Viaje al Centro de la Tierra 9. Novena entrega
de Julio Verne

Viaje al Centro de la Tierra 9. Novena entrega

 

Fuente bibliotecasvirtuales. De Julio Verne

 

-Bien, pues, ¡fuego!, hijo mío.

 

Acerqué rápidamente a la llama mi punta de la mecha que empezó a chisporrotear en seguida, y corriendo como una exhalación, volví a la orilla.

 

-Embarca -me dijo mi tío-, que vamos a desatracar.

 

Salté a bordo, y Hans, de un violento empujón, nos  impulsó hacia el mar, alejándose la balsa unas veinte toesas.

 

Fue un momento de viva ansiedad; el profesor no apartaba la vista de las manecillas del cronómetro.

 

Faltan cinco minutos -decía-. Faltan cuatro. Faltan tres.

 

Mi pulso latía con violencia.

 

-¡Faltan dos! ¡Falto uno...! ¡Desplomáos, montañas de granito!

 

¿Qué sucedió entonces? Me parece que no oí el ruido de la detonación; pero la forma de las rocas se modificó de pronto. Pareció como si se hubiese descorrido un telón.

 

Vi abrirse en la misma playa un insondable abismo. El mar, como presa de un vértigo horrible. se convirtió en una ola enorme, sobre lo cual se levantó la balsa casi perpendicularmente.

 

Los tres nos desplomamos. En menos de un segundo, extinguióse la luz y quedamos sumidos en las más espantosas tinieblas. Sentí después que faltaba el punto de apoyo, no a mis pies, sino a la balsa. Creí que se nos iba a pique; pero no fue así, por fortuna. Hubiera deseado dirigir la palabra a mi tío; pero el rugir de las olas le habría impedido el oírme.

 

A pesar de las tinieblas, del ruido, de la sorpresa y de la emoción, comprendí la que acababa de ocurrir.

 

Al otro lado de la roca que habíamos volado existía un abismo. La explosión había provocado una especie de terremoto en aquel terreno agrietado; el abismo se había abierto, y convertido en torrente, nos arrastraba hacia él.

 

Me consideré perdido.

 

Una hora, dos horas... ¡qué se yo! transcurrieron así. Nos entrelazamos los brazos, nos asíamos fuertemente con las manos a fin de no ser despedidos de la balsa. Se producían conmociones de extremada violencia cada vez que esta última chocaba contra las paredes. Estos choques, sin embargo. eran raros, de donde deduje que la galería se ensanchaba considerablemente. Aquél era, a no dudarlo, el camino de Saknussemm; pero en vez de descender nosotros solos, habíamos arrastrado todo un mar con nosotros, gracias a nuestra imprudencia.

 

Bien se comprenderá que estas ideas asaltaron mi mente de un moda vago y oscuro, costándome mucho trabajo asociarlas durante aquella vertiginosa carrera que parecía una caída. A juzgar por el aire que me azotaba la cara, nuestra velocidad debía ser superior a la de los trenes más rápidos. Era, pues, imposible encender una antorcha en tales condiciones, y nuestro último aparato eléctrico se había destrozado en el momento de la explosión.

 

Grande fue, pues, mi sorpresa al ver repentinamente brillar una luz a mi lado, que iluminó el semblante de Hans. El hábil cazador había lograda encender la linterna, y, aunque su llama vacilaba, amenazando apagarse, lanzó algunas resplandores en aquella espantosa oscuridad.

 

La galería era ancha, cual ya me había figurado. Nuestra insuficiente luz no nos permitía ver sus dos paredes a un tiempo. La pendiente de las aguas que nos arrastraban excedía a la de las rápidos más insuperables de América; su superficie parecía formada por un haz de flechas líquidas, lanzadas con extremada violencia. No encuentro otra comparación que exprese mejor mi idea. La balsa corría a veces dando vueltas, al impulso de ciertos remolinos. Cuando se aproximaba a las paredes de la galería, acercaba a ellas la linterna, y su luz me permitía apreciar la velocidad que llevábamos al ver que los salientes de las rocas trazaban líneas continuas, de suerte que nos hallábamos, al parecer, encerrados en una red de líneas movedizas. Calculé que nuestra velocidad debía ser do treinta leguas por hora.

 

Mi tío y yo nos mirábamos con inquietud, agarrados al trozo de mástil que quedaba. pues, en el momento de la explosión, este último se había roto en dos pedazos. Marchábamos con la espalda vuelta al aire, para que no nos asfixiase la rapidez de un movimiento que ningún poder humano podía contrarrestar.

 

Las horas, entretanto, transcurrían, y la situación no cambiaba, hasta que un nuevo incidente vino a complicarla.

 

Como tratase de arreglar un poco la carga, vi que la mayor parte de los objetos que componían nuestro impedimento habían desaparecido en el momento de la explosión, cuando fuimos envueltos por el mar. Quise saber exactamente a qué atenerme respecto a los recursos con que contábamos, y, con la linterna en la mano, empecé a hacer un recuento. De nuestros instrumentos, solamente quedaban la brújula y el cronómetro. Las escalas y las cuerdas se reducían a un pedazo de cable enrollado alrededor del trozo de mástil. No quedaba un azadón. ni un pico ni un martillo, y ¡oh desgracia irreparable!, no teníamos víveres más que para un solo día.

 

Me puse a registrar los intersticios de la balsa, los más insignificantes rincones formados por las vigas y las juntas de las tablas. ¡Pero, nada! Nuestras provisiones consistían únicamente en un trozo de carne seca y algunas galletas.

 

Quedéme como alelado, sin querer comprender. Y, bien mirado, ¿porqué preocuparme de aquel peligro? Aun cuando hubiésemos tenido víveres suficientes para meses y aun para años, ¿cómo salir de los abismos a que nos arrastraba aquel irresistible torrente? ¿A qué temer las torturas del hambre cuando ya me amenazaba la muerte bajo tantas otras formas? ¿Acaso teníamos tiempo de morir de inanición?

 

Sin embargo, por una inexplicable rareza de la imaginación, olvidé los peligros inmediatos ante las amenazas de lo porvenir que hubieran de mostrárseme con todo su espantoso horror. Además, ¿No podríamos escapar a los furores del torrente y volver a la superficie del globo? ¿De qué manera? Lo ignoro. ¿Dónde? ¡El lugar no hacía al caso! Una probabilidad contra mil no deja de ser siempre una probabilidad; en tanto que la muerte por hambre no nos dejaba siquiera ni un átomo de esperanza.

 

Se me cruzó por la mente la idea de decírselo todo a mi tío, de manifestarle el desamparo en que nos encontrábamos, y de hacer el cálculo exacto del tiempo que nos quedaba de vida; pero tuve el valor de callarme. Quise que conservase toda su serenidad.

 

En aquel momento, se debilitó poco a poco la luz de la linterna, hasta que se extinguió por completo. La mecha se había consumido hasta el fin. La oscuridad se hízo de nuevo absoluta. No había que soñar ya con poder desvanecer sus impenetrables tinieblas. Nos quedaba una antorcha todavía; pero habría sido imposible el mantenerla encendida. Entonces cerré los ojos, como un niño pequeño, para no ver las tinieblas.

 

Después de un período de tiempo bastante considerable, se redobló la velocidad de nuestra vertiginosa carrera. La mayor fuerza con que el aire me azotaba la cara me lo hubo de hacer notar. La pendiente de las aguas se hacía cada vez mayor. Creo verdaderamente que caíamos en vez de resbalar. La impresión que sentía era la de una caída casi vertical. Las manos de mi tío y las de Hans, fuertemente aferradas a mis brazos, me retenían con vigor.

 

De repente, después de un espacio de tiempo que no puedo precisar, sentimos como un choque; la balsa no había tropezado con ningún cuerpo duro, pero se había detenido de repente en su caída. Una tromba de agua, una inmensa columna líquida cayó entonces sobre ella. Me sentí sofocado; me ahogaba.

 

Esta inundación momentánea no duró, sin embargo, mucho tiempo. Al cabo de algunos segundos me encontré de nuevo al aire libre, que respiraron con avidez mis pulmones. Mi tío y Hans me apretaban los brazos hasta casi rompérmelos, y los tres nos hallábamos aún encima de la balsa.

XLII

 

Calculo que serían entonces las diez de la noche. El primero de mis sentidos que volvió a funcionar después de la zambullida fue el oído. Oí casi en seguida -porque fue un verdadero acto de audición-, oí, repito, restablecerse el silencio dentro de la galería, reemplazando a los rugidos que durante muchas horas aturdieron mis oídos. Por fin llegó hasta mi como un murmullo la voz de mi tío, que decía:

 

-¡Subimos!

 

-¿Qué quiere usted decir? -exclamé.

 

-¡Que subimos, sí, que subimos!

 

Extendí entonces el brazo, toqué la pared con la mano y la retiré ensangrentada. Subimos, en efecto, con una velocidad espantosa.

 

-¡La antorcha, la antorcha! -exclamó el profesor.

 

Hans no sin dificultades, logró, al fin, encenderla, y, aunque la llama de la luz se dirigió de arriba abajo, a consecuencia del movimiento ascensional, produjo claridad suficiente para alumbrar toda la escena.

 

-Todo sucede como me lo había imaginado -dijo mi tío- nos hallamos en un estrecho pozo que sólo mide cuatro toesas de diámetro. Después de llegar el agua al fondo del abismo, recobra su nivel natural y nos eleva consigo.

 

-¿A dónde?

 

-Lo ignoro en absoluto; pero conviene estar preparados para todos los acontecimientos. Subimos con una velocidad que calculo en dos toesas por segundo, o sea ciento veinte toesas por minuto, a más de tres leguas y media por hora. A este paso, se adelanta bastante camino.

 

-Sí, si nada nos detiene; si tiene salida este pozo. Pero si está taponado, si el aire se comprime poco a poco bajo la presión enorme de la columna de agua, vamos a ser aplastados.

 

-Axel -respondió el profesor, con mucha serenidad-, la situación es casi desesperada; pero hay aún algunas esperanzas de salvación, que son las que examino. Si es muy cierto que a cada instante podemos perecer, no lo es menos que a cada momento podremos también ser salvados. Pongámonos, pues, en situación de aprovechar las menores circunstancias.

 

-Pero, ¿qué podemos hacer?

 

-Preparar nuestras fuerzas, comiendo.

 

Al oír estas palabras, miré a mi tío con ojos espantados. Había sonado la hora de decir lo que había querido ocultar.

 

-¿Comer? -repetí.

 

-Sí, ahora mismo.

 

El profesor añadió algunos palabras en danés.

 

-¡Cómo! -exclamó mi tío-. ¿Se habían perdido las provisiones?

 

-Sí, he aquí todo lo que nos resta ¡un trozo de cecina para los tres!

 

Mi tío me miró sin querer comprender mis palabras.

 

-¿Qué tal? -le pregunté- ¿Cree usted todavía que podremos salvarnos?

 

Mi pregunta no obtuvo respuesta.

 

Transcurrió uno hora más y empecé a experimentar un hambre violenta. Mis compañeros padecían también, a pesar de lo cual ninguno de las tres nos atrevíamos a tocar aquel miserable resto de alimentos.

 

Entretanto, subíamos sin cesar con terrible rapidez. Faltándonos a veces la respiración, como a los aeronautas cuando ascienden con velocidad excesiva. Pero si éstos sienten un frío tanto más intenso cuanto mayor es la altura a que se elevan en las regiones aéreas, nosotros experimentábamos un efecto absolutamente contrario. Crecía la temperatura de una manera inquietante, y en aquellos momentos no debía bajar de 40°.

 

-¿Qué significaba aquel cambio? Hasta entonces, los hechos habían dado la razón a las teorías de Davy y de Lidenbrock; hasta entonces las condiciones particulares de las rocas refractarias, de la electricidad, del magnetismo, habían modificado las leyes generales de la Naturaleza, proporcionándonos una temperatura moderada; porque la teoría del fuego central siendo; en mi opinión, la única verdadera, la única explicable. ¿Íbamos a penetrar entonces en un medio en que estos fenómenos se cumplían en todo sin rigor, y en el cual el calor reducía las rocas a un estado completo de fusión? Así me lo temía, y por eso dije al profesor:

 

-Si nos ahogamos o nos estrellamos, y si no nos morimos de hambre, nos queda siempre la probabilidad de ser quemados vivos.

 

Pero él se contentó con encogerse de hombros, y se  abismó de nuevo en sus reflexiones.

 

Transcurrió una hora más, y, salvo un ligero aumento de la temperatura no vino ningún nuevo incidente a modificar la situación. Al fin, rompió el silencio mi tío.

 

-Veamos -dijo- preciso tomar un partido.

 

-¿Tomar un partido? -repliqué.

 

-Sí; es preciso reponer nuestras fuerzas. Si tratamos de prolongar nuestra existencia algunas horas, economizando ese resto de alimentos, permaneceremos débiles hasta el fin.

 

-Sí, hasta el fin, que no se hará esperar.

 

-Pues bien, si se presenta una ocasión de salvarnos, ¿dónde hallaremos la fuerza necesaria para obrar, si permitimos que nos debilite el ayuno?

 

-Y una vez que devoremos este pedazo de carne, ¿qué nos quedará ya, tío?

 

-Nada, Axel, nada; pero, ¿te alimentará más comiéndolo con la vista? ¡Tus razonamientos son propios de un hombre sin voluntad, de un ser sin energía!

 

-Pero, ¿aún conserva usted esperanzas? -le pregunté, irritado.

 

-Sí -replicó el profesor, con firmeza.

 

-¡Cómo! ¿Cree usted que existe algún medio de salvación?

 

-Sí, por cierto. Mientras el corazón lata, mientras la carne palpite, no me explico que un ser dotado de voluntad se deje dominar por la desesperación.

 

¡Qué admirables palabras! El hombre que las pronunciaba en circunstancias tan críticas, poseía indudablemente un temple poco común.

 

-Pero, en fin -dije yo-, ¿qué pretende usted hacer?

 

--Comer lo que queda de alimentos hasta la última migaja para reparar nuestras perdidas fuerzas. Si está escrito que esta comida nuestra sea la última, tengamos resignación; pero, al menos, en vez de estar extenuados, volveremos o ser hombres.

 

-¡Comamos, pues! --exclamé.

 

Tomó mi tío el trozo de carne y las pocas galletas salvados del naufragio, hizo tres partes iguales y las distribuyó. Nos tocó, aproximadamente una libra de alimentos a cada uno. El profesor comió con avidez, con una especie de entusiasmo febril; yo, sin gusto, a pesar de mi hambre, y casi con repugnancia ; Hans, tranquilamente, con moderación, a bocados menudos que masticaba sin ruido y saboreaba con la calma de un hombre a quien lo porvenir no le inquieta. Huroneando bien, había encontrado una calabaza mediada de ginebra que nos ofreció, y aquel licor benéfico logró reanimarme un poco.

 

-Föttraflig! -dijo Hans, bebiendo a su turno.

 

-¡Excelente! -respondió mi tío.

 

Había recobrado algo la esperanza; pero nuestra última comida acababa de terminarse. Eran entonces las cinco de la mañana.

 

La constitución del hombre es tal, que su salud es un efecto puramente negativo; una vez satisfecha la necesidad de comer, es difícil imaginarse los horrores del hambre; es preciso experimentarlos para comprenderlos. Al salir de prolongada abstinencia, algunos bocados de galleta y de carne triunfaron de nuestros pasados dolores.

 

Sin embargo, después de este banquete, cada cual se entregó a sus reflexiones. ¿En qué soñaba Hans, el hombre del extremo Occidente, quien poseía la resignación fatalista de los orientales? Por lo que a mí respecta, mis pensamientos se encontraban llenos de recuerdos y éstos me conducían a la superficie del globo, que nunca hubiera debido abandonar. La casa de la König-strasse, mi pobre Graüben, la excelente Marta pasaron, cual visiones, por delante de mis ojos, y, en los lúgubres ruidos que se transmitían a través del macizo de granito, creía sorprender el ruido de las ciudades de la tierra.

 

Por lo que respecta a mi tío, aferrado siempre a su idea, examinaba con escrupulosa atención la naturaleza de las terrenos; trataba de darse cuenta de su situación, observando las capas superpuestas. Este cálculo, o por mejor decir esta apreciación, tan sólo podía ser aproximada para un sabio que es siempre un sabio, cuando logra conservar su sangre fría, y hay que reconocer que el profesor Lidenbrock poseía esta cualidad en un grado poco común.

 

Oíale murmurar palabras de la ciencia geológica, que me eran bien conocidas; y esto era causa de que, aun a mi pesar, me interesase en aquel supremo estudio.

 

-Granito eruptivo-decía-; nos hallamos aún en la época primitiva; pero, como ascendemos sin cesar, ¿quién sabe, todavía?

 

¡Quién sabe! Aún no había perdido la esperanza. Palpaba con la mano la pared vertical, y algunos instantes después, proseguía:

 

-He aquí los gneis. He aquí los micaesquistos. ¡Bueno! Pronto llegarán los terrenos de la época de transición, y entonces...

 

¿Qué quería decir el profesor? ¿Podía medir el espesor de la corteza terrestre suspendida sobre nuestras cabezas? ¿Poseía algún medio de hacer semejante cálculo? No. Le faltaba el manómetro, y la mera apreciación no podía suplir sus preciosas indicaciones.

 

Sin embargo, la temperatura aumentaba en progresión importante, y me sentía bañado de sudor en medio de una atmósfera abrasadora. Sólo podía compararla al calor que despiden los hornos de una fundición cuando se efectúan las coladas. Poco a poco, Hans, mi tío y yo nos habíamos ido despojando de nuestros chaquetas y chalecos; la prenda más ligera causaba un gran malestar, por no decir sufrimiento.

 

-¿Será acaso que subimos hacia un foco incandescente? exclamé, en un momento en que el calor aumentaba.

 

-No -respondió mi tío-; es imposible, ¡imposible!

 

-Sin embargo-insistí yo, palpando la pared-, esta muralla quema.

 

Al decir esto, rozó mi mano la superficie del agua y tuve que retirarlo a todo prisa.

 

-¡El agua abrasa! -exclame.

 

El profesor esta vez respondió solamente con un gesto de cólera.

 

Un terror invisible se apoderó entonces de mi mente y ya no me fue posible verme libre de él. Presentía una catástrofe próxima, tan espantosa como la imaginación más audaz no hubiera podido concebir. Una idea, incierta y vaga primero, se trocó en certidumbre en mi espíritu. La rechacé, mas tornó con obstinación nuevamente. No me atrevía a formularla sin embargo, algunas observaciones involuntarias me hicieron adquirir la convicción. A la dudosa luz de la antorcha, advertí en las capas graníticas movimientos desordenados; iba evidentemente a producirse un fenómeno en el que la electricidad desempeñaba un papel; además, aquel calor excesivo, aquel agua en ebullición... Decidí observar la brújula, pero estaba como loca.

 

XLIII

 

¡Si, sí! ¡Estaba como loca! La aguja saltaba de un polo al otro con bruscas sacudidas; recorría todos los puntos del cuadrante, y giraba como si se hallase poseída de un vértigo.

 

Sabía que, según las teorías más aceptadas, la corteza mineral del globo no se encuentra jamás en estado de reposo absoluto. Las modificaciones originadas por la descomposición de las materias internas, la agitación producida por las grandes corrientes líquidas, la acción del magnetismo, tienden incesantemente a conmoverla, aunque los seres diseminados en su superficie no sospechen siquiera la existencia de estas agitaciones. Así, pues, por sí solo, este fenómeno no me habría causado susto, o, por lo menos no me habría hecho concebir una idea tan terrible.

 

Mas otros hechos, ciertos detalles sui generis, no pudieron engañarme por más tiempo; las detonaciones se multiplicaban con una espantosa intensidad; sólo podía compararlas con el ruido que producirían un gran número de carros arrastrados rápidamente sobre un brusco empedrado. Era un trueno continuo.

 

Después, la brújula, enloquecida, sacudida por los fenómenos eléctricos, confirmaba mi opinión; la corteza mineral amenazaba romperse ; los macizos graníticos, juntarse; el vacío, llenarse; el pozo, rebosar, y nosotros, pobres átomos, íbamos a ser triturados en aquella formidable compresión.

 

-¡Tío, tío! --exclamé-; ¡ahora sí que estamos perdidos!

 

-¿Que motiva tu nuevo terror? -me respondió con calma sorprendente-. ¿Qué tienes? ¿qué te pasa?

 

-¡Que qué tengo! Observe usted esas paredes que se agitan, ese macizo que se disloca, esa agua en ebullición, los vapores que se espesan, esta aguja que oscila, este calor insufrible, indicios todos de tan enorme terremoto.

 

Mi tío sacudió la cabeza con calma.

 

-¿Un terremoto has dicho? -preguntó.

 

-Sí, ciertamente.

 

-No, hijo mío; me parece que te engañas.

 

-¡Cómo! ¿No son éstos los signos precursores...?

 

-¿De un terremoto? ¡No! ¡Espero algo más grande

 

-¿Qué quiere usted decir?

 

-¡Una erupción, Axel!

 

-¡Una erupción! -exclamé-. ¿Nos hallamos en la chimenea de un volcán en actividad?

 

-Así lo creo -dijo el profesor sonriendo-: y a fe que es lo mejor que pudiera ocurrirnos.

 

¡Lo mejor que pudiera ocurrirnos! ¡Pero entonces mi tío se había vuelto loco! ¿Qué significado tenían sus palabras? ¿Cómo explicarse su sonrisa?

 

-¡Cómo! -exclamé-, nos hallamos envueltos en una erupción volcánica, la fatalidad nos ha arrojado en el camino de las lavas incandescentes, de las rocas encendidas, de las aguas hirvientes, de todas las materias eruptivas; vamos a ser repelidos, expulsados, arrojados, vomitados, lanzados al espacio entre rocas enormes, en medio de una lluvia de cenizas y de escorias, envueltos en un torbellino de llamas, ¡y aún se atreve usted a decir que es lo mejor que pudiera sucedernos!

 

-Sí -dijo el profesor, mirándome por encima de las gafas-, ¡porque es la única probabilidad que tenemos de volver a la superficie de la tierra!

 

Renuncié a enumerar las mil ideas que cruzaron entonces por mi mente. Mi tío tenía razón en todo absolutamente, y jamás me pareció ni más audaz ni más convencido que en aquellos instantes en que esperaba y veía venir con calma las temibles contingencias de una erupción.

 

Entretanto, seguíamos subiendo, no cesando en toda la noche nuestro movimiento ascensional; el estrépito que nos rodeaba crecía constantemente; me sentía casi asfixiado, y estaba convencido de que mi última hora se acercaba; sin embargo, la imaginación es tan rara, que me entregué a una serie de reflexiones verdaderamente pueriles. Pero lejos de dominar mis pensamientos, me encentraba subordinado a ellos.

 

Era evidente que subíamos, empujados por un aluvión eruptivo; debajo de la balsa había aguas hirvientes, y debajo de éstas, una pasta de lavas, un conglomerado de rocas que, al llegar a la boca del cráter, se dispersarían en todos direcciones. Nos encontrábamos, pues, en la chimenea de un volcán. Sobre esto, no había duda.

 

Pero en esta ocasión, no se trataba del Sneffels, volcán apagado ya, sino de otro volcán en plena actividad. Por eso me devanaba los sesos pensando en cuál podía ser aquella montaña y en qué parte del mundo íbamos a ser vomitados.

 

En las regiones del Norte, sin duda de ningún género. Antes de volverse loca la brújula, nos había indicado siempre que marchábamos hacia el Norte; y, a partir del Cabo Saknussemm, habíamos sido arrastrados centenares de leguas en esta dirección. Ahora bien, ¿nos hallábamos otra vez debajo de Islandia? ¿Íbamos a ser arrójados por el cráter del Hecla, o por alguno de los siete montes ignívomos de la isla?

 

En un radio de 500 leguas, al Oeste, no veía, bajo aquel paralelo, más que los volcanes mal conocidos de la costa noroeste de América. Al Este, sólo existía uno en el 80° de latitud el Esk, en la isla de Juan Mayen, no lejos de Spitzberg. Cráteres no faltaban, ciertamente, y bastante espaciosos para vomitar un ejército entero; pero yo pretendía adivinar por cuál de ellos íbamos a ser arrojados.

 

Al amanecer, aceleróse el movimiento ascensional. El hecho de que aumentara el calor, en vez de disminuir, al aproximarnos a la superficie del globo, se explica por ser local y debido a la influencia volcánica. Nuestro género de locomoción no podía dejar en mi ánimo la más ligera duda sobre este particular; una fuerza enorme, una fuerza de varios centenares de atmósferas, engendrada por los vapores acumulados en el seno de la tierra, nos impulsaba con energía irresistible. Pero, a qué innumerables peligros nos exponíamos!

 

No tardaron en penetrar en la galería vertical, que iba aumentando en anchura, reflejos amarillentos, a cuya luz distinguía a derecha a izquierda, profundos corredores que semejaban túneles inmensos de los que se escapaban espesos vapores, y largas lenguas de fuego lamían chisporroteando sus paredes.

 

¡Mire usted! ¡Mire usted, tío! -exclamé.

 

¡No te importe. Son llamas sulfurosas que no faltan en ninguna erupción.

 

-Pero, ¿y si nos envuelven?

 

-No nos envolverán.

 

-Pero, ¿y si nos asfixian?

 

-No nos asfixiarán; la galería se ensancha, y, si fuere necesario, abandonaríamos la balsa para guarecernos en alguna grieta.

 

-¿Y el agua? ¿Y el agua que sube?

 

-Ya no hay agua ninguna, Axel, sino uno especie de pasta de lava que nos eleva consigo hasta la boca del cráter.

 

En efecto, la columna líquida había desaparecido, siendo reemplazado por materias eruptivas bastante densas, aunque hirvientes. La temperatura se hacía insoportable, y un termómetro expuesto en aquella atmósfera habría marcado más de 70°. El sudor me inundaba, y si la ascensión no hubiera sido tan rápida, nos habríamos asfixiado sin duda.

 

No insistió el profesor en su propósito de abandonar la balsa, a hizo bien. Aquel puñado de tablas mal unidas ofrecían una superficie sólida, un punto de apoyo que, de otro modo, no hubiéramos hallado.

 

A eso de las ocho de la mañana, sobrevino un nuevo incidente. Cesó el movimiento ascensional de improviso y la balsa quedó completamente inmóvil.

 

-¿Qué es esto? -pregunté yo, sacudido por aquella parada repentina que me hizo el efecto de un choque.

 

-Un alto -respondió mi tío.

 

-¿Es que la erupción se calma?

 

-Me parece que no.

 

Me levanté y traté de averiguar lo que ocurría en torno nuestro. Tal vez la balsa, detenida por alguna roca saliente, oponía una resistencia momentánea a la masa eruptiva. En este caso, era preciso apresurarse a librarla cuanto antes del tropiezo.

 

Mas no había obstáculo alguno. La columna de cenizas, escorias y piedras, había dejado de subir de una manera espontánea.

 

-¿Se habrá detenido la erupción por ventura?-dije yo.

 

-¡Ah! -exclamó mi tío, apretando los dientes- si tal temes, tranquilízate, hijo mío! ; esta calma no puede prolongarse; hace cinco minutos que dura, y no tardaremos en reanudar nuestra ascensión hacia la boca del cráter.

 

Al hablar así, el profesor no cesaba de consultar su cronómetro, y tampoco esta vez se equivocó en sus pronósticos. Pronto volvió a adquirir la balsa un movimiento rápido y desordenado que duró dos minutos aproximadamente y se detuvo de nuevo.

 

Bueno -dijo mi tío, mirando la hora-, dentro de diez minutos nos pondremos en marcha nuevamente.

 

-¿Diez minutos?

 

-Sí. Nos hallamos en un volcán de erupción intermitente, que nos deja respirar al mismo tiempo que él.

 

Así sucedió en efecto. A los diez minutos justos, fuimos empujados de nuevo con una velocidad asombrosa.

 

Era preciso agarrarse fuertemente a las tablas para no ser despedidos de la balsa. Después, cesó otra vez la impulsión.

 

Más tarde he reflexionado acerca de este extraño fenómeno, sin podérmelo explicar de un modo satisfactorio. Sin embargo, me parece evidente que no nos encontrábamos en la chimenea principal del volcán, sino en algún conducto accesible donde repercutían los fenómenos que en aquélla tenían efecto.

 

No puedo precisar cuántas veces se repitió esta maniobra; lo que sí puedo decir es que, cada vez que se reproducía el movimiento, éramos despedidos con una violencia mayor recibiendo la impresión de ser lanzados dentro de un proyectil.

 

-Mientras permanecíamos parados, me asfixiaba; y, durante las ascensiones, el aire abrasador me cortaba la respiración. Pensé un instante en el placer inmenso de volverme a encontrar súbitamente en las regiones hiperboreales a una temperatura de 30° bajo cero. Mi imaginación exaltada se paseaba por las llanuras de nieve de las regiones árticas, y anhelaba el momento de poderme revolcar sobre la helada alfombra del polo.

 

Poco a poco, mi cabeza, trastornada por tan reiteradas sacudidas, se extravió, y a no ser por los brazos vigorosos de Hans, en más de una ocasión me habría destrozado el cráneo contra la pared de granito.

 

No he conservado ningún recuerdo preciso de lo que ocurrió durante las horas siguientes. Tengo una idea confusa de detonaciones continuas, de la agitación del macizo de granito, del movimiento giratorio que se apoderó de la balsa, la cual se balanceaba sobre las olas de lava, en medio de una lluvia de cenizas. La envolvieron llamas crepitantes. Un viento huracanado, como despedido por un ventilador colosal activaba los fuegos subterráneos.

 

Por vez postrera vi el semblante de Hans alumbrado por los resplandores de un incendio, y no experimenté más sensación que el espanto siniestro del hombre condenado a morir atado a la boca de un cañón, en el momento en que sale el tiro y disperso sus miembros por el aire.

 

XLIV

 

Cuando volví a abrir los ojos, me sentí asido por la cintura por la mano vigorosa de Hans, quien, con la otra, sostenía también a mi tío. No me encontraba herido gravemente, pero si magullado por completo cual si hubiera recibido una terrible paliza.

 

Encontréme tendido sobre la vertiente de una montaña, a dos pasos de un abismo en el cual me habría precipitado al menor movimiento. Hans me había salvado de la muerte mientras rodaba por las flancos del cráter.

 

-¿Dónde estamos? -preguntó mi tío, dando muestras de gran irritación por haber salido a la superficie de la tierra.

 

El cazador se encogió de hombros para manifestar su ignorancia.

 

-¿En Islandia? -dije yo.

 

-Nej -respondió Hans.

 

-¡Cómo que no! -exclamó el profesor.

 

-Hans se engaña -dije yo levantándome.

 

Después de las innumerables sorpresas de aquel viaje, todavía nos estaba reservada otra nueva estupefacción. Esperaba encontrarme en un cono cubierto de nieves eternas, en medio de los áridos desiertos de las regiones septentrionales, bajo los pálidos rayos de un cielo polar, más allá de las más elevadas latitudes: mas, en contra de todas mis suposiciones mi tío, el islandés y yo nos hallábamos tendidos hacia la mitad de la escarpada vertiente de una montaña calcinada por las ardores de un sol que nos abrasaba.

 

No quería dar crédito a mis ojos, pero la tostadura real que sufría mi organismo no dejaba duda alguna. Habíamos salido medio desnudos del cráter, y el astro esplendoroso, cuyos favores no habíamos solicitado durante los dos últimas meses, se nos mostraba pródigo de luz y de calor y nos envolvía en oleadas de sus espléndidos rayos.

 

Cuando se acostumbraron mis ojos a aquellos resplandores, a los cuales se habían deshabituado, me valí de ellos para rectificar los errores de mi imaginación. Por lo menos quería hallarme en Spitzberg, y no había manera de convencerme de lo contrario.

 

El profesor fue el primero que tomó la palabra, diciendo:

 

-En efecto, este paisaje no se parece en nada a los de Islandia.

 

-¿Y a la isla de Juan Mayen? -respondí yo.

 

-Tampoco, hijo mío. No es éste un volcán del Norte, con sus colinas de granito y su casquete de nieve.

 

-Sin embargo...

 

-¡Mira, Axel, mira!

 

Encima de nuestras cabezas, a quinientos pies a lo sumo, se abría el cráter de un volcán, por el cual se escapaba, de cuarto en cuarto de hora, con fuerte detonación, una alta columna de llamas, mezcladas con piedra pómez, cenizas y lavas. Sentía las convulsiones de la montaña, que respiraba como las ballenas, arrojando de tiempo en tiempo fuego y aire por sus enormes respiraderos. Debajo, y por una pendiente muy rápida, las capas de materias eruptivas precipitábanse a una profundidad de 700 u 800 pies, lo que daba para el volcán una altura inferior a 100 toesas. Su base desaparecía en un verdadera bosque de árboles verdes, entre los que distinguí olivos, higueras y vides cargadas de uvas rojas.

 

Preciso era confesar que aquél no era el aspecto de las regiones árticas.

 

Cuando rebasaba la vista aquel cinturón de verdura, iba rápidamente a perderse en las aguas de un mar admirable o de un lago, que hacían de aquella tierra encantada una isla que apenas medía de extensión unas leguas. Por la parte de Levante, se veía un pequeño puerto, precedido de algunas casas, en el que a impulso de las alas azules; se mecían varios buques de una forma especial. Más lejos, emergían de la líquida llanura tan gran número de islotes, que semejaban un inmenso hormiguero.

 

Hacia poniente, lejanas costas se divisaban en el horizonte, perfilándose sobre algunas de aquellas montañas azules de armoniosa conformación, y sobre otras, más remotas aún, se elevaba un cono de prodigiosa altura, en cuya cima se agitaba un penacho de humo.

 

Por el Norte, se divisaba una inmensa extensión de mar, que relumbraba al influjo de los rayos solares, sobre la cual se veía de trecho en trecho la extremidad de un mástil o la convexidad de una vela hinchada por el viento.

 

Lo imprevisto de semejante espectáculo centuplicaba aún sus maravillosas bellezas.

 

-¿Dónde estamos? ¿Dónde estamos?-repetía yo.

 

Hans cerraba, con indiferencia, los ojos, y mi tío lo escudriñaba todo, sin darse apenas cuenta de nada.

 

-Sea cual fuere esta montaña -dijo al fin- hace bastante calor; las explosiones no cesan, y no valdría la pena de haber escapado de las peligros de una erupción para recibir la caricia de un pedazo de roca en la cabeza. Descendamos, y sabremos a qué nos atenernos. Por otra parte, me muero de hambre y de sed.

 

Decididamente, el profesor no era un espíritu contemplativo. Por lo que a mí respecta, olvidando las fatigas y las necesidades, habría permanecido en aquel sitio durante muchas horas aún; pero fue preciso seguir a mis compañeros.

 

El talud del volcán presentaba muy rápidas pendientes; nos deslizábamos a lo largo de verdaderos barrancos de ceniza, evitando las corrientes de lava que descendían como serpientes de fuego; y yo, mientras, conversaba con volubilidad, porque mi imaginación se hallaba demasiado repleta de ideas, y era preciso darle algún desahogo.

 

-¿Nos encontramos en Asia -exclamé-, en las costas de la India, en las islas de la Malasia, en plena Oceanía? ¿Hemos atravesado la mitad del globo terráqueo para salir de él por las antípodas de Europa?

 

-Pero, ¿y la brújula? -respondió mi tío.

 

-¡Sí, sí! ¡Fiémonos de la brújula! A dar crédito a sus indicaciones, habríamos marchado siempre hacia el Norte.

 

-¡Según eso, ha mentido!

 

-¡Oh¡ ¡Mentido! ¡mentido!

 

-¡A menos que este sea el Polo Norte.

 

-¡El Polo! No; pero...

 

Era un hecho inexplicable; yo no sabía qué pensar.

 

Entretanto, nos aproximábamos a aquella verdura que tanto recreaba la vista. Se hacía sentir el hambre, como asimismo la sed. Por fortuna, después de dos horas de marcha, se presentó ante nuestros ojos una hermosa campiña, enteramente cubierta de olivos, de granados y de vides que parecían pertenecer a todo el mundo. Por otra parte, en el estado de desnudez y abandono en que nos encontrábamos, no era ocasión de andarse con muchos escrúpulos. ¡Con qué placer oprimimos entre nuestros labios aquellas sabrosas frutas, aquellas dulces y jugosísimas uvas! No lejos, entre la hierba, a la sombra deliciosa de los árboles, descubrí un manantial de agua fresca, en la que sumergimos nuestras caras y manos con indecible placer.

 

Mientras nos entregábamos a todas las delicias del reposo, apareció un chiquillo entre dos grupos de olivos.

 

-¡Ah! -exclamé-, un habitante de este bienaventurado país.

 

Era una especie de pordioserillo miserablemente vestido, de aspecto bastante enfermizo, a quien nuestra presencia pareció intimidar extraordinariamente; cosa que a la verdad, no tenía nada de extraña, pues medio desnudos y con nuestras barbas incultas, teníamos muy mal cariz; y al menos que no nos hallásemos en un país de ladrones, nuestras extrañas figuras tenían necesariamente que amedrentar a sus habitantes.

 

En el momento en que el rapazuelo emprendió, asustado, la huida, corrió Hans detrás de él y lo trajo nuevamente, a pesar de sus puntapiés y sus gritos.

 

Mi tío comenzó por tranquilizarlo como Dios le dio a entender, y, en correcto alemán, le preguntó:

 

-¿Cómo se llama esta montaña, amiguito?

 

El niño no respondió.

 

-Bueno -dijo mi tío-; no estamos en Alemania.

 

Formuló la misma pregunta en inglés, y tampoco contestó el chiquillo. A mi me devoraba, la impaciencia.

 

-¿Será mudo? -exclamó el profesor, quien, orgulloso de su poliglotismo, repitió en francés la pregunta.

 

El mismo silencio del niño.

 

-Ensayemos el italiano -dijo entonces mi tío. Y le preguntó en esta lengua:

 

-Dove siamo?

 

-Sí, ¿dónde estamos? -repetí con impaciencia. Pero el niño no respondió tampoco.

 

-¡Demontre! -exclamó mi tío, que empezaba a encolerizarse, dándole un tirón de orejas-, ¿acabarás de reventar de una vez? ¿Come si noma qaesta isola?

 

-Strombolí -repitió el pastorcillo, escapándose de las manos de Hans y emprendiendo veloz carrera a través de los olivos hasta llegar a la llanura, sin que nos volviéramos a ocupar más de él.

 

¡El Estrómboli! ¡Oh, qué efecto produjo en mi imaginación aquel nombre inesperado! Nos hallábamos en pleno Mediterráneo, en medio del archipiélago eolio, de mitológica memoria, en la antigua Strongyle, donde Eolo tenía encadenados los vientos y tempestades. Y aquellas montañas azules que se veían por el Este eran las montañas de Calabria. Y aquel volcán que se erguía en el horizonte del Sur era nada menos que el implacable Etna.

 

-¡El Estrómboli! -repetía yo-, ¡el Estrómboli!

 

Mi tío me acompañaba con sus gestos y palabras. Parecía que estábamos cantando un dúo.

 

-¡Oh, qué viaje! ¡qué maravilloso viaje! ¡Entrar por un volcán y salir por otro, situado a más de 1.200 leguas del Sneffels, de aquel árido país de Islandia. enclavado en los confines del mundo! Los azares de la expedición nos habían transportado al seno de las más armoniosas comarcas de la tierra. Habíamos trocado la región de las nieves eternas por la de la verdura infinita, y abandonado las nieblas cenicientas de las zonas heladas para venir a cobijarnos bajo el cielo azul de Sicilia.

 

Después de una deliciosa comida compuesta de frutas y agua fresca, volvimos a ponernos en marcha con dirección al puerto de Estrómboli.

 

No nos pareció prudente divulgar la manera cómo habíamos llegado a la isla: el espíritu supersticioso de los italianos no hubiera visto en nosotros otra cosa que demonios vomitados por las entrañas del infierno: así que nos resignamos a pasar por pobres náufragos. Era menos gloriosa, pero mucho más seguro.

 

Por el camino, oí murmurar a mi tío:

 

-¡Pero esa brújula! ¡Esa brújula que señalaba el Norte! ¿Cómo explicarse este hecho?

 

-A fe mía -dije yo con el mayor desdén-, que no vale la pena que nos devanemos los sesos tratando de buscarle una explicación.

 

-¡Qué dices, insensato! ¡Un catedrático del Johannaeum que no supiera dar una explicación de un fenómeno cósmico sería un bochorno inaudito!

 

Y al expresarse de este modo; mi tío, medio desnudo, con la bolsa de cuero alrededor de la cintura, y afïanzándose las gafas sobre la nariz, volvió o ser otra vez el terrible profesor de mineralogía.

 

Una hora después de haber abandonado el bosque de los olivos, llegamos al puerto de San Vicenzo, donde Hans reclamó el importe de su decimotercia semana de servicio, que le fue religiosamente pagado, cruzándose entre todos los más calurosos apretones de manos.

 

En el momento aquel, si no participó de nuestra natural y legítima emoción, se dejó arrastrar por lo menos por un impulso de extraordinaria expansión.

 

Estrechó ligeramente nuestras manos con las puntas de sus dedos y se dibujó en sus labios una ligera sonrisa.

 

XLV

 

He aquí la conclusión de un relato que no querrán creer ni aun las personas más acostumbradas a no asustarse de nada. Pero me he puesto en guardia de antemano contra la credulidad de los hombres.

 

Fuimos recibidos por las pescadores de Estrómboli con las consideraciones debidas a unos náufragos. Nos proporcionaron vestidos y víveres: y, después de cuarenta y ocho horas de espera, el 31 de agosto, una embarcación pequeña nos condujo a Mesina, donde algunos días de reposo bastaron para reponer nuestras fuerzas.

 

El viernes, 4 de septiembre, nos embarcamos a bordo del Volturne, uno de los vapores de las mensajerías imperiales de Francia, y, tres días más tarde tocamos tierra en Marsella, sin más preocupación en nuestro espíritu que nuestra maldita brújula. Aquel hecho inexplicable no cesaba de inquietarnos seriamente. El 9 de septiembre, por la noche, llegamos, por fin, a Hamburgo.

 

Imposible describir la estupefacción de Marta y la alegría de Graüben al vernos entrar por las puertas.

 

-¡Ahora que eres un héroe -me dijo mi adorada prometida-, no tendrás necesidad de separarte más de mí, Axel!

 

La miré, y ella me sonrió entre sus lágrimas.

 

Puede calcular el lector la sensación que produciría en Hamburgo la vuelta del profesor Lidenbrock. Gracias a las indiscreciones de Marta, la noticia de su partida para el centro de la tierra se había esparcido por el mundo entero. Pero nadie le creyó, y, al verlo de regreso, tampoco se le dio crédito.

 

Sin embargo, la presencia de Hans y las informaciones de Islandia modificaron la pública opinión.

 

Entonces mi tío llegó a ser un personaje importante, y yo, el sobrino de un ilustre sabio, lo que ya es alguna cosa. La ciudad de Hamburgo dio una fiesta en nuestro honor. Se celebró una sesión pública en el Jahannaeum, en la que el profesor hizo un detallado relato de su expedición, omitiendo, naturalmente, los hechos extraordinarios relativos a la brújula. Aquel mismo día depositó en los archivos de la ciudad el documento de Saknussemm, expresando el vivo sentimiento que le causaba el hecho de que las circunstancias, más poderosas que su voluntad, no le hubiesen permitido seguir hasta el centro de la tierra las huellas del explorador islandés. Fue modesto en su gloria, lo cual hizo aumentar su reputación.

 

Tantos honores tenían necesariamente que suscitarle envidiosos. Así sucedió, en efecto, y, como sus teorías, basadas en hechos ciertos, contradecían los sistemas establecidos por la ciencia sobre la cuestión del fuego central, sostuvo verbalmente y por escrito muy notables polémicas con los sabios de todos los países.

 

Por lo que a mí respecta, no puedo aceptar su teoría relativa al enfriamiento; a pesar de cuanto he visto, creo y seguiré creyendo siempre en el calor central; pero confieso que ciertas circunstancias, aún no muy bien definidas, pueden modificar esta ley bajo la acción de ciertos fenómenos naturales.

 

En el momento en que más enconadas eran las discusiones, experimentó mi tío un verdadero disgusto. Hans, a pesar de sus ruegos, se marchó de improviso de Hamburgo. El hombre a quien todo se lo debíamos no quiso permitir que le pagásemos nuestra deuda, minado por la nostalgia que le producía el recuerdo de su querida Islandia.

 

-Färval! -nos dijo un día; y, sin más despedida, partió para Reykiavik adonde llegó felizmente.

 

Profesábamos un verdadero afecto a aquel hombre singular que nos había salvado la vida en varias ocasiones; su ausencia no nos hará olvidar la deuda de gratitud que tenemos con él contraída, y abrigo la esperanza de no abandonar este mundo sin volver a verle otra vez.

 

Para concluir, añadiré que este Viaje al centro de la Tierra produjo una unánime sensación en el mundo. Fue traducido e impreso en todas las lenguas; los más importantes periódicos publicaron sus principales episodios, que fueron comentados, discutidos, atacados y defendidos con igual entusiasmo por los creyentes e incrédulos. Y, cosa rara, mi tío disfrutó todo el resto de su vida de la gloria que había conquistado, y no faltó un señor Barnuim que le propusiese exhibirle, a muy elevado precio, en los Estados Unidos.

 

Pero un profundo disgusto, un verdadero tormento amargaba esta gloria. El hecho de la brújula seguía sin explicación, y el que semejante fenómeno no hubiese sido explicado constituía verdaderamente un suplicio para la inteligencia de un sabio. El Cielo, sin embargo, reservaba a mi tío una felicidad completa.

 

Un día, arreglando en su despacho una colección de minerales, descubrí la famosa brújula y me puse a examinarla.

 

Hacía seis meses que estaba allí, en un rincón, sin poder sospechar los quebraderos de cabeza que estaba proporcionando.

 

¡Qué estupefacción la mía! Lancé un grito que hizo acudir al profesor.

 

-¿Qué ocurre? -preguntó.

 

-¡Esta brújula!

 

-¿Qué? ¡Acaba!

 

-¡Que su aguja señala hacia el Sur, en vez de señalar hacia el Norte!

 

-¿Qué dices?

 

-¡Mire usted! ¡Sus polos están invertidos!

 

-¡Invertidos!

 

Mi tío miró, comparó y pegó un salto que hizo retemblar la casa.

 

¡Qué luz tan viva iluminó de repente su inteligencia y la mía!

 

-¿De suerte -exclamó cuando pudo recuperar el uso de la palabra, que desde nuestra llegada al cabo Saknussemm, la aguja de esta condenada brújula señalaba hacia el Sur, en vez de señalar hacia el Norte?

 

-No cabe duda alguna.

 

-Nuestro error se explica entonces de un modo satisfactorio. Pero, ¿qué fenómeno ha podido producir esta inversión de sus polos?

 

-La cosa no puede ser más sencilla.

 

-Explícate, hijo mío.

 

-Durante la tempestad que hubo de desarrollarse en el mar de Lidenbrock, aquel globo de fuego que imanó el hierro de la balsa, desorientó nuestra brújula, invirtiendo sus polos.

 

-¡Ah! --exclamó el profesor, soltando la carcajada-, ¡buena nos lo ha jugado la electricidad!

 

A partir de aquel día, fue mi tío el más feliz de los sabios, y yo el más dichoso de los hombres; porque mi bella curlandesa, renunciando a su calidad de pupila, ocupó en la modesta casa de  Kónig-strasse el doble puesto de sobrina y de esposa. No creo necesario añadir que su tío fue el ilustre profesor Otto Lidenbrock, miembro correspondiente de todas las sociedades científicas, geográficas y mineralógicas de las cinco partes del mundo.

 

FIN