pero, en fin, ella llevaba una vida solitaria, en la selva, como diría Clarissa, entre grandes comerciantes, grandes fabricantes, entre hombres que, a fin de cuentas, hacían cosas. ¡Y también ella había hecho cosas!

 

—¡Tengo cinco hijos!—le dijo a Peter.

 

¡Señor, señor, cuánto había cambiado Sally!, la ternura maternal, y también el egotismo anejo. La última vez que se vieron, recordó Peter, fue entre las coliflores a la luz de la luna, con hojas como "bronce áspero", dijo Sally, con su instinto literario; y Sally cogió una rosa. Sally le hizo pasear con ella, arriba y abajo, aquella horrorosa noche, después de la escena junto a la fuente; él tenía que coger el tren de medianoche. ¡Santo cielo, y había llorado!

 

Esta era su vieja costumbre, abrir el cortaplumas, pensó Sally, sí, siempre abriendo y cerrando el cortaplumas, cuando se excitaba. Habían sido muy, muy amigos, ella y Peter Walsh, cuando él estaba enamorado de Clarissa, y entonces se produjo aquella horrible y ridícula escena, centrada en Richard Dalloway, durante el almuerzo. Ella llamó "Wickham" a Richard. ¿Y por qué no se podía llamar "Wickham" a Richard? ¡Pero Clarissa se sulfuró!, y realmente, desde entonces, no se habían vuelto a ver, Clarissa y ella, como no fuera cinco o seis veces, quizás, en los últimos diez años. Y Peter Walsh se fue a la India, y a oídos de Sally llegaron vagos rumores de que era desdichado en su matrimonio, e ignoraba si Peter tenía hijos o no, pero no podía preguntárselo porque Peter había cambiado. Tenía aspecto encogido, aunque más amable, consideraba Sally, y sentía verdadero afecto hacia él, porque había quedado unido a su juventud, y todavía conservaba ella un librito de Emily Brontë, que él le había regalado, y, si no se equivocaba, tenía intenciones de dedicarse a escribir. Sí, en aquellos tiempos, Peter quería escribir.

 

Abriendo la mano, su firme y bien formada mano, sobre la rodilla, de una manera que Peter recordaba, Sally le preguntó:

 

—¿Has escrito?

—¡Ni media palabra!

 

Y Sally rió.

 

Todavía tenía atractivo, todavía era un personaje, Sally Seton. Pero, ¿quién era aquel Rosseter? Lucía dos camelias, el día en que se casó, esto era todo lo que Peter sabía de él. Clarissa le escribió, diciéndole "Tienen millones de criados e invernaderos sin número", o algo parecido. Con una carcajada, Sally lo reconoció:

 

—Sí, tengo diez mil al año.

 

Aunque no recordaba si era antes o después de pagar los impuestos, ya que su marido "al que quiero que conozcas", dijo, "y que te será simpático", se encargaba de aquellos asuntos.

 

Y Sally, antes, estaba siempre en las últimas. Tuvo que empeñar el anillo de su bisabuelo, regalo de María Antonieta—¿no era así?—para poder ir a Bourton.

 

Oh, sí, Sally lo recordaba; todavía lo tenía, un anillo de rubíes que María Antonieta había regalado a su bisabuelo. En aquellos días jamás tenía ni un penique e ir a Bourton siempre representaba para ella un gasto tremendo. Pero ir a Bourton había tenido gran importancia para ella, ya que la había conservado en su sano juicio, creía, tan desgraciada era en su hogar. Pero aquello pertenecía al pasado, y ahora ya había terminado, dijo. Y el señor Parry había muerto; y la señorita Parry aún vivía. En su vida se había llevado una sorpresa mayor, dijo Peter. Creía, con toda certeza, que la señorita Parry había muerto. Y el matrimonio había sido un éxito, suponía Sally. Y aquella joven tan hermosa y tan segura de sí misma, allí, junto a la cortina, vestida de color de rosa, era Elizabeth.

 

(Era como un álamo, era como un río, era como un jacinto, pensaba Willie Titcomb. ¡Oh, cuánto mejor vivir en el campo y hacer lo que le gustaba! Ahora oía a su pobre perro aullando, Elizabeth estaba segura.) No se parecía ni pizca a Clarissa, dijo Peter Walsh.

 

—¡Oh, Clarissa!—dijo Sally.

 

Lo que Sally sentía era simplemente esto. Estaba tremendamente en deuda con Clarissa. Habían sido amigas, no conocidas, amigas, y todavía podía ver a Clarissa, toda de blanco, yendo de un lado para otro, en la casa, con las manos llenas de flores; hasta el presente, la planta del tabaco le traía el recuerdo de Bourton. Pero —¿lo comprendía Peter?— a Clarissa le faltaba algo. ¿Qué le faltaba? Tenía encanto; tenía un encanto extraordinario. Pero, con franqueza (y Sally consideraba que Peter era un viejo amigo, un verdadero amigo, ya que ¿acaso la ausencia importaba?, ¿acaso la distancia importaba? A menudo había querido, Sally, mandarle una carta, pero la rasgó, aunque estimaba que Peter comprendería, ya que la gente comprende sin que las cosas se digan, cual uno se da cuenta al hacerse mayor, y mayor era ella, ya que aquella tarde había visitado a sus hijos en Eton, que tenían paperas), con total franqueza, ¿cómo pudo Clarissa hacer aquello?, ¿casarse con Richard Dalloway?, un deportista a quien sólo le gustaban los perros. Literalmente, cuando entraba en un cuarto, olía a establo. Y, luego, ¿todo esto? Sally agitó la mano.

 

Allí iba Hugh Whitbread, pasando ante ellos con su chaleco blanco, oscuro, gordo, ciego, ajeno a cuanto aparentaba, salvo la propia estima y la comodidad.

 

—A nosotros no nos reconocerá—dijo Sally

 

Y, realmente, a Sally le faltó el valor necesario ¡De modo que aquél era Hugh! ¡El admirable Hugh!

 

—¿Y qué hace?—le preguntó a Peter.

 

Lustraba los zapatos del Rey o contaba las botellas de Windsor, repuso Peter. ¡Peter no había perdido aún su mordacidad! Pero Sally debía hablar con franqueza, dijo Peter. ¿Aquel beso, el beso de Hugh?

 

En los labios, le aseguró Sally, en la sala de fumar, una tarde. Furiosa fue a decírselo inmediatamente a Clarissa. Hugh no hace estas cosas, dijo Clarissa, ¡el admirable Hugh! Los calcetines de Hugh eran, sin excepción, los más hermosos que había visto en su vida... y su traje de etiqueta. ¡Perfecto! ¿Tenía hijos?

 

"Todos los que se encuentran aquí tienen seis hijos en Eton", le dijo Peter, salvo él. Él, a Dios gracias, no tenía hijos. No tenía hijos, ni hijas, ni esposa. Bueno, pues no parecía importarle, dijo Sally. Parecía más joven, pensó Sally, que todos los demás.

 

Pero en muchos aspectos, fue una cosa muy tonta, dijo Peter, el casarse como él se casó; "era una perfecta tontaina", dijo, pero "lo pasamos estupendamente", pero ¿cómo podía ser?, preguntó Sally, ¿qué quería decir con aquellas palabras?, y cuán raro era conocer a Peter y no saber nada de cuanto le había ocurrido. ¿Lo había dicho por orgullo? Muy probablemente, ya que a fin de cuentas tenía que ser irritante para él (pese a que era un ser raro, una especie de fantasma, no un hombre ordinario), tenía que producirle sensación de soledad, a su edad, no tener un hogar, un lugar al que ir. Pero Peter tenía que pasar semanas y semanas en casa de ella. Desde luego, así lo haría; le gustaría mucho ir invitado a su casa, y así fue como salió a colación. En todos aquellos años, ni una sola vez la habían visitado los Dalloway. Una y otra vez los habían invitado. Clarissa (porque fue Clarissa, desde luego) no quiso ir. Ya que, dijo Sally, Clarissa era en el fondo una snob; y, realmente, había que admirar el esnobismo. Y esto era lo que se interponía entre ellas, pensaba Sally con toda seguridad. Clarissa pensaba que ella había hecho un mal matrimonio, debido a que su marido—y de ello estaba Sally orgullosa—era hijo de un minero. Hasta el último penique lo había ganado por sí mismo. De niño (la voz de Sally tembló) había transportado grandes sacos.

 

(Y así seguiría Sally, pensaba Peter, hora tras hora; el hijo del minero; la gente pensaba que había hecho un mal matrimonio; sus cinco hijos; ¿y qué era aquella otra cosa?, plantas, hortensias, lilas, rarísimas azucenas que nunca florecen al norte del Canal de Suez, pero que ella, con la ayuda de un jardinero, en un jardín cercano a Manchester, había logrado que florecieran, y tenía grandes cantidades de ellas, realmente grandes cantidades. Bueno, Clarissa había escapado a todo eso siendo poco maternal.)

 

¿Era Clarissa snob? Sí, en muchos aspectos. ¿Y dónde se había metido Clarissa, todo este tiempo? Se hacía tarde.

 

—Sí, cuando me enteré de que Clarissa daba una fiesta—dijo Sally—, pensé que no podía dejar de ir, que tenía que volverla a ver (y me alojo en una casa de Victoria Street, prácticamente al lado). Y por esto he venido sin invitación. Pero dime—susurró—, ¿quién es ésta?

 

Era la señora Hilbery, en busca de la puerta. ¡Qué tarde se estaba haciendo! Y, murmuró la señora Hilbery, a medida que se hacía tarde, a medida que la gente se iba, una descubría viejos amigos, tranquilos lugares y rincones, y las más hermosas vistas. ¿Acaso sabían, se preguntó la señora Hilbery, que les rodeaba un jardín encantado? Luces y árboles, maravillosamente esplendentes lagos y el cielo. Sólo unas pocas linternas japonesas, había dicho Clarissa, en el jardín trasero. ¡Pero Clarissa era una maga! Se trataba de un parque... Y ella no conocía sus nombres, pero sabía que eran amigos, amigos sin nombre, canciones sin palabras, siempre los mejores. Pero había tantas puertas, tantos lugares imprevistos, que no encontraba el camino de salida.

 

—Es la señora Hilbery—dijo Peter Walsh.

 

Pero, ¿quién era aquélla?, ¿la señora que había estado toda la velada en pie junto a la cortina, sin hablar? Peter conocía aquella cara; la relacionaba con Bourton. ¿No era aquélla la señora que cortaba ropa interior en la gran mesa junto a la ventana? ¿No ase llamaba Davidson?

 

—¡Es Ellie Henderson! —dijo Sally.

 

Realmente, Clarissa la trataba con mucha dureza. Era una prima de Clarissa, muy pobre. Clarissa trataba con dureza a la gente.

 

Bastante, dijo Peter. Sin embargo, dijo Sally, con su manera emotiva, en un arrebato de aquel entusiasmo que a Peter le solía gustar, pero que ahora temía un poco, tan efusiva podía Sally llegar a ser, ¡cuán generosa era Clarissa con sus amigos!, lo cual muy rara vez se daba en la gente, y a veces, por la noche, o el día de Navidad cuando Sally pasaba revista a las bendiciones recibidas, ponía siempre aquella amistad en primer lugar. Eran jóvenes; esto era. Clarissa tenía el corazón puro; esto era. Peter la juzgaba sentimental. Y lo era. Porque había llegado a considerar que lo único que valía la pena decir era lo que una sentía. La inteligencia era una tontería. Una debe decir, sencillamente, lo que siente.

 

—Pero yo no sé lo que siento—dijo Peter Walsh.

 

Pobre Peter, pensó Sally. ¿Por qué no venía Clarissa y hablaba con ellos? Esto era lo que Peter deseaba. Y Sally lo sabía. Durante todo el rato, Peter no hizo más que pensar en Clarissa, mientras jugueteaba con el cortaplumas.

 

No había encontrado la vida sencilla, dijo Peter. Sus relaciones con Clarissa no habían sido sencillas. Le habían estropeado la vida, dijo. (Los dos habían sido tan íntimos amigos, él y Sally, que era absurdo no decirlo.) Uno no podía enamorarse dos veces, dijo Peter ¿Y qué podía Sally decir ante esto? De todos modos, más valía haber amado (pero Peter la juzgaría sentimental, ya que siempre había sido hombre de criterio exigente). Peter tenía que ir a su casa y pasar una temporada con ellos en Manchester. Todo esto es muy cierto, dijo Peter. Todo muy cierto. Le gustaría mucho ir allá y pasar una temporada con ellos, tan pronto hubiera hecho lo que tenía que hacer en Londres.

 

Y Clarissa le había querido más de lo que jamás había querido a Richard, Sally estaba convencida.

 

—¡No, no, no!—dijo Peter.

 

(Sally no hubiera debido decirlo; había ido demasiado lejos.) Allí estaba aquella excelente persona, al otro extremo de la estancia, conversando, el mismo de siempre, el simpático y querido Richard. ¿Con quién hablaba?, preguntó Sally, ¿quién era aquel caballero de tan distinguido aspecto? Por vivir en la selva, sentía una insaciable curiosidad de saber quién era cada cual. Pero Peter no lo sabía. No le gustaba su aspecto, dijo Peter, seguramente sería un ministro. De todos ellos, dijo Peter, Richard le parecía el mejor, el más desinteresado.

 

—Pero, ¿qué ha hecho?—preguntó Sally.

 

Labor pública, suponía Sally. ¿Y eran felices, juntos? preguntó Sally (ella, Sally, era extremadamente feliz; ya que, reconoció, nada sabía de ellos, y sólo llegaba a conclusiones gratuitas, como suele ocurrir, por cuanto ¿qué sabe una, siquiera de la gente con la que se convive a diario?, preguntó. ¿Acaso no somos todos prisioneros? Sally había leído una obra teatral maravillosa referente a un hombre que arañaba el muro de su celda, y Sally había pensado que así era la vida, que uno rascaba un muro. Decepcionada de las relaciones humanas (la gente era muy difícil), a menudo iba a su jardín, y las flores le daban una paz que los hombres y las mujeres jamás le habían proporcionado. Pero no; a Peter no le gustaban las coles; prefería los seres humanos, dijo Peter. Realmente, los jóvenes son hermosos, dijo Sally, observando a Elizabeth en trance de cruzar la estancia. ¡Qué diferente de Clarissa a su edad! ¿Podía Peter decir algo de ella? La muchacha no abría la boca. Poco, todavía, reconoció Peter. Era como un lirio, dijo Sally, como un lirio junto a un lago. Pero Peter no estaba de acuerdo en que nada sabemos. Lo sabemos todo, dijo; al menos. él.

 

Pero estos dos, murmuró Sally, estos dos que ahora se acercaban (y realmente tendría que irse, si Clarissa no llegaba pronto), este hombre de aspecto distinguido y su esposa, un tanto vulgar, que habían estado hablando con Richard, ¿qué podía una decir de gente así?

 

Mirándolos sin darles la menor importancia, Peter dijo:

 

—Pues que son lamentables charlatanes.

 

Y estas palabras hicieron reír a Sally.

 

Pero Sir William Bradshaw se detuvo junto a la puerta para mirar un cuadro. Miró el ángulo, en busca del nombre del autor. Su esposa también miró. El arte interesaba mucho a Sir William Bradshaw.

 

Cuando uno es joven, dijo Peter, a uno le excita mucho el conocer gente. Ahora que uno es viejo, cincuenta y dos años para ser exactos (Sally tenía cincuenta y cinco, corporalmente, dijo, pero su corazón era el de una muchacha de veinte); ahora que uno es maduro dijo Peter, uno puede observar, uno puede comprender y uno no pierde la capacidad de sentir, dijo. No, esto es verdad, dijo Sally. Sentía más profundamente, más apasionadamente, a cada año que pasaba. La capacidad de sentir aumenta, dijo Peter, y uno debe alegrarse de que sea así; a juzgar por su experiencia, seguía aumentando. Había cierta persona en la India. A Peter le gustaría hablar a Sally de aquella mujer. Le gustaría que Sally la conociera. Estaba casada, dijo. Tenía dos hijos de corta edad. Tenían que ir los dos a Manchester, dijo Sally; antes de irse, Peter tenía que prometerle que irían.

 

—Ahí está Elizabeth—dijo Peter—. No siente ni la mitad de lo que nosotros sentimos todavía.

 

Contemplando cómo Elizabeth se acercaba a su padre, Sally dijo:

 

—Pero se ve que se quieren.

 

Sally lo supo al ver la manera como Elizabeth se acercaba a su padre.

 

Sí, porque su padre la había estado mirando, mientras hablaba con los Bradshaw, y se había preguntado ¿quién es esta muchacha tan hermosa? Y de repente se dio cuenta de que era su Elizabeth, y de que no la había reconocido, ¡tan hermosa estaba con su vestido color de rosa! Elizabeth se había dado cuenta de que su padre la miraba, mientras ella hablaba con Willie Titcomb. Por esto se acercó a su padre, y se quedaron los dos juntos, en pie, ahora que la fiesta casi había terminado, viendo cómo la gente se iba, cómo las estancias se vaciaban, quedando en el suelo cosas esparcidas. Incluso Ellie Henderson se iba, casi la última, pese a que nadie le había dirigido la palabra, pero ella quiso verlo todo, para contárselo a Edith. Y Richard y Elizabeth se alegraban de que aquello terminara, aunque Richard estaba orgulloso de su hija. Y no había tenido intención de decírselo, pero no pudo dejar de hacerlo. La había mirado, dijo Richard, y se había preguntado "¿quién es esta chica ¿an hermosa?". ¡Y era su hija! Esto hizo feliz a Elizabeth. Pero su pobre perro estaba aullando.

 

—Richard ha mejorado—dijo Sally—. Voy a hablar con él. Me despediré.

 

Y levantándose, Lady Rosseter añadió:

 

—¿Qué importa el cerebro, comparado con el corazón?

 

—Iré contigo—dijo Peter.

 

Pero siguió un instante sentado. ¿Qué era aquel terror?, ¿qué era aquel éxtasis?, se preguntó Peter ¿Qué es esto que me llena de tan extraordinaria excitación?

 

Es Clarissa, dijo Peter.

 

Sí, porque allí estaba.