Viaje al Centro de la Tierra 1. Primera entrega
de Julio Verne

Viaje al Centro de la Tierra 1. Primera entrega

 

De Julio Verne

 

I

 

El domingo 24 de mayo de 1863, mi tío, el profesor Liden­brock, entró rápidamente a su hogar, situado en el número 19 de la König-strasse, una de las calles más tradicionales del barrio antiguo de Hamburgo.

 

Marta, su excelente criada, se preocupó sobremanera, creyendo que se había retrasado, pues apenas si empezaba a empezar a cocinar la comida en el hornillo.

 

"Bueno"- pensé para mí- , si mi tío viene con hambre, se va a armar la de San Quintín; porque no conozco a otro hombre de menos paciencia.

 

-¡Tan temprano y ya está aquí el señor Lidenbrock! -exclamó la pobre Marta, con arrebol, entreabriendo la puerta del comedor.

 

-Sí, Marta; pero tú no tienes la culpa de que la comida no esté lista todavía, porque es temprano, aún no son las dos. Acaba de dar la media hora en San Miguel.

 

-¿Y por qué ha venido tan pronto el señor Lidenbrock?

 

-Él  lo explicará, seguramente.

 

-¡Ahí viene! Yo me escapo. Señor Axel, cálmelo usted, por favor.

 

Y la excelente Marta se retiró presurosa a su recinto culinario, dejándome solo.

 

Pero, como mi timidez no es lo más indicado para hacer entrar en razón al más irascible de todos los catedráticos, había decidido retirarme prudentemente a la pequeña habitación del piso alto que utilizaba como dormitorio, cuando se escuchó el giro sobre sus goznes de la puerta de la calle, crujió la escalera de madera bajo el peso de sus pies fenomenales, y el dueño de la casa atravesó el comedor, entrando con apresuramiento en su despacho, y dejando al pasar, el pesado bastón en un rincón, arrojando el mal cepillado sombrero encima de la mesa, y dirigiéndose a mí con tono imperioso, dijo:

 

-¡Ven, Axel!

 

No había tenido aún tiempo material de moverme, cuando me gritó el profesor con acento descompuesto:

 

-Pero,apúrate, ¿qué haces que no estás aquí ya?

 

Y me precipité en el despacho de tan irascible maestro. Otto Lidenbrock no es mala persona, lo confieso ingenuamente; pero, como no cambie mucho, lo cual creo improbable, morirá siendo el más original e impaciente de los hombres.

 

Era profesor del Johannaeum, donde dictaba la cátedra de mineralogía, enfureciéndose, por regla general, una o dos veces en cada clase. Y no porque le preocupase el deseo de tener discípulos aplicados, ni el grado de atención que éstos prestasen a sus explicaciones, ni el éxito que como consecuencia de ella, pudiesen obtener en sus estudios; no, semejantes detalles lo tenían sin cuidado. Enseñaba subjuntivamente, según una expresión de la filosofía alemana; enseñaba para él, y no para los otros. Era un sabio egoísta; un pozo de ciencia cuya polea rechinaba cuando de él se quería sacar algo. Era, en una palabra, un avaro del conocimiento.

 

En Alemania hay algunos profesores de esta especie.

 

Mi tío no gozaba, por desgracia, de una gran facilidad de palabra, por lo menos cuando se expresaba en público, lo cual, para un orador, constituye un defecto lamentable. En sus lecciones en el Johannaeum, se detenía a lo mejor luchando con un recalcitrante vocablo que no quería salir do sus labios; con una de esas palabras que se resisten, se traban y acaban por ser expelidas bajo la forma de un taco, siendo éste el origen de su cólera.

 

Hay en mineralogía muchas denominaciones, semigriegas, semilatinas, difíciles de pronunciar; nombres rudos que lastimarían los labios de un poeta. No quiero criticar a esta ciencia; lejos de mí profanación semejante. Pero cuando se trata de las cristalizaciones romboédricas, de las resinas retinasfálticas, de las selenitas, de las tungstitas, de los molibdatos de plomo, de los tunsatatos de magnesio y de los titanatos de circonio, bien se puede perdonar a la lengua más expedita que tropiece y se haga un enredo.

 

En la ciudad era conocido por todos este excusable defecto de mi tío, por el que muchos desahogados aprovechaban para burlarse de él, cosa que le exasperaba en extremo; y su furor era causa de que arreciasen las risas, lo cual es de muy mal gusto hasta en la misma Alemania. Y si bien es muy cierto que contaba siempre con gran número de oyentes en su aula, no lo es menos que la mayoría de ellos iban sólo a divertirse a costa del catedrático.

 

Como quiera que sea, no me cansaré de repetir que mi tío era un verdadero sabio. Aun cuando rompía muchas veces las muestras de minerales por tratarlos sin el debido cuidado, unía al genio del geólogo la perspicacia del mineralogista. Con el martillo, el punzón, la brújula, el soplete y el frasco de ácido nítrico en las manos, no tenía rival. Por su modo de romperse, su aspecto y su dureza, por su fusibilidad y sonido, por su olor y su sabor, clasificaba sin titubear un mineral cualquiera entre las seiscientas especies con que en la actualidad cuenta la ciencia.

 

Por eso el nombre de Lidenbrock gozaba de gran predicamento en los gimnasios y asociaciones nacionales. Humphry Davy, de Humboldt y los capitanes Franklin y Sabine no dejaban de visitarle a su paso por Hamburgo. Becquerel, Ebejmen, Brewster, Dumas y Milne-Edwards solían consultarle las cuestiones más palpitantes de la química. Esta ciencia le debía magníficos descubrimientos, y, en 1853, había aparecido en Leipzig un Tratado de Cristalogiafía trascendental, por el profesor Otto Lidenbrock, obra en folio, ilustrada con numerosos grabados, que no llegó, sin embargo, a cubrir los gastos de impresión.

 

Además de lo dicho  mi tío era conservador del museo mineralógico del señor Struve, embajador de Rusia, preciosa colección que gozaba de merecida y justa fama en Europa.

 

Tal era el personaje que con tanta impaciencia me llamaba. Imaginaos un hombre alto, delgado, con una salud de hierro y un aspecto juvenil que le hacía aparentar diez años menos de los cincuenta que contaba. Sus grandes ojos observaban a todas partes detrás de sus amplias gafas; su larga y afilada nariz parecía una lámina de acero; los que le perseguían con sus burlas decían que estaba imanada y que atraía las limaduras de hierro. Calumnia vil, sin embargo, pues sólo atraía al tabaco, aunque en gran abundancia, dicho sea en honor de la verdad.

 

Cuando haya dicho que mi tío caminaba a pasos matemáticamente iguales, que medía cada uno media toesa de longitud, y añadido que siempre lo hacía con los puños sólidamente apretados, señal de su carácter irascible, lo conocerá lo bastante el lector para no desear su compañía.

 

Vivía en su modesta casita de König-strasse, en cuya construcción entraban por partes iguales la madera y el ladrillo, y que daba a uno de esos canales tortuosos que cruzan el barrio más antiguo de Hamburgo, felizmente salvado del incendio de 1842.

 

Cierto que la tal casa estaba un poco inclinada y amenazaba con su vientre a los transeúntes; que tenía el techo caído sobre la oreja, como las gorras de los estudiantes de Tugendbund; que la verticalidad de sus líneas no era lo más perfecta; pero se mantenía firme gracias a un olmo secular y vigoroso en que se apoyaba la fachada, y que al cubrirse de hojas, llegada la primavera, remozábala con un alegre verdor.

 

Mi tío, para profesor alemán, no dejaba de ser rico. La casa y cuanto encerraba, eran de su propiedad. En ella compartíamos con él la vida su ahijada Graüben, una joven curlandesa de diez y siete años de edad, la criada Marta y yo, que, en mi doble calidad de huérfano y sobrino, le ayudaba a preparar sus experimentos.

 

Confieso que me dediqué con gran entusiasmo a las ciencias mineralógicas; por mis venas circulaba sangre de mineralogista y no me aburría, jamás en compañía de mis valiosos pedruscos.

 

En resumen, que vivía feliz en la casita de la König-strasse, a pesar del carácter impaciente de su propietario porque éste, independientemente de sus maneras brutales, me profesaba gran afecto. Pero su gran impaciencia no le permitía aguardar, y trataba de ir más aprisa que la misma naturaleza.

 

En abril, cuando plantaba en los potes de loza de su salón pies de reseda o de convólvulos, iba todas las mañanas a tirarles de las hojas para tratar así de acelerar su crecimiento.

 

Con tan original personaje, no tenía más remedio que obedecer ciegamente; y por eso acudía presuroso a su despacho.

 

II

 

Éste era un verdadero museo de mineralogía. Todos los ejemplares del reino mineral se hallaban rotulados en él y ordenados del modo más perfecto, con arreglo a las tres grandes divisiones: clasificados en inflamables, metálicos y litoideos.

 

¡Cuán familiares me eran aquellas chulerías de la ciencia mineralógica! ¡Cuántas veces, en vez de irme a jugar con los muchachos de mi edad, me había entretenido en quitar el polvo a aquellos grafitos, y antracitas, y hullas, y lignitos y turbas! ¡Y los betunes, y resinas, y sales orgánicas que era preciso preservar del menor átomo de polvo! ¡Y aquellos metales, desde el hierro hasta el oro, cuyo valor relativo desaparecía ante la igualdad absoluta de los ejemplares científicos! ¡Y todos aquellos pedruscos que hubiesen bastado para reconstruir la casa de la König­strasse, hasta con una buena habitación suplementaria en la que me habría yo instalado con toda comodidad!

 

Pero cuando entré en el despacho, no podía llegar a pensar en nada de esto; mi tío solo absorbía mi mente por completo. Hallábase arrellanado en su gran butacón, forrado de terciopelo de Utrecht, y tenía entre sus manos un libro que contemplaba con profunda admiración.

 

-¡Qué libro! ¡Qué libro! -repetía sin cesar.

 

Estas exclamaciones me recordaron que el profesor Liden­brock era también bibliómano en sus momentos de ocio; si bien no había ningún libro que tuviese valor para él como no fuese inhallable o, al menos, ilegible.

 

-¿No ves? -me dijo-, ¿no ves? Es un inestimable tesoro que he hallado esta mañana registrando la tienda del judío Hevelius.

 

-¡Magnífico! -exclamé yo, con simulado entusiasmo.

 

En efecto, ¿a qué tanto entusiasmo por un viejo libro en cuarto, cuyas tapas y lomo parecían forrados de grosero cordobán, y de cuyas amarillentas hojas pendía un descolorido registro?

 

Sin embargo, no cesaban las admirativas exclamaciones del enjuto profesor.

 

-Vamos a ver -decía, preguntándose y respondiéndose a sí mismo-, ¿es un buen ejemplar? ¡Sí, magnífico! ¡Y qué encuadernación! ¿Se abre con facilidad? ¡Sí; permanece abierto por cualquier página que se le deje! Pero, ¿se cierra bien? ¡Sí, porque las cubiertas y las hojas forman un todo bien unido, sin separarse ni abrirse por ninguna parte! ¡Y este lomo que se mantiene ileso después de setecientos años de existencia! ¡Ah! ¡he aquí una encuadernación capaz de envanecer a Bozerian, a Closs y hasta al mismo Purgold.

 

Al expresarse de esta suerte, abría y cerraba mi tío el feo y repugnante libraco; y yo, por pura fórmula, pues no me interesaba lo más mínimo, pregunté:

 

-.¿Cuál es el título de ese maravilloso volumen? -interrogué con un entusiasmo demasiado exagerado para que no fuese fingido.

 

-¡Esta obra -respondió mi tío animándose- es el Heimskringla, de Snorri Sturluson, el famoso autor islandés del siglo XII! ¡Es la crónica de los príncipes noruegos que reinaron en Islandia!

 

-¡De veras! -exclamé yo, afectando un gran asombro-; ¿será, sin duda, alguna traducción alemana?

 

-¡Una traducción! -respondió el profesor indignado-. ¿Y qué habría de hacer yo con una traducción? ¡Para traducciones estamos! Es la obra original, en islandés, ese magnífico idioma, sencillo y rico a la vez, que autoriza las más variadas combinaciones gramaticales y numerosas modificaciones de palabras.

 

-Como el alemán -insinué yo con acierto.

 

-Sí -respondió mi tío, encogiéndose de hombros-; pero con la diferencia de que la lengua islandesa admite, como el griego, los tres géneros y declina los nombres propios como el latín.

 

-¡Ah! -exclamé yo con la curiosidad un tanto estimulada-, ¿y es bella la impresión?

 

-¡Impresión! ¿Pero cómo se te ocurre hablar de impresión, desdichado Axel? ¡Bueno fuera! ¿Pero es que crees por ventura que se trata de un libro impreso? Se trata de un manuscrito, ignorante, ¡y de un manuscrito rúnico nada menos!

 

-¿Rúnico?

 

-¡Sí! ¿Vas a decirme ahora que te explique lo que significa esto?

 

-Me guardaría bien de ello -repliqué, con el acento de un hombre ofendido en su amor propio.

 

Pero, quieras que no, soporté que me enseñara mi tío cosas que no me interesaban lo más mínimo.

 

-Las runas -prosiguió- eran unos caracteres de escritura usada en otro tiempo en Islandia, y, según la tradición, fueron inventados por el mismo Odín. Pero, ¿qué haces, impío, que no admiras estos caracteres salidos de la mente excelsa de un dios?

 

Sin saber qué responder, iba ya a prosternarme, género de respuesta que debe agradar a los dioses tanto como a los reyes, porque tiene la ventaja de no ponerles en el brete de tener que replicar, cuando un incidente imprevisto vino a dar a la conversación otro giro.

 

Fue éste la aparición de un pergamino grasiento que, deslizándose de entre las hojas del libro, cayó al suelo.

 

Mi tío se apresuró a recogerlo con indecible avidez. Un antiguo documento, encerrado tal vez desde tiempo inmemorial dentro de un libro viejo, no podía menos de tener para él un elevadísiino valor.

 

-¿Qué es esto? -exclamó emocionado.

 

Y al mismo tiempo desplegaba cuidadosamente sobre la mesa un trozo de pergamino de unas cinco pulgadas de largo por tres de ancho, en el que había trazados, en líneas transversales, unos caracteres mágicos.

 

He aquí su facsímil exacto. Quiero dar a conocer al lector tan extravagantes signos, por haber sido ellos los que impulsaron al profesor Lidenbrock y a su sobrino a emprender la expedición más extraña del siglo XIX:

 

 

 

El profesor examinó atentamente, durante algunos instantes, esta serie de garabatos, y al fin dijo quitándose las gafas:

 

-Estos caracteres son rúnicos, no me cabe duda alguna; son exactamente iguales a los del manuscrito de Snorri Sturluson. Pero... ¿qué significan?

 

Como las runas me parecían una invención de los sabios para embaucar a los ignorantes, no sentí que no lo entendiese mi tío. Así, al menos, me lo hizo suponer el temblor de sus dedos que comenzó a agitar de una manera convulsa.

 

-Sin embargo, es islandés antiguo -murmuraba entre dientes.

 

El profesor Lidenbrock tenía más razón que nadie para saberlo; porque, si bien no poseía correctamente las dos mil lenguas y los cuatro mil dialectos que se hablan en la superficie del globo. hablaba muchos de ellos y pasaba por ser un verdadero políglota.

 

Al dar con esta dificultad, iba a dejarse llevar de su carácter violento, y ya veía yo venir una escena desagradable, cuando dieron las dos en el reloj de la chimenea.

 

En aquel mismo momento, abrió Marta la puerta del despacho, diciendo:

 

-La sopa está servida.

 

-¡Al diablo con la sopa -exclamó furibundo mi tío-, y con la que la ha hecho y con los que se la coman!

 

Maria se marchó asustada; yo salí detrás de ella, y, sin explicarme cómo, me encontré sentado a la mesa, en mi sitio de costumbre.

 

Esperé algunos instantes sin que el profesor viniera. Era la primera vez, que yo sepa, que faltaba a la solemnidad de la comida. ¡Y qué comida, Dios mío! Sopas de perejil, tortilla de jamón nuez moscada, solomillo de ternera con compota de ciruelas, y, de postre, langostinos en dulce, y todo abundantemente regado con exquisito vino del Mosa.

 

He aquí la apetitosa comida que se perdió mi tío por un viejo papelucho. Yo, a fuer de buen sobrino, me creí en el deber de comer por los dos, y deglutí de un modo asombroso.

 

-¡No he visto en los días de mi vida una cosa semejante! -decía la buena Marta, mientras me servía la comida. ¡Es la prirnera vez que el señor Lidenbrock falta a la mesa!

 

-No se concibe, en efecto.

 

-Esto parece presagio de un grave acontecimiento -añadió la vieja criada, sacudiendo sentenciosamente la cabeza.

 

Pero, a mi modo de ver, aquello lo que presagiaba era un escándalo horrible que iba a promover mi tío tan pronto se percatase de que había devorado su ración.

 

Me estaba yo comiendo el último langostino, cuando una voz estentórea me hizo volver a la realidad de la vida, y, de un salto, pasé del comedor al despacho.

 

III

 

-Se trata sin duda alguna de un escrito numérico- decía el profesor, frunciendo el entrecejo. Pero existe algo oculto, un secreto que tengo que descubrir, porque de lo contrario...

 

Un gesto de iracundia terminó su pensamiento.

 

-Siéntate ahí, y escribe- añadió indicándome la mesa con el puño.

 

Obedecí con rapidez.

 

-Ahora voy a dictarte las letras de nuestro alfabeto que corresponden a cada uno de estos caracteres islandeses. Veremos lo que resulta. ¡Pero, por los clavos de Cristo, cuida de no equivocarte!

 

Él empezó a dictarme y yo a escribir las letras, unas a continuación de las otras, formando todas juntas la incomprensible sucesión de palabras siguientes:

 

mm.rnlls esreuel seecJde

 

sgtssmf unteief niedrke

 

kt,samn atrateS Saodrrn

 

erntnael nuaect rrilSa

 

Atvaar .nxcrc ieaabs

 

Ccdrmi eeutul frantu

 

dt,iac oseibo kediiY

 

Una vez terminado este trabajo arrebatóme vivamente mi tío el papel que acababa de escribir, y lo examinó atentamente durante bastante tiempo.

 

-¿Qué quiere decir esto? -repetía maquinalmente.

 

No era yo ciertamente quien hubiera podido explicárselo, pero esta pregunta no iba dirigida a mí, y por eso prosiguió sin detenerse:

 

-Esto es lo que se llama un criptograma, en el cual el sentido se halla oculto bajo letras alteradas a propósito, y que, combinadas de un modo conveniente, formarían una frase inteligible. ¡Y pensar que estos caracteres ocultan tal vez la explicación, o la indicación, cuando menos, de un gran descubrimiento!

 

En mi concepto, aquello nada ocultaba; pero me guardé muy bien de expresarle mi opinión.

 

El profesor tomó entonces el libro y el pergamino, y lo comparó uno con otro.

 

-Estos dos manuscritos no están hechos por la misma mano -dijo-; el criptograma es posterior al libro, tengo de ello la evidencia. En efecto, la primera letra es una doble M que en vano buscaríamos en el libro de Sturluson, porque no fue incorporada al alfabeto islandés hasta el siglo XIV. Por consiguiente, entre el documento y el libro median por la parte más corta dos siglos.

 

 

 

Esto me pareció muy lógico; no trataré de ocultarlo.

 

-Me inclino, pues, a pensar -prosiguió mi tío-, que alguno de los poseedores de este libro trazó los misteriosos caracteres. Pero, ¿quién demonios sería? ¿No habría escrito su nombre en algún sitio?

 

Mi tío se levantó las gafas, tomó una poderosa lente y pasó minuciosa revista a las primeras páginas del libro. Al dorso de la segunda, que hacía de anteportada, descubrió una especie de mancha, que parecía un borrón de tinta; pero, examinada de cerca, veíanse en ella algunos signos borrosos. Mi tío comprendió que allí estaba la clave del secreto, y ayudado de su lente, trabajó con tesón hasta que logró distinguir los caracteres únicos que a continuación transcribo, los cuales leyó de corrido:

 

-¡Ame Saknussemm! -gritó en son de triunfo- ¡es un nombre! ¡Un nombre islandés, por más señas! ¡El de un sabio del siglo XVI! ¡El de un alquimista célebre!

 

Miré a mi tío con cierta admiración.

 

-Estos alquimistas -prosiguió-, Avicena, Bacán, Lulio, Paracelso, eran los verdaderos, los únicos sabios de su época. Hicieron descubrimientos realmente asombrosos. ¿Quién nos dice que este Saknussemm no ha ocultado bajo este casi ilegible criptograma alguna sorprendente invención? Tengo la seguridad de que así es.

 

Y la viva imaginación del catedrático comenzó a exaltarse ante esta idea.

 

-Sin duda -me atreví a responder-; pero, ¿qué interés podía tener este sabio en ocultar de ese modo su maravilloso descubrimiento?

 

-¿Qué interés? ¿Lo sé yo acaso? ¿No hizo Galileo otro tanto cuando descubrió a Saturno? Pero no tardaremos en saberlo, porque no descansaré, ni he de ingerir alimento, ni he de cerrar los párpados en tanto no arranque el secreto que encierra este documento.

 

“Dios nos asista” -pensé para mis adentros.

 

-Ni tú tampoco, Axel -añadió.

 

-Menos mal -pensé yo-, que he comido ración doble.

 

-Y además -prosiguió mi tío-, es preciso averiguar en qué lengua está escrito el jeroglífico. Esto no será difícil.

 

Al oír estas palabras, levanté vivamente la cabeza. Mi tío prosiguió su soliloquio.

 

-No hay nada más simple. Contiene este documento ciento treinta y dos letras, de las cuales, 53 son vocales, y 79, consonantes. Ahora bien, esta es la proporción que, poco más o menos, se observa en las palabras de las lenguas meridionales, en tanto que los idiomas del Norte son infinitamente más ricos en consonantes. Se trata, pues, de una lengua meridional.

 

La conclusión no podía ser más atinada y exacta.

 

-Pero, ¿cuál es esta lengua?

 

Aquí era donde yo esperaba ver vacilar a mi sabio. a pesar de reconocer que era un profundo analizador.

 

-Saknussemm era un hombre instruido -prosiguió-, y, al no escribir en su lengua nativa, es de suponer que eligiera preferentemente el idioma que estaba en boga entre los espíritus cultos del siglo XVI, es decir, el latín. Si me engaño, recurriré al español, al francés, al italiano, al griego o al hebreo. Pero los sabios del siglo mentado escribían. por lo general, en latín. Puedo, pues, con fundamento, asegurar a priori que Saknussemm utilizó el latín.

 

Yo di un salto en la silla. Mis recuerdos de latinista se sublevaron contra la suposición de que aquella serie de palabras ininteligibles pudiesen pertenecer a la dulce lengua de Virgilio.

 

-Sí. latín -prosiguió mi tío-; pero un latín confuso.

 

“En hora buena” pensé; “si logras ponerlo en claro, demostrarás que eres listo”.

 

-Examinémoslo bien -añadió, tomando nuevamente la hoja que yo había escrito-. He aquí una serie de ciento treinta y dos letras que ante nuestros ojos que se muestran en un aparente desorden. Hay palabras. como la primera, mm.rnlls, en que sólo entran consonantes; otras, por el contrario, en que abundan las vocales: la quinta. por ejemplo, unteief o la penúltima, oseibo. Evidentemente, esta disposición no ha sido combinada. sino que resulta matemáticamente de la razón desconocida que ha presidido la sucesión de las letras. Me parece indudable que la frase primitiva fue escrita regularmente, y alterada después con arreglo a una ley que es preciso descubrir. El que poseyera la clave de este enigma lo leería de corrido. Pero, ¿cuál es esta clave, Axel? ¿La tienes por ventura?

 

Nada contesté a esta pregunta, por una sencilla razón: mis ojos se hallaban abstraídos en un adorable retrato colgado de la pared: el retrato de Graüben. La pupila de mi tío se encontraba a la sazón en Altona, en casa de un pariente suyo, y su ausencia me tenía muy triste; porque, ahora ya puedo confesarlo, la bella curlandesa y el sobrino del catedrático se amaban con toda la paciencia y toda la flema alemanas. Nos habíamos dado palabra de casamiento sin que se enterase mi tío, demasiado geólogo para comprender semejantes sentimientos. Era Graüben una encantadora muchacha, rubia, de ojos azules, de carácter algo grave y espíritu algo serio; mas no por eso me amaba menos. Por lo que a mí respecta, la adoraba, si es que este verbo existe en lengua tudesca. La imagen de mi linda curlandesa se trasladó en un momento del mundo de las realidades a la región de los recuerdos y ensueños.

 

Volvía a ver a la fiel compañera de mis tareas y placeres; a la que todos los días me ayudaba a ordenar los pedruscos de mi tío, y los rotulaba conmigo. Graüben era muy entendida en materia de mineralogía, y le gustaba profundizar las más arduas cuestiones de la ciencia. ¡Cuán dulces horas habíamos pasado estudiando los dos juntos, y con cuánta frecuencia había envidiado la suerte de aquellos insensibles minerales que acariciaba ella con sus delicadas manos!

 

En las horas de descanso, salíamos los dos a dar un paseo por las frondosas alamedas del Alster, y nos íbamos al antiguo molino alquitranado que tan buen efecto produce en la extremidad del lago. Caminábamos cogidos de la mano, mientras yo le relataba historietas que provocaban su risa, y llegábamos de este modo hasta las orillas del Elba; y, después de despedirnos de los cisnes que nadaban entre los grandes nenúfares blancos, volvíamos en un vaporcito al desembarcadero.

 

Así seguía yo en el mundo de mis sueños, cuando mi tío, descargando sobre la mesa un terrible puñetazo, me trajo a la realidad de una manera violenta.

 

-Veamos -dijo-: la primera idea que a cualquiera se le debe ocurrir para descifrar las letras de una frase, se me ocurre que debe ser el escribir verticalmente las palabras.

 

-No va desencaminado -pensé yo.

 

-Es preciso ver el efecto que se obtiene de este procedimiento. Axel, escribe en ese papel una frase cualquiera; pero, en vez de disponer las letras unas a continuación de otras, colócalas de arriba abajo, agrupadas de modo que formen cuatro o cinco columnas verticales.

 

Comprendí su intención y escribí inmediatamente:

 

 

 

T o b i a ü

 

e r e s G b

 

a o l i r e

 

d , l m a n

 

 

 

-Bien -dijo el profesor, sin leer lo que yo había escrito-; dispón ahora esas palabras en una línea horizontal. Obedecí y obtuve la frase siguiente:

 

 

 

Toblaü eresGb aolire d,lnian

 

 

 

-¡Perfectamente! -exclamó mi tío, arrebatándome el papel de las manos-; este escrito ya ha adquirido la fisonomía del viejo documento; las vocales se encuentran agrupadas, lo mismo que las consonantes, en el mayor desorden; hay hasta una mayúscula y una coma en medio de las palabras, exactamente igual que en el pergamino de Saknussemm.

 

Debo de confesar que estas observaciones me parecieron en extremo ingeniosas.

 

-Ahora bien -prosiguió mi tío, dirigiéndose a mí directamente-, para leer la frase que acabas de escribir y que yo desconozco, me bastará tomar sucesivamente la primera letra de cada palabra, después la segunda, en seguida la tercera, y así sucesivamente.

 

Y mi tío. con gran sorpresa suya, y sobre todo mía, leyó:

 

 

 

Te: adoro, bellísima Graüben.

 

-¿Qué significa esto?--exclamó el profesor.

 

Sin darme cuenta de ello, había cometido la imperdonable torpeza de escribir una frase tan comprometedora.

 

-¡Conque amas a Graüben! ¿eh? -prosiguió mi tío con acento de verdadero tutor.

 

-Sí... No.. -balbucí desconcertado.

 

-¡De manera que amas a Graühen -prosiguió maquinalmente-. Bueno, dejemos esto ahora y apliquemos mi procedimiento al documento en cuestión.

 

-Abismado nuevamente mi tío en su absorbente contemplación, olvidó de momento mis imprudentes palabras. Y digo imprudentes, porque la cabeza del sabio no podía comprender las cosas del corazón. Pero, afortunadamente, la cuestión del documento absorbió por completo su espíritu.

 

En el instante de realizar su experimento decisivo, los ojos del profesor Lidenbrock lanzaban chispas a través de sus gafas; sus dedos temblaban al coger otra vez el viejo pergamino; estaba emocionado de veras. Por último. tosió fuertemente, y con voz grave y solemne, nombrando una tras otra la primera letra de cada palabra, a continuación la segunda, y así todas las demás. me fue dictando la serie siguiente:

 

mmessunkaSenrA.icefdoK.segnittamurtn

 

ecertswrrette, rotaivxadua,ednecsedsadne

 

IacartniiiluJsitatracSarbmutabiledmeili

 

meretarcsilucoYsleffenSnl

 

Confieso que, al terminar, yo también estaba emocionado. Aquellas letras, pronunciadas una a una, no tenían ningún sentido, y esperé a que el profesor dejase escapar de sus labios alguna pomposa frase latina.

 

Pero, ¡quién lo hubiera dicho! Un violento puñetazo hizo vacilar la mesa; saltó la tinta y la pluma se me cayó de las manos.

 

-Esto no puede ser-exclamó mi tío, frenético-; ¡esto no tiene sentido común!

 

Y, atravesando el despacho como un proyectil y bajando la escalera lo mismo que un alud, engolfóse en la König-strasse, y huyó a todo correr.

 

IV

 

-¿Se ha marchado? -preguntó Marta, acudiendo presurosa al oír el ruido del portazo que retumbó en toda la casa.

 

-Sí-respondí-, se ha marchado.

 

-¿Y su comida?

 

-No comerá hoy en casa.

 

-¿Y su cena?

 

-No cenará tampoco.

 

-¿Qué me dice usted, señor Axel?

 

-No, María: ni él ni nosotros volveremos a comer. Mí tío Lidenbrock ha resuelto ponernos a dieta hasta que haya descifrado un antiguo pergamino, lleno de garrapatas, que, a mi modo de ver, es del todo indescifrable.

 

-¡Pobres de nosotros, entonces! ¡Vamos a perecer de inanición!

 

No me atreví a confesarle que, dada la testarudez de mi tío, esa era, en efecto, la suerte que a todos nos esperaba.

 

La crédula sirvienta, regresó a su cocina lamentando.

 

Cuando me quedé solo, se me ocurrió la idea de írselo a contar todo a Graüben; mas, ¿cómo salir de casa? ¿Y si mi tío volvía y me llamaba, con objeto de reanudar aquel trabajo logogrífico capaz de volver loco al viejo Egipto? ¿Qué sucedería si yo no le respondía?

 

Decidí que lo más prudente era quedarme. Precisamente, daba la casualidad de que un mineralogista de Besanzón acababa de remitirnos una colección de geodas silíceas que era preciso clasificar. Puse manos a la obra, y escogí, rotulé, clasifiqué y coloqué en su vitrina todas aquellas piedras huecas en cuyo interior se agitaban pequeños cristales.

 

Pero en lo que menos pensaba era en lo que estaba haciendo: el viejo documento no se apartaba de mi mente. La cabeza me daba vueltas y me perturbaba una vaga inquietud. Presentía una inminente catástrofe.

 

Al cabo de una hora, las geodas estaban colocadas en su debido orden, y me dejé caer sobre la butaca de terciopelo de Utrecht, con los brazos colgando y la cabeza apoyada en el respaldo. Encendí mi larga pipa de espuma, que representaba una náyade voluptuosamente recostada, y me entretuve después en observar cómo el humo iba ennegreciendo mi ninfa de un modo paulatino. De vez en cuando escuchaba para comprobar si se oían pasos en la escalera, siempre con resultado negativo. ¿Dónde estaría mi tío? Me lo imaginaba corriendo bajo los frondosos árboles de la calzada de Altona, gesticulando, golpeando las tapias con su pesado bastón, pisoteando las hierbas, decapitando los cardos a interrumpiendo el reposo de las solitarias cigüeñas.

 

¿Volvería victorioso o derrotado? ¿Descubriría el secreto o sería éste más poderoso que él?

 

Y mientras me dirigía a mí mismo estas preguntas, cogí maquinalmente la hoja de papel en la cual se hallaba escrita la incomprensible serie de letras trazadas por mi mano, diciéndome varias veces:

 

-¿Qué significa esto?

 

Traté de agrupar las letras de manera que formasen palabras; pero en vano. Era inútil reunirlas de dos, de tres, de cinco o de seis: de ninguna manera resultaban inteligibles. Sin embargo, noté que las letras decimocuarta, decimoquinta y decimosexta formaban la palabra inglesa ice, y las vigesimocuarta, vigésimo quinta y vigesimosexta la voz sir perteneciente al mismo idioma. Por último, en el cuerpo del documento y en las líneas segunda y tercera, leí también las palabras latinas rota, rnutabile, ira. nec y atra.

 

¡Demonio! -pensé entonces-. estas últimas palabras parecen dar la razón a mi tío acerca de la lengua en que está redactado el documento. Además, en la cuarta línea veo también la voz luco que quiere decir bosque sagrado. Sin embargo, en la tercera se lee la palabra tabiled, de estructura perfectamente hebrea, y en la última mer, arc y mere que son netamente francesas.

 

¡Aquello era para volverse loco! ¡Cuatro idiomas diversos en una frase absurda! ¿Qué relación podía existir entre las palabras hielo. señor cólera, cruel, bosque sagrado, mudable, madre, arco y mar? Sólo la primera y la última podían coordinarse fácilmente, pues nada tenía de extraño que en un documento redactado en Islandia se hablase de un mar de hielo. Pero esto no bastaba, ni con mucho, para comprender el criptograma.

 

Luchaba, pues, contra una dificultad insuperable; mi cerebro echaba fuego, mi vista se obscurecía de tanto mirar el papel; las ciento treinta y dos letras parecían revolotear en torno mío como esas lágrimas de plata que vemos moverse en el aire alrededor de nuestra cabeza cuando se nos agolpa en ella la sangre.