Viaje al Centro de la Tierra 2. Segunda entrega
de Julio Verne

Viaje al Centro de la Tierra 2. Segunda entrega

 

De Julio Verne

 

 

Era víctima de una especie de alucinación; me asfixiaba; sentía necesidad de aire puro. Instintivamente, me abanicaba con la hoja de papel. cuyo anverso y reverso se presentaba de este modo alternativamente a mi vista.

 

Júzguese mi sorpresa cuando, en una de estas rápidas vueltas, en el momento de quedar el reverso ante mis ojos, creí ver aparecer palabras perfectamente latinas, como craterem y terrestre entre otras.

 

Súbitamente se presentó la claridad en mi espíritu: acababa de descubrir la clave del enigma. Para leer el documento no era ni siquiera preciso mirarlo al trasluz con hoja vuelta del revés. No. Podía leerse de corrido tal como me había sido dictado. Todas las ingeniosas suposiciones del profesor se realizaban; había acertado la disposición de las letras y la lengua en que estaba redactado el documento. Había faltado poco para que mi tío pudiese leer de cabo a rabo aquella frase latina, y este poco lo acababa de revelar yo por obra de la casualidad.

 

No es difícil imaginar mi emoción. Mis ojos se turbaron y no podía servirme de ellos. Extendí la hoja de papel sobre la mesa y sólo me faltaba fijar la mirada en ella para poseer el secreto.

 

Por fin logré calmar mi agitación. Resolví dar dos vueltas alrededor de la estancia para apaciguar mis nervios, y me arrellané después en el amplio butacón.

 

“Leamos” me dije en seguida, después de haber hecho una buena provisión de aire en mis pulmones.

 

Me incliné sobre la mesa, puse un dedo sucesivamente sobre cada letra, y, sin titubear, sin detenerme un momento, pronuncié en alta voz la frase entera. ¡Qué inmensa estupefacción y terror se apoderaron de mí! Quedé al principio como herido por un rayo. ¡Cómo! ¡Lo que yo acababa de leer se había efectuado! Un hombre había tenido la suficiente audacia para penetrar...

 

-¡Ah! -exclamé dando un brinco-; no, no; ¡mi tío jamás lo sabrá! ¡No faltaría más sino que tuviese noticia de semejante viaje! En seguida querría repetirlo sin que nadie lograse detenerlo. Un geólogo tan exaltado, partiría a pesar de todas las dificultades y obstáculos, llevándome consigo, y no regresaríamos jamás; ¡pero jamás!

 

Me encontraba en un estado de sobreexcitación indescriptible.

 

-No, no; eso no será -dije con energía-; y, puesto que puedo impedir que semejante idea se le ocurra a mi tirano, lo evitaré a todo trance. Dando vueltas a este documento, podría acontecer que descubriese la clave de una manera casual. ¡Destruyámoslo!

 

Quedaban en la chimenea aún rescoldos, y, apoderándome con mano febril no sólo de la hoja de papel, sino también del pergamino de Saknussemm, iba ya a arrojarlo todo al fuego y a destruir de esta suerte tan peligroso secreto, cuando se abrió la puerta del despacho y apareció mi tío en el umbral.

 

V

 

Apenas me dio tiempo de dejar otra vez sobre la mesa el malhallado documento.

 

El profesor Lidenbrock parecía en extremo preocupado. Su pensamiento dominante no le abandonaba un momento. Había evidentemente escudriñado y analizado el asunto poniendo en juego, durante su paseo, todos los recursos de su imaginación, y volvía dispuesto a ensayar alguna combinación nueva.

 

En efecto, se acomodó en su butaca, y. con la pluma en la mano, empezó a escribir ciertas fórmulas que recordaban los cálculos algebraicos.

 

Yo seguía con la mirada su mano temblorosa, sin perder ni uno solo de sus movimientos. ¿Qué resultado imprevisto iba a producirse de pronto? Me estremecía sin razón, porque una vez encontrada la verdadera, la única combinación, todas las investigaciones debían forzosamente resultar infructuosas.

 

Trabajó durante tres horas largas sin hablar, sin levantar la cabeza, borrando, volviendo a escribir, raspando, comenzando de nuevo mil veces.

 

Bien sabía yo que, si lograba coordinar estas letras de suerte que ocupasen todas las posiciones relativas posibles, acabaría por encontrar la frase. Pero no ignoraba tampoco que con sólo veinte letras se pueden formar dos quinquillones, cuatrocientos treinta y dos cuatrillones, novecientos dos trillones, ocho mil ciento setenta y seis millones, seiscientas cuarenta mil combinaciones.

 

Ahora bien, como el documento constaba de ciento treinta y dos letras, y el número que expresa el de frases distintas compuesta de ciento treinta y tres letras, tiene, por la parte más corta, ciento treinta y tres cifras, cantidad que no puede enunciarse ni aun concebirse siquiera, tenía la seguridad de que, por este método, no resolvería el problema.

 

Entretanto, el tiempo pasaba, se hizo la noche cerrada y cesaron los ruidos de la calle; mas mi tío, abismado por completo en su tarea, no veía ni entendía absolutamente nada, ni aun siquiera a la buena Marta que entreabrió la puerta y dijo:

 

-¿Cenará esta noche el señor?

 

Marta tuvo que marcharse sin obtener ninguna respuesta. Por lo que respecta a mí, después de resistir durante mucho tiempo, me sentí acometido por un sueño invencible, y me tiré a dormir en un extremo del sofá, mientras mi tío proseguía sus complicados cálculos.

 

Cuando me desperté al día siguiente, el infatigable peón trabajaba todavía. Sus ojos enrojecidos, su tez pálida, sus cabellos desordenados por sus dedos febriles, sus pómulos amoratados delataban bien a las claras la lucha desesperada que contra lo imposible había sostenido, y las fatigas de espíritu y la contención cerebral que, durante muchas horas, había experimentado.

 

Si he de decir la verdad, sentí compasión. A pesar de los numerosos motivos de queja que creía tener contra él, me había conmovido. Se encontraba el infeliz tan absorbido por su idea, que ni de encolerizarse se acordaba. Todas sus fuerzas vivas se reconcentraban en un solo punto, y como no hallaban salida por su cauce ordinario, era muy de temer que su extraordinaria tensión le hiciese estallar de un momento a otro.

 

Yo podía con un solo gesto aflojar el férreo tornillo que le comprimía el cráneo. Una sola palabra habría bastado, ¡y no quise pronunciarla!

 

Hallándome dotado de un corazón bondadoso, ¿por qué callaba en tales circunstancias? Callaba en su propio interés.

 

“No, no” repetía en mi interior; “no hablaré”. Le conozco muy bien: se empeñaría en repetir la excursión sin que nada ni nadie lograse detenerlo. Posee una imaginación ardorosa, y, por hacer lo que otros geólogos no han hecho, sería capaz de arriesgar su propia vida. Callaré, por consiguiente; guardaré eternamente el secreto de que la casualidad me ha hecho dueño; revelárselo a él sería ocasionarle la muerte. Que lo adivine si puede; no quiero el día de mañana tener que reprocharme el haber sido causa de su perdición.

 

Una vez adoptada esta resolución, aguardé cruzado de brazos. Pero no había contado con un incidente que hubo de sobrevenir algunas horas después.

 

Cuando Marta trató de salir de casa para trasladarse al mercado, encontró la puerta cerrada y la llave no estaba en la cerradura. ¿Quién la había quitado?; evidentemente mi tío al regresar de su precipitada excursión.

 

¿Lo había hecho por descuido o con deliberada intención? ¿Quería someternos a los rigores del hambre? Esto me parecía un poco fuerte. ¿Por qué razón habíamos de ser Marta y yo víctimas de una situación que no habíamos creado? Entonces me acordé de un precedente que me llenó de terror. Algunos años atrás, en la época en que trabajaba mi tío en su gran clasificación mineralógica, permaneció sin comer cuarenta y ocho horas y toda su familia tuvo que soportar esta dieta científica. Me acuerdo que en aquella ocasión sufrí dolores de estómago que nada tenían de agradables para un joven dotado de un devorador apetito.

 

Supuse que nos íbamos a quedar sin almuerzo, como la noche anterior nos habíamos quedado sin cena. Sin embargo, me armé de valor y resolví no ceder ante las exigencias del hambre. Marta, en cambio, se lo tomó muy en serio y se desesperaba la pobre. Por lo que a mí respecta, la imposibilidad de salir de casa me afligía mucho más que la falta de comida, por razones que podrán adivinar fácilmente.

 

Mi tío trabajaba sin cesar; su imaginación se perdía en un dédalo de combinaciones. Vivía fuera del mundo y verdaderamente apartado de las necesidades terrenas.

 

A eso del mediodía, el hambre me aguijoneó seriamente. Marta, como quien no quiere la cosa, había devorado la víspera las provisiones encerradas en la despensa; no quedaba, pues, nada en casa. Sin embargo, el pundonor me hizo aceptar la situación sin protestas.

 

Por fin sonaron las dos. Aquello se iba haciendo ridículamente intolerable, y empecé a abrir los ojos a la realidad. Pensé que yo exageraba la importancia del documento; que mi tío no le daría crédito: que sólo vería en él una farsa; que, en el caso más desfavorable, lograríamos detenerle a su pesar; y, en fin, que era posible que a la larga diese él mismo con la clave del enigma, resultando en este caso infructuosos los sacrificios que suponía mi abstinencia.

 

Estas razones, que con indignación hubiera rechazado la víspera, me resultaron entonces excelentes; llegué hasta juzgar un absurdo el haber aguardado tanto tiempo, y resolví decir cuanto sabía.

 

Andaba, pues, buscando la manera de entablar conversación, cuando se levantó el catedrático, tomó su sombrero y se dispuso a salir.

 

¡Horror! ¡Marcharse de casa y dejarnos encerrados en ella...! ¡Eso nunca!

 

-Tío -le dije de pronto.

 

Pero él pareció no haberme oído.

 

-Tío Lidenbrock -repetí, levantando la voz.

 

-¿Eh? -respondió él como quien se despierta de súbito.

 

-¿Qué tenemos de la llave?

 

-¿Qué llave? ¿La de la puerta?

 

-No, no; la del documento.

 

El profesor me observó por encima de las gafas y debió ver sin duda algo extraño en mi fisonomía, pues me asió enérgicamente del brazo, y, sin poder hablar, me interrogó con la mirada.

 

Sin embargo, jamás pregunta alguna fue formulada en el mundo de un modo tan expresivo.

 

Yo movía la cabeza de arriba abajo.

 

Él sacudía la suya con una especie de conmiseración, cual si estuviese hablando con un desequilibrado.

 

Yo entonces hice un gesto más afirmativo aún.

 

Sus ojos brillaron con extraordinario fulgor y adoptó una actitud agresiva.

 

Este mudo diálogo, en aquellas circunstancias, hubiera interesado al más indiferente espectador.

 

Si he de ser franco, no me atrevía a hablar, temeroso de que mi tío me ahogase entre sus brazos en los primeros transportes de júbilo. Pero me apremió de tal modo, que tuve que responderle.

 

-Sí -le dije-, esa clave... la casualidad ha querido...

 

-¿Qué dices? -exclamó con indescriptible emoción.

 

-Tome -le dije, alargándole la hoja de papel por mí escrita-; lea usted.

 

-Pero esto no quiere decir nada -respondió él, estrujando con rabia el papel entre sus dedos.

 

-Nada, en efecto, si se empieza a leer por el principio; pero si se comienza por el fin...

 

No había terminado la frase, cuando el profesor lanzó un grito... ¿Qué digo un grito? ¡Un rugido! Una revelación acababa de hacerse en su cerebro. Estaba transfigurado.

 

-¡Ah, ingenioso Saknussemm! -exclamó-; ¿con que habías escrito tu frase al revés?

 

Y cogiendo la hoja de papel, leyó todo el documento con la vista turbada y la voz enronquecida de emoción, subiendo desde la última letra hasta la primera.

 

Estaba redactado en estos términos:

 

In Sneffels Yoculis craterem kem delibat

 

umbra Scartaris Julii intra calendas descende,

 

audax viator, el terrestre centrum attinges.

 

Kod feci. Ame Sahnussemm.

 

Lo cual, se podía traducir así:

 

Desciende al cráter- del Yocul de Sneffels que la sombra del Scartaris acaricia antes de las calendas de Julio, audaz viajero, y llegarás al centro de la tierra, como he llegado yo.

 

Ame Saknussemm.

 

Al leer esto, pegó mi tío un salto, como si hubiese recibido de improviso la descarga de una botella de Leyden. La audacia, la alegría y la convicción le proferían un aspecto magnífico. Iba y venía precipitadamente; oprímíase la cabeza entre las manos; chocaba las sillas; corría de lugar los libros: tiraba por alto, aunque en él parezca increíble, sus inestimables geodas: repartía a diestro y siniestro patadas y puñetazos. Por fin, se calmaron sus nervios, y, agotadas sus energías, se desplomó en la butaca.

 

-¿Qué hora es? -preguntó, después de unos instantes de silencio.

 

-Las tres -le respondí.

 

-¡Las tres! ¡Qué atrocidad! Estoy desfallecido de hambre. Vamos a comer ahora mismo. Después...

 

-¿Después qué...?

 

-Después prepararás el equipaje.

 

-¿Su equipaje?-exclamé.

 

-Sí; y el tuyo también -respondió el despiadado catedrático, entrando en el comedor.

 

VI

 

Al escuchar estas palabras, un terrible escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Me mantuve sereno, sin embargo. y resolví ponerle buena cara. Sólo argumentos científicos podrían detener al profesor Lidenhrock, y había muchos y muy poderosos que oponer a semejante viaje. ¡Ir al centro de la tierra! ¡Qué locura! Pero me reservé mi dialéctica para el momento oportuno, y eso me ocupó toda la comida.

 

No hay para qué decir las imprecaciones de mi tío al encontrarse la mesa completamente vacía. Pero, una vez explicada la causa, devolvió la libertad a Marta, la cual corrió presurosa al mercado y desplegó tal actividad y diligencia que. una hora más tarde, mi apetito se hallaba satisfecho y me di exacta cuenta de la situación.

 

Durante la comida, dio muestras el profesor de cierta jovialidad, permitiéndose esos chistes de sabio, que no encierran peligro jamás; y, terminados los postres, me hizo señas para que le siguiese a su despacho.

 

Yo obedecí sin chistar.

 

Se ubicó él a un extremo de su mesa de escritorio y yo al otro.

 

-Axel -me dijo, con una amabilidad muy poco frecuente en él-: eres un muchacho ingenioso: me has prestado un servicio excelente cuando, cansado ya de luchar contra lo imposible. iba a darme por vencido. No lo olvidaré jamás y participarás de la gloria que vamos a conquistar.

 

“Bien” pensé; “se halla de buen humor: éste es el momento oportuno para discutir esta gloria”.

 

-Ante todo -prosiguió mi tío-. te recomiendo el más absoluto secreto, ¿me entiendes? No faltan envidiosos en el mundo de los sabios, y hay muchos que quisieran emprender esta aventura de la cual, hasta nuestro regreso no tendrán noticia alguna.

 

-¿Cree usted -le dije- que es tan grande el número de los audaces?

 

-¡Ya lo creo! ¿Quién vacilaría en conquistar una fama semejante? Si este documento llegara a conocerse, un ejército entero de geólogos se precipitaría en pos de las huellas de Arne Saknussemm.

 

-No opino yo lo mismo. tío, pues nada prueba la autenticidad de ese documento.

 

-¡Qué dices! Pues, ¿y el libro en que lo hemos encontrado?

 

-¡Bien: no niego que el mismo Saknussernm pueda haber escrito esas líneas; pero. ¿hemos de creer por eso que él en persona haya realizado el viaje'? ¿No puede ser ese viejo pergamino una superchería?

 

Lamenté, ya tarde, el haber aventurado esta última palabra; frunció el profesor su poblado entrecejo, y creí que había malogrado el éxito que esperaba obtener de aquella conversación. No fue así, por fortuna. Esbozó una especie de sonrisa en sus delgados labios, y me respondió:

 

-Eso ya lo veremos.

 

-Bien -dije algo molesto-; pero permítame formular una serie de objeciones relativas a ese documento.

 

-Habla, hijo mío. no me opongo. Te permito que expongas tu opinión con entera libertad. Ya no eres mi sobrino. Sino un colega. Habla, pues.

 

-Ante todo, le agradeceré que me diga qué quieren decir ese Yocul, ese Sneffels y ese Scartars, de los que nunca oí hablar en los días de mi vida.

 

-Pues, nada más sencillo. Precisamente recibí, no hace mucho, una carta de mi amigo Paterman, de Leipzig, que no ha podido llegar en fecha más oportuna. Ve, y toma el tercer atlas del segundo estante de la librería grande, serie Z, tabla 4.

 

Fui a buscarlo, y, gracias a la gran precisión de sus indicaciones, di con el atlas en seguida. Abriólo mi tío y dijo:

 

-He aquí el mapa de Handerson, uno de los mejores de Islandia, el cual creo que nos va a resolver todas las dificultades.

 

Yo me incliné sobre el mapa.

 

-Fíjate en esta isla llena toda de volcanes- me dijo el profesor-, y observa que todos llevan el nombre de Yocuj, palabra que significa en islandés ventisquero. Debido a la elevada latitud que ocupa Islandia, la mayoría de las erupciones se realizan a través de las capas de hielo, siendo ésta la causa de que se aplique el nombre de Yocul a todos los montes ignívomos de la isla.

 

-Conformes -respondí yo-, mas, ¿qué significa Sneffels?

 

Creí que a esta pregunta no sabría qué responderme mi tío: pero me equivoqué de medio a medio, pues me dijo:

 

-Sígueme por la costa occidental de la isla. ¿Ves su capital, Reykiavik? Bien; pues remonta los innumerables fiordos de estas costas escarpadas por el mar, y detente un momento debajo del grado 75 de latitud. ¿Qué ves?

 

-Una especie de península que semeja un hueso pelado y termina en una rótula enorme.

 

-La comparación es exacta, hijo mío; y ahora. dime, ¿no ves nada sobre era rótula?

 

-Veo un monte que parece surgir del mar.

 

-Pues ese es el Sneffels.

 

-¿El Sneffels?

 

-Sí, una montaña de 5.000 pies de elevación. una de las más notables de la isla, y, a buen seguro, la más célebre del mundo entero, si su cráter conduce al centro del globo.

 

-Pero eso es imposible -exclamé. encogiéndome de hombros y rebelándome contra semejante hipótesis.

 

-¡Imposible! ¿Y por qué? -replicó con tono severo el profesor Lidenbrock.

 

-Porque ere cráter debe estar evidentemente obstruido por las lavas y las rocas candentes, y, por tanto...

 

-¿,Y si se trata de un cráter apagado?

 

-¿Apagado?

 

-Sí. El número de los volcanes en actividad que hay en la superficie del globo no pasa en la actualidad de trescientos: pero existe una cantidad mucho mayor de volcanes apagados. El Sneffels figura entre estos últimos, y no hay noticia en los fastos de la historia de que haya experimentado más que una sola erupción: la de 1219. A partir de esta fecha, se ha ido extinguiendo gradualmente, y ha dejado de figurar entre los volcanes activos.

 

Ante estas afirmaciones no supe qué objetar, y traté de basar mis argumentos en las otras obscuridades que contenía el escrito.

 

-¿Qué significa era palabra Seartaris -preguntéle-, y, qué tiene que ver todo eso con las calendas de julio?

 

Tras algunos momentos de reflexión, que fueron para mí un rayo de esperanza, respondió en estos términos:

 

-Lo que tú llamas oscuridad resulta para mí luz, pues me demuestra el ingenio desplegado por Saknussemm para precisar su descubrimiento. El Sneffels está formado por varios cráteres, y era preciso indicar cuál de ellos era el que conducía al centro de la tierra. Y, ¿qué hizo el sabio islandés? Advirtió que en las proximidades de las calendas de julio, es decir. en los últimos días del mes de junio, uno de los picos de la montaña, el Scartaris, proyectaba su sombra hasta la abertura del cráter en cuestión, y consignó en el documento este hecho. ¿Es posible imaginar una indicación más exacta? Una vez que lleguemos a la cumbre del Sneffels, ¿podemos titubear acerca del camino a seguir teniendo esta advertencia presente?

 

Decididamente. mi tío había respondido a todo. Intuí que no había posibilidad de atacarle en lo referente a las palabras del antiguo pergamino. Cesé, pues. de seguirle por este lado: mas, como era preciso convencerle a toda costa, pasé a hacerle otras objeciones de carácter científico, en mi concepto, más graves.

 

-Bien -dije-. tengo que convenir en que la frase de Saknussemm es perfectamente clara y no puede dejar duda alguna al espíritu. Estoy conforme también en que el documento tiene todos los caracteres de una autenticidad perfecta. Ese sabio bajó al fondo del Sneffels, vio la sombra del Scertaris acariciar los bordes del cráter antes de las calendas de julio y relataron las leyendas de su tiempo que aquel cráter conducía al centro del globo: hasta aquí, estamos conformes; pero admitir que él en persona fue al centro de la tierra y que volvió de allá sano y salvo, eso, no; ¡mil veces no!

 

-¿Y en qué fundas tu negativa?-dijo mi tío. con un tono singularmente burlón.

 

-En que todas las teorías de la ciencia demuestran que la empresa es impracticable del todo.

 

-¿Todas las teorías dicen eso? -replicó el profesor, haciéndose el inocente-. ¡Ah, picaras teorías! ¡Cuánto van a darnos que hacer!

 

Aun comprendiendo que se burlaba de mí, proseguí:

 

-Es un hecho por todos admitido que la temperatura aumenta un grado por cada setenta pies que se desciende en la corteza terrestre; y admitiendo que este aumento sea constante, y siendo de 1.500 leguas la longitud del radio de la tierra, claro es que se disfruta en su centro de una temperatura de dos millones de grados. Así, pues. las materias que existen en el interior de nuestro planeta se encuentran en estado gaseoso incandescente, porque los metales, el oro, el platino, las rocas más duras. no resisten semejante calor. ¿No tengo: pues, derecho a afirmar que es imposible penetrar en un medio semejante?

 

-¿De modo, Axel, que es el calor lo que a ti te infunde respeto?

 

-Sin ningún género de duda. Con sólo descender a una profundidad de diez leguas, habríamos llegado al límite de la corteza terrestre, porque ya la temperatura sería allí superior a 300°.

 

-¿Es que temes liquidarte?

 

-Mi terror no es infundado-le contesté algo mohíno.

 

-Te digo -replicó el profesor, adoptando su aire magistral de costumbre-, que ni tú ni nadie sabe de manera cierta lo que ocurre dentro de nuestro globo, ya que apenas se conoce la docemilésima parte de su radio. La ciencia es eminentemente susceptible de perfeccionamiento y cada teoría es a cada momento obstruida por otra teoría nueva. ¿No se creyó, hasta que demostró Fourier lo contrario, que la temperatura de los espacios interplanetarios decrecía sin cesar, y no se sabe hoy que las temperaturas inferiores de las regiones etéreas nunca descienden de cuarenta o cincuenta grados bajo cero? ¿Y por qué no ha de suceder otro tanto con el calor interior? ¿Por qué, a partir de cierta profundidad. no ha de alcanzar un límite insuperable. en lugar de elevarse hasta el grado de fusión de los más refractarios minerales?

 

Como mi tío colocaba la cuestión en un terreno hipotético, nada podía responderle.

 

-Pues bien -prosiguió-, te diré que verdaderos sabios, entre los que se encuentra Poisson, han demostrado que si existiese en el interior de la tierra una temperatura de dos millones de grados. los gases de ignición, procedentes de las substancias fundidas, adquirirían una tensión tal que la corteza terrestre no podría soportarla y estallaría como una caldera bajo la presión del vapor.

 

-Eso, tío, no pasa de ser una opinión de Poisson.

 

-Concedido; pero es que opinan también otros distinguidos geólogos que el interior de la tierra no se halla formado de gases, ni de agua, ni de las rocas más pesadas que conocemos. porque, en este caso, el peso de nuestro planeta sería dos veces menor.

 

-¡Oh! por medio de guarismos es bien fácil demostrar todo lo que se desea.

 

-¿Y no ocurre lo mismo con los hechos, hijo mío? ¿No es un hecho probado que el número de volcanes ha disminuido considerablemente desde el principio del mundo? ¿Y no es esto una prueba de que el calor central, si es que existe, tiende a debilitarse por días?

 

-Si sigue usted engolfándose en el mar de las hipótesis, es inútil toda discusión.

 

-Y has de saber que de mi opinión participan los hombres más competentes. ¿Te acuerdas de una visita que me hizo el célebre químico inglés Humpliry Davy, en 1825?

 

-¿Cómo me he de acordar, si vine al mundo diez y nueve años después?

 

-Pues bien, Hunfredo Davy vino a verme a su paso por Hamburgo, y discutimos largo tiempo, entre otras muchas cuestiones, la hipótesis de que el interior de la tierra se hallase en estado líquido, quedando los dos de acuerdo en que esto no era posible. por una razón que la ciencia no ha podido jamás refutar.

 

-¿Y qué razón es esa?

 

-Que esa masa líquida estaría expuesta, lo mismo que los océanos, a la atracción de la luna. produciéndose. por tanto dos marcas interiores diarias que, levantando la corteza terrestre, originaría terremotos periódicos.

 

-Sin embargo, es evidente que la superficie del globo ha sufrido una combustión, y cabe, por lo tanto. suponer que la corteza exterior se ha ido enfriando, refugiándose el calor en el centro de la tierra.

 

-Eso es un claro error -dijo mi tío-; el calor de la tierra no reconoce otro origen que la combustión de su superficie. hallábase ésta formada de una gran cantidad de metales, tales como el potasio y el sodio, que tienen la propiedad de inflamarse al solo contacto del aire y del agua; estos metales ardieron cuando los vapores atmosféricos se precipitaron sobre ellos en forma de lluvia, y, poco a poco, a medida que penetraban las aguas por las hendeduras de la corteza terrestre, fueron determinando nuevos incendios, acompañados de explosiones y erupciones. He aquí la causa de que fuesen tan numerosos los volcanes en los primeros días del mundo.

 

-¡Es ingeniosa la hipótesis! -hube de exclamar sin querer.

 

-Hunfredo Davy me la demostró palpablemente aquí mismo mediante un experimento sencillo. Fabricó una esfera metálica. en cuya composición entraban principalmente los metales mencionados, y que tenía exactamente la forma de nuestra tierra. Cuando se hacía caer sobre su superficie un finísimo rocío, hinchábase aquélla, oxidábase y formaba una pequeña montaña, en cuya cumbre se abría momentos después mi cráter. Sobrevenía una erupción y era tan grande el calor que ésta comunicaba a la esfera, que se hacía imposible el sostenerla en la mano.

 

Si he de ser del todo franco, empezaban a convencerme los argumentos del profesor, cuya pasión y entusiasmo habituales les inferían mayor fuerza y valor.

 

-Ya ves. Axel -añadió-, que el estado del núcleo central ha suscitado muy diversas hipótesis entre los mismos geólogos: no hay nada que demuestre la existencia de ese calor interior; a mi entender, no existe ni puede existir; pero ya lo comprobaremos nosotros. y, a semejanza de Ame Saknussemm, sabremos a qué atenernos sobre tan discutida cuestión.

 

-Sí. sí; ya lo veremos -contesté, dejándome arrastrar por su entusiasmo-; lo veremos, si es que se ve en aquellos apartados lugares.

 

-¿Y por qué no? ¿No podremos contar para alumbrarnos con los fenómenos eléctricos, y aun con la misma atmósfera, cuya propia presión puede hacerla luminosa en las proximidades del centro de la tierra?

 

-En efecto-respondí-, es muy posible.

 

-No posible, sino cierto -replicó triunfalmente mi tío-; pero silencio, ¿me entiendes? Guarda el más impenetrable sigilo acerca de todo esto, para que a nadie se le ocurra la idea de descubrir. antes que nosotros, el centro de nuestro planeta.

 

VII

 

Aquel fue el inesperado final de tan memorable sesión que hasta fiebre me produjo. Salí como aturdido del despacho de mi tío, y, pareciéndome que no había aire bastante en las calles de Hamburgo para refrescarme, me dirigí a las orillas del Elba, y me fui derecho al sitio donde atraca la barca de vapor que pone en comunicación la ciudad con el ferrocarril de Hamburgo.

 

¿Estaba convencido de lo que acababa de oír? ¿No me había dejado fascinar por el profesor Lidenbrock? ¿Debía tomar en serio su resolución de bajar al centro del macizo terrestre? ¿Acababa da escuchar las insensatas elucubraciones de un loco o las deducciones científicas de un gran genio? En todo aquello, ¿hasta dónde llegaba la verdad? ¿,Dónde comenzaba el error?

 

Nadaba yo entre mil contradictorias hipótesis sin poder asirme a ninguna.

 

Recordaba. sin embargo, que mi tío me había convencido, aun cuando ya comenzaba a decaer bastante mi entusiasmo. Hubiera preferido partir inmediatamente, sin tener tiempo para reflexionar. En aquellos momentos, no me hubiera faltado valor para preparar mi equipaje.

 

Es preciso, no obstante, confesar que una hora después cesó la sobreexcitación por completo, se calmaron mis nervios, y desde los profundos abismos de la tierra subí a su superficie.

 

-¡Es absurdo! -exclamé-. ¡No tiene sentido común! No es una proposición formal que pueda hacerse a un muchacho sensato. No existe nada de eso. Todo ha sido una mera pesadilla.

 

Entretanto, había caminado por las márgenes del Elba, rodeando la ciudad; y, después de rebasar el puerto, me hallé en el camino de Altona. Me guiaba un presentimiento, que bien pronto quedó justificado, pues no tardé en descubrir a mi querida Graüben que, a pie, regresaba a Hamburgo.

 

-¡Graüben! -le grité desde lejos.

 

La joven se detuvo turbada, sin duda por oírse llamar de aquel modo en medio de una gran carretera. De un salto me puse a su lado.

 

-¡Axel! -exclamó sorprendida-. ¡Conque has venido a buscarme! ¡Está bien, caballerito!

 

Pero, al fijarse en mi rostro, prestó atención en seguida a mi aire inquieto y preocupado.

 

-¿Qué tienes? -preguntó tendiéndome la mano.

 

En menos de dos segundos puse a mi novia al corriente de mi extraña situación. Ella me miró en silencio durante algunos instantes. ¿Latía su corazón al unísono del mío? Lo ignoro; pero su mano no temblaba cual la mía.

 

Caminamos en silencio unos cien pasos.

 

-Axel -me dijo al fin.

 

-¿Qué, mi querida Graüben?

 

-¡Qué viaje tan hermoso es el que vas a emprender!

 

Tan inesperadas palabras lograron sobresaltarme.

 

-Sí, Axel; y muy digno del sobrino de un sabio. ¡Siempre es bueno para un hombre el haberse distinguido por alguna gran empresa!

 

-¡Cómo, Graüben! ¿No tratas de disuadirme con objeto de que renuncie a semejante expedición?

 

-No, mi querido Axel; por el contrario, os acompañaría de buena gana si una pobre muchacha no hubiese de constituir para vosotros un constante estorbo.

 

-Pero,¿lo dices de veras?

 

-¡Ya lo creo!

 

¡Ah, mujeres! ¡Corazones femeninos, incomprensibles siempre! Cuando no sois los seres más tímidos de la tierra, sois los más arrojados. La razón sobre vosotras no ejerce el menor poderío. ¿Era posible que Graüben me animase a tomar parte en tan descabellada expedición, que fuese ella misma capaz de acometer, sin miedo, la aventura, que me incitase a ella, a pesar del cariño que decía profesarme?

 

Me hallaba desconcertado y, hasta, ¿por qué no decirlo? sentía cierto rubor.

 

-Veremos, Graüben -le dije-, si piensas mañana lo mismo.

 

-Mañana, querido Axel, pensaré lo mismo que hoy.

 

Y tomados de la mano, aunque sin despegar nuestros labios, reanudamos ambos la marcha.

 

Yo me hallaba quebrantado por las emociones del día.

 

“Después de todo” pensaba, “las calendas de julio están aún lejos, y, de aquí a entonces. pueden ocurrir muchas cosas que hagan desistir a mi tío de la manía de viajar por debajo de la tierra”.

 

Era ya noche cerrada cuando llegamos a casa.

 

Esperaba encontrarla tranquila. con mi tío ya acostado, como era su costumbre, y con la buena Marta dándole al comedor el último repaso antes de retirarse a la cama.

 

Pero no había contado con la impaciencia del profesor, a quien hallé gritando y corriendo de un lado para otro, en medio de la porción de mozos de cordel que descargaban en la calle una multitud de objetos. Marta estaba atolondrada, sin saber adónde atender.

 

-Vamos, Axel: ¡date prisa, por Dios! -gritó mi tío, en cuanto me vio venir a lo lejos-. ¡Y tu equipaje sin hacer, y mis papeles sin ordenar, y la llave de mi maleta sin aparecer y mis polainas sin llegar!

 

Quedé estupefacto, no me salía la voz para hablar, y a duras penas pude articular estas palabras:

 

-¿Pero es que nos marchamos?

 

-Sí. criatura de Dios: y en lugar de estar aquí preparándolo todo, te vas de paseo.

 

-¿Pero partiremos tan pronto? -repetí con voz ahogada.

 

-Sí, pasado mañana al amanecer.

 

Incapaz de escucharle por más tiempo, me cobijé dentro de mi habitación.

 

No era posible dudar: mi tío había empleado la tarde en adquirir una serie de objetos y utensilios necesarios para nuestro viaje: la calle estaba llena de escalas, de cuerdas con nudos, de antorchas, de calabazas para líquidos, de grapas de hierro, de picos, de bastones, de azadas y de otros objetos para cuyo transporte se necesitarían por lo menos diez hombres.

 

Pasé una noche terrible. A la mañana siguiente me despertaron muy temprano. Estaba decidido a no abrirle a nadie la puerta: pero, ¿quién es capaz de resistir a los encantos de una voz adorable que nos dice:

 

-¿No me quieres abrir, querido Axel?

 

Salí de mi habitación. Creí que mi aire abatido, mi palidez, mis ojos enrojecidos por el insomnio producirían sobre Graüben un doloroso efecto y le haría cambiar de parecer: pero ella, por el contrario, me dijo:

 

-¡Ah, mi querido Axel! Veo que estás mucho mejor -y que lo ha calmado la noche.

 

-¡Calmado! -exclamé yo.

 

Y corrí a mirarme al espejo.

 

En efecto, no tenía tan mala cara como me había imaginado. Aquello no era creíble.

 

-Axel -me dijo Graüben-, he estado mucho tiempo hablando con mi tutor. Es un sabio arrojado, un hombre de gran valor, y no debes echar en olvido que su sangre corre por tus venas. Me ha dado a conocer sus proyectos, sus esperanzas, y el cómo y el porqué espera alcanzar su objetivo. Y lo alcanzará, no hay duda. ¡Ah, mi querido Axel! ¡Qué hermoso es consagrarse de ese modo al estudio de las ciencias ¡Qué gloria tan inmensa aguarda al señor Lidenbrock, que se reflejará sobre su compañero! Cuando regreses serás un hombre, Axel: serás igual a tu tío, con libertad de hablar, con libertad de obrar, con libertad. en fin, de...

 

La joven se azoró y no terminó la frase. Sus palabras me reanimaron. No quería, sin embargo, creer, que nuestra partida era cierta. Hice entrar conmigo a Graühen en el despacho del profesor Lidenhrock, y dije a éste:

 

-Tío, ¿está usted decidido, por fin, a que emprendamos la marcha?

 

-¡Cómo! ¿Lo dudas aún?

 

-No -le dije: con objeto de no contrariarle- pero quisiera saber qué le induce a proceder con tal precipitación.

 

-¡Toma! ¿Qué ha de ser? ¡El tiempo! ¡El tiempo, que transcurre con una rapidez desesperante!

 

-Pero si estamos aún a 26 de mayo, y hasta fines de junio...

 

-¿Crees, ignorante que es tan fácil trasladarse a Islandia? Si no te hubieses marchado como un necio, hubieras venido conmigo a la oficina de los señores Liffender y Compañía, donde habrías visto que de Copenhague a Reykiavik no hay más que una expedición mensual, el 22 de cada mes; y que, si esperásemos a la del 22 de junio, llegaríamos demasiado tarde para ver la sombra del Scartaris acariciar el cráter del Sneffels: es precise llegar a Copenhague lo antes posible para buscar allí un medio de transporte. Anda a hacer tu equipaje en seguida.

 

No era posible objetar. Subí a mi habitación, seguido de Graüben, y ella fue la que se encargó de colocar en una maleta los objetos que precisaba para tan largo viaje, con la misma tranquilidad que si se tratase de hacer una excursión a Lubeck o a Heligoland. Sus manos iban y venían sin precipitación; conversaba con absoluta calma y me daba las más discretas razones a favor de nuestra expedición. Me embelesaba y enfurecía a intervalos. A veces trataba de enfadarme, pero ella aparentaba no advertirlo y proseguía su tarea con toda tranquilidad.

 

A las cinco y media, se escuchó afuera el rodar de un carruaje, deteniéndose en nuestra puerta un espacioso coche que había de conducirnos a la estación del ferrocarril de Altona. En un momento se completó con los bultos de mi tío.

 

-¿Y tu maleta? -me dijo.

 

-Está lista -contesté, con voz desfallecida.

 

-¡Pues bájala en seguida! ¿No ves que vamos a perder el tren?

 

Supe que no había manera de luchar contra mi destino. Subí, pues, a mi cuarto, y tomando la maleta, la dejé que se deslizase por los peldaños de la escalera, y bajé detrás de ella.

 

En aquel preciso momento, ponía mi tío, con toda solemnidad, las riendas de su casa en manos de Graüben, quien conservaba su calma habitual. Abrazó a su tutor, pero no pudo contener una lágrima al rozar mi mejilla con sus dulcísimos labios.

 

-¡Graüben! -exclamé yo.

 

-Vete tranquilo, Axel --dijo ella-. Ahora dejas a tu novia, pero, a la vuelta, hallarás a tu mujer.

 

Estreché entre mis brazos a Graüben y fui a sentarme en el coche. -Marta y mi prometida, desde el umbral de la puerta, nos enviaron un adiós. Después, los dos caballos, excitados por los silbidos del cochero, arrancaron a galope por la carretera de Altona.

VIII

 

De Altona, verdadero arrabal de Hamhurgo, arranca el ferrocarril de Kiel que debía conducirnos a la costa de los Belt. En menos de veinte minutos penetramos en el territorio de Holstein.

 

Una vez todo listo y cerrada la maleta, bajamos al piso interior.

 

Durante todo el día no habían cesado de llegar los abastecedores de instrumentos de física y de aparatos eléctricos, y de armas y municiones. Marta no sabía qué pensar de todo aquello.

 

-¿Es que se ha vuelto loco el señor? -preguntó, por fin.

 

Yo le hice un ademán afirmativo.

 

-¿Y le lleva a usted consigo? -Repetí el mismo signo.

 

-¿Y adónde?

 

Entonces le indiqué con el dedo el centro de la tierra.

 

-¿Al sótano? -exclamó la antigua criada.

 

-No -contesté yo-, más abajo todavía.

 

Llegó la noche. Yo no tenía ya conciencia del tiempo transcurrido.

 

-Hasta mañana temprano -me dijo mi tío-; pues  partiremos a las seis en punto.

 

A las diez me dejé caer en mi lecho como una masa inerte.

 

Durante la noche, me asaltaron de nuevo mis terrores.

 

Soñé con precipicios enormes, presa de un espantoso delirio. Sentíame vigorosamente asido por la mano del profesor, y precipitado y hundido en los abismos. Veíame caer al fondo de insondables precipicios con esa velocidad creciente que van adquiriendo los cuerpos abandonados en el espacio. Mi vida no era otra cosa que una interminable caída.

 

Desperté a las cinco rendido de emoción y de fatiga: me levanté y bajé al comedor. Mi tío se hallaba ya sentado a la mesa y comía con devorador apetito. Lo observé con un sentimiento de horror. Graüben estaba allí. No despegué mis labios ni me fue posible comer.

 

A las seis y media, detúvose el carruaje delante de la estación. Los numerosos bultos de mi tío, así como sus voluminosos artículos de viaje, fueron descargados, pesados. rotulados y cargados nuevamente en el furgón de equipajes, y, a las siete, nos hallábamos sentados frente a frente en el mismo coche. Silbó la locomotora y el convoy se puso en movimiento. Ya estábamos en marcha.

 

¿Iba resignado? Aún no. Sin embargo, el aire fresco de la mañana. los detalles del camino, renovados rápidamente por la velocidad del tren, distrajéronme de mi gran preocupación.

 

La mente del profesor avanzaba más aprisa que el convoy, cuya marcha se le antojaba lenta a su impaciencia. Íbamos en el coche los dos solos, pero sin dirigirnos la palabra. Mi tío se registró los bolsillos y el saco de viaje con minuciosa atención, y observé que no le faltaba ninguno de los mil requisitos que exigía la ejecución de sus arriesgados proyectos.

 

Pude ver, entre otras cosas, una hoja de papel, cuidadosamente doblada, que ostentaba el membrete de la cancillería danesa, con la firma del señor Cristiensen, cónsul de Dinamarca en Hamburgo y amigo del profesor. Esta carta debía facilitarnos, en Copenhague, la tarea de obtener recomendaciones para el gobernador de Islandia.

 

Vi asimismo el famoso documento, cuidadosamente guardado en la más oculta división de su cartera. Maldíjelo desde el fondo de mi corazón y me dediqué otra vez a contemplar el paisaje. Constituían éste una extensa serie de llanuras sin interés, monótonas, cenagosas y bastante fértiles: una campiña en extremo favorable al tendido de una línea férrea y que se prestaba de un modo maravilloso a esas rectas que son las delicias de las empresas explotadoras de los caminos de hierro.

 

Pero esa monotonía no llegó a fatigarme, porque, tres horas después de nuestra partida, el tren se detenía en Kiel, a dos pasos del mar.

 

Como nuestros equipajes habían sido facturados hasta Copenhague, no tuvimos que ocuparnos de ellos para nada. Esto no obstante, mi tío no les quitó la vista de encima mientras los trasbordaron al vapor, en cuyas bodegas desaparecieron.

 

Mi tío, en su precipitación, había calculado las horas de correspondencia del ferrocarril y del buque de un modo tan detestable, que teníamos que perder un día entero. El vapor Ellenora no salía hasta la noche. Esta no prevista espera hizo que se apoderase del irascible viajero una fiebre de nueve horas, durante las cuales envió a todos los diablos a las administraciones de vapores y ferrocarriles, y a los Gobiernos que toleraban abusos semejantes. Yo tuve que hacer coro cuando la emprendió con el capitán del Ellenora, a quien quiso obligar a levar anclas y zarpar inmediatamente. El capitán lo mandó a paseo.

 

En Kiel, como en todas partes, es preciso buscar la manera de matar el tiempo. A fuerza de pasearnos por las verdes costas de la bahía, en cuyo fondo se eleva la pequeña ciudad; de recorrer los espesos bosques que le dan el aspecto de un nido colocado entre un grupo de ramas; de admirar las quintas, provistas todas ellas de su caseta de baños de mar, y de correr y aburrirnos, sonaron, por fin, las diez de la noche.

 

Los penachos de humo del Ellenora elevábanse en la atmósfera; su cubierta retemblaba bajo los estertores de la caldera; estábamos a bordo, instalados en dos literas colocadas en la única cámara que poseía el vapor.

 

A las dos y cuarto, largó el buque sus amarras y avanzó rápidamente sobre las sombrías aguas del Gran Belt.

 

La noche estaba obscura: la brisa soplaba fresca levantando imponente marejada; algunas luces de la costa distinguíanse en medio de las tinieblas: más tarde, no sé qué faro alumbraba con sus destellos por encima de las olas. He aquí cuanto recuerdo de aquel primer viaje.

 

A las siete de la mañana desembarcamos en Korsör, pequeña ciudad situada en la costa occidental, donde trasbordamos a otro ferrocarril que nos condujo a través de un país no menos llano que las campiñas de Holstein.

 

Aún faltaban tres horas de viaje para llegar a la capital de Dinamarca. Mi tío no había pegado los ojos en toda la noche. Creo que, en su impaciencia, empujaba el vagón con los pies.

 

Por fin, se descubrió un brazo de mar.

 

-¡El Sund! -exclamó entusiasmado.

 

Había a nuestra izquierda un vasto edificio que parecía un hospital.

 

-Es un manicomio -dijo uno de nuestros compañeros de viaje.

 

"¡Muy bien!" pensé. "He aquí un establecimiento donde habremos de concluir nuestros días. Por muy grandes que sean sus dimensiones. no será nunca lo suficientemente amplio para contener toda la inmensidad de la locura del profesor Lidenbrock".

 

Por fin. a las diez de la mañana, descendimos en Copenhague; los equipajes fueron cargados en un coche y conducidos con nosotros al hotel del Fénix, en Bred-Gade. En esto se invirtió media hora, porque la estación está situada fuera de la ciudad.

 

Después de asearse un poco y de cambiarse de traje, mi tío me mandó que le siguiese. El portero del hotel hablaba alemán e inglés; pero el profesor, en su calidad de políglota, le preguntó en dinamarqués correcto, y en este mismo idioma le dio todos los detalles, el otro, sobre la situación del Museo de Antigüedades del Norte.

 

El director de este curioso establecimiento, donde se hallan acumuladas tantas y tales maravillas que permitirían reconstruir la historia del país con sus viejas armas de piedra, sus cuencos y sus joyas, era el profesor Thomson, un verdadero sabio, amigo del cónsul de Hamburgo.

 

Mi tío llevaba para él una carta muy eficaz de recomendación. Por regla general, los sabios no se acogen muy bien unos a otros; pero, en el caso actual, ocurrió todo lo contrario. El señor Thomson, a fuer de hombre servicial, dispensó una favorable acogida al profesor Lidenbrock y hasta a su sobrino. No creo necesario decir que mi tío tuvo buen cuidado de no revelar su secreto al director del museo: deseábamos, sencillamente, visitar a Islandia en viaje de recreo, sin otro objeto que admirar las numerosas curiosidades que encierra.

 

El señor Thomson se puso a nuestra disposición por completo, y juntos recorrimos los muelles buscando un buque que fuese a partir en breve.

 

Aún abrigaba yo la esperanza de que en absoluto no hallásemos medio alguno de transporte; pero no fue así, por desgracia.

 

Una pequeña goleta danesa, la Valkvria, debía hacerse a la vela el 2 de Julio con rumbo a Reykiavik. Su capitán, el señor Biarne, se hallaba a bordo. y su futuro pasajero estrechóle la mano hasta casi estrujársela en un transporte de júbilo. El viejo lobo de mar se sorprendió ante tan extemporánea alegría, pareciéndole la cosa más natural del mundo el ir a Islandia, toda vez que aquel era su oficio. Pero como mi tío lo consideraba una cosa sublime, el taimado del capitán aprovechó su entusiasmo para cobrarnos el doble de lo que el pasaje valía de ordinario. El profesor, sin embargo. pagó sin regatear.

 

-Estad a bordo el martes, a las siete de la mañana-dijo el señor Biarne, después de embolsarse una respetable suma.

 

Dimos en seguida las gracias al señor Thomson por todas sus atenciones, y regresamos al hotel del Fénix.

 

-Hasta ahora, todo nos sale bien -decía el profesor-; ¡todo marcha a pedir de boca! ¡Qué feliz casualidad el haber encontrado este buque que se dispone a partir! Ahora almorcemos, y vamos a visitar la ciudad.

 

Nos trasladamos a Tongens-Nye-Torw, plaza irregular donde existe un cuerpo de guardia con dos inofensivos cañones fijos que no asustan a nadie. Muy cerca, en el número 5, había una restauración francesa, establecimiento dirigido por un cocinero llamado Vincent, en el cual almorzamos por la módica suma de cuatro marcos cada uno.

 

Recorrí después la ciudad con el entusiasmo de un niño, seguido de mi tío, que, aunque se dejaba arrastrar, no fijó su atención ni en el insignificante palacio real; ni en el hermoso puente del siglo XVII, tendido sobre el caudal, delante del Museo; ni en el inmenso cenotafio de Torwaldsen, donde se conservan las obras de este escultor, y cuyas pinturas murales son horribles: ni en el casi microscópico castillo de Rosenborg; ni en el admirable edificio de la Bolsa, estilo Renacimiento; ni en su campanario, formado por las colas entrelazados de cuatro dragones de bronca: ni en los grandes molinos instalados en las murallas, cuyas dilatadas alas se hinchan, cual las velas de un buque al soplo de la brisa del mar.

 

¡Qué deliciosos paseos habría dado con mi bella curlandesa por los muelles de aquel puerto, donde dormían tranquilos navíos y fragatas bajo sus rojas techumbres, junto a las verdes orillas del estrecho, en medio de las espesas sombras entre las cuales se oculta la ciudadela, cuyos cañones asoman sus negras bocas a través de las ramas de los saúcos y sauces!

 

Pero. ¡ay, qué lejos estaba mi Graüben! Y ni aun esperanzas tenía de volver a verla jamás.

 

Sin embargo, aunque ninguno de estos deliciosos parajes llamaron la atención de mi tío, causóle viva impresión la vista de un campanario que se erguía en la isla de Amak, que forma parte del barrio SO de Copenharue.

 

Marchamos por orden suya en dirección hacia él, nos embarcamos en un vaporcito que transportaba pasajeros a través de los canales, y, algunos momentos después, atracarnos al muelle de Dock-Yard.

 

Después de atravesar algunas calles estrechas en donde los galeotes, con pantalones amarillos y grises por partes iguales, trabajaban bajo la amenaza de la vara de los sota cómitres llegamos delante de Vor-Frelsers-Kirk. Esta iglesia no ofrecía nada notable: pero su campanario había llamado la atención del profesor porque, a partir de su base, una escalera exterior subía dando vueltas alrededor de su cuerpo central, desarrollándose sus espirales al aire libre.

 

-Subamos -dijo mi tío.

 

-¿No nos acometerá el vértigo? -repliqué.

 

-Razón de más; es preciso que nos habituemos a él.