Werther 6. Sexta parte
Fuente ciudadseva. Autor: Wolfgang Johan von Goethe
-Es verdad -repuso la otra-, tiene el cuerpo hinchado de un modo que preocupa.
Así hablaban con tranquilidad, mientras yo me transportaba con la imaginación al lado de éstos y veía con qué ansiedad sentían que se les iba la vida y cómo se aferraban a la esperanza más tenue. Después de todo, estas jóvenes hablaban del asunto como habla todo el mundo cuando se trata de la muerte de una persona ajena. Yo, mirando alrededor de mí, viendo colocados acá y allá los vestidos de Carlota y los papeles de Alberto sobre los muebles, que han llegado a serme conocidos, hasta el punto de notar el menor cambio; me decía a mí mismo: “Puede asegurarse que en esta casa eres todo para todos; tus amigos te honran, tú ayudas a su alegría, y parece que no podrían vivir los unos sin los otros. Sin embargo, si tú te alejaras de ellos, sentirían… ¿cuánto tiempo sentirían el vacío que tu pérdida daría a sus vidas? ¡Ah!, el hombre es tan versátil por naturaleza, que aun donde tenga seguridad de ser querido, aun ahí donde pueda dejar un recuerdo hondo de su vida o de su paso en la memoria y en el espíritu de los que quiere, aun ahí debe apagarse y desaparecer; y esto, ¡ay!, demasiado rápido”.
27 de octubre
Es cosas de rasgarse el pecho y romperse la cabeza el considerar lo poco que valemos unos para otros. ¡Ay de mí! Nadie me dará el amor, la alegría, el placer de las felicidades que no siento dentro de mí. Y aunque yo tuviera el alma llena de las más dulces sensaciones, no sabría hacer feliz a quien en la suya no tuviera nada.
27 de octubre, por la noche
¡Siento tantas cosas… y mi pasión por ella devora todo! ¡Tantas cosas! Y sin ella, todo se reduce a nada.
30 de octubre
Más de cien veces he estado cerca de arrojarme a su cuello. Sólo Dios sabe lo que me cuesta mirar y remirar tantos encantos, sin atreverme a extender mis brazos hacia ella. Apoderarse de lo que se ofrece a nuestra mirada y nos impresiona, ¿no es un instinto natural del hombre? ¿No echa mano el niño a todo cuanto le agrada? ¡Y yo!
3 de noviembre
Sólo Dios sabe cuántas veces he dormido con el deseo y la esperanza de no despertar. Y al siguiente día, abro los ojos, vuelvo a ver la luz solar y siento de nuevo el peso de la miseria.
¡Ah! Si yo fuera un caprichoso, podría descargar en el mal tiempo, en una tercera persona, en una empresa fracasada, la culpa de mi disgusto y el insoportable fondo de mi desolación sólo pasaría sobre mí a medias. Por desgracia, comprendo que la culpa es sólo mía. ¡La culpa! No. Bastante es ya que lleve en mí la fuente de todos los dolores, como hace poco llevaba el manantial de todos los goces. ¿No soy siempre aquel que antes se deleitaba con los más puros goces de una exquisita sensibilidad, que a cada paso creía descubrir un paraíso, y cuyo corazón, abierto a un amor ilimitado, era capaz de abrazar al mundo entero? Este corazón está muerto ahora, cerrado a todas las sensaciones; mis ojos están secos y mis acerbos dolores, que no tienen salida, llenan de prematuras arrugas mi frente. ¡Cuánto sufro! He perdido ese don del cielo que, por sí solo, embellecía mi vida, esa fuerza vivificante que me hacía crear mundos alrededor de mí. Cuando desde mi ventana contemplo el horizonte y tras la cumbre de las colinas el sol disipa las brumas matinales y desliza sus primero rayos hasta el fondo de los valles, mientras el sosegado río corre mansamente hacía mi, serpenteando entre los viejos troncos de los sauces desnudos; este admirable cuadro, ahora inanimado y frío como una estampa de color; este espléndido espectáculo, que otras veces ha hecho desbordarse a mi corazón, no vierte ahora en él una sola gota de entusiasmo o conformidad. Ahí esta el hombre inmóvil; árido, frente a su Dios, siendo un pozo vacío, una cisterna, cuyas piedras se han roto con la sequía. Muchas veces me he arrodillado para pedir lágrimas al Señor, como el labrador implora la lluvia cuando ve sobre su cabeza un cielo rojo y a sus pies, la tierra que muere de sed. Pero, ¡ay!, Dios no concede la lluvia ni el sol a nuestros ruegos importunos. ¿Por qué aquel tiempo, cuyo recuerdo me mata, era para mí tan feliz? Porque entonces yo esperaba confiado que el cielo no me olvidaría y recogería las delicias con que me embriagaba, en un corazón lleno de reconocimiento.
8 de noviembre
Carlota ha reprobado mis excesos… ¡Pero con qué tierno interés! ¡Mis excesos! Porque después de tomar un vaso de vino, sigo algunas veces bebiendo hasta terminar con una botella…
-No vuelvas a hacerlo -me dijo-; piensa en Carlota.
-¡Pensar! -exclamé-. ¿Qué necesidad tienes de recordármelo, pues piense o no, siempre estás presente en mi alma? Hoy me senté en el mismo lugar donde en otro momento bajaste del coche…
Cambió el tema para impedirme hablar del asunto. Amigo mío, aquí me tienes en un estado en que esta mujer hace de mí lo que quiere.
15 de noviembre
Te agradezco, Guillermo, por el interés que manifiestas y por los buenos consejos que me das; pero te ruego que no te alarmes, que me dejes encarar la crisis. A pesar de mi abatimiento, me siento aún con fuerza para llegar al final. Respeto la religión, lo sabes bien: para el que desmaya, es un apoyo; para quien se siente devorado por la sed, es un bálsamo de vida. ¿Pero puede serlo para nosotros? ¿Para cuántos no lo ha sido y para cuántos no lo será nunca, la conozcan o no? Y a mí, ¿me salvará? ¿No ha dicho el mismo hijo de Dios que sólo estarán con él los que su padre decida? ¿Y si su padre quiere reservarme para sí, como presiente mi corazón?
No malinterpretes mis palabras, ni veas en una idea sencilla la menor intención de burla; te lo suplico. Te hablo con el corazón en la mano. De no ser así, mejor callaría, porque no me gusta perder el tiempo diciendo palabras vanas sobre materias que los demás entienden tan poco como yo. ¿Qué otro destino le cabe al hombre sino el de llenar todo el camino con sus dolores y apurar su cáliz por completo? Y como éste fue amargo al mismo Dios del cielo, cuando lo acercó a sus labios de hombre, ¿por qué he de fingir yo una fuerza sobrehumana, haciendo creer que me parece dulce y grato?
¿Por qué no he de confesar mi angustia en este momento en que mi ser tiembla y fluctúa entre ser y no ser; en que el pasado se muestra como un relámpago en el sombrío abismo del futuro; en que todo cuanto me rodea se desploma y el mundo parece acabarse al mismo tiempo que yo? ¿No reconoces la voz de la criatura extenuada, desfallecida, que se hunde sin remedio, sin importar la inútil lucha, gritando amargamente: “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” ¿Y debe avergonzarme esta exclamación y debo temer que llegue el momento en que se escape de mi boca, como se escapó de la de aquel que, hijo de los cielos, se envolvió en ellos como en un sudario?
21 de noviembre
Carlota no ve ni sabe que prepara ella misma un veneno mortal para los dos y yo apuro con fuerza la copa fatal que me ofrece. ¿Qué significa el aire de bondad con que a menudo me mira? A menudo, ¡no!; algunas veces. ¿Por qué se muestra complacida al notar el efecto que su vista me provoca a pesar mío? ¿Qué causa reconoce la compasión que revela con los ojos?
Ayer, cuando me iba, me alargó la mano y dijo:
-Buenas noches, querido Werther.
¡Querido Werther! Es la primera vez que me llama así y hasta en lo más profundo de mi ser he sentido una dicha indecible. Más de cien veces he repetido estas palabras y por la noche, al ir a la cama, hablando a mí mismo, exclamé sin percatarme de ello: “¡Buenas noches, querido Werther!” No he podido sino reírme de mí.
22 de noviembre
Al dirigir mis ruegos a Dios, no puedo decir: “¡Consérvamela!” Y, sin embargo, hay momentos en que creo que es de mi posesión. Tampoco puedo decir: “¡Dámela!”, porque es de otro. Así es como me agito sin cesar sobre mi lecho de dolor. Si me dejara llevar por el impulso, ensartaría una serie infinita de antítesis.
24 de noviembre
No desconoce Carlota cuánto sufro. Su mirada ha llegado hoy hasta lo más hondo de mi corazón. La encontré sola; yo no despegaba mis labios y ella me miraba fijamente. Absorto ante aquella mirada sublime, llena de afectuoso interés y dulce piedad, no veía su seductora hermosura ni la aureola de inteligencia que ilumina su frente. ¿Por qué no me tiré a sus pies o la tomé entre mis brazos, cubriéndola de besos? Se sentó en el piano; a sus armoniosos acordes unió su dulce y cantarina voz. No he encontrado nunca más adorables sus labios; parecía que se entreabrían lánguidos para aspirar los dulces sonidos del instrumento y exhalarlos de nuevo, con la suavidad de su hálito. ¡ah! ¡Si yo pudiera hacer que compartieras conmigo lo que sentí en ese momento! Incliné la cabeza desfallecido y me juré no atreverme nunca a imprimir un beso en su boca, en aquella boca donde revoloteaban los serafines del cielo. Y, sin embargo, yo quiero… No. Hay una barrera imposible de cruzar que la separa de mi alma. ¡Destruir esta pureza! Y después el castigo que sigue al pecado. ¿Pecado?
26 de noviembre
Suelo decirme a mí mismo: “Tu destino es único; comparados contigo, los demás hombres son felices; porque jamás un mortal se vio atormentado como tú”. Entonces, leo cualquier poeta antiguo y me parece que es el libro mismo de mi alma. ¿Qué? ¿Aún me falta tanto por sufrir? ¿Y antes que yo ha habido ya hombres tan desdichados?
30 de noviembre
Nunca podrá tranquilizarse mi espíritu. En todas partes encuentro algo que me pone fuera de mí. Hoy mismo, ¡oh, destino! ¡Oh, pobre humanidad! Me había ido a pasear a la orilla del río, a la hora de comer, porque no tenía nada de hambre. No había nadie. Un viento frío y húmedo soplaba de la montaña; algunas nubes grises rodeaban el valle. A lo lejos distinguí a un hombre mal vestido, que andaba agachado entre las rocas, como buscando algo. Me acerqué y volteó por el ruido de mis pasos. Tenía una interesante fisonomía, con cierta expresión de tristeza, que mostraba un corazón honrado. Sus negros cabellos estaban sujetos en dos rodetes por horquillas y los de atrás bajaban por la espalda, con lo que formaban una trenza ajustada. Ya que su traje mostraba que era un hombre del pueblo, creí que no se molestaría porque me interesara en él y le pregunté qué hacía.
-Busco flores y las hallo -contestó-, después de suspirar profundamente.
-Ya lo creo -repliqué con una sonrisa-; ahora no es época de flores.
-Hay muchas -agregó-, mientras se acercaba a mí. En mi jardín tengo rosas y dos tipos de madreselvas. Una me la regaló mi padre; ésta crece con la misma rapidez que los hierbajos y, no obstante, hace dos días que busco una y no doy con ella. También aquí hay flores durante todo el año; las hay amarillas, azules, rojas… y hay centauras, que son una flores pequeñas muy lindas. Pues en vano las busco; una sola no encuentro.
Yo notaba en sus palabras y en su tono un no se qué feroz y con calma le pregunté para qué buscaba las flores. Una sonrisa extraña y compulsiva contrajo su aspecto.
-Si me prometes no traicionarme -dijo mientras se ponía un dedo en la boca-, te diré que he ofrecido un ramo a mi novia.
-¡Bien, muy bien! -le dije
-¡Oh! Ella tiene muchas cosas buenas… es rica.
-Y, sin embargo, pone atención a tu ramo.
-Tiene diamantes… y una corona.
-¿Pues quién es? ¿Cuál es su nombre?
Sin responder, añadió:
-Si el gobierno quisiera pagarme, sería otro hombre. Sí, hubo un tiempo en que estaba bien yo, pero hoy, hoy todo ha terminado. No soy ya sino…
Sus ojos, llenos de lágrimas, se fijaron en el cielo con viveza.
-¿Estás feliz entonces? -pregunté.
-¡Ah! Ojalá lo fuera ahora igual. Sí, vivía contento, feliz, ligero como pez en el agua.
-¡Enrique! -exclamó en aquel instante una anciana que se acercaba-. ¿Dónde te metes? Te ando buscando por todas partes. Vamos, ven a comer.
-¿Es su hijo? -pregunté mientras avancé hacia ella.
-Sí, señor, es mi pobre hijo. Dios me ha dado una cruz muy pesada.
-¿Hace mucho tiempo que está así?
-A Dios gracias, hace ya seis meses que recobró la tranquilidad. Pero antes, todo un año, estuvo furioso y hubo que encerrarlo en una casa de locos. Ahora no hace mal a nadie; pero siempre sueña con reyes y emperadores. ¡Era tan bueno y cariñoso! Me ayudaba a vivir con el fruto de su trabajo, porque tenía una letra preciosa… De repente perdió la cordura; cayó enfermo de una fiebre tremenda y ahora… ya ve el estado en que está. Si el señor quiere que le cuente…
Interrumpí su comunicación para preguntarle a qué época se refería su hijo, cuando decía que había sido muy feliz.
-¡Ah, señor! El pobre alude al tiempo en que estaba completamente loco; al que paso en el hospital, cuando no tenía conciencia de sí. No deja de recordar esos días…
Estas palabras me hirieron como un rayo. Puse una moneda de plata en la mano de la anciana y me alejé a pasos apresurados.
¡Entonces eras feliz!, pensaba mientras caminaba rápido hacia el pueblo. ¡Entonces vivías ligero como el pez en el agua! Pero, Señor, ¿estará escrito en el destino del hombre que sólo pueda ser feliz antes de tener razón o después de perderla? ¡Pobre insensato! Envidio tu locura; envidio el laberinto mental en que te extravías. Sales lleno de esperanza a recolectar flores para tu amada, en medio del invierno y desesperas porque no las encuentras, sin comprender la causa de que no se hallen a tu paso… Pero yo… salgo sin esperanza, sin propósito, y vuelvo a entrar a casa igual. Tú sueñas con lo que serías si el gobierno te pagara; ¡feliz criatura que sólo en un obstáculo material hallas tu desgracia, que no sabes que en el extravío de tu mente, en el desorden de tu alma estriba tu daño, del que todos los reyes de la Tierra no podrían liberarte! ¡Muera sin sosiego el que ríe de los enfermos, que en su opinión agravan sus enfermedades y aceleran su final al ir lejos en busca de la salud en aguas maravillosas! ¡Muera sin sosiego el que insulta a la pobre criatura, cuya alma oprimida hace voto de visitar el santo sepulcro para librarse de sus remordimientos y calmar sus escrúpulos y desventuras! Cada paso que el peregrino da sobre la tierra, dura e inculta, por ásperos senderos que desgarran sus pies, es una gota de bálsamo echado sobre la herida de su alma y, después de la jornada diaria, se acuesta con el corazón aliviado de una parte del peso que le embarga. ¿Y se atreven a llamar a esto necia preocupación, ustedes, charlatanes infelices? ¡Preocupación! Dios mío, ni ves mis lágrimas. ¿Cómo, al crear al hombre tan pequeño, le das hermanos que hasta lo privan en sus amarguras, robándole la confianza que ha puesto en ti, en ti que nos profesas amor sin fronteras? Porque la fe en la virtud de una planta medicinal o en el agua que destila la vida después de cortada, ¿qué es sino fe en ti, que al lado del mal has puesto el remedio y el consuelo que tanto necesitamos?
¡Oh, padre, que desconozco! Padre, que otras veces has llenado todo mi corazón y que ahora te apartas de mí; llámame pronto a tu compañía. No guardes silencio más tiempo, porque éste no detendrá la impaciencia de mi alma. Y si entre los hombres no podría enojarse un padre porque su hijo volviera a su lado antes de la hora marcada y se arrojara a sus brazos diciendo: “Aquí estoy de regreso, padre mío; no te incomodes porque haya interrumpido el viaje que me has encomendado terminar; el mundo es igual por todas partes; tras el dolor y el trabajo, la recompensa y el placer…
Pero a mí, ¿qué me importa? Yo no estaré bien más que en tu presencia; en dónde tú estés quiero gozar y padecer…” Tú, padre celestial y piadoso, ¿podrás rechazarme?
1 de diciembre
¡Oh, Guillermo! Ese hombre de que te he hablado, ese desdichado feliz, tenía un empleo en casa del padre de Carlota y una desgraciada pasión que concibió por ella, ¡por ella!, pasión que ocultó mucho tiempo y que al fin descubrió, lo hizo perder el juicio. Éste ha sido el origen de su locura. Estas pocas palabras, llenas de sequedad, pueden hacer que entiendas lo que esta historia me habrá trastornado, cuando Alberto me la contó con la frialdad con que quizá tú la leerás.
4 de diciembre
Te imploro piedad de mí, porque esto es hecho; ya no podré soportar más tiempo la situación. Hoy estaba sentado cerca de ella, que tocaba diferentes melodías en su clave, con un semblante… ¡Con un semblante! ¿Cómo podría describirla para ti? La más pequeña de sus hermanas jugaba con sus muñecas sobre mis rodillas. De pronto, se me salieron las lágrimas y bajé la cabeza; vi entonces en su dedo el anillo de boda y mi llanto fue más abundante. En aquel mismo instante comenzó a tocar la antigua melodía que tanta impresión me provocaba y mi corazón sintió una especie de consuelo, recordando el tiempo en que aquella música había herido mis oídos con placer; tiempo de felicidad en que las penas no abundaban; horas de esperanza que pronto huyeron. Me levanté y comencé a pasearme por la habitación sin orden. Me ahogaba.
-¡Basta -dije-; basta por Dios!
Carlota se detuvo y me miró interrogante.
-Werther -dijo con una sonrisa que me traspasó el corazón-, muy malo debes estar cuando tu música predilecta te desgarra así. Retírate, te lo suplico, y trata de recuperar la calma.
Me separé de ella y… ¡Dios mío! Tú que ves mi sufrimiento, tú debes terminarlo.
6 de diciembre
Su imagen me persigue: que duerma o que vele, ella sola llena toda mi alma. Cuando cierro los ojos, en el cerebro, donde se halla la potencia de la vista, distingo con claridad sus ojos negros. No puedo explicarme esto. Me duermo y los veo también: siempre están ahí, fascinantes como el abismo. Todo mi ser, todo, no puede separarse de ellos.
¿Qué es el hombre, ese semidiós ensalzado? ¿No le falta la fuerza cuando más la necesita? Y cuando abre las alas en el cielo de los placeres, lo mismo que cuando se sumerge en la desesperación, ¿no se ve siempre detenido y condenado a convencerse de que es débil y pequeño, él, que esperaba perderse en el infinito?
Del editor al lector
¡Cuánto hubiera deseado tener, respecto a los últimos días de nuestro desdichado amigo, bastantes detalles escritos por su propia mano, para no tener la necesidad de intercalar relaciones en la continuación de las cartas que él nos dejó!
Me he esmerado en recopilar los más exactos pormenores con las personas que debían estar mejor informadas, los cuales todos resultan uniformes. Las narraciones coinciden hasta en las menores situaciones. Sólo en la manera de juzgar los sentimientos de los personajes difieren un poco los puntos de vista.
Sólo nos resta entonces hablar con fidelidad de lo que nuestras investigaciones nos han hecho conocer, sin omitir en ello las cartas o fragmentos de carta que dejó aquel que ya no está más con nosotros.
No se debe despreciar al menor documento auténtico, en consideración de lo difícil que resulta profundizar y conocer los verdaderos motivos, los móviles ocultos de una acción, por intrascendente que ésta sea, cuando proviene de un individuo que sale de la esfera común.
El desaliento y pesar habían echado raíces sólidas en Werther y poco a poco se habían apoderado de todo su ser. La armonía de sus facultades se había destruido en su totalidad. El ciego y febril arrebato que las trastornaba tuvo en él los más fuertes estragos y acabó por sumirle en un triste abatimiento, más difícil de tolerar que los males con que se había enfrentado hasta entonces.
Las angustias de su corazón agotaron las pocas fuerzas que le quedaban. Su viveza y sagacidad se apagaron. Cada vez se mostraba más sombrío e insociable, y conforme iba siendo más desgraciado se volvía más injusto. Así, al menos, lo constatan los amigos de Alberto, quienes dicen que Werther no había valorado a aquel hombre de corazón recto que, gozando de una dicha deseada por mucho tiempo, sólo pensaba en afianzar su felicidad futura. ¿Cómo había de comprender semejante anhelo quien disipaba y entregaba al azar los tesoros de su alma, sin reservarse para lo sucesivo más que privación y sufrimiento?
Afirman también que Alberto no había podido cambiar en tan poco tiempo y que era siempre el mismo hombre, tan ponderado y apreciado por Werther cuando se conocieron. Amaba a Carlota sobre todas las cosas; estaba orgulloso de ella y deseaba verla admirada por cuantos se le acercaban como la más perfecta criatura. ¿Podía reprobársele por tratar de alejar de ella la sombra de una sospecha o porque rehusara ceder, ni aun en el más inocente trato, la posesión de tan preciado objeto? Confiesan, es cierto, que Alberto abandonaba a menudo la habitación de su mujer cuando Werther se presentaba ahí; pero no era, según su dicho, ni por odio ni por indiferencia hacia su amigo, sino tan sólo porque había observado el pesar secreto que su presencia creaba en Werther.
Un día, en que estaba enfermo el padre de Carlota y por su necesidad de guardar cama, mandó el coche en busca de su hija. Era una hermosa mañana de invierno. Las primeras nieves habían caído abundantes y el campo estaba cubierto de una alfombra blanca.