Viaje al Centro de la Tierra 5. Quinta entrega
de Julio Verne

Viaje al Centro de la Tierra 5. Quinta entrega

 

Fuente bibliotecasvirtuales. De Julio Verne

 

Obligué al profesor a pasear su lámpara por delante de las paredes de la galería. Esperaba que se escapase de sus labios alguna exclamación; pero. lejos de esto, no dijo una palabra y prosiguió su camino.

 

¿Me había comprendido o no? ¿Era que, por vanidad de sabio y de tío, no quería convenir conmigo en que se había equivocado al elegir el túnel del Este, o que deseaba reconocer hasta el fin la galería aquella? Era evidente que habíamos abandonado el camino de las lavas, y que el que seguíamos no podía conducir al foco del Sneffels.

 

Pero, ¿daría yo acaso demasiada importancia a esta modificación de terreno? ¿No estaría equivocado? ¿Atravesábamos realmente aquellas capas de roca superpuestas al macizo de granito?

 

-Si tengo razón -pensaba-, fuerza será que halle restos de plantas primitivas, y entonces no habrá más remedio que rendirse a la evidencia. Busquemos.

 

No habría dado aún cien pasos, cuando descubrieron mis ojos pruebas irrefutables. Era lógico que así sucediese, porque, en el período silúrico encerraban los mares más de mil quinientas especies vegetales o animales. Mis pies habituados al duro suelo de la lava, pisaron de repente un polvo formado de deshojes de plantas y de conchas. En las paredes se veían distintamente huellas de ovas y licopodios; el profesor Lidenbrock no podía engañarse; pero me parece que cerraba los ojos y proseguía su camino con paso invariable.

 

Era la terquedad llevada hasta el último límite. No pude reprimirme por más tiempo; tomé una concha perfectamente conservada, que había pertenecido a un animal semejante a la cucaracha actual, me aproximé a mi tío, y, mostrándosela, le dije:

 

-Mire usted.

 

-¿Qué me muestras ahí? -respondió tranquilamente-; eso es la concha de un crustáceo perteneciente al orden ya extinguido de los trilobites, ni más ni menos.

 

-¿Pero no deduce usted de su presencia aquí...?

 

-¿Eso mismo que deduces tú? Convenido. Hemos abandonado la capa de granito y el camino de las lavas. Es posible que me haya equivocado: pero no me convenceré de mi error hasta que no haya llegado al extremo de esta galería.

 

-Haría usted perfectamente en proceder de ese modo, y yo aprobaría en un todo su conducta, si no fuese de temer un peligro cada vez más inminente.

 

-¿Cuál?

 

-La falta de agua.

 

-Pues bien, quiere decir que nos pondremos a media ración, Axel.

 

XX

 

En efecto, era preciso economizar este líquido, pues nuestra previsión no podía durar más de tres días, como pude comprobar por la noche, a la hora de cenar. Y lo peor del caso era que había pocas esperanzas de encontrar ningún manantial en aquellos terrenos del período de transición.

 

Durante todo el día siguiente, nos presentó la galería sus interminables arcadas. Caminábamos casi sin despegar nuestros labios. Hans nos había contagiado su mutismo.

 

El camino no ascendía, por lo menos de una manera sensible, y hasta, a veces, parecía que bajábamos. Pero esta tendencia, no muy marcada por cierto, no debía tranquilizar al profesor porque la naturaleza de las capas no se modificaba, y el período de transición se afirmaba cada vez más.

 

La luz eléctrica arrancaba vivos destellos a los esquistos, las calizas y los viejos asperones rojos de las paredes; parecía que nos hallábamos dentro de una zanja profunda, abierta en el condado de Devon, que da su nombre a esta clase de terrenos. Magníficos ejemplares de mármoles recubrían las paredes: unos de color gris ágata, surcados de venas blancas caprichosamente dispuestas; otros de color encarnado o amarillo con manchas rojizas; mas lejos, ejemplares de esos jaspes de matices sombríos, en los que se revela la existencia de la caliza con más vivo color.

 

En la mayoría de estos mármoles se veían huellas de animales primitivos; pero, desde la víspera, la creación había progresado de una manera evidente. En lugar de los trilobites rudimentarios, vi restos de un orden más perfecto, entre otros, de peces ganoideos y de esos sauropterigios en los que la perspicacia de los paleontólogos ha sabido descubrir las primeras manifestaciones de los reptiles. Los mares devonianos estaban habitados por gran número de animales de esta especie, que depositaron a miles en las rocas de nueva formación.

 

Era evidente que remontábamos la escala de la vida animal, cuyo último y más elevado peldaño ocupan las criaturas humanas: pero el profesor Lidenbrock no parecía fijar mientes en ella.

 

Esperaba que ocurriese alguna de estas dos cosas: o que se abriera de repente ante sus pies un pozo vertical que le permitiese reanudar su descenso, o que un inesperado obstáculo le impidiese continuar por el camino emprendido. Pero llegó la noche sin que se realizara esta esperanza.

 

El viernes, después de una noche durante la cual empecé a experimentar los tormentos de la sed, reanudamos nuestro viaje a lo largo de la misma galería.

 

Después de diez horas de marcha, observé que la reverberación de nuestras lámparas sobre las paredes decrecía de una manera notable. El mármol, el esquisto. la caliza y el asperón de las murallas cedían el puesto a un revestimiento mate y sombrío. En un pasaje en que el túnel se estrechó demasiado, me apoyé en la pared.

 

Cuando retiré la mano, vi que la tenía toda negra. Miré desde más cerca. y adquirí el convencimiento de que nos encontrábamos en un yacimiento de hulla.

 

-¡Una mina de carbón! -exclamé.

 

-Una mina sin mineros -respondió mi tío.

 

-¡Quién sabe -observé yo.

 

-Yo lo sé -replicó el profesor con aire convencido-; tengo la seguridad de que esta galería, perforada a través de estos yacimientos de hulla, no ha sido construida por los hombres. Pero poco nos importa que sea o no obra de la Naturaleza. He llegado la hora de cenar. Cenemos.

 

Hans preparó algunos alimentos. Yo apenas probé bocado y bebí las escasas gotas de agua que constituían mi ración. El odre del guía, lleno solamente a medias, era lo único que quedaba para apagar la sed de tres hombres.

 

Después de la cena, se cubrieron mis dos compañeros en sus mantas y hallaron en el sueño un remedio a sus fatigas. Por lo que a mí respecto, no pude pegar los párpados, y conté todas las horas hasta la siguiente mañana.

 

El sábado a las seis emprendimos nuevamente la marcha. Veinte minutos más tarde, llegamos a una vasta excavación, y me convencí entonces de que la mano del hombre no podía haber abierto aquella mina, supuesto que sus bóvedas no estaban apuntaladas y no se derrumbaban por un verdadero milagro de equilibrio.

 

Esta especie de caverna media cien pies de longitud por ciento cincuenta de altura. El terreno había sido violentamente removido por una conmoción subterránea. El macizo terrestre se había dislocado cediendo a alguna violenta impulsión y dejando este amplio vacío en el que penetraban por primera vez los habitantes de la tierra.

 

Toda la historia del período de la hulla estaba escrita sobre aquellas paredes sombrías, cuyas diversas fases podía seguir fácilmente un geólogo. Los lechos de carbón se encontraban separados por capas muy compactas de arcilla o de asperón, y como aplastados por las capas superiores.

 

En aquella edad del mundo que precedió al período secundario, la tierra se cubrió de inmensas vegetaciones, debidas a la acción combinada del calor tropical y de una humedad persistente. Una atmósfera de vapores rodeaba por todas partes al globo, privándole de los rayos del sol.

 

Este es el fundamento de la teoría de que las temperaturas elevadas no provenían de dicho astro, el cual es muy posible que aún no se hallase en estado de desempeñar su esplendoroso papel. Los climas no existían todavía, y en toda la superficie del globo reinaba un calor tórrido, que media la misma intensidad en él Ecuador que en los polos. ¿De dónde procedía? Del interior de la tierra.

 

A pesar de las teorías del profesor Lidenbrock. existía un fuego violento en las entrañas de nuestro esferoide, cuya acción se hacía sentir hasta en las últimas capas de la corteza terrestre. Privadas las plantas del benéfico influjo de los rayos del sol, no daban flores ni exhalaban perfumes ; pero absorbían sus raíces una vida muy enérgica de los terrenos ardientes de los primeros días.

 

Había pocos árboles, pero abundaban las plantas herbáceas, como céspedes inmensos, helechos, licopodios, siguarias y asterofilitas, familias raras cuyas especies se contaban entonces por millares.

 

A esta exuberante vegetación debe su origen le hulla. La corteza aún elástica del globo obedecía a los movimientos de la masa líquida que le cubría, produciéndose numerosas hendeduras y grietas; y las plantar, arrastradas debajo de las aguas, formaron poco a poco masas considerables.

 

Entonces intervino la acción de la química natural en el fondo de los mares, las acumulaciones vegetales se transformaron primero en turba: después, gracias a la influencia de los gases y el calor de la fermentación, se mineralizaron por completo.

 

De este modo se formaron esas inmensas capas de carbón que el consumo de todos los pueblos de la tierra no logrará agotar en muchos siglos.

 

Estas reflexiones asaltaban mi mente mientras consideraba las riquezas hulleras acumuladas en esta porción del macizo terrestre, las cuales, probablemente. no serían jamás descubiertas. La explotación de estas minas tan distantes exigiría sacrificios demasiado considerables.

 

Por otra parte, ¿qué necesidad había de ello, toda vez que la hulla se halla repartida, por decirlo así, por toda la superficie de la tierra, en un gran número de regiones? Era, pues, de suponer que al sonar la última hora del mundo se hallasen aquellos yacimientos carboníferos intactos y tal cual los contemplaba yo entonces.

 

Entretanto, seguíamos caminando, y era yo, a buen seguro, el único de los tres que olvidaba la largura del camino para abismarme en consideraciones geológicas. La temperatura seguía siendo aproximadamente la misma que cuando caminábamos entre lavas y esquistos. En cambio, se notaba un olor muy pronunciado a protocarburo de hidrógeno, lo que me hizo advertir en seguida la presencia en aquella galería de una gran cantidad de ese peligroso fluido que los mineros designan con el nombre de grisú, cuya explosión ha causado con frecuencia tan espantosas catástrofes.

 

Afortunadamente, nos íbamos alumbrando con los ingeniosos aparatos de Ruhmkorff. Si, por desgracia, hubiésemos imprudentemente explorado aquella galería con antorchas en las manos, una explosión terrible hubiera puesto fin al viaje, suprimiendo radicalmente a los viajeros.

 

La excursión a través de la mina duró hasta la noche. Mi tío se esforzaba en refrenar la impaciencia que le producía la horizontalidad del camino. Las profundas tinieblas que a veinte pasos reinaban no permitían apreciar la longitud de la galería, y ya empezaba yo a creer que era interminable, cuando, de repente, a las seis, tropezamos con un muro que nos cerraba el camino. Ni a derecha, ni a izquierda, ni arriba, ni abajo se observaba paso alguno. Habíamos llegado al fondo de un callejón sin salida.

 

-¡Bueno! ¡tanto mejor-exclamó mi tío-; al menos, ya sé a qué atenerme. No es éste el camino seguido por Saknussemm, y no queda otro remedio que desandar lo andado. Descansemos esta noche, y, antes que transcurran tres días, habremos vuelto al punto donde la galería se bifurca.

 

-Si -dije yo-, ¡si nos alcanzan las fuerzas!

 

-¿Y por qué no nos han de alcanzar?

 

-Porque mañana no tendremos ni una gota de agua.

 

-Y valor, ¿no tendremos tampoco? -exclamó el profesor, dirigiéndome una mirada severa.

 

No me atreví a contestarle.

 

XXI

 

Al día siguiente, partimos de madrugada. Teníamos que darnos prisa, porque nos hallábamos a cinco jornadas del punto de bifurcación de la galería subterránea.

 

No me detendré a detallar los sufrimientos de nuestro viaje de vuelta. Mi tío los soportó con la cólera de un hombre que no se siente ya más fuerte que ellos mismos; Hans, con la resignación de su naturaleza pacífica; yo, fuerza es que lo confiese, quejándome y desesperándome, sin valor para luchar contra mi mala estrella.

 

Como lo había previsto, faltó el agua por completo al finalizar la primera jornada; nuestra provisión de líquido quedó entonces reducida a ginebra; pero este licor infernal nos abrasaba el gaznate, y ni siquiera su vista podía soportar. La temperatura ambiente me parecía sofocante. El cansancio paralizaba mis miembros. Más de una vez estuve a punto de caer sin movimiento. Entonces hacíamos alto, y mi tío y el islandés me animaban todo lo mejor que podían. Pero yo bien veía que el primero apenas podía defenderse contra el extremado cansancio y las torturas nacidas de la privación de agua.

 

Por fin, el 8 de julio, arrastrándonos sobre las rodillas y las manos, llegamos, medio muertos, al punto de intersección de las dos galerías. Allí permanecí como una masa inerte, tendido sobre la lava. Eran las diez de la mañana.

 

Hans y mi tío, recostados contra la pared, trataron de masticar algunos trozos de galleta. Prolongados gemidos salían de mis labios tumefactos, y acabé por caer en un profundo sopor.

 

Al cabo de algún tiempo, mi tío se aproximó a mí y me levantó en sus brazos.

 

-¡Pobre criatura! -murmuró con acento de no fingida piedad.

 

Estas palabras me conmovieron, pues no estaba acostumbrado a oír ternezas al terrible profesor. Estreché entre las mías sus temblorosas manos, y él me miró con cariño. Sus ojos se humedecieron.

 

Vi entonces que tomaba la calabaza que llevaba colgada de la cintura, y con gran asombro mío, me la aproximó a los labios, diciéndome:

 

-Bebe.

 

¿Había entendido mal? ¿Se había vuelto loco mi tío? Lo contemplaba con una mirada estúpida sin querer comprenderle.

 

-Bebe -repitió él.

 

Y, alzando la calabaza, vertió su contenido entre mis labios.

 

¡Oh gozo incomparable! Un sorbo de agua exquisita humedeció mis ardorosas fauces; uno solo, es verdad, pero bastó para devolverme la vida que ya se me escapaba.

 

Di gracias a mi tío con las manos cruzadas.

 

-Sí .-dijo él-. ¡un sorbo de agua, el último! ¿Te enteras? ¡El último! Lo guardaba como un tesoro precioso en el fondo de mi calabaza. Cien veces he tenido que refrenar los irresistibles deseos que me acometían de bebérmela; pero, al fin. Axel, pudo mas el cariño que el deseo, y la reservé para ti.

 

-¡Tío! -murmuré enternecido, y se me llenaron los ojos de lágrimas.

 

-Sí, hijo mío: bien sabía que al llegar a esta encrucijada te desplomarías medio muerto, y reservé mis últimas gotas de agua para reanimarte.

 

-¡Gracias! ¡Gracias! -exclamé.

 

Aquel sorbo de agua, aunque no aplacase mi sed, me hizo recuperar algunas fuerzas. Se distendieron los músculos de mi garganta, contraídos hasta entonces, y cedió un poco la irritación de mis labios, permitiéndome hablar.

 

-Veamos -dije-; no podernos tomar más que un partido ; faltándonos el agua, tendremos que retroceder.

 

Mientras yo me expresaba de esta suerte, evitaba mi tío mis miradas; bajaba la cabeza y sus ojos huían de los míos.

 

-Es preciso retroceder -exclamé-, y tomar nuevamente el camino del Sneffels. ¡Dios quiera darnos fuerzas para subir hasta la cima del cráter!

 

-¡Retroceder! -exclamó mi tío, como si, más bien que a mí, se respondiese a sí mismo.

 

-Sí, sí; retroceder, y sin perder un instante.

 

Hubo una pausa bastante prolongada.

 

-¿De modo, Axel -repuso el profesor con tono extraño-, que esas gotas de agua no te han devuelto el valor y la energía?

 

-¡El valor!

 

-Te veo abatido lo mismo que antes, y pronunciando aún palabras de desesperación.

 

¿Con qué clase de hombre tenía que entendérmelas y qué proyectos acariciaba aún aquel espíritu audaz?

 

-¡Cómo! ¿No quiere usted...?

 

-¿Renunciar a esta expedición en el momento en que todo parece anunciarme que puedo llevarla a cabo felizmente? ¡Jamás!

 

-¿De suerte que es preciso resignarse a perecer?

 

-¡No, Axel, no! Parte tú. No deseo tu muerte. Que te acompañe Hans. ¡Déjame solo!

 

-¡Abandonarle a usted!

 

-¡Déjame repito! Iniciado este viaje, estoy dispuesto a perecer en él o darle cima. ¡Vete, Axel. vete!

 

Mi tío se expresaba con extraordinario calor. Su voz, enternecida un instante, adquirió nuevamente su dureza habitual. ¡Luchaba contra lo imposible con incontrastable energía! No quería abandonarle en el fondo de aquel abismo; pero, por otra parte, el instinto de conservación me incitaba a huir.

 

El guía presenciaba esta escena con su habitual indiferencia; pero dándose cuenta de lo que entre sus compañeros pasaba. Nuestros gestos indicaban claramente las diferentes caminos que cada cual proponía: pero a Hans parecía interesarle muy poco una cuestión de la cual dependía tal vez su existencia, y se hallaba dispuesto a partir, si así se le ordenaba, o a quedarse, si ésta era la voluntad de quien le tenía a su servicio.

 

¡Lástima grande que no pudiera entenderme en aquellos decisivos instantes! Mis palabras, mis gemidos, mi acento, habrían triunfado de su naturaleza indiferente. Le habría hecho comprender y tocar con el dedo los peligros que no parecía sospechar. Entre ambos, es posible que hubiéramos logrado convencer al obstinado profesor. En caso necesario, le hubiéramos obligado a volver a la cima del Sneffels.

 

me acerqué a Hans, y coloqué sobre su mano la mía; pero no se movió. Le indiqué el camino del cráter, y permaneció impasible. Mi anhelante rostro expresaba todos mis sufrimientos. El islandés sacudió lentamente la cabeza, y, señalando, con flema, a mi tío, exclamó:

 

-Master.

 

-¡El amo! -exclamé yo-. ¡Insensato! ¡No, no es dueño de tu vida! Es necesario huir! ¡Es preciso llevarle con nosotros! ¿Me entiendes?

 

Había asido a Hans por el brazo y trataba de obligarle a que se pusiera de pie, sosteniendo con él un pugilato. Entonces intervino mi tío.

 

-Calma, Axel -me dijo-. Nada conseguirías de este servidor impasible. Así, escucha lo que voy a proponerte.

 

Yo me crucé de brazos, contemplando a mi tío cara a cara. .

 

-La falta de agua -dijo- es el único obstáculo que se opone a la realización de mis proyectos. En la galería del Este, formada de lavas, esquistos y hullas, no hemos hallado ni una sola molécula de líquido. Es posible que tengamos más suerte siguiendo el túnel del Oeste.

 

Yo sacudí la cabeza con un aire de perfecta incredulidad.

 

-Escúchame hasta el fin -añadió el profesor esforzando la voz-. Mientras yacías ahí, privado de movimiento, he ido a reconocer la conformación de esa otra galería. Se hunde directamente en las entrañas del -lobo, y, en pocas horas, nos conducirá al macizo granítico, donde hemos de encontrar abundantes manantiales. Así lo exige la naturaleza de la roca, y el instinto se alía con la lógica para apoyar mi convicción. He aquí, pues, lo que quiero proponerte: cuando Colón pidió a sus tripulaciones un plazo de tres días para hallar las nuevas tierras, aquellos esforzados marinos, a pesar de hallarse enfermos y consternados, accedieron a su demanda, y el insigne genovés descubrió el Nuevo Mundo. Yo, Colón de estas regiones subterráneas, sólo te pido un día. Si, transcurrido este plazo, no he logrado encontrar el agua que nos falta, te juro que volveremos a la superficie de la tierra.

 

A pesar de mi irritación, me conmovieron estas palabras de mi tío y la violencia que tenía que hacerse a sí mismo para emplear semejante lenguaje.

 

-Está bien -exclamé-, hágase en todo la voluntad de usted, y que Dios recompense su energía sobrehumana. Sólo dispone usted de algunas horas para probar su suerte. ¡En marcha!

 

XXII

 

Emprendimos en seguida el descenso por la nueva galería. Hans marchaba delante, como era su costumbre. No habíamos avanzado aún cien pasos, cuando exclamó el profesor, paseando su lámpara a lo largo de las paredes:

 

-¡Aquí tenemos los terrenos primitivos! ¡Vamos por buen camino! ¡Adelante! ¡Adelante!

 

Cuando la tierra se fue enfriando poco a poco, de los primeros días del mundo, la disminución de su volumen produjo en su corteza dislocaciones, rupturas, depresiones y fendas. La galería que recorrimos entonces era una de esas grietas por la cual se derramaba en otro tiempo el granito eruptivo; sus mil recodos formaban un inextricable laberinto a través del terreno primordial.

 

A medida que descendíamos, la sucesión de las capas que formaban el terreno primitivo se mostraban con mayor claridad. La ciencia geológica considera este terreno primitivo como la base de la corteza mineral, y ha descubierto que se compone de tres capas diferentes: los esquistos, los gneis y los micaesquistos, que reposan sobre esa inquebrantable roca que llamamos granito.

 

Jamás se habían encontrado los mineralogistas en tan maravillosas circunstancias para poder estudiar la Naturaleza en su propio seno. La parte de la contextura del globo que la sonda, instrumento ininteligente y brutal, no podía trasladar a su superficie, íbamos a estudiarlo con nuestros propios ojos, a palparlo con nuestras propias manos.

 

A través de la capa de los esquistos, coloreados de bellos matices verdes, serpenteaban filones metálicos de cobre y de manganeso con algunos vestigios de oro y de platino. Esto me hacía pensar en las inmensas riquezas sepultadas en las entrañas del globo, que la codicia humana no disfrutará jamás. Los cataclismos de los primeros días hubieron de enterrarlas en tales profundidades, que ni el azadón ni el pico lograrán arrancarlas de sus tumbas.

 

A los esquistos sucedieron los gneis, de estructura estratiforme, notables por la regularidad y paralelismo de sus hojas; y después los micaesquistos, dispuestos en grandes láminas, cuya visibilidad realzaban los centelleos de la mica blanca.

 

La luz de los aparatos, reflejada por las pequeñas facetas de la masa rocosa, cruzaba bájo todos los ángulos sus efluvios de fuego, y me parecía que viájábamos a través de un diamante hueco, en cuyo interior se quebraban los rayos luminosos en mil caprichosos destellos.

 

Hacia las seis de la tarde, este derroche de luz disminuyó sensiblemente y casi cesó después. Las paredes adquirieron un aspecto cristalino, pero sombrío; la mica se mezcló más íntimamente con el feldespato y el cuarzo para formar la roca por excelencia, le piedra más dura de todas, la que soporta sin quebrarse el peso enorme de los cuatro órdenes del globo. Nos hallábamos encerrados en una inmensa prisión de granito.

 

Eran las ocho de la noche y el agua no había parecido. Yo padecía horriblemente; mi tío seguía marchando sin quererse detener. Aguzaba el oído tratando de sorprender el murmullo de algún manantial; mas en vano.

 

Mis piernas se negaban ya a sostenerme, a pesar de lo cual me sobreponía a mis torturas para no obligar a mi tío a hacer alto. Esto hubiera sido para él el golpe de gracia, porque tocaba a su fin la jornada que él mismo señalara como plazo.

 

Por fin me abandonaron las fuerzas; lancé un grito, y caí.

 

-¡Socorro, que me muero! -exclamé.

 

Mi tío volvió sobre sus pasos. Me observço con los brazos cruzados, y salieron después de sus labios estas palabras fatídicas.

 

-Todo se ha acabado!

 

Un gesto espantoso de cólera hirió por postrera vez mis miradas, y cerré resignado los ojos.

 

Cuando los volví a abrir, vi a mis dos compañeros inmóviles y envueltos en sus mantas. ¿Dormían? Por lo que a mi respecta, no pude conciliar el sueño un momento. Padecía demasiado, y me atormentaba, sobre todo, la idea de que mi mal no debía tener remedio. Las últimas palabras de mi tío resonaban aún en mis oídos. Todo se había acabado, en efecto; porque, en semejante estado de debilidad, no había que pensar siquiera en volver a la superficie de la tierra.

 

¡Había que atravesar legua y media nada menos de corteza terrestre! Me parecía que esta enorme masa gravitaba con todo su peso sobre mis espaldas y me aplastaba, agotando las escasas energías que me quedaban los violentos esfuerzos que hacía para librarme de aquella inmensa mole de granito.

 

Transcurrieron varias horas. Un silencio profundo reinaba en torno nuestro: ¡el silencio de las tumbas! Ningún rumor podía llegar a través de aquellas paredes, la más delgada de las cuales me diría, por lo menos, cinco millas de espesor.

 

Sin embargo, en medio de mi sopor, creí percibir un ruido el túnel se quedaba a obscuras. Miré con mayor atención y me pareció ver que desaparecía el islandés con su lámpara en la mano.

 

¿A dónde encaminaba sus pasos? ¿Trataría de abandonarnos? Mi tío dormía a pierna suelta. Quise gritar, pero mi voz se apagó entre mis secos labios. La oscuridad se había hecho profunda, y se acallaron los últimos ruidos.

 

-¡Hans nos abandona! -exclamé-. ¡Hans! ¡Hans!

 

Estas palabras sólo pude gritarlas con la mente, así que no pudieron salir de mi pecho. Sin embargo, después del primer instante de terror, me avergoncé de mis sospechas contra un hombre cuya conducta hasta entonces no se había hecho sospechosa. Su partida no podía ser una fuga. En lugar de dirigirse hacia la boca de la galería, se internaba más en ella. De abrigar criminales designios, habría marchado en opuesta dirección. Este razonamiento me calmó un poco y entré en otro orden de ideas.

 

Sólo un grave motivo hubiera podido arrancar de su reposo al pacifico Hans. ¿Iba a hacer un descubrimiento? ¿Habría oído en el silencio de la noche algún murmullo que no había llegado hasta mí?

 

XXIII

 

Durante una hora entera cruzaron por mi delirante cerebro todas las razones que habrían podido impulsar el flemático cazador. Bullían en mi mente las ideas más absurdas. ¡Creí volverme loco!.

 

Por fin, escuché ruido de pasos en las profundidades del abismo. Hans regresaba sin duda. Su luz incierta comenzó a reflejarse sobre las paredes, y brilló luego en la abertura del corredor, tras ella, apareció el guía.

 

Se acercó a mi tío, púsole la mano en el hombro y le despertó con cuidado. Mi tío se levantó, preguntando:

 

-¿Qué ocurre? ¿Qué sucede?

 

-Watten -respondió el cazador.

 

Sin duda, bajo la impresión de los violentos dolores todos nos hacemos políglotas. Yo ignoraba en absoluto el danés, y, sin embargo, entendí instintivamente la palabra pronunciada por nuestro guía.

 

-¡Agua! ¡Agua! --exclamé palmoteando, gesticulando como un insensato.

 

-¡Agua! -repitió mi tío-. Hvar?-preguntó al islandés.

 

-Neat! -respondió éste.

 

¿Dónde? ¡Allá abajo! Todo lo comprendí. Me había apoderado de las manos del cazador y se las oprimía con cariño, mientras él me miraba con calma.

 

Breves fueron los preparativos de marcha, internándonos en seguida por un corredor que tenía una pendiente de dos pies por toesa.

 

Una hora más tarde, habíamos avanzado unas mil toesas, aproximadamente, y descendido dos mil pies.

 

En aquel preciso momento, oímos distintamente un insólito ruido que se transmitía a lo largo de las paredes de granito de la galería, una especie de mugido sordo, como un trueno lejano.

 

Durante esta primera media hora de marcha. al ver que no tropezábamos con el manantial anunciado, volvieron a avivarse mis angustias; pero entonces explicó mi tío el origen de los ruidos que escuchábamos.

 

-Hans no se ha engañado -me dijo-; ese rumor que oyes es el mugido de un torrente.

 

-¿Un torrente?-exclamé.

 

-Sin duda de ningún género. Un río subterráneo circula en torno nuestro.

 

Apresuramos el paso, hostigados por la esperanza. El solo ruido del agua ejerció sobre mi organismo un efecto temperante, y dejé de sentir toda fatiga. El torrente, después de haber corrido mucho tiempo por encima de nuestras cabezas, se cambió a la pared de la derecha, mugiendo y dando saltos. Yo pasaba a cada instante la mano por la roca, esperando hallar en ella señales de filtración o humedad; pero en vano.

 

Transcurrió todavía media hora, durante la cual avanzamos otra media legua.

 

Entonces quedó evidenciado que el cazador, durante su ausencia, no había tenido tiempo de llevar más adelante sus investigaciones. Guiado por un instinto peculiar a los rnontañeses y a los hidroscopios, sintió, por decirlo así, este torrente a través de las rocas, pero no vio, en realidad, el líquido precioso; así que no había bebido.

 

Pronto se echó de ver que, si proseguíamos la marcha, nos alejaríamos del torrente toda vez que su murmullo tendía a disminuir.

 

Retrocedimos un poco y Hans se detuvo en el preciso lugar donde el torrente parecía estar más próximo.

 

Tomé asiento al lado de la pared, en tanto que las aguas corrían a dos pies de distancia de mí con una violencia extrema. Pero un muro de granito nos separaba aún de ellas.

 

Sin reflexionar, sin preguntarme siquiera si no habría algún medio de procurarse aquel agua me abandoné otra vez, momentáneamente, a la desesperación.

 

Me miró Hans, y creí descubrir en sus labios una ligera sonrisa.

 

Se Levantó, tomó la lámpara y se dirigió a la pared. Yo le seguí sin quitarle la vista de encima. Aplicó el oído a la piedra seca y lo paseó por ella lentamente, escuchando con suma atención. Comprendí que buscaba el punto preciso en que se oyera con más claridad el ruido del torrente.

 

Por fin, encontró este punto en la pared lateral de le izquierda, a tres pies de elevación.

 

¡Que emoción tan grande la mía! ¡No osaba adivinar lo que quería hacer el cazador! Pero no tuve más remedio que comprenderlo y aplaudirle, y hasta animarle con mis caricias, cuando le vi coger en sus manos el pico para horadar la roca.

 

-¡Salvados! -grité-, ¡salvados!

 

-Sí -repitió mi tío con júbilo frenético! ¡Hans tiene mucha razón! ¡Bien por el cazador! ¡A nosotros no se nos hubiese ocurrido!

 

-¡Ya lo creo que no! Por sencillo que fuese el expediente, no habríamos caído en ello. Nada más peligroso que atacar con el pico el armazón del globo. ¡Y si sobrevenía un hundimiento que nos aplastase! ¡Y si el torrente, al encontrar salida a través de la roca, nos ahogaba! Estos peligros nada tenían de quiméricos; pero, en aquellas circunstancias, los temores de provocar una inundación o un hundimiento no podían detenernos, y era nuestra sed tan intensa que, con tal de aplacarla, hubiéramos sido capaces de abrir un orificio en el fondo del mismo Océano.

 

Hans acometió esta empresa, a la que ni mi tío ni yo hubiésemos sido capaces de dar cima. Nuestras manos, impulsadas por la impaciencia, hubieran imprudentemente acelerado nuestros golpes y hecho volar la roca en mil pedazos. El guía, por el contrario, tranquilo y moderado, desgastó poco a poco la roca mediante una serie de pequeños golpes repetidos, hasta abrir un orificio de medio pie de diámetro.

 

El ruido del torrente aumentaba por momentos, y ya creía sentir que el agua bienhechora humedecía mis ardorosos labios.

 

No tardó la piqueta en penetrar dos pies en la pared de granito. Una hora duraba ya la difícil operación y yo me retorcía de impaciencia. Mi tío quería recurrir a las medidas extremas, costándome no poco el detenerle; pero al ir a empuñar su piqueta, se oyó de repente un silbido, y surgió del orificio, con violencia, un gran chorro de agua que fue a estrellarse contra la pared opuesta.

 

Hans, medio derribado por el choque, no pudo reprimir un grito de dolor. Cuando sumergí mis manos en el líquido, lancé a mi vez una exclamación violenta y me expliqué el lamento del guía: el agua estaba hirviendo.

 

-¡Agua a 100° de temperatura! -exclamé.

 

-¡Ya se enfriará! -me respondió mi tío.

 

La galería se llenaba de vapores, en tanto que se formaba un arroyo que iba a perderse en las sinuosidades subterráneas. No tardamos en gustar nuestros primeros sorbos.

 

-¡Oh, qué placer tan grande! ¡Qué incomparable voluptuosidad! ¿Qué agua era aquélla? ¿De dónde venía? Poco nos importaba. Era agua, y, aunque caliente aún, devolvía al corazón la vida que casi se le escapaba. Yo bebía sin descanso y sin saborearla siquiera.

 

Hasta después de un minuto de goce, no exclamé:

 

-Es agua ferruginosa

 

-Excelente para el estómago -replicó mi tío-, y de una mineralización muy intensa. He aquí un viaje que nos reportará los mismos frutos que si hubiésemos ido a Spa o a Toeplitz.

 

-¡Oh, qué buena es!

 

-¡Ya lo creo! como extraída a dos leguas debajo de tierra; tiene un sabor a tinta que no es desagradable, por cierto. ¡Qué problema nos ha resuelto este Hans! Propongo que le demos su nombre a este saludable arroyuelo.

 

-Me perece muy bien -exclamé yo.

 

Y quedó bautizado el arroyo con el nombre de Hans-Bach.

 

Hans no se envaneció demasiado. Después de apagar su sed, se recostó en un rincón con su calma acostumbrada.

 

-Ahora -dije yo-, convendría no dejar perder esta agua.

 

-¿Para qué la queremos? -respondió el profesor-, Creo que este manantial debe ser inagotable.

 

-No importa. Llenemos las calabazas y el odre, y tratemos en seguida de taponar la abertura.

 

Siguióse mi consejo. Hans, con trozos de granito y estopa, trató de obstruir el orificio abierto en la pared. Mas no era cosa fácil: el agua abrasaba las manos, la presión era extraordinaria y nuestros reiterados esfuerzos resultaron infructuosos.

 

-Es evidente -observé-que las capas superiores de este caudal de agua se hallan a gran altura, a juzgar por la fuerza con que sale.

 

-La cosa no es dudosa -replicó mi tío-; si esta columna de agua tiene 32.000 pies de altura, su presión en este orificio es de 1.000 atmósferis. Pero tengo una idea.

 

-¿Cuál?

 

-¿Por qué obstinamos en taponar esta apertura?

 

-Pues, porque...

 

La verdad es que no pude encontrar ninguna razón convincente.

 

-Cuando hayamos llenado nuestras vasijas. ¿estamos seguros de volver a encontrar donde llenarlas de nuevo?

 

-Evidentemente, no.

 

-Pues entonces, dejemos correr esta agua, que, al descender siguiendo su curso natural, nos servirá de guía, al par que atemperará nuestra sed.

 

-¡Muy bien pensado! -exclamé-: y teniendo por compañero a este arroyo, no hay ninguna razón para que nuestros proyectos no obtengan un éxito lisonjero.

 

-¡Ah, hijo mío! Veo que te vas convenciendo -dijo el profesor, sonriente.

 

-No me ves convenciendo; estoy convencido ya, tío.

 

-¡Un instante! Empecemos por tomarnos algunas horas de reposo.

 

Me había olvidado por completo de que era de noche. El cronómetro se encargó de advertírmelo. Satisfecha la sed y el apetito, no tardamos en sumirnos los tres en un profundo sueño.

 

XXIV

 

Al día siguiente no nos acordábamos ya de nuestros dolores pasados. Me maravillaba el hecho de no sentir sed, y no se me alcanzaba la causa de este fenómeno. El arroyo que corría a mis pies murmurando, se  encargó de explicármelo.

 

Almorzamos. y bebimos de aquella excelente agua ferrugínosa. Me sentía regocijado y decidido a ir muy lejos. ¿Por qué un hombre convencido como mi tío no había de salir airoso de su empresa, con un guía ingenioso, como Hans, y un sobrino decidido, como yo? ¡Ved que bellas ideas brotaren de mi cerebro! Si me hubiesen propuesto regresar a la cima del Sneffels, habría renunciado con indignación.

 

Pero por fortuna nadie pensaba más que en bajar.

 

-¡Partamos! -grité despertando con mis entusiastas acentos a los viejos ecos del globo.

 

Se reanudó la marcha el jueves. a las ocho de la mañana. La galería de granito, formando caprichosas sinuosidades. presentaba inesperados recodos simulando la confusión de un laberinto: pero en definitiva. seguía siempre la dirección Sudeste. Mi tío no dejaba de consultar con el mayor cuidado su brújula para poderse dar cuenta del camino recorrido.

 

La galería se deslizaba casi horizontalmente con un declive de dos pulgadas por toesa. a lo sumo. El arroyo corría murmurando a nuestros pies sin gran celeridad. Lo comparaba  yo a algún genio familiar que nos guiase a través de la tierra y acariciaba con mi mano la tibia náyade cuyos cantos acompañaban nuestros pasos. Mi buen humor tomaba espontáneamente un giro mitológico.

 

Por lo que respecta a mi tío, renegaba de la horizontalidad del camino, cosa que en él, no podía llamar la atención. conociendo que era el hombre de los verticales. Su ruta se alejaba indefinidamente y, en vez de deslizarse a lo largo de un radio terrestre, según su propia expresión, se marchaba por la hipotenusa. Pero no éramos dueños de elegir, y en tanto que nos aproximásemos al centro, por muy poco que fuese, no había derecho a quejarse.

 

Además. las pendientes se hacían de vez en cuando más rápidas: y entonces, nuestra náyade aceleraba su peso, mugiendo al saltar de roca en roca, y descendíamos con ella a profundidades mayores.

 

En suma, aquel día y el siguiente avanzamos bastante en el sentido horizontal y relativamente poco en el vertical.

 

El viernes 10 de julio, por la tarde, debíamos, según nuestros cálculos, encontramos a treinta leguas de Reykiavik, y a una profundidad de diez leguas y media.

 

Entonces se abrió entre nosotros un pozo bastante imponente. Mi tío no pudo abstenerse de palmotear como un niño, calculando la rapidez de sus pendientes.

 

-He aquí un pozo-exclamó-, que nos llevará muy lejos, y con facilidad, porque los salientes de las rocas forman una verdadera escalera.

 

Hans preparó las cuerdas a fin de prevenir todo accidente, y dio principio el descenso, que no me atrevo a calificar de peligroso, porque me encontraba ya familiarizado con este género de ejercicio.

 

Era este pozo una angosta fenda practicada en el macizo, una de esas grietas conocidas en mineralogía con el nombre de padrastros, producida evidentemente por la contracción de la armadura terrestre; en la época de su enfriamiento. Si en otro tiempo dio pase a las materias eruptivas vomitadas por el Sneffels, no me explico cómo éstas no dejaron en él rastro alguno. Bajábamos por una especie de escalera de caracol que perecía obra de la mano del hombre.

 

De cuarto en cuarto de hora era preciso detenerse para descansar y devolver la elasticidad a nuestras corvas. Entonces nos sentábamos sobre algún saliente rocoso, con las piernas colgando, conversábamos, mientras hacíamos alguna frugal comida, y apagábamos después nuestra sed en el arroyo.

 

No es preciso decir que dentro de aquella grieta el Hans-Bach se había convertido en cascada, con detrimento de su volumen; pero aún bastaba con creces a satisfacer nuestra sed. Además, era seguro que cuando se presentasen declives menos pronunciados, recobraría nuevamente su pacífico curso. En aquel momento, recordábame a mi dignísimo tío, con sus impetuosidades y cóleras: mientras que, en las pendientes suaves, su calma me hacía pensar en la del cazador islandés.

 

Los días 6 y 7 de julio seguimos descendiendo por las espirales de la grieta, penetrando dos leguas más en la corteza terrestre, lo que nos colocaba a cinco leguas bajo el nivel del mar. Pero el 5, a eso del mediodía, tomó el pozo una inclinación mucho menos acentuada, de unos 40° aproximadamente, en dirección Sudeste.

 

El camino se hizo entonces tan fácil como monótono. Era lo natural. Nuestro viaje no podía distinguirse por la variedad del paisaje.

 

Por fin, el miércoles 15 nos hallábamos a siete leguas bajo tierra y a cincuenta del Sneffels, sobre poco más o menos. Aunque algo fatigados, nuestra salud se conservaba en estado satisfactorio, y aún no había sido preciso estrenar el botiquín de viaje.

 

Mi tío anotaba cada hora las indicaciones de la brújula, del cronómetro del manómetro y del termómetro, las mismas que ha publicado en la narración científica de su viaje: de suerte que podía fácilmente darse cuenta de su situación. Cuando me dijo que nos hallábamos a una distancia horizontal de cincuenta leguas, no pude reprimir una exclamación.

 

-¿Qué tienes? -me preguntó.

 

-Nada; pero me asalta una idea.

 

-¿Qué idea es esa, hijo mío?

 

-Que si sus cálculos de usted son exactos, no nos hayamos ya bajo el suelo de Islandia.

 

-¿Lo crees así?

 

-Bien fácil es comprobarlo.

 

Tomé con el compás mis medidas sobre el mapa, y dije en seguida a mi tío:

 

-No me engañaba, no; hemos rebasado el Cabo Portland, y estas cincuenta leguas caminadas hacia el Sudeste nos sitúan en pleno Océano.

 

-¡Debajo del Océano! -replicó mi tío-, frotándose las manos.

 

-De suerte -añadí yo-, que el Océano se extiende sobre nuestras cabezas.

 

-¿Y qué tiene de extraño? No es ninguna cosa nueva. ¿No hay en Newcastle minas de carbón que avanzan por debajo del agua'?

 

Muy dueño era el profesor de encontrar nuestra situación muy sencilla; pero la idea de pasearme por debajo de la enorme masa líquida me tenía preocupado. Sin embargo, lo mismo era que gravitasen sobre nuestras cabezas las llanuras y montañas de Islandia o las olas del Atlántico, si el armazón granítico que nos cobijaba era lo bastante sólido. Por lo demás, no tardé en habituarme a esta idea, porque el corredor, unas veces sinuoso, otras recto, tan caprichoso en sus pendientes como en sus revueltas, pero marchando siempre en dirección Sudeste y hundiéndose más cada vez, nos condujo rápidamente a grandes profundidades.

 

Cuatro días después, el sábado 15 de julio, llegamos por la tarde, a una especie de gruta bastante espaciosa. Mi tío entregó a Hans sus tres rixdales de la semana, y decidió que el siguiente día fuese de reposo absoluto.

 

XXV

 

Me desperté, pues, el domingo por la mañana sin la preocupación habitual de tener que emprender inmediatamente la marcha; y por más que esto ocurriese en el más profundo abismo, no dejaba de ser agradable. Por otra parte, ya estábamos habituados a esta existencia de trogloditas. Para nada me acordaba del sol, de la luna, de las estrellas, de los árboles, de las casas, de las ciudades, ni de ninguna de esas superfluidades terrestres que los seres que viven debajo del astro de la noche consideran de imprescindible necesidad. En nuestra calidad de fósiles, nos burlábamos de estas maravillas inútiles.

 

Formaba la gruta un espacioso salón sobre cuyo pavimento granítico se deslizaba dulcemente el arroyuelo fiel. A aquella distancia, se hallaba el agua a la temperatura ambiente y no había dificultad en beberla.

 

Después de almorzar, quiso el profesor consagrar algunas horas a ordenar sus anotaciones diarias.

 

-Ante todo -me dijo-, voy a hacer algunos cálculos, a fin de determinar con toda exactitud nuestra situación; quiero, a nuestro regreso, poder trazar un plano de nuestro viaje, una especie de sección vertical del globo, que señalará el perfil de nuestra expedición.

 

-Será curiosísimo, tío; pero. ¿tendrán sus observaciones de usted un grado de precisión suficiente?

 

-Sí. He anotado cuidadosamente los ángulos y las pendientes; estoy seguro de no cometer un error. Vamos a ver, ante todo, dónde estamos. Toma la brújula. y observa la dirección que indica, cogí el indicado instrumento, y después de un examen atento, respondí:

 

-Este cuarta al Sudeste.

 

-Bien -dijo el profesor anotando la observación y haciendo algunos cálculos rápidos-. No hay duda: hemos recorrido ochenta y cinco leguas,

 

-Según eso, caminamos por debajo dcl Atlántico.

 

-Exacto.

 

-Y es muy posible que en los actuales momentos se esté desarrollando sobre nuestras cabezas una tempestad horrible, y que muchos navíos sean juguete de las olas y del viento.

 

-Perfectamente posible.

 

-Y que vengan las ballenas a azotar con sus colas formidables las paredes de nuestra prisión.

 

-Tranquilízate, Axel, que no lograrán quebrantarnos. Empero, prosigamos nuestros cálculos. Nos hallamos al sudeste del Sneffels y a ochenta y cinco leguas de distancia de su base; y, a juzgar por mis notas precedentes, estimo en diez y seis leguas la profundidad alcanzada.

 

-¡Diez y seis leguas! -exclamé.

 

-Sin duda de ningún género.

 

-Pero ése es el máximo limite asignado por la ciencia a la corteza terrestre.

 

-No trato de negarlo.

 

-Y aquí, según la ley que rige al aumento del calor, deberíamos tener una temperatura de 1.500°.

 

-Deberíamos, hijo mío; tú lo has dicho.

 

-Y todo este granito no podría conservar su estado sólido y estaría en plena fusión.

 

-Ya ves que no es así y que los hechos, como acontece siempre, vienen a desmentir las teorías.

 

-No tengo más remedio que convenir en ello; mas no deja de llamarme la atención.

 

-¿Qué marca el termómetro?

 

-Veintisiete grados y seis décimas.

 

-Sólo faltan 1.474 grados y cuatro décimas para que los sabios tengan razón. Queda, pues, establecido que el aumento de la temperatura proporcionalmente a la profundidad es un error. Por consiguiente. Hunfredo Davy no se equivocaba, y yo, por tanto, no hice mal en darle crédito. ¿Qué tienes que responder?

 

-Nada.

 

En realidad habría tenido que decir muchas cosas. Era opuesto a la teoría do Davy, y defensor de la del calor central, aun cuando no sintiese sus efectos. Me inclinaba a creer que aquella chimenea de volcán apagado se hallaba recubierta por las lavas de un forro refractario que impedía que el calor se propagase a través de sus paredes.

 

Pero sin detenerme a buscar nuevos argumentos, me limité a tomar la situación tal cual era.

 

-Tío -dije tras una pausa-, no dudo ni un momento de la exactitud de sus cálculos, pero permítame usted que deduzca de ellos una consecuencia rigurosamente exacta.

 

-Saca todas las consecuencias que quieras.

 

-En el lugar en que nos encontramos, en la latitud de Islandia, el radio terrestre mide 1.583 leguas aproximadamente, ¿no es cierto?

 

-Mil quinientas ochenta y tres leguas y un tercio.

 

-Pongamos en cifras redondas 1.600, de las cuáles hemos andado doce, ¿no es así?

 

-Así es, en efecto.

 

Y para esto hemos tenido que recorrer ochenta y cinco en sentido diagonal, ¿no es verdad?

 

-Exactamente.

 

-¿En veinte días, más o menos?

 

-En veinte días.

 

-Y como quiera que diez y seis leguas son la centésima parte del radio de la tierra. de continuar así, emplearemos dos mil días, que son cerca de cinco años y medio, en llegar al centro del globo.

 

El profesor no respondió una palabra.

 

-Y esto sin contar -proseguí- con que, si para obtener una vertical de diez y seis leguas es preciso recorrer horizontalmente ochenta, tendríamos que caminar nada menos que ocho mil en dirección Sudeste, para alcanzar nuestra meta y, mucho antes de lograrlo, habríamos salido por algún punto a la superficie.

 

-¡Vete al diablo con tus cálculos! -replicó mi tío con un movimiento de cólera-. ¡Al infierno tus teorías! ¿Sobre qué base descansan? ¿Quién te dice que esta galería no va directamente a nuestra meta? Yo tengo a mi favor un precedente, y es que, lo que quiero hacer, otro lo ha hecho primero: y si el éxito coronó sus esfuerzos, de esperar es que premie también los míos.

 

-Así lo espero y deseo; pero, en fin, ¿me estará permitido...?

 

-Te está permitido callarte, y no desbarrar de esa suerte.

 

Comprendí que el terrible profesor amenazaba mostrarse bajo la piel del pariente, y hube de ponerme en guardia.

 

-Ahora, consulta el manómetro -añadió mi tío- ¿Qué marca?

 

-Una presión considerable.

 

-Bien. Ya ves cómo, bajando lentamente, nos vamos acostumbrando poco a poco a la densidad de esta atmósfera, y no experimentamos molestias.

 

-Excepción hecha de algunos dolores de oídos.

 

-Eso no es nada, y fácilmente harás desaparecer ese malestar poniendo en comunicación rápida el aire exterior con el contenido en tus pulmones.

 

-Perfectamente -respondí, decidido a no contrariar a mi tío. Hasta se experimenta un verdadero placer en sentirse sumergido en esta atmósfera más densa. ¿Ha observado usted con qué intensidad se propagan en ella los sonidos?

 

-Un sordo acabaría aquí por oír perfectamente.

 

-¿Pero esta densidad seguirá aumentando?

 

-Sí, siguiendo una ley no muy bien determinada; es verdad que la intensidad de la gravedad perecerá a medida que bajemos. Ya sabes que en la misma superficie de la tierra es en donde su acción se deja sentir con más fuerza, y que en el centro del globo los objetos carecen de peso.

 

-Lo sé; pero, dígame usted, este aire, ¿no acabará por adquirir la densidad del agua?

 

-Sin duda, bajo una presión de setecientas diez atmósferas.

 

-¿Y más abajo?

 

-Más abajo, esta densidad será mayor todavía.

 

-¿Y cómo bajaremos entonces?

 

-Llenándonos de piedras los bolsillos.

 

-A fe, tío, que tiene usted respuesta para todo.

 

No me atreví a avanzar más en el campo de las hipótesis, porque hubiera tropezado con alguna otra imposibilidad que habría hecho dar un salto al profesor,

 

Era, sin embargo, evidente que el aire, bajo una presión que podía llegar a ser de millares de atmósferas, acabaría por solidificarse, y entonces, aun dando de barato que hubiesen resistido nuestros cuerpos, sería necesario detenerse a pesar de todos los razonamientos del mundo.

 

Pero no hice valer este argumento, pues mi tío me hubiera en seguida sacado a colación a su eterno Saknussemm, precedente sin valor, porque, aun suponiendo que fuese cierto su viaje, siempre podría responderse que, no habiéndose inventado el barómetro ni el manómetro en el siglo XVI, ¿cómo pudo determinar este sabio islandés su llegada al centro del globo?

 

Mas guardé para mí esta objeción, y resolví esperar los acontecimientos.

 

El resto de la jornada transcurrió en conversaciones y cálculos, mostrándome siempre conforme con el parecer del profesor, y envidiando la perfecta indiferencia de Hans, que, sin meterse a buscar las causas de los efectos, marchaba ciegamente por donde le llevaba el destino.

 

XXVI

 

Preciso es confesar que hasta entonces todo había marchado bien, no existiendo el menor motivo de queja. Si las dificultades no aumentaban, era seguro que alcanzaríamos nuestro objeto. ¡Qué gloria para todos en el caso afortunado! ¡Ya me iba habituando a raciocinar por el sistema Lidenbrock! ¿Sería debido al extraño medio en que vivía? ¡Quién sabe!

 

Durante algunos días, pendientes mucho más rápidas. algunas de ellas de aterrador declive, nos internaron profundamente en el macizo de granito llegando algunas jornadas a avanzar legua y media o dos leguas hacia el centro. En algunas bajadas peligrosas, la destreza de Hans y su maravillosa sangre fría nos fueron de utilidad suma. El flemático islandés se sacrificaba con una indiferencia incomprensible, y, gracias a él, franqueamos más de un paso difícil del cual no habríamos salido nosotros solos.

 

Su mutismo aumentaba de un día en otro, y hasta creo que nos contagiaba a nosotros. Los objetos exteriores ejercen una acción real sobre el cerebro. El que se encierra entre cuatro paredes acaba por perder la facultad de asociar las ideas y las palabras. ¡Cuántos presos encerrados en estrechos calabozos se han vuelto imbéciles o locos por la imposibilidad de ejercitar las facultades mentales!

 

Durante las dos semanas que siguieron a nuestra última conversación no ocurrió ningún incidente digno de ser mencionado. No encuentro en ninguna memoria más que un solo acontecimiento de suma gravedad, cuyos más insignificantes detalles me sería imposible olvidar.

 

El 7 de agosto, nuestros sucesivos descensos nos habían conducido a una profundidad de treinta leguas; es decir, que teníamos sobre nuestras cabezas treinta leguas de rocas, de mares, de continentes y de ciudades. Debíamos, a la sazón. encontrarnos a doscientas leguas de Islandia.

 

Aquel día seguía el túnel un plano poco inclinado.

 

Yo marchaba delante; mi tío llevaba uno de los aparatos Ruhmhorff, y yo el otro, y con él me entretenía en examinar las capas de granito.

 

De repente, al volverme, vi que me encontraba solo.

 

-Bueno -dije para mí-, he caminado demasiado de prisa, o tal vez sea que el profesor y Hans se han detenido en algún sitio. Voy a reunirme con ellos. Afortunadamente, el camino no tiene aquí mucho declive.