Blancos y negros juegan al ajedrez. De interés general
De interés general

Blancos y negros juegan al ajedrez. De interés general

 

 

23/07/2013 Fuente elpais. Los músicos negros diferenciaban positivamente entre los judíos y el resto de los blancos

 

1964. Los Rolling Stones aterrizan en Chicago. Están excitados, tienen una cita en el 2120 de Michigan Avenue. Exacto: el estudio de Chess Records, donde se han grabado muchos de los discos que les sirven de combustible. Allí, Keith Richards se topa con Muddy Waters. Y queda noqueado: el hombre que, con su Rollin' stone, les ha proporcionado su nombre, está subido en una escalera, pintando el techo. ¿La lección? Puedes ser el más grande en tu campo pero, cuando llegan las vacas flacas, resígnate a vivir de la caridad de tu discográfica.

 

Improbable, responden indignados los veteranos de Chicago. Waters tenía una buena racha entonces. Y era demasiado artista para dedicarse a las chapuzas. Sin embargo, Richards lo reitera en Vida, su autobiografía: “sé de sobra cómo eran los hermanos Chess: ‘si quieres seguir en plantilla, ponte a trabajar”.

 

La anécdota incide sobre un aspecto delicado del negocio musical. Leonard y Phil Chess eran judíos, nacidos en Polonia con el apellido Czyz (transformado en Chess, “ajedrez”, por darse un aire fino en América). La ecuación esencial del rhythm and blues y, en menor grado, del rock and roll se resume en disqueros judíos + músicos negros. Ocurría en Atlantic, Modern, Roulette, King, Savoy, Specialty, Aladdin y otras compañías esenciales.

 

Los músicos negros diferenciaban positivamente entre los judíos y el resto de los blancos. Una conciencia compartida de marginalidad social llevó a ambas minorías a establecer pactos. Los hijos de Israel entraron a grabar race music tras trabajar en negocios como las gramolas, la distribución de discos o —como los Chess— los locales nocturnos. Una ocupación no apta para miedosos: Marshall, hijo de Leonard, recuerda el revolver plateado que su padre exhibía cuando transportaba los ingresos del Macomba Lounge.

 

Esa alianza comercial y política se comenzó a deteriorar con el Black Power y la cuestión palestina. De ahí que la historia de Keith Richards toque nervio. Aquí se discute si los Chess eran, en el mejor de los casos, unos empresarios paternalistas o si se dedicaban a defraudar a sus artistas, norma general en aquellos tiempos.

 

Tres de los pilares de Chess —Waters, Howlin' Wolf, Willie Dixon— demandaron a la compañía en los setenta, alegando que solo recibieron una fracción del dinero generado por un cancionero tan utilizado por Rolling Stones y demás. Los tres casos se resolvieron con acuerdos extrajudiciales, lo que sugiere que los compositores tenían argumentos sólidos.

 

Al otro lado de la balanza está la fidelidad de Wolf, Waters, Bo Diddley, Etta James, Ahmad Jamal, Ramsey Lewis. Aún pudiendo fichar por otras compañías, prefirieron a los Chess. Sólo les abandonó Chuck Berry, aunque luego volvería. Aquello era más que una discográfica. Funcionaba como banco: los artistas pedían —y conseguían— adelantos para cualquier imprevisto. También ayudaba en asuntos más escabrosos: el abogado de Chess intervino en abundantes demandas de paternidad que cayeron sobre Waters, que ya tenía una extensa prole.

 

Hay un par de películas, Cadillac Records y Who do you love?, que presentan visiones risueñas de tan peculiar empresa; son más instructivos los libros que estudian su portentosa trayectoria. Felizmente, la música de Chess ha estado bastante accesible en España, incluso en colecciones de quiosco. Ahora mismo, con la entrada de parte de su catálogo en el dominio público, se pueden encontrar deslumbrantes introducciones de precio mínimo, como Hoochie coochie man-The Chess story (Not Now Music). Asombra pensar que música tan feroz se hiciera tan rápido y tan barato: en sesiones de tres horas, se grababan dos, tres temas. Hoy, si Keith Richards visitara un estudio, en tres horas todavía no habría decidido qué guitarra va a utilizar.