La señora Dalloway 3 Tercera entrega
de Virginia Woolf

La señora Dalloway 3 Tercera entrega

 

 

Fuente valvanera. Desde luego, pensó Clarissa, ¡es encantador! ¡Totalmente encantador! Ahora recuerdo lo dificilísimo que fue tomar la decisión. ¿Y por qué tomé la decisión de no casarme con él, aquel verano?, se preguntó.

 

—¡Es extraordinario que hayas venido esta mañana! —gritó Clarissa, poniendo las manos una encima de la otra sobre el vestido—. ¿Recuerdas cómo batían las persianas, en Bourton?

 

—Efectivamente, batían.

 

Y recordó desayunar solo, muy intimidado, con el padre de Clarissa; y el padre había muerto; y Peter Walsh no había escrito a Clarissa. Pero la verdad era que nunca se había llevado bien con el viejo Parry, aquel viejo y flojo quejumbroso, el padre de Clarissa, Justin Parry.

 

—A menudo deseo haberme llevado mejor con tu padre—dijo.

 

—Papá nunca tuvo simpatía hacia ninguno de mis. . . de nuestros amigos.

 

Y de buena gana se hubiera Clarissa mordido la lengua por haber recordado con estas palabras a Peter Walsh el que se hubiera querido casar con ella.

 

Desde luego, quise hacerlo, pensó Peter Walsh; casi me destrozó el corazón, pensó; y quedó dominado por su propia pena, que se alzó como una luna que se contempla desde una terraza, horriblemente hermosa en la luz del día naufragante. Jamás he sido tan desdichado, pensó. Y, como si de veras estuviera sentado en la terraza, se inclinó un poco hacia Clarissa; adelantó la mano; la levantó; la dejó caer. Allí arriba, sobre ellos, colgaba aquella luna. También Clarissa parecía estar sentada con él en la terraza, a la luz de la luna.

 

—Ahora es de Herbert—dijo Clarissa—. Ahora nunca voy allí.

 

Entonces, tal como ocurre en una terraza a la luz de la luna, cuando una persona comienza a sentirse avergonzada de estar ya aburrida, y sin embargo la otra está sentada en silencio, muy tranquila, mirando con tristeza la luna, y la primera prefiere no hablar, mueve el pie, se aclara la garganta, advierte la existencia de una voluta de hierro en la pata de una mesa, toca una hoja, pero no dice nada, así se comportó Peter Walsh ahora. Sí, porque, ¿a santo de qué regresar al pasado?, pensó. ¿Por qué inducirle a volver a pensar en el pasado? ¿Por qué hacerle sufrir, después de haberle torturado de manera tan infernal? ¿Por qué?

 

—¿Recuerdas el lago?—preguntó Clarissa.

 

Lo dijo en voz brusca, bajo el peso de una emoción que le atenazaba el corazón, que daba rigidez a los músculos de la garganta, y que contrajo sus labios en un espasmo al pronunciar la palabra "lago". Sí, porque era una niña que arrojaba pan a los patos, entre sus padres, y al mismo tiempo una mujer mayor que acudía al lado de sus padres, que estaban en pie junto al lago, y ella iba con su vida en brazos, vida que, a medida que se acercaba a sus padres, crecía más y más en sus brazos, hasta llegar a ser una vida entera, una vida completa, que puso ante ellos, diciendo: "¡Esto es lo que he hecho con mi vida! ¡Esto!" ¿Y qué había hecho con ella? ¿Realmente, qué? Sentada allí, cosiendo, esta mañana, en compañía de Peter Walsh.

 

Miró a Peter Walsh; su mirada, pasando a través de aquel tiempo y de aquella emoción, le alcanzó dubitativa se posó llorosa en él, se alzó y se alejó en un revoloteo, cual un pájaro que toca una rama y se alza y se aleja revoloteando. Con gran sencillez, se secó los ojos.

 

—Sí—dijo Peter—. Sí, sí, sí—dijo, como si Clarissa sacara a la superficie algo que causaba verdadero dolor a medida que ascendía.

 

¡Basta, basta!, deseaba gritar Peter. Porque no era viejo; su vida no había terminado; no, ni mucho menos. Hacía poco que había cumplido los cincuenta. ¿Se lo digo o no?, pensó. De buena gana se desahogaría contándoselo todo. Pero es demasiado fría, pensó; cosiendo, con sus tijeras; Daisy parecía vulgar, al lado de Clarissa. Y pensaría que soy un fracasado, y es cierto que lo soy según ellos, pensó; según los Dalloway. No tenía la menor duda al respecto; era un fracasado, al lado de todo aquello—la mesa con incrustaciones, el ornamental cortapapeles, el delfín y los candelabros, la tapicería de las sillas y los viejos y valiosos grabados ingleses a todo color—, ¡era un fracasado! Detesto la presuntuosa complacencia de todo esto, pensó; es cosa de Richard, no de Clarissa; pero Clarissa se casó con él. (En este instante Lucy entró en la estancia con plata, más plata, pero su aspecto era encantador, esbelto y grácil, pensó Peter, cuando se inclinó para dejar la plata.) ¡Y así han vivido constantemente!, pensó, semana tras semana; la vida de Clarissa; en tanto que yo, pensó; e inmediatamente todo pareció irradiar de él: viajes, cabalgadas, peleas, aventuras, partidas de bridge, amores, ¡trabajo, trabajo, trabajo!, y sacó el cortaplumas sin el menor disimulo, el viejo cortaplumas con cachas de cuerno que Clarissa podía jurar había tenido en el curso de aquellos treinta años, y crispó sobre él la mano.

 

Qué costumbre tan extraordinaria, pensó Clarissa; siempre jugando con un cuchillo. Y siempre, también, haciéndola sentirse una frívola, de mente vacía, una simple charlatana atolondrada. Pero también yo tengo la culpa, pensó, y, cogiendo la aguja, llamó, como una reina cuyos guardianes se han dormido y la han dejado sin protección (había quedado sorprendida por aquella visita, visita que la había alterado), de manera que cualquiera puede acercarse y mirarla, mientras yace con las zarzas meciéndose sobre su cuerpo, llamó en su ayuda a las cosas que hacía, las cosas que le gustaban, su marido, Elizabeth, ella misma, cosas que ahora Peter apenas conocía, para que acudieran todas a ella y derrotaran al enemigo.

 

—Bien, ¿y qué has hecho en estos años?—dijo.

 

De igual manera, antes de que la batalla comience, los caballos patean el suelo, alzan la cabeza, reluce la luz en sus ijares, curvan el cuello. De la misma manera, Peter Walsh y Clarissa, sentados el uno al lado del otro en el sofá azul, se desafiaban. En el interior de Peter Walsh, piafaban y se alzaban sus poderes. Procedentes de distintas zonas, reunió toda suerte de cosas: alabanzas, su carrera en Oxford, su matrimonio del que Clarissa nada sabía, lo que había amado, y el haber llevado a cabo su tarea.

 

—¡Millones de cosas! exclamó.

 

Y, estimulado por aquel conjunto de poderes que ahora embestían en todas direcciones y le daban la sensación terrorífica, y al mismo tiempo extremadamente excitante, de ser transportado en volandas sobre los hombros de gente a la que él no podía ver, se llevó las manos a la frente.

 

Clarissa, muy erguida, contuvo el aliento.

 

—Estoy enamorado—dijo Peter Walsh.

 

Pero no lo dijo a Clarissa, sino a aquella mujer levantada en la oscuridad para que uno no pudiera tocarla y se viera obligado a dejar la guirnalda en el césped, en la oscuridad.

 

—Enamorado—repitió, dirigiéndose ahora con cierta sequedad a Clarissa Dalloway—. Enamorado de una muchacha en la India.

 

Había depositado su guirnalda. Clarissa podía hacer lo que quisiera con ella.

 

—¡Enamorado!—dijo Clarissa.

 

¡A su edad, con su corbatita de lazo, aplastado por aquel monstruo! Y tiene el cuello descarnado, las manos rojas, ¡y es seis meses mayor que yo! Lo pensó con los ojos destellantes, pero en su corazón sintió, de todas maneras: está enamorado. Tiene esto, sintió; está enamorado.

 

Pero el indomable egotismo que constantemente derriba a las huestes que se le oponen, el río que dice adelante, adelante, adelante—aunque reconoce que podemos no tener una meta, no por ello deja de decir adelante—, este indomable egotismo dio color a las mejillas de Clarissa, la hizo parecer muy joven, muy sonrosada, con los ojos muy brillantes, mientras estaba sentada con el vestido sobre las rodillas, la aguja junto al borde de la seda verde, temblando un poco. ¡Estaba enamorado! No de ella. De alguna mujer más joven, naturalmente.

 

—¿Y quién es ella?—preguntó.

 

Ahora aquella estatua sería arrancada de su pedestal, y quedaría en el suelo, entre los dos.

 

—Una mujer casada, por desdicha. La esposa de un mayor del Ejército de la India.

 

Y, con curiosamente irónica dulzura, Peter Walsh sonrió al colocar en tan ridícula postura a aquella mujer ante Clarissa.

 

(De todos modos, está enamorado, pensó Clarissa.)

 

—Tiene dos hijos de corta edad—prosiguió Peter Walsh muy razonable—, chico y chica. Y he venido para ver a mis abogados, por lo del divorcio.

 

¡Aquí están!, pensó Peter. ¡Haz con ellos lo que quieras, Clarissa! ¡Aquí están! Y, segundo a segundo, le parecía que la esposa del mayor del Ejército de la India (su Daisy) y sus hijos de corta edad se transformaban en seres más y más adorables a medida que Clarissa los miraba; como si él hubiera puesto una bolita gris en una bandeja, y se hubiera alzado un hermoso árbol en el salado y puro aire de su intimidad (ya que, en cierta manera, nadie le entendía tan bien, nadie sentía tan al unísono con él, como Clarissa), su exquisita intimidad.

 

Aquella mujer halagaba a Peter, le engañaba, pensó Clarissa, dando forma a la mujer, la esposa de un mayor del Ejército de la India, con tres golpes de cuchillo. ¡Qué lástima! ¡Qué locura! Durante toda su vida, Peter se había engañado así; primero, al comportarse de tal manera que tuvo que salir de Oxford; después, al casarse con aquella chica a la que conoció en el barco yendo a la India; ahora con la esposa del mayor... ¡gracias a Dios que no se había casado con él! De todos modos, estaba enamorado; su viejo amigo, su querido Peter, estaba enamorado.

 

—¿Y qué vas a hacer?—le preguntó.

 

Bueno, los abogados y procuradores, los señores Hooper y Grateley, de Lincoln's Inn, harían lo que se debía hacer, dijo Peter. Y comenzó a recortarse las uñas con el cortaplumas.

 

¡Por lo que más quieras, deja ya el cortaplumas!, gritó para sí misma, incapaz de contener su irritación; constituía un estúpido desembarazo, esta debilidad de Peter; en Peter, esta falta de hasta la sombra de la noción de los sentimientos de los demás molestaba a Clarissa, siempre la había molestado; y ahora, a la edad que Peter tenía, ¡cuán estúpido resultaba!

 

Sé muy bien todo esto, pensó Peter; conozco bien aquello con lo que me tendré que enfrentar, pensó, mientras pasaba el dedo por el filo del cortaplumas, Clarissa y Dalloway y todos los demás; pero le daré una lección a Clarissa. Y entonces, ante su gran sorpresa, súbitamente arrojado por aquellas incontrolables fuerzas, arrojado al aire, se echó a llorar; lloró sin asomo de vergüenza, sentado en el sofá, y las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

 

Y Clarissa se había inclinado hacia adelante, le había cogido la mano, lo había atraído hacia ella, le había besado. Realmente, Clarissa había sentido la cara de Peter en la suya antes de que pudiera aquietar el batir de plumas con destellos de plata, como hierba de la pampa en un vendaval del trópico, en el interior de su pecho que, al cesar, la dejó con la mano de Peter en la suya, dándole palmaditas en la rodilla, y sintiéndose, en el momento de reclinarse, extraordinariamente a sus anchas en compañía de Peter y con el corazón alegre, en cuyo momento, bruscamente, pensó: ¡si me hubiera casado con él gozaría de esta alegría todos los días!

 

Todo había terminado para ella. La sábana estaba lisa, y estrecha era la cama. Se había, subido sola a la torre, y los había dejado, a los demás, jugando al sol. La puerta se había cerrado, y allí, entre el polvo del yeso caído y la broza de los nidos de pájaros, cuán distante parecía el panorama, y los sonidos llegaban débiles y fríos (se acordó de cierta ocasión, en Leith Hill), y ¡Richard, Richard!, gritó, como en el nocturno sobresalto del que duerme y extiende la mano en las tinieblas en busca de ayuda. Almorzando con Lady Bruton, recordó. Me ha abandonado, estoy sola para siempre, pensó, cruzando las manos sobre las rodillas.

 

Peter Walsh se había levantado y, cruzando la estancia, quedó colocado junto a la ventana, donde estaba ahora en pie, de espaldas a ella, agitando en el aire, de un lado para otro, un pañuelo de hierbas. Tenía un aspecto magistral y seco y desolado, con sus delgadas paletillas levantándole un poco la chaqueta, mientras se sonaba con violencia las narices. Llévame contigo, pensó Clarissa impulsiva, como si en aquel instante se dispusiera Peter a emprender un gran viaje; y entonces, en el instante siguiente, fue como si los cinco actos de una obra teatral muy excitante y conmovedora hubieran terminado, y Clarissa hubiera vivido toda una vida en su transcurso, y hubiera huido, y hubiera vivido con Peter, y ahora todo hubiera terminado.

 

Había llegado el momento de ponerse en movimiento, y, tal como una mujer recoge sus cosas, su capa, sus guantes, sus prismáticos de ópera, y se levanta para salir del teatro a la calle, Clarissa se levantó del sofá y se acercó a Peter.

 

Y fue terriblemente extraño, pensó Peter, advertir que Clarissa aún tenía el poder, mientras se acercaba con un murmullo de ropas, con un tintineo, aún tenía el poder, mientras cruzaba la estancia, de hacer que la luna, que Peter detestaba, ascendiera en Bourton sobre la terraza en el cielo de verano.

 

—Dime—preguntó, cogiéndola por los hombros—, ¿eres feliz, Clarissa? ¿Acaso Richard...?

 

Se abrió la puerta.

 

—Aquí está mi Elizabeth—dijo Clarissa con vehemencia, quizás un poco teatralmente.

 

—Hola, ¿qué tal?—dijo Elizabeth mientras se acercaba.

 

Las campanadas del Big Ben dando la media hora sonaron entre ellos con extraordinario vigor, como si un hombre joven, fuerte, indiferente, desconsiderado, atizara porrazos a diestro y siniestro.

 

—¡Hola, Elizabeth!—gritó Peter. Y se metió el pañuelo en el bolsillo, y se acercó a la mujer, y dijo—: Adiós, Clarissa.

 

Lo dijo sin mirarla, salió de prisa de la estancia, bajó corriendo la escalera y abrió la puerta del vestíbulo. Siguiéndole hasta el descansillo, Clarissa gritó:

 

—¡Peter! ¡Peter! ¡Mi fiesta! ¡Acuérdate de mi fiesta de esta noche!

 

Y tuvo que alzar la voz para superar el rugido del exterior, y, avasallada por el tránsito y el sonido de todos los relojes dando la hora, su voz al gritar "¡Acuérdate de mi fiesta de esta noche!" sonó frágil y delgada y muy lejana, mientras Peter cerraba la puerta.

 

Acuérdate de mi fiesta, acuérdate de mi fiesta, dijo Peter Walsh al pisar la calle, hablando rítmicamente para sí, al compás del fluir del sonido, del directo y rotundo sonido del Big Ben dando la media hora. (Los círculos de plomo se disolvieron en el aire.) Oh, estas fiestas, pensó, las fiestas de Clarissa. ¿Por qué da estas fiestas? Y con ello no acusaba a Clarissa, ni tampoco a la imagen de un hombre con chaqué y un clavel en el ojal que avanzaba hacia él. Sólo una persona en el mundo podía estar, cuál él estaba, enamorado. Y allí estaba, aquel hombre afortunado, él mismo, reflejado en la luna del escaparate de un fabricante de automóviles en Victoria Street. La India entera estaba detrás de él: llanuras, montañas, epidemias de cólera, un distrito dos veces mayor que Irlanda, decisiones que debía tomar solo—él, Peter Walsh, que ahora estaba realmente enamorado por primera vez en su vida. Clarissa se había endurecido, pensó; y, de paso, se había tornado un tanto sentimental, sospechaba, mirando los grandes automóviles capaces de hacer, ¿cuántas millas con cuántos galones? Porque él sentía cierta inclinación por la mecánica; había inventado un arado en su distrito, había pedido carretillas a Inglaterra, pero los culis se negaban a utilizarlas, de todo lo cual Clarissa no sabía nada de nada.

 

La forma como Clarissa había dicho "Aquí está mi Elizabeth" había enojado a Peter Walsh. ¿Por qué no había dicho sencillamente, "Aquí está Elizabeth"? Era insincera la frase. Y a Elizabeth tampoco le había gustado. (Los últimos temblores de la gran voz tonante todavía estremecían el aire alrededor de Peter Walsh; la media; temprano aún; sólo las once y media.) Sí, porque Peter Walsh comprendía a los jóvenes, le gustaban. Había cierta frialdad en Clarissa, pensó. Siempre, incluso de niña, había sufrido una especie de timidez, que en la media edad se convierte en convencionalismo, y entonces todo termina, todo termina, pensó, mirando un tanto atemorizado las vidriosas profundidades, y preguntándose si acaso al visitarla a aquella hora la había enojado. De repente quedó dominado por la vergüenza de haberse comportado como un insensato: había llorado, se había dejado llevar por las emociones, se lo había contado todo, como de costumbre, como de costumbre.

 

Tal como la nube cruza ante el sol, así cae el silencio sobre Londres, y cae sobre la mente. Los esfuerzos cesan. El tiempo ondea en el mástil. Aquí nos detenemos; aquí quedamos quietos, en pie. Rígido, sólo el esqueleto de la costumbre sostiene el caparazón humano. Que no contiene nada, se dijo Peter Walsh, y se sintió vacío, totalmente huero en su interior. Clarissa me ha rechazado, pensó, Se quedó quieto, pensando: Clarissa me ha rechazado.

 

Ah, dijo St. Margaret, como una dama de sociedad que entra en su salón en el instante en que suena la hora, y ve que sus invitados están ya allí. No llego tarde. Son exactamente las once y media, dice la dama. Sin embargo, pese a que lleva toda la razón, su voz, por ser la voz de la dueña de la casa, es remisa a infligir su individualidad. La retiene cierto dolor por el pasado, cierta preocupación por el presente. Son las once y media, dice, y el sonido de St. Margaret se desliza en los entresijos del corazón y se entierra en círculo tras círculo de sonido, como algo vivo que ansía confiarse, dispersarse, quedar, con un estremecimiento de delicia, en descanso; cual la propia Clarissa, pensó Peter Walsh, descendiendo la escalera al tocar la hora, vestida de blanco. Es la misma Clarissa, pensó con profunda emoción, y con un extraordinariamente claro, aunque intrigante, recuerdo de ella, como si esta campana hubiera entrado en la habitación, años atrás, en la que estaban sentados en un momento de gran intimidad, y hubiera ido de uno a otro y se hubiera marchado, como una abeja con miel, cargada con el momento. Pero, ¿qué habitación?, ¿qué momento? Y, ¿por qué se había sentido tan profundamente feliz mientras el reloj sonaba? Entonces, mientras el sonido de St. Margaret iba extinguiéndose, Peter Walsh pensó: ha estado enferma; y el sonido expresaba languidez y sufrimiento. Del corazón, recordó; y la súbita sonoridad de la última campanada dobló a muerte que sorprende en plena vida, cayendo Clarissa allí donde se encontraba, en su salón. ¡No! ¡No!, gritó Peter Walsh. ¡No está muerta! No soy viejo, gritó, y avanzó hacia Whitehall, como si allí se le ofreciera vigoroso e interminable su futuro.

 

En modo alguno era viejo, o rígido o seco. Y, en cuanto a lo que de él dijeran (los Dalloway, los Whitbread y su grupito), le importaba un pimiento, un pimiento (aun cuando, ciertamente, llegaría el momento en que tendría que ver si Richard le podía ayudar a conseguir un empleo). Caminando a largas zancadas, atenta la vista, lanzó una llameante mirada a la estatua del Duque de Cambridge. Le habían echado de Oxford, ciertamente. Había sido socialista, en cierto aspecto un fracasado, ciertamente. De todos modos, el futuro de la civilización se encuentra en las manos de los jóvenes así, de los jóvenes que son como él era treinta años atrás, con su amor por los principios abstractos, pidiendo que les manden libros desde Londres a un picacho del Himalaya, leyendo libros de ciencias, leyendo filosofía. El futuro está en manos de jóvenes así, pensó.

 

Un murmullo, como el murmullo de las hojas en el bosque, le llegó desde atrás, y con él le llegó un sonido de reiterado golpeteo sordo que, al llegar a él, encaminó sus pensamientos, marcando el paso, hacia Whitehall, sin que él quisiera. Muchachos vestidos de uniforme, con fusiles, desfilaban con la vista fija al frente, desfilaban, rígidos los brazos, y en sus rostros había una expresión como las letras de una leyenda escrita alrededor de la base de una estatua enalteciendo el deber, la gratitud, la fidelidad, el amor a Inglaterra.

 

Están, pensó Peter Walsh, comenzando a marcar el paso con ellos, muy bien instruidos. Pero no parecían robustos. Casi todos van desmadejados, muchachos de dieciséis años que, probablemente, mañana estarán detrás de cuencos de arroz y porciones de jabón, en mostradores. Ahora les envolvía, sin mezcla de placer sensual o de cotidianas preocupaciones, la solemnidad de la corona de flores que habían cogido en Finsbury Pavement para llevarla a la tumba vacía. Habían prestado su juramento. El tránsito los respetaba; los camiones se detenían.

 

No puedo aguantar su ritmo, pensó Peter Walsh, mientras avanzaban hacia Whitehall, y efectivamente siguieron hacia adelante, rebasándole a él, rebasándolos a todos, con su aire resuelto, como si una sola voluntad impulsara piernas y brazos; como si la vida, con sus variaciones y reticencias, hubiera sido enterrada bajo un pavimento cubierto de monumentos y coronas de flores y hubiera sido drogada por la disciplina hasta convertirse en un cadáver rígido pero vidente. Uno tenía que respetar aquello; uno podía reír, pero uno tenía que respetarlo, pensó. Ahí van, pensó Peter Walsh, deteniéndose en el bordillo; y todas las ensalzadas estatuas, Nelson, Gordon, Havelock, las negras, las espectaculares imágenes de grandes soldados, miraban al frente como si también ellos hubieran hecho la misma renuncia (Peter Walsh estimaba que también él había hecho la gran renuncia), hubieran sido templados en las mismas tentaciones, y al fin hubieran logrado mirada de mármol. Pero por nada del mundo quería Peter Walsh tener aquella mirada, aunque pudiera respetarla en otros. Podía respetarla en los jóvenes. No conocen todavía las flaquezas de la carne, pensó, mientras los muchachos que desfilaban desaparecían hacia el Strand. Todo esto lo he dejado atrás, pensó mientras cruzaba la calle y quedaba en pie ante la estatua de Gordon, aquel Gordon a quien de chico había idolatrado; Gordon en pie, solitario, con una pierna levantada y los brazos cruzados. Pobre Gordon, pensó.

 

Y debido solamente a que nadie sabía aún que se encontraba en Londres, salvo Clarissa, y a que la tierra, después del viaje, seguía pareciéndole una isla, se sintió dominado por la rareza de estar solo, vivo, desconocido, a las once y media, en Trafalgar Square. ¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Y por qué, a fin de cuentas, hace uno las cosas?, pensó, y le parecía ahora que el divorcio fuera algo extraterreno. Y la mente se le quedó plana como un terreno pantanoso, y tres grandes emociones se alzaron en él; comprensión, una vasta filosofía, y por fin, como si fuese resultado de las otras dos, un deleite irreprimible y exquisito; como si, dentro de su cerebro, otra mano tirara de cordeles, abriera postigos, y él, que nada tenía que ver con lo dicho, se encontrara a la entrada de interminables avenidas por las que podía vagar si quería. Hacía años que no se sentía tan joven.

 

¡Había escapado! Era infinitamente libre, como sucede al escapar de la costumbre, cuando la mente, como una llama sin resguardo, se inclina y se tuerce, y parece vaya a saltar de su lugar. ¡Hacía años que no me sentía tan joven!, pensó Peter, escapando (aunque sólo por una hora, más o menos, desde luego) de ser precisamente lo que era, y sintiéndose como un niño que sale corriendo de casa y ve, mientras corre, a su vieja niñera que agita la mano hacia la ventana en que él no se encuentra. Pero es extraordinariamente atractiva, pensó, mientras cruzaba Trafalgar Square, en dirección a Haymarket, cuando hacia él vino una mujer joven que, al pasar junto a la estatua de Gordon, pareció, pensó Peter Walsh (siempre vulnerable), despojarse de velo tras velo, hasta quedar convertida en la mismísima mujer en que Peter Walsh había pensado siempre; joven, pero digna; alegre, pero discreta; negra, pero encantadora.

 

Irguiéndose y tocando furtivamente el cortaplumas con los dedos, comenzó a seguir a esta mujer, a esta ilusión, que parecía, incluso de espaldas, proyectar en él una luz que les unía, que le individualizaba, como si el indiferente rugido del tránsito hubiera susurrado, puestas las manos a modo de bocina, su nombre, no Peter, sino aquel nombre íntimo que a sí mismo se daba en sus pensamientos. "Tú", decía la mujer, sólo "tú", y lo decía con sus blancos guantes y con sus hombros. Entonces la delgada y larga capa que el viento agitaba, mientras la mujer pasaba ante la tienda de Dent, en Cockspur Street, se alzó con envolvente dulzura, con doliente ternura como unos brazos que se abrieran y acogieran al cansado. . .

 

Pero no está casada; es joven, muy joven, pensó Peter, mientras el rojo clavel que había visto que la muchacha llevaba, cuando se le acercó en Trafalgar Square, volvía a arder en los ojos de Peter Walsh y a dar rojo color a los labios de la muchacha. Pero la muchacha se detuvo y esperó en la acera. Tenía dignidad. No era mundana como Clarissa, no era rica como Clarissa. ¿Sería, se preguntó Peter cuando la muchacha volvió a caminar, respetable? Ingeniosa, con la veloz lengua del lagarto, pensó (sí, porque uno debe inventar, uno debe permitirse pequeñas diversiones), un ingenio tranquilo y frío, un ingenio aguzado, poco ruidoso.

 

La muchacha avanzó y cruzó; él la siguió. Intimidarla era lo último que Peter Walsh deseaba. De todos modos, si la muchacha se detenía, Peter le diría: "Venga conmigo a tomar un helado", sí, eso diría, y ella contestaría con perfecta sencillez: "Oh, sí."

 

Pero otra gente se interpuso entre los dos, en la calle, obstruyendo el paso a Peter, impidiéndole verla. Peter perseveró; la muchacha cambió. Había color en sus mejillas, burla en sus ojos; era un aventurero, un temerario, pensó Peter, rápido, osado (teniendo en cuenta que anoche llegó de la India), un romántico filibustero, a quien le importaban un comino aquellos malditos objetos, las batas amarillas, las pipas, las cañas de pescar en los escaparates de la tienda; y lo mismo cabía decir de la respetabilidad, de las fiestas nocturnas y de los lozanos viejos con blanca pechera bajo el chaleco. Era un filibustero. Adelante y adelante siguió la muchacha, cruzó Piccadilly y ascendió por Regent Street ante él, y su capa, sus guantes sus hombros se combinaban con las puntillas y los encajes y las plumas de avestruz de los escaparates, dando vida al espíritu de delicadeza y refinamiento que amortiguado brillaba en los escaparates, proyectándose en la acera, como la luz de la lámpara que de noche vacila sobre los arbustos en la oscuridad.

 

Riente y deliciosa, cruzó Oxford Street y Great Portland Street, dobló una esquina, penetró en una calleja, y ahora, ahora se acercaba el gran momento, porque ahora se estaba deteniendo, abría el bolso, y con una mirada en dirección a él, aun cuando no a él mismo, una mirada de despedida, resumió la situación y le dijo adiós triunfalmente, para siempre, metió la llave en la cerradura, abrió la puerta y ¡desapareció! La voz de Clarissa diciendo acuérdate de mi fiesta, acuérdate de mi fiesta, cantaba en sus oídos. La casa era uno de estos sencillos edificios rojos, con colgantes guardatiestos en forma de cesto vagamente incongruentes. Había terminado.

 

Bueno, me he divertido; me he divertido, pensó, mientras miraba los colgantes cestos con pálidos geranios. Y quedó atomizada su diversión, porque había sido medio ficticia, como sabía muy bien Peter Walsh; inventada, esta escapada con la muchacha; imaginada, como uno imagina la mejor parte de la vida, pensó, como uno se imagina a sí mismo; he imaginado a la muchacha, he creado una exquisita diversión, y algo más. Era raro y al mismo tiempo verdad; nunca podría compartir aquello, ya atomizado.

 

Dio media vuelta; recorrió la calle, pensando en encontrar un lugar en el que sentarse, hasta que llegara el momento de ir a Lincoln's Inn, al despacho de los señores Hooper y Grateley. ¿A dónde iría? Poco importaba. Calle arriba, y luego hacia Regent's Park. Al chocar sus botas contra el pavimento decían "poco importa", porque era temprano, todavía muy temprano.

 

Era una espléndida mañana. Como el pulso de un corazón perfecto la vida latía directamente en las calles. No había vacilaciones, no había dudas. Deslizándose, con una leve inclinación de su trayectoria, con exactitud, puntualmente, en silencio, allí, precisamente en el momento oportuno, el automóvil se detuvo ante la puerta. La muchacha, con medias de seda, con plumas, evanescente, pero no muy atractiva para él (que ya había gozado su buen momento), descendió. Admirables mayordomos, leonados perros chinos, salones de losas trapezoidales blancas y negras, blancas cortinas agitadas por el viento, vio Peter por la puerta abierta, y lo que vio mereció su aprobación. A fin de cuentas, Londres era un gran logro, a su manera; la temporada social; la civilización. Por pertenecer a una respetable familia angloindia que, por lo menos durante tres generaciones, había administrado los asuntos de un continente (es raro, pensó, que esto suscite en mí tanta emoción, si tenemos en cuenta que no me gusta la India, ni el imperio, ni el ejército), había ciertos momentos en que la civilización, incluso esa clase de civilización, le era tan querida como si fuese una posesión personal, momentos en los que estaba orgulloso de Inglaterra, de los mayordomos, de los perros chinos, de las muchachas en la seguridad de la riqueza. Es ridículo, pensó, pero así es. Y los médicos y los hombres de negocios y las competentes mujeres, yendo cada cual a sus asuntos, puntuales, atentos, robustos, le parecían totalmente admirables, buenas gentes a las que podía confiar la propia vida, compañeros en el arte de vivir, dispuestos a ayudarle a uno. Realmente, entre una cosa y otra, el espectáculo era muy tolerable; se sentaría a la sombra y fumaría.

 

Ahí estaba Regent's Park. Sí. De niño había paseado por Regent's Park. Es raro, pensó, que el recuerdo de la infancia venga tan a menudo a mi mente. Quizá sea consecuencia de haber visto a Clarissa, ya que las mujeres viven más que nosotros en el pasado. Se encariñan con los lugares; y con su padre, una mujer siempre está orgullosa de su padre. Bourton era un bonito lugar, un lugar muy bonito, pero nunca conseguí llevarme bien con el viejo, el padre de Clarissa. Una noche hubo una escena, una discusión sobre algo, algo que no podía recordar. Política, seguramente.

 

Sí, recordaba Regent's Park: el largo y recto sendero, a la izquierda la caseta donde se vendían globos, una absurda estatua con una inscripción en algún lugar. Buscó dónde sentarse. No quería que la gente le molestara (se sentía algo soñoliento) preguntándole la hora. Una niñera gris, entrada en años, con un niño dormido en el cochecito. Sí, era lo mejor que podía hacer, sentarse en el extremo del banco en que estaba la niñera.

 

Es una chica de aspecto extraño, pensó, recordando súbitamente a Elizabeth en el momento en que entró en la estancia y quedó en pie junto a su madre. Ha crecido, es una chica mayor, y no es exactamente lo que se llama linda, más bien hermosa, y no puede tener más de dieciocho. Lo más seguro es que no se lleve bien con Clarissa. "Aquí está mi Elizabeth", esa clase de cosa, ¿por que no "aquí está Elizabeth" sencillamente? Como la mayoría de las madres, intenta transformar las cosas en lo que no son. Confía demasiado en su encanto, pensó. Exagera.

 

Suavemente, el rico y benefactor humo del cigarro se deslizó por su garganta; soltó el humo otra vez, formando anillos que, por un momento, lucharon bravamente con el aire; azules, circulares—intentaré hablar a solas con Elizabeth esta noche, pensó—, luego comenzaron a vacilar, adoptando la forma de relojes de arena, y fueron desvaneciéndose; qué extrañas formas adoptan, pensó. De repente cerró los ojos, alzó la mano con esfuerzo y arrojó lejos de sí la pesada colilla del cigarro. Un gran cepillo pasó suavemente por su cerebro, barriéndolo con inquietas ramas, voces de niños, rumor de pasos, gente moviéndose, murmullo de tránsito, tránsito alzándose y cayendo. Se hundió más y más en las muelles plumas del sueño, se hundió y quedó envuelto en silencio.

 

La niñera gris reanudó su labor de punto, mientras Peter Walsh, sentado a su lado, comenzaba a roncar. Con su vestido gris, moviendo las manos infatigable pero serenamente, la niñera parecía la defensora de los derechos de los durmientes, como una de aquellas espectrales presencias que se alzan en la penumbra de los bosques, hechas de cielo y ramas. El solitario viajero, que frecuenta los senderos, alarma los helechos y devasta las grandes plantas de cicuta, al alzar súbitamente la vista, ve la gigantesca figura al final del camino.

 

Quizá convencido ateo, le sorprenden momentos de extraordinaria exaltación. Nada existe fuera de nosotros, salvo un estado mental, piensa; un deseo de solaz, de alivio, de algo alejado de estos miserables pigmeos, estos débiles, estos feos, estos pusilánimes hombres y mujeres. Pero si él es capaz de concebirla, la mujer existe, piensa, y, al avanzar él por el sendero con los ojos fijos en el cielo y en las ramas, rápidamente las dota de feminidad; con pasmo ve cuán graves llegan a ser, cuán mayestáticamente, mientras el viento las agita, otorgan, con una oscura agitación de hojas, caridad, comprensión, absolución, y luego, alzándose bruscamente, revisten de loca embriaguez su piadoso aspecto.

 

Estas son las visiones que ofrecen grandes cuernos de la abundancia, rebosantes de frutos, al solitario viajero, o que murmuran junto a su oído cual sirenas alejándose en las verdes olas del mar, o que son arrojadas a su rostro como ramos de rosas, o que se alzan hasta la superficie cual pálidas caras por las que los pescadores se hunden en las mareas a fin de abrazarlas.

 

Estas son las visiones que incesantemente surgen a la superficie, caminan al lado de la realidad, ponen su rostro delante de ella; a menudo abruman al solitario viajero y le quitan el sentido de la tierra, el deseo de regresar, y en sustitución le dan una paz general, cual si (esto piensa, mientras avanza por el sendero del bosque) toda esa fiebre de vivir fuera la mismísima simplicidad; y miríadas de cosas se funden en una cosa; y esta figura, hecha de cielo y ramas, sin embargo, había surgido del agitado mar (el hombre es mayor, de más de cincuenta años), tal como se puede extraer de las olas una forma para que sus magníficas manos de mujer derramen comprensión, piedad, absolución. Por esto, piensa el hombre, yo quisiera no volver jamás a la luz de la lámpara, a la sala de estar, no terminar jamás mi libro, no vaciar jamás la pipa, no tocar jamás el timbre para que la señora Turner levante la mesa; prefiero seguir avanzando rectamente hacia esta gran figura de mujer que, con una sacudida de cabeza, me subirá a sus gallardetes y me permitirá volar hacia la nada con todos los demás.

 

Estas son las visiones. El solitario viajero cruza pronto el bosque; y ahí, saliendo a la puerta con los ojos entornados, posiblemente para esperar su regreso, con las manos en alto, agitado por el viento el blanco delantal, hay una mujer entrada en años que parece (tan poderosa es esta dolencia) buscar, en un desierto, un hijo perdido, buscar un jinete aniquilado, ser la figura de la madre cuyos hijos han muerto en las batallas del mundo. Y así, mientras el solitario viajero avanza por la calle del pueblo en que las mujeres hacen labor de punto y los hombres cavan en los huertos, la atardecida parece siniestro presagio; las figuras se están quietas, como si una augusta predestinación, por ellas conocida, esperada sin temor, estuviera a punto de barrerlas y aniquilarlas totalmente.

 

Dentro de la casa, entre las cosas ordinarias, el aparador, la mesa, el alféizar con sus geranios, de repente la silueta de la dueña de la posada, inclinándose para recoger el mantel, queda suavemente aureolada, como un adorable emblema que sólo el recuerdo de los fríos contactos humanos nos impide abrazar. Coge la mermelada, la deja dentro del aparador.

 

"¿Nada más por esta noche, señor?"

 

Pero, ¿a quién contesta el solitario viajero?

 

La vieja niñera hacía labor de punto ante la pequeña dormida, en Regent's Park. Peter Walsh roncaba. Despertó muy de repente, diciéndose: "La muerte del alma".

 

En voz alta, desperezándose y abriendo los ojos, dijo:

 

—¡Señor, Señor! La muerte del alma.

 

Estas palabras iban unidas a cierta escena, a cierta estancia, a cierto pasado en que había soñado. Se clarificaron; la escena, la estancia, el pasado en que había soñado.

 

Era Bourton aquel verano, a principios de siglo, en que tan apasionadamente enamorado estuvo de Clarissa. Había gran número de personas allí, riendo y hablando, sentadas alrededor de la mesa, después del té, y la estancia estaba bañada en luz amarilla, con el aire denso de humo de tabaco. Hablaban de un hombre que se había casado con su criada, de uno de los propietarios vecinos, cuyo nombre había olvidado. Se había casado con su criada, y había ido con ella a Bourton, para presentar sus respetos, y fue una visita horrible. La mujer iba con ropas excesivamente recargadas, "como una cacatúa", dijo Clarissa imitándola, y no paraba de hablar. Hablaba, hablaba y hablaba. Clarissa la imitó. Entonces alguien dijo—fue Sally Seton—si acaso no influiría en los sentimientos de los presentes el saber que aquella mujer había tenido un hijo antes de casarse. (En aquellos tiempos, y en una reunión de hombres y mujeres, era audaz decir esto.) Ahora le pareció ver a Clarissa enrojeciendo vivamente, contrayendo el rostro y diciendo: "¡Oh, jamás podré volver a dirigir la palabra a esta mujer!" Y en aquel momento el grupo de hombres y mujeres sentados alrededor de la mesa de té pareció vacilar. Fue muy embarazoso.

 

No la acusó de quedar impresionada por este hecho ya que en aquellos días una muchacha educada tal como ella lo había sido no sabía nada de nada, sino que fue su aire lo que le enojó: tímido, duro, arrogante, pudibundo. "La muerte del alma." Lo había dicho instintivamente, fijándose en el instante, cual solía hacer. La muerte del alma de Clarissa.

 

Todos vacilaron, todos parecieron inclinarse hacia delante cuando Clarissa habló, y luego, al erguirse, eran diferentes. Podía ver ahora a Sally Seton, como un niño que ha hecho una travesura, inclinada hacia delante, un tanto sonrojada, deseosa de hablar pero atemorizada, y Clarissa atemorizaba a la gente. (Sally era la mejor amiga de Clarissa, siempre presente en la casa, atractiva, bella, morena, con el prestigio en aquellos días de una gran audacia, y él solía darle cigarros, que ella se fumaba en su dormitorio, y había estado a punto de casarse con alguien, o se había peleado con su familia, y el viejo Parry le tenía a la chica tanta antipatía como a él, lo que era un gran vínculo entre los dos.) Entonces Clarissa, todavía con aire de estar ofendida con todos, se levantó, se excusó vagamente, y se fue, sola. Cuando Clarissa abrió la puerta, entró aquel gran perro lanudo que perseguía a los corderos. Clarissa se arrojó sobre el perro y lo cubrió arrebatadamente de caricias. Fue como si Clarissa dijera a Peter—pues le constaba que la escena iba dirigida a él—: "Sé que consideras que mi reacción ante lo de esa mujer es absurda, ¡pero mira ahora cuán extraordinariamente cariñosa puedo ser! ¡Mira cuánto amo a mi Rob!"

 

Siempre tuvieron esa extraña capacidad de entenderse entre sí sin palabras. Clarissa sabía siempre, directamente, cuándo él la censuraba. Entonces hacía algo muy evidente para defenderse, cual lo del perro, pero Peter jamás caía en la trampa, siempre comprendía las verdaderas intenciones de Clarissa. No decía nada, desde luego; se limitaba a callar, con expresión ceñuda. Muy a menudo, sus peleas comenzaban así.

 

Clarissa cerró la puerta. De inmediato Peter quedó extremadamente deprimido. Le pareció todo inútil.... el seguir enamorado, el seguir peleándose, el seguir haciendo las paces, y salió a pasear sin rumbo, solo, entre cobertizos, establos, mirando los caballos. (La finca era muy sencilla; los Parry nunca fueron opulentos; pero siempre había mozos de cuadra—a Clarissa le gustaba montar—y un viejo cochero—¿cómo se llamaba?—y una vieja niñera, la vieja Moody o la vieja Goody, algo así la llamaban, alguien que le llevaban a uno a visitar en un cuartito con muchas fotografías y muchas jaulas con pájaros.)

 

¡Fue una tarde horrorosa! Se fue poniendo más y más pesimista, no sólo por lo ocurrido, sino por todo. Y no podía ver a Clarissa, no podía explicarse ante ella, no podía desahogarse. Siempre había gente alrededor, y Clarissa se portaba como si nada hubiera ocurrido. Esta era la faceta diabólica de Clarissa, esta frialdad, esta imperturbabilidad, algo muy profundo en ella, que Peter volvió a percibir esta mañana al hablarle: cierta impenetrabilidad. Sin embargo, bien sabía Dios que la amaba. Tenía Clarissa cierto extraño poder de tensarle a uno los nervios, de transformarlos en cuerda. de violín, sí.

 

Había acudido a cenar tardíamente, con el vago y estúpido propósito de hacerse notar, y se había sentado al lado de la vieja señorita Parry—la tía Helena—, hermana del señor Parry, que al parecer presidía la mesa. Allí estaba sentada con su blanco chal de cachemira, recortada la cabeza contra la ventana, con su aspecto de anciana dama formidable, pero que trataba amablemente a Peter, debido a que éste le dio una extraña flor, y la tía Helena era una gran aficionada a la botánica, que salía al campo con gruesas botas y una negra caja colgada a la espalda. Se sentó a su lado y no pudo hablar. Todo parecía pasar de largo ante él; se limitó a comer. Y entonces, a mitad de la cena, se obligó a mirar a Clarissa por primera vez. Hablaba con un hombre joven sentado a su derecha. Peter tuvo una brusca revelación. "Se casará con este hombre", se dijo. Y ni siquiera sabía su nombre.

 

Desde luego, aquella tarde, precisamente aquella tarde, fue la tarde en que Dalloway acudió por vez primera a Bourton; y Clarissa le llamó "Wickham"; así comenzó todo. Alguien le presentó, y Clarissa confundió su apellido. Le presentó a todos con el apellido Wickham. Por fin, el recién llegado dijo: "¡Me llamo Dalloway!" La primera imagen que Peter tuvo de Richard era la de un hombre joven y rubio, un tanto desmañado, sentado en una tumbona y exclamando "¡Me llamo Dalloway!" Esto hizo gracia a Sally; a partir de entonces siempre le llamó "¡Me llamo Dalloway!"

 

En aquel entonces, Peter padecía revelaciones. Esta —que Clarissa se casaría con Dalloway—fue cegadora, abrumadora en aquel momento. Clarissa le trató con cierta—¿cómo expresarlo?—fácil confianza, algo maternal; algo dulce. Hablaron de política. Durante toda la cena se esforzó Peter en saber lo que decían.

 

Recordaba que luego se quedó en pie junto al sillón de la vieja señorita Parry, en la sala de estar. Vino Clarissa, con sus perfectos modales, como una verdadera dama de sociedad, y quiso presentarle a alguien. Clarissa habló como si aquella fuera la primera vez que se trataran, lo cual enfureció a Peter. Sin embargo, incluso en aquellos momentos esto suscitó su admiración. Admiró la valentía de Clarissa, su instinto social, su capacidad de hacer lo que se proponía. "La perfecta dama le sociedad", dijo Peter a Clarissa, y ésta vaciló al oír tales palabras. Pero Peter quiso realmente que Clarissa acusara el golpe. Hubiera hecho cualquier cosa con tal de ofenderla, después de haberla visto en compañía de Dalloway. Por esto Clarissa se alejó de él. Y Peter tuvo la impresión de que todos se hubieran concertado en contra de él—riendo y hablando—a sus espaldas. Y allí estaba, junto al sillón de la vieja señorita Parry, como una estatua tallada en madera, hablando de florecillas silvestres. ¡Nunca, nunca había sufrido de tan infernal manera! Seguramente, incluso de fingir atención se olvidó. Por fin despertó; vio que la señorita Parry tenía la expresión un tanto alterada, un tanto indignada, fija la mirada de sus ojos saltones. ¡Y él casi gritó que no podía prestar atención porque estaba en el infierno! Comenzaron todos a salir de la estancia. Oyó que hablaban de coger las capas, que decían que en el agua hacía fresco, y demás. Iban a pasear en barca por el lago a la luz de la luna, una de las locas ideas de Sally. La oyó describir la luna. Y todos se fueron. Quedó totalmente solo.

 

"¿No quieres ir con ellos?", dijo la tía Helena—¡pobre vieja señora!—que había adivinado lo que le pasaba. Y él dio media vuelta, y allí estaba Clarissa otra vez. Había vuelto a buscarle. Quedó abrumado por su generosidad, su bondad.

 

—Ven—dijo Clarissa—. Nos están esperando.

 

¡En su vida se había sentido tan feliz! Sin decir palabra hicieron las paces. Descendieron hacia el lago. Gozó de veinte minutos de perfecta felicidad. La voz de Clarissa, su risa, su vestido (flotante, blanco, carmesí), su ingenio, su espíritu aventurero. Les hizo desembarcar a todos y explorar la isla, asustó a una gallina, rió, cantó y, en todo momento, Peter supo con total certeza que Dalloway se estaba enamorando de Clarissa, que Clarissa se estaba enamorando de Dalloway, pero parecía carecer de importancia. Nada importaba. Se sentaron en el suelo y hablaron, él y Clarissa. Entraron y salieron cada uno de la mente del otro sin el menor esfuerzo. Y luego, en un segundo, terminó. Se dijo a sí mismo cuando volvían a subir a la barca: "Se casará con este hombre", aburridamente, sin resentimiento; pero era evidente, Dalloway se casaría con Clarissa.

 

Dalloway remó hasta dejar la barca en la ribera. No dijo nada. Pero de todos modos, mientras le contemplaban alejarse, montar en su bicicleta para recorrer veinte millas a través del bosque, irse por el sendero, agitar la mano hasta desaparecer, era evidente que sentía, de una forma instintiva, tremenda, poderosa, todo aquello: la noche, el amor, Clarissa. Se la merecía.

 

Y Peter, en cuanto a sí mismo hacía referencia, era absurdo. Sus exigencias a Clarissa (ahora lo veía) eran absurdas. Pedía cosas imposibles. Hacía escenas terribles. Clarissa todavía le hubiera aceptado, quizá, si hubiese sido menos absurdo. Esto pensaba Sally. Durante todo aquel verano, Sally le escribió largas cartas; lo que de él decían, lo mucho que Clarissa le alababa, y el estallido de llanto de Clarissa. Fue un verano extraordinario —todo él cartas, escenas, telegramas—. Llegaba a Bourton a primera hora de la mañana, y mataba el tiempo hasta que los criados hacían acto de presencia; tenía horrorosos tête-à-tête con el viejo señor Parry, durante el desayuno; la tía Helena, formidable pero amable; Sally, que se lo llevaba para hablar con él en el huerto; Clarissa en cama, con dolores de cabeza.

 

La escena final, la terrible escena que a su juicio había tenido más importancia que cualquier otra cosa en toda su vida (quizá fuera una exageración, pero todavía parecía así ahora), ocurrió a las tres de la tarde de un día muy caluroso. Fue una trivialidad lo que condujo a ella. Durante el almuerzo, Sally dijo algo referente a Dalloway y lo llamó "¡Me llamo Dalloway!"; entonces Clarissa se envaró bruscamente, se sonrojó, y de su peculiar manera, muy secamente, dijo: "Estamos ya cansados de este chiste sin gracia." Esto fue todo. Pero, para él, era como si Clarissa hubiera dicho: "Contigo sólo paso el rato y me divierto; con Richard Dalloway tengo un compromiso." Así lo interpretó. Llevaba noches sin dormir. Se dijo: "Esto ha de terminar, de una manera u otra." Por medio de Sally, mandó una nota a Clarissa citándola junto a la fuente, a las tres. Al final de la nota, garrapateó: "Algo muy importante ha sucedido."

 

La fuente estaba en la espesura, lejos de la casa, rodeada de matas y árboles. Y llegó Clarissa, antes incluso de la hora concertada, y quedaron los dos frente a frente, con la fuente en medio, y del caño (que estaba quebrado) manaba agua sin cesar. ¡Cuán grabadas en la mente llegan a quedar las imágenes! Por ejemplo, el vívido y verde musgo.

 

Clarissa se estuvo quieta. Y Peter le dijo una y otra vez: "Dime la verdad. Dime la verdad." Tenía la impresión de que la frente le fuera a estallar. Clarissa parecía contraída, petrificada. Se estuvo quieta. Peter repitió "Dime la verdad", cuando de repente aquel viejo, Breitkopf, con el Times en la mano, asomó la cabeza, les miró, abrió la boca y se fue. Ninguno de los dos se movió. Peter repitió "Dime la verdad". Tenía la impresión de luchar contra algo físicamente duro; Clarissa no cedía. Parecía de hierro, de pedernal, rígida y erguida. Y, cuando Clarissa dijo: "Es inútil. Es inútil. Ha terminado...", después de que él hubiera hablado durante horas, parecía, con lágrimas resbalándole por las mejillas, fue como si Clarissa le golpeara el rostro. Clarissa dio media vuelta, le dejó, se fue.

 

Peter gritó: "¡Clarissa! ¡Clarissa!" Pero ella jamás volvió. Había terminado. Peter se fue aquella misma noche. Nunca más volvió a verla.

 

Fue terrible, gritó Peter, ¡terrible, terrible!

 

Sin embargo, el sol seguía calentando. Sin embargo, uno se adaptaba a la realidad. Sin embargo, la vida daba los días uno tras otro. Sin embargo, pensó mientras bostezaba y comenzaba a darse cuenta de la realidad en torno— Regent's Park había cambiado muy poco desde su infancia, salvo en lo tocante a las ardillas—, sin embargo, cabía presumir que había compensaciones, y, en este momento, la pequeña Elice Mitchell, que había estado cogiendo guijarros para añadirlos a la colección que su hermano y ella tenían en la repisa del hogar del cuarto de jugar, dejó un puñado de ellos en las rodillas de la niñera, y se fue corriendo para chocar contra las piernas de una señora. Peter Walsh se rió.

 

Pero Lucrezia Warren Smith se decía "es injusto". ¿Por qué he de sufrir?, se preguntaba, mientras avanzaba por el ancho sendero. No, no puedo aguantarlo más, decía, después de haber dejado a Septimus, que ya no era Septimus, decir cosas crueles, duras y perversas, hablar para sí, para un muerto, sentado allí; y en aquel momento la niña chocó contra sus piernas, se cayó y se echó a llorar.

 

Esto la consoló un tanto. Puso en pie a la niña, le limpió el polvo del vestido, le dio un beso.

 

Pero ella nada malo había hecho; había amado a Septimus, había sido feliz, había tenido un hermoso hogar y sus hermanas todavía vivían en él, confeccionando sombreros. ¿Por qué tenía ellaque sufrir?

 

La niña volvió corriendo al lado de la niñera, y Rezia vio cómo la niñera reñía a la niña, la consolaba y la tomaba en brazos, después de haber dejado la labor de punto, y el hombre de amable aspecto dio su reloj a la niña para que abriera la tapa con resorte y se consolara, pero ¿por qué tenía ella que padecer? ¿Por qué no la dejaron en Milán? ¿Por qué aquella tortura? ¿Por qué?

 

Levemente ondulados por las lágrimas, el ancho camino, la niñera, el hombre vestido de gris, el cochecito, se alzaban y descendían ante sus ojos. Ser zarandeada por aquel malévolo verdugo era su sino. Pero, ¿por qué? Ella era como un pájaro cobijado en la concavidad formada por una delgada hoja, que parpadea al sol cuando la hoja se mueve, que se sobresalta cuando se quiebra la seca ramita. Estaba desamparada, rodeada de enormes árboles, vastas nubes de un mundo indiferente, desamparada, torturada, y ¿por qué tenía que sufrir? ¿Por qué?

 

Frunció el cejo; atizó un puntapié al suelo. Tenía que volver al lado de Septimus, porque era ya casi la hora de ir a ver a Sir William Bradshaw. Tenía que volver a su lado y decírselo, volver al lugar en que estaba sentado en una silla verde, bajo la copa de un árbol, hablando para sí, o para aquel hombre muerto, Evans, a quien ella sólo había visto una vez, por un instante en la tienda. Le pareció un hombre agradable y tranquilo, gran amigo de Septimus, y le mataron en la guerra. Pero esto son cosas que nos ocurren a todos. Todos tenemos amigos muertos en la guerra. Todos renunciamos a algo cuando nos casamos. Ella había renunciado a su hogar. Había venido a vivir aquí, en esa horrible ciudad. Pero Septimus se permitía pensar en cosas horribles cosa que también podía ella, si lo intentaba. Septimus se había convertido en un ser más y más extraño. Decía que había gente hablando detrás de las paredes del dormitorio. Esto le parecía raro a la señora Filmer. Septimus también veía cosas, había visto la cabeza de una vieja en medio de un arbusto. Sin embargo, Septimus podía ser feliz cuando quería. Fueron a Hampton Court, en lo alto de un autobús, y gozaron de perfecta felicidad. Allí vieron las florecillas rojas y amarillas en la hierba, como lámparas flotantes, dijo Septimus, y hablaron y parlotearon y rieron, inventándose historias. De repente, Septimus dijo: "Y ahora nos mataremos", cuando estaban junto al río, y miró el río con una expresión que Lucrezia había visto en sus ojos cuando junto a él pasaba un tren o un autobús, una expresión de estar fascinado por algo; sintió que se apartaba de ella, y le cogió del brazo. Pero en el camino de regreso a casa estuvo perfectamente sereno, perfectamente razonable. Discutía con ella la posibilidad de matarse los dos, le explicaba cuán malvada era la gente, le decía que podía ver cómo la gente inventaba mentiras en la calle cuando ellos pasaban. Sabía todo lo que la gente pensaba, decía. Sabía el significado del mundo, decía.

 

Luego, cuando llegaron, Septimus a duras penas podía caminar. Se tumbó en el sofá y pidió a Rezia que le cogiera la mano, para evitarle caerse abajo, abajo, abajo, gritó, en las llamas, y vio rostros que le miraban riéndose de él, y dirigiéndole horribles y asquerosos insultos desde las paredes, y vio manos señalándole, surgidas del biombo. Sin embargo, estaban absolutamente solos. Pero Septimus comenzó a hablar en voz muy alta, contestando a aquella gente, discutiendo, riendo, gritando, excitándose mucho, y ordenó a Rezia que escribiera lo que decía. Todas eran grandes tonterías; acerca de la muerte; acerca de la señorita Isabel Pole. Rezia no podía aguantarlo más. Regresaría.