Otra vuelta de tuerca! 4. Cuarta Entrega
Fuente bibliotecasvirtuales. Autor: Henry James
El rostro de la señora Grose reveló que, en efecto, así había sido, pero al mismo tiempo dijo:
—¡Pobre mujer... ya lo ha pagado!
—Entonces, ¿sabe usted de qué murió? —le pregunté.
—No... no sé nada. No quise saberlo. Me alegraba mucho no saberlo; y di gracias al cielo cuando se marchó de aquí.
—Sin embargo, alguna idea habrá tenido...
—¿Del verdadero motivo por el cual se marchó? ¡Oh, sí... eso sí! Ella no podía quedarse. Piense en su situación... ¡como institutriz! Y más tarde imaginé.., y continúo imaginando. Y lo que imagino es horroroso.
—No tan horroroso como lo que imagino yo —repliqué.
Con aquellas palabras quise mostrarle, de una manera enteramente consciente, mi sentimiento de derrota. Y ello desencadenó de nuevo toda su compasión por mí, y ante el renovado flujo de su bondad, mi poder de resistencia se vino abajo. Me eché a llorar, como en otra ocasión la había hecho llorar a ella; mi compañera me cobijó en su seno maternal y en él vertí todos mis lamentos.
—No logro hacerlo —sollocé desesperadamente— no logro salvarlos ni protegerlos. Es mucho peor de lo que había imaginado... ¡Están perdidos!
VIII
Lo que había dicho a la señora Grose era bastante cierto: existían, en el asunto que habíamos analizado, profundidades y posibilidades que me sentía incapaz de hurgar; de modo que, cuando volvimos a encontrarnos, estuvimos de acuerdo en que debíamos resistirnos a toda fantasía extravagante. Debíamos mantener nuestras mentes serenas, si queríamos pisar terreno firme, lo que era difícil en medio de nuestras prodigiosas experiencias. Más tarde, esa misma noche, mientras todos los de la casa dormían, sostuvimos otra conversación en mi cuarto; cuando ella se marchó, las dos estábamos convencidas, sin lugar a dudas, de que yo había visto exactamente lo que había dicho. La mejor prueba que encontré fue preguntarle tan sólo si había cometido algún error al describirle a cada una de las personas que se me aparecieron, proporcionándole, en un retrato detallado, hasta los rasgos más insignificantes, un retrato ante el cual ella reconoció y nombró instantáneamente a los originales. Por supuesto, lo que ella deseaba, ¡y no se la podía culpar del todo por ello!, era olvidar por entero el asunto; y yo me apresuré a asegurarle que mi interés en éste había cambiado violentamente en el sentido de que ahora se cifraba en la búsqueda de un medio para escapar de él. La tranquilicé al asegurarle que, con la repetición del fenómeno —pues dábamos por descontado que se repetiría—, yo me acostumbraría al peligro; y claramente le manifesté que mi riesgo personal se había convertido de pronto en la menor de mis preocupaciones. Lo intolerable, en cambio, era mi nueva sospecha; y aun para esta complicación, esas últimas horas del día habían aportado cierto alivio.
Al separarme de ella, después de un primer derrumbamiento, tuve que volver, por supuesto, al lado de mis alumnos, hallando así el adecuado alivio con aquel encanto que ya antes había reconocido como un recurso que podía cultivar positivamente y que hasta el momento no me había fallado. Me había sumergido, en otras palabras, en la peculiar compañía de Flora, con lo que me di cuenta de que ella podía poner su manita, de una manera consciente, precisamente en el lugar que dolía. Me contempló con expresión dulce e interrogadora y luego me acusó abiertamente de haber llorado. Suponía yo que había logrado desaparecer las feas señales del llanto, pero, por lo visto, aquéllas no se habían borrado del todo. Contemplar la profundidad azul de los ojos de la niña y juzgar que su amabilidad no era sino una prueba de prematura astucia, me hubiera hecho sentirme culpable de cinismo, por lo que preferí abjurar de mi criterio y, en la medida de lo posible, de mi agitación. No podía abjurar por el mero hecho de desearlo, pero sí repetir a la señora Grose —como lo hice, una y otra vez, durante las horas que compartíamos juntas— que, con las voces de los niños en el aire, la presión que ejercían sobre nuestro corazón y sus fragantes mejillas sobre nuestros rostros, todo se venía abajo, menos su aire de inocencia y su belleza. Fue una lástima que, para dejar sentado esto de una manera definitiva, tuviera que evocar las sutilezas con que, aquella tarde en el lago, pude conservar milagrosamente mi capacidad de autodominio. Fue una lástima que me viera obligada a investigar una vez más la certeza de aquel momento y repetir cómo había tenido la revelación de que la inconcebible comunicación que acababa yo de sorprender era una cuestión de hábito para las otras dos partes. Fue una lástima que tuviera que enumerar de nuevo los motivos que me llevaron a suponer que la niña estaba viendo a la aparecida de la misma manera como yo podía en ese instante ver a la propia señora Grose, y que aquélla deseaba hacerme creer que no veía nada y, a la vez, conocer hasta dónde yo sabía. Fue una lástima que necesitara describir otra vez la portentosa actividad mediante la cual la niña trató de distraer mi atención... el perceptible aumento de movimientos, la mayor intensidad en el juego, los cantos, la conversación y su invitación a retozar.
Sin embargo, aunque no me mostré indulgente en aquella revisión, debí omitir los dos o tres vagos elementos de consuelo que aún me quedaban. Por ejemplo, no debía decir a mi amiga que estaba segura de no haberme engañado a mí misma. No debí haberla forzado, por desesperación —apenas sé qué término emplear—, a evocar todo lo que conocía, por el procedimiento de colocar a mi colega entre la espada y la pared. Me dijo poco a poco, aunque la mayor parte de las veces bajo presión, muchas cosas; pero había algo que no acababa de ajustar y que a veces me rozaba las sienes como si fuera el aletazo de un murciélago. Recuerdo que en una ocasión —porque la casa dormida y la concentración que surgía de nuestro común peligro y común vigilia parecían ayudar a ello— sentí la tentación de dar un último tirón a la cortina.
—No creo esto tan horrible —recuerdo que dije—. No, querida, definitivamente no lo creo. Pero, ¿sabe usted?, hay en todo esto algo que me preocupa y quiero que usted, ¡sí, usted, no se evada!, que usted me lo explique. ¿En qué pensaba usted cuando en nuestra aflicción, antes de que llegara Miles y hablando de la carta del director de la escuela, dijo, bajo mi insistencia, que no pretendía afirmar que Miles no había sido nunca malo? No lo ha sido durante estas semanas que he vivido con él, vigilándolo estrechamente; ha sido un pequeño prodigio de imperturbable y adorable bondad. De manera que usted no habría hecho esa declaración si no hubiese habido una excepción. ¿Cuál es esa excepción, y a qué episodio, observado personalmente por usted, se refería aquella vez?
Era una pregunta tremendamente grave, pero la ligereza no era nuestro fuerte; así que, antes de que el gris amanecer nos obligara a separarnos, yo ya tenía la respuesta. Lo que la señora Grose había pensado en aquella ocasión encajaba perfectamente en el cuadro. Era nada menos la circunstancia de que, por un periodo de varios meses, Quint y el muchacho habían estado constantemente juntos. Debo decir, para hacer honor a la verdad, que ella se había permitido criticar aquella alianza tan estrecha y señalar su incongruencia, y hasta expresar abiertamente su oposición a la señorita Jessel. Ésta le respondió, con el mayor descaro, que se ocupara de sus propios asuntos; y fue entonces cuando la buena mujer apeló directamente al pequeño Miles. Cuando la presioné un poco más, me enteré de que había dicho al joven caballero que a ella le agradaría que no olvidara su condición social.
Tuve que volver a presionarla.
—¿Le recordó usted que Quint era un criado vulgar?
—¡Por supuesto! Y fue su respuesta, por una parte, lo que me hizo saber que era malo.
—¿Qué fue lo otro? —esperé—. ¿Repitió Miles a Quint las palabras de usted?
—No, no fue eso; no lo hizo —sus palabras seguían impresionándome—. De cualquier modo, estaba convencida de que no lo haría. Pero ocultaba ciertas cosas.
—¿Cuáles?
—Que habían estado juntos, como si Quint fuera su tutor y la señorita Jessel fuera la institutriz sólo de la niña. Quiero decir que ocultaba que salía con aquel hombre y pasaba horas enteras a su lado.
—¿Negaba, entonces...? ¿Decía que no había estado? —su asentamiento era tan visible, que me vi impulsada a añadir, un momento después—: Comprendo, Miles mentía.
—¡Oh...! —murmuró la señora Grose, sugiriendo que aquello no era lo que importaba; y apoyó la sugerencia con una observación posterior—: Verá, después de todo, a la señorita Jessel no le importaba. Ella no se lo prohibía.
Reflexioné un momento.
—¿Fue ésta la justificación que Miles dio a usted?
Ella seguía estando reticente.
—No, nunca me dijo esto.
—¿Nunca mencionó a la señorita Jessel en relación con Quint?
La señora Grose advirtió qué era lo que me proponía saber, y enrojeció violentamente:
—Bueno, nunca mostró saber nada. Negaba —repitió—. ¡Negaba!
¡Dios mío, cómo la apremié en esa ocasión!
—¿De modo que pudo ver que estaba enterado de lo existente entre aquellos dos bribones?
—No lo sé... ¡No lo sé! —gimió la pobre mujer.
—¡Claro que lo sabe, querida! —repliqué—, sólo que nunca ha tenido la suficiente audacia para confesárselo, y lo ha mantenido oculto, por timidez, por modestia y por delicadeza, a pesar de que en el pasado, cuando tenía usted que navegar sin mi ayuda, en silencio, todo esto debe de haberla hecho muy infeliz. Pero yo necesito saberlo y usted me lo va a decir. ¿Había algo en el niño que hiciese creer que él ocultaba y protegía esas relaciones?
—¡Oh, él no podía impedir...!
—Que usted se enterase de la verdad, ¿no es así? ¡Santo cielo! —exclamé con vehemencia—. ¡Eso demuestra hasta qué grado lo dominaban! ¿Qué hicieron con él?
—Cualquier cosa que hayan hecho, no le impide ser ahora un niño agradable —adujo la señora Grose lúgubremente.
—Ahora no me extraña que se portara usted de un modo tan raro —persistí— cuando le mencioné la carta que recibí de la escuela.
—Dudo que me haya portado más raramente que usted —me respondió con fiero orgullo—. Si era tan malo entonces, como parece usted insinuar, ¿por qué es ahora un ángel?
—En efecto, así es... Si era un demonio en la escuela, ¿cómo, cómo, cómo...? Bien —dije atormentada—, vuelva a decirme esto y le aseguro que no la molestaré en varios días. ¡Pero dígamelo de nuevo! —grité de un modo que hizo estremecer a mi amiga—. Hay ciertas direcciones que, por el momento, creo más prudente no seguir.
Entretanto, volví a su primer ejemplo, aquel al que anteriormente se había referido, sobre la capacidad del niño para moverse furtivamente cuando le era preciso.
—Si Quint era un criado vulgar, como señaló usted al tratar con el niño este asunto, una de las cosas que Miles debe haberle dicho, me imagino, es que usted era otra... —nuevamente su asentimiento fue tan total, que proseguí—: ¿Y le perdonó usted esa respuesta?
—¿No lo habría hecho usted?
—¡Oh, sí, por supuesto! —y al llegar aquí, en el silencio de la noche, intercambiamos signos de profunda comprensión; luego continué:
—De todos modos, mientras él estaba con el hombre...
—¡La señorita Flora estaba con la mujer! ¡Y todos tan contentos!
También yo lo estaba, y bastante; con lo cual quiero decir que aquello encajaba perfectamente en el monstruoso cuadro que yo estaba a punto de prohibirme concebir. Pero mayor luz pudo ofrecer mi comentario final a la señora Grose:
—Confieso que los cargos de que haya mentido y mostrado su impudicia me parecen menos graves de los que esperaba que hubiera descubierto usted en nuestro joven. Sin embargo —murmuré—, existen; y más que nunca me hacen sentir que debo permanecer alerta.
Me ruboricé al siguiente momento, al ver en la cara de mi compañera cuán sin reservas había ya perdonado a Miles; sentí que mi propia ternura esperaba sólo la ocasión para manifestarse. Ésta se presentó cuando, ya en la puerta del salón de las clases, mi amiga murmuró al despedirse:
—No irá usted a acusarlo...
—¿De sostener una relación que me oculta? ¡Ah!, recuerde que mientras no tenga pruebas más concluyentes, no puedo acusar a nadie —luego, antes de que ella tomase otro corredor para dirigirse a sus habitaciones, añadí—: No me queda sino esperar.
IX
Esperé y esperé, y los días, al pasar, se llevaron algo de mi consternación. No fue necesario que transcurrieran muchos para que el espectáculo constante de mis discípulos, no presentándose ningún nuevo incidente, difuminara los contornos de atroces fantasías y aun de odiosos recuerdos como si un cepillo o una esponja hubiese pasado sobre ellos. He hablado de la rendición a su extraordinaria gracia infantil como de algo que yo misma podía promover activamente, y es fácil suponer que no descuidé entonces recurrir a esa fuente en busca del necesario bálsamo. Más extraño de lo que puedo expresar me resultaba el esfuerzo por luchar contra mis nuevos conocimientos. Me asombraba ver cómo era posible que mis pequeños discípulos no sospecharan que yo pensaba cosas raras sobre ellos; y el hecho de que aquellas cosas raras existieran, sólo lograba hacérmelos más interesantes, lo que no era, desde luego, una ayuda para mantener ocultos mis pensamientos. Temblaba ante la idea de que pudieran advertir que de aquella manera eran inmensamente más interesantes. En el peor de los casos, como a menudo juzgué en mis meditaciones, cualquier nube sobre su inocencia podía ser una razón de más para correr riesgos en su favor. Había momentos en que, por un impulso irresistible, corría a abrazarlos y tenerlos estrechamente enlazados sobre mi corazón. Tan pronto como lo hacía, solía preguntarme: "¿Qué podrán pensar de esto? ¿No me estaré traicionando demasiado?" Hubiera sido fácil encerrarme tristemente en el temor de lo mucho que podía traicionarme; pero la verdad es que, durante las horas de paz de que aún podía gozar, comprendía que el encanto personal de mis discípulos era su arma más eficaz, incluso bajo la sombra de sospecha de que fuera estudiado. Y, así como se me ocurre que en ciertas ocasiones podían suscitar sospechas los estallidos de mi intensa pasión por ellos, también recuerdo haberme preguntado si no resultaba sospechoso el aumento de sus propias demostraciones.
En aquel periodo se mostraban extravagantes y extraordinariamente cariñosos conmigo; lo que, después de todo, podía ser una simple y lógica respuesta al afecto que yo les daba. El homenaje que me rendían era el más acertado remedio para mis nervios, y yo parecía no advertirlo o, digamos, atraparlos mientras me lo preparaban. Eran incansables en hacer cosas en beneficio de su pobre protectora; quiero decir que no se limitaban a aprender sus lecciones cada vez mejor, con el evidente propósito de agradarle aún más, sino que se esforzaban para divertirla, entretenerla, sorprenderla; le leían pasajes de libros, le contaban historias, escenificaban charadas, disfrazándose de animales y de personajes históricos y, sobre todo, la asombraban con las obras que en secreto habían aprendido de memoria y podían recitar interminablemente. Nunca podría llegar a describir, ni siquiera ahora, a menos que fuera con comentarios prodigiosos, la manera como en aquella época llenábamos nuestras horas. Desde el primer momento habían demostrado una gran facilidad para todo, una facultad general que, elevándose siempre de nuevos puntos de partida, alcanzaba alturas insospechadas. Realizaban sus pequeñas tareas como si amaran hacerlo y se entregaban, sin que nadie se los impusiera, a los más arriesgados ejercicios de memoria. Se presentaban ante mí no sólo como tigres o como romanos, sino como personajes de Shakespeare, astrónomos o navegantes. El caso era tan singular, que probablemente tenga mucho que ver con un hecho que hasta el día de hoy no he logrado explicarme: aludo a mi natural resistencia a buscar una nueva escuela para Miles. Recuerdo que me limitaba a no plantear el problema, impresionada seguramente por el perpetuo chisporroteo de su talento. Era demasiado inteligente para una mala institutriz, para la hija de un párroco; y la hebra más extraña, si no la más brillante, de aquel rico bordado de que he hablado, era la impresión que tenía, aunque no me atrevía a confesármelo ni a mí misma, de que se encontraba bajo una influencia que operaba en su pequeña vida intelectual como un enorme estímulo.
Si bien era fácil determinar entonces que semejante niño podía aplazar su marcha a la escuela, no podía concebirse que un maestro de escuela llegara a expulsar a tal discípulo. Debo añadir que en su compañía, la cual tenía yo mucho cuidado de que fuera casi continua, no podía seguir ningún rastro demasiado lejos. Vivíamos en medio de una atmósfera de amor y de éxito, de música y representaciones teatrales. El talento musical era muy acusado en ambos hermanos, pero sobre todo el mayor tenía una capacidad maravillosa para captar y repetir una melodía. El piano del salón de las clases desgranó las más alegres tonadas; y, cuando esto resultaba ya excesivo, había confabulaciones en los rincones, cuya secuela era que alguien saliera del salón alegremente para reaparecer poco después como algo nuevo. Yo misma había tenido hermanos, así que no constituía una revelación para mí el hecho de que las niñas pudieran sentir auténtica veneración por sus hermanos mayores. Lo que me maravillaba era que un niño pequeño pudiera demostrar tanta consideración por una edad, sexo e inteligencia inferiores a los suyos. Era una pareja extraordinariamente unida, y diciendo que nunca pelearon ni se quejaron el uno del otro, puedo hacer un elogio preciso de la dulzura de sus relaciones. A veces, cuando caíamos en algún trabajo rutinario, podía observar trazas de un sutil entendimiento entre ambos, de manera que uno me distrajese mientras el otro se deslizaba fuera de la habitación. Hay algo de naïf me imagino, en toda labor diplomática; pero mis alumnos la ejercían a mi costa con un mínimo de grosería. Fue en otro sector donde, después de una apacible pausa, se produjo un estallido de grosería.
Advierto mis vacilaciones para seguir adelante, pero estoy decidida a sumergirme en estas aguas. Al mirar hacia atrás, debo hacer hincapié en que no sólo hubo para mí sufrimientos en Bly; pero, aunque así hubiera sido, debía proseguir mi camino hasta el fin. De pronto se inició una época en que, vista desde el presente, parecería no haber sino puro sufrimiento. Pero había llegado por fin al corazón de la historia, y el mejor camino, sin duda alguna, era avanzar. Una noche, sin que nada me hubiera preparado para ello, sentí la misma extraña impresión que había experimentado la noche de mi llegada, entonces mucho más ligera que ahora, y que seguramente se hubiera borrado de mi memoria si mi estancia en Bly hubiese sido menos agitada. No me había acostado aún y estaba sentada leyendo a la luz de dos velas. Había en Bly una habitación llena de libros antiguos, novelas del siglo pasado, algunas de las cuales conocía de oídas, aunque ninguna había logrado penetrar en el recluido mundo donde transcurrió mi juventud y saciado la sed que me consumía. Recuerdo que el libro que tenía en la mano era Amelia, de Henry Fielding, y también que estaba completamente despierta. Recuerdo además que tenía la firme convicción de que era horriblemente tarde, a pesar de que sentía una particular resistencia a consultar mi reloj. Estaba segura también de que, tras la blanca cortina de tul a la moda de aquella época, la pequeña cabeza de Flora conocía, como había podido comprobar un rato atrás, la tranquilidad del sueño infantil. Recuerdo, en fin, que aunque estaba profundamente interesada en mi lectura, al volver una página levanté los ojos hacia la puerta. Durante un momento permanecí escuchando, consciente de la falsa impresión que me asaltó la primera noche de que algo indefinible se movía en el interior de la casa, y noté que el suave aliento de la ventana abierta movía el velo de la cama. Entonces, con todas las señales de una decisión que habría resultado magnífica a los ojos de un espectador ocasional, solté el libro, me puse de pie, tomé una vela, salí de la habitación y cerré silenciosamente la puerta detrás de mí.
No puedo decir ahora qué fue lo que me decidió y me guió, pero el hecho es que caminé directamente a lo largo del pasillo, sosteniendo en alto mi vela, hasta llegar ante la alta ventana que presidía al gran rellano de la escalera. En aquel momento me di cuenta, de súbito, de tres cosas. Fueron para mí, prácticamente, simultáneas, aunque se produjeron como secuencias sucesivas. Mi vela, bajo un soplo de viento audaz, se apagó, y yo percibí, por la ventana descubierta, que las primeras claridades del alba la hacían innecesaria; y supe, un instante después, que había alguien más en la escalera. He hablado de secuencias, pero no fue necesario sino un lapso de unos segundos para endurecerme a fin de tener un tercer encuentro con Quint. La aparición estaba muy cerca de la ventana y, al verme, se detuvo en seco y me miró exactamente como me había mirado desde la torre y desde el jardín. Me conocía tan bien como yo a él; y así, a la leve claridad del amanecer, nos volvimos a enfrentar con recíproca intensidad. En esa ocasión era una presencia absolutamente viviente, detestable y peligrosa, pero no era aún la maravilla de las maravillas; esa distinción la reservo para otra circunstancia, la de que todos mis temores me habían abandonado y no había nada en mí que me impidiera enfrentarme y medirme con él.
Me sentí llena de angustia después de aquel extraordinario momento, pero, a Dios gracias, no sentí terror alguno. Y él lo supo, y yo supe que él lo sabía. Debo decir, a fin de ser precisa, que si hubiera permanecido en mi lugar un minuto más, cesaría —por lo menos, en esa ocasión— de tenérmelas que ver con él; y durante ese minuto, debo decirlo, la cosa fue tan humana y tan espantosa como si hubiera sido una entrevista real: espantosa porque era humana, tan humana como tener que hacer frente a solas, al amanecer y en una casa dormida, a un enemigo, un aventurero, un criminal. Fue el silencio mortal de nuestra larga mirada en tan reducido espacio, lo único que dio a aquel horror, enorme como era, una nota sobrenatural. Si yo hubiera encontrado a un asesino en tal lugar y a tal hora, al menos habríamos hablado, algo vivo habría ocurrido entre nosotros; o, si nada hubiera pasado, uno, por lo menos, se habría movido. El momento fue tan prolongado, que, de haber durado un poco más, yo habría llegado a dudar incluso del hecho de estar viva. No puedo expresar lo que siguió, excepto diciendo que mi propio silencio —que era en realidad una afirmación de mi fuerza— fue el único contexto en que vi desaparecer la figura, en que la vi volverse definitivamente, como hubiese podido ver al vil sujeto a quien una vez perteneció volverse después de recibir una orden y pasar —con mi mirada fija en su vil espalda, que ningún jorobado podía tener más desfigurada— para luego descender la escalera y perderse en la oscuridad en que el siguiente tramo se perdía.
X
Permanecí un buen rato en el rellano de la escalera, hasta convencerme de un modo definitivo de que el visitante se había marchado; luego volví a mi dormitorio. Lo primero que me llamó la atención fue ver, a la luz de la vela que había dejado encendida, que la pequeña cama de Flora estaba vacía; y el hecho provocó en mí el terror que cinco minutos antes había sido capaz de resistir. Corrí hacia el lecho donde la había dejado durmiendo y comprobé que la colcha de seda y las sábanas estaban desarregladas, y que las blancas cortinas habían sido corridas. Entonces el ruido de mis pisadas, para mi indescriptible alivio, produjo otro como respuesta: percibí una agitación en la cortina de la ventana y vi que la niña, encaramándose sobre el alféizar, acababa de penetrar en el cuarto. Por un momento permaneció de pie allí, y luego se me acercó con gran candor, su camisón corto, los rosados pies descalzos y el resplandor dorado de sus rizos. Estaba intensamente seria, y nunca tuve antes tal sentimiento de haber perdido una ventaja, ganada anteriormente de modo tan prodigioso, como al verla dirigirse a mí con un reproche.
—Eres terrible —me dijo—. ¿Dónde estabas?
En vez de echarle en cara su propia conducta, me encontré tratando de explicar la mía. Ella también se explicó después, con la más encantadora sencillez. De pronto se había dado cuenta de que yo no estaba en la habitación y había salido a buscarme. Me dejé caer en un asiento con la alegría de su recuperación y sintiéndome un poco débil; y ella se encaramó en mis rodillas y apretó su carita contra mi mejilla. La luz de la vela iluminaba aquel pequeño rostro maravilloso, aún con los rubores del sueño; y recuerdo que cerré los ojos por un instante, bostezando conscientemente, como bajo los efectos de algo muy bello, iluminado por su propia luz.
—¿Me estabas buscando desde el balcón? —le pregunté—. ¿Creías que había salido a pasear por el jardín?
—Bueno, pensé que había alguien afuera —me respondió con la sonrisa más inocente que le hubiera visto hasta entonces.
¡Oh, de qué manera la miré en ese momento!
—¿Y viste a alguien?
—¡No! —me respondió; y con el privilegio de su inconsecuencia infantil, me mostró su resentimiento, aunque fuese en la gran dulzura con que arrastró el monosílabo.
En aquel momento, a pesar de la postración nerviosa en que me hallaba, tuve la seguridad de que la niña mentía; y si volví a cerrar los ojos fue bajo el peso de los tres o cuatro sentidos posibles que a aquello podían darse. Uno de ellos me tentó por un instante con tal violencia que, para resistirlo, sacudí a la pequeña con tal violencia, que fue asombroso que ella lo resistiera sin un grito o una señal de temor. ¿Por qué no interrogarla allí mismo y extraerle todo de una vez? ¿Por qué no poner a prueba aquella carita encantadora y luminosa? "Mira, mira: tú sabes lo que sabes y sospechas ya que yo me he enterado; por consiguiente, ¿por qué no me lo dices francamente, de modo que al menos podamos vivir con ello juntas y aprender tal vez, a pesar de lo extraño de nuestro destino, dónde estamos y qué significa todo ello?" Por desgracia, aquella pregunta no surgió de mis labios; de haberla formulado, tal vez no hubiese tenido que vivir lo... Bueno, ya se verá qué. En vez de sucumbir a la tentación de interrogarla, me puse de pie, miré a la camita de Flora y tomé un ineficaz camino intermedio.
—¿Corriste las cortinas para hacerme creer que estabas acostada?
Flora meditó unos momentos; luego respondió, con su divina sonrisa:
—No; porque no quería asustarte.
—Pero si, según me has dicho, creías que yo había salido...
Ella se negó definitivamente a dejarse sorprender; volvió la mirada hacia la llama de la vela como si la pregunta fuera incongruente o, al menos, no estuviera dirigida personalmente a ella.
—¡Oh! —respondió sencillamente—, sabía que podías volver en cualquier momento, como lo has hecho, querida.
Y al cabo de un rato, cuando Flora había vuelto ya a la cama, me senté a su lado, le tomé una mano y se la estreché para demostrarle que reconocía lo conveniente de mi regreso.
Es fácil de imaginar lo que a partir de entonces fueron mis noches. A menudo permanecía sentada hasta no sé qué hora. Aprovechaba los momentos en que dormía mi compañera de cuarto para dar silenciosos paseos nocturnos por el corredor; y llegué a prolongarlos hasta el sitio donde había visto por última vez a Quint. Pero nunca volví a encontrarle allí, y puedo decir que en ninguna otra ocasión le vi dentro de la casa. Sin embargo, en el rellano de la escalera volví a vivir otra aventura. Mirando hacia abajo, percibí la presencia de una mujer sentada en los peldaños inferiores, dándome la espalda. Tenía el cuerpo semiencorvado y la cabeza, en una actitud de pesar, entre las manos. No había estado yo allí sino un instante cuando se desvaneció sin volverse a mirarme. De todos modos, supe qué horrible rostro habría tenido que ver, si me lo hubiese mostrado. Y me pregunté si, en el caso de estar yo arriba y no abajo, habría tenido el valor que me asistió en mi encuentro con Quint. Aunque no me faltaron ocasiones para demostrar si tenía valor o no. Once noches después de mi último encuentro con aquel caballero —en aquel tiempo yo las contaba una por una—, ocurrió un incidente que, por lo inesperado, me impresionó profundamente. Fue precisamente la noche que, cansada de vigilias, sentí que debía volver a acostarme a la hora normal. Me dormí inmediatamente y, según supe después, mí sueño duró hasta cerca de la una; pero cuando desperté fue para sentarme en la cama tan completamente despierta como si una mano me hubiera sacudido. Había dejado una vela encendida, pero vi que estaba apagada, y tuve la certidumbre de que Flora la había extinguido. Eso me hizo poner de pie sin dilación y dirigirme, en medio de la oscuridad, a la cama de la niña, que encontré vacía. Una mirada a la ventana me sacó de dudas, y el resplandor de un fósforo completó el cuadro.
La niña había vuelto a salir y estaba agazapada, con algún propósito de observación o de respuesta, detrás de las persianas. De que veía algo —cosa que no había logrado, y de eso tenía yo que felicitarme, la otra noche—, no me cabía la menor duda, y me lo demostró el hecho de que ni siquiera se movió cuando volví a encender la vela, ni cuando me apresuré a calzarme unas zapatillas y ponerme una bata. Escondida, protegida, absorta, descansaba en el antepecho de la ventana olvidándose de todo lo demás. Había una luna llena que la favorecía, y fue eso lo que influyó en mi rápida decisión. Estaba cara a cara con la aparición que habíamos visto en el lago y se podía comunicar con ella como no lo había logrado la vez anterior. Lo que hice fue, sin que me viera, dirigirme por el pasillo a otra ventana abierta en la misma pared. Cuando estuve en la puerta del dormitorio, salí, la cerré y permanecí un momento al otro lado para ver si lograba captar algún sonido. Mientras estaba en el pasillo, mis ojos se clavaron en la puerta del cuarto de su hermano, que se encontraba a menos de diez pasos de distancia y que despertó en mí un indescriptible impulso, algo semejante a una tentación. ¿Qué ocurriría si entraba directamente en su cuarto y me asomaba por la ventana? ¿Y si aprovechara la confusión y sorpresa que el niño experimentaría con toda seguridad ante mi audacia, para arrancarle una revelación que me permitiera desvelar el resto de aquel misterio.
Aquel pensamiento fue suficiente para hacerme cruzar el umbral de la puerta. Pero antes de entrar escuché y di rienda suelta a mi imaginación intentando figurarme lo que podía estar ocurriendo allí. Me pregunté si también su cama estaría vacía y él observando a escondidas.
Fue un minuto interminable al final del cual mi impulso flaqueó. No se oía nada. Miles podía ser inocente, y el riesgo era atroz. Me volví. Había una figura en el jardín.., una figura al acecho: la visitante con quien Flora estaba comprometida; pero aquella visitante tenía poco que ver con mi niño. Volví a dudar, pero por otro motivo y sólo unos segundos; luego tomé una decisión: había muchas habitaciones vacías en Bly, y se trataba sólo de elegir la adecuada. La adecuada me pareció de pronto la más baja —aunque bastante por encima de los jardines—, en la esquina de la casa donde se erguía la ya mencionada torre vieja. Era una habitación amplia y cuadrada, arreglada como dormitorio, aunque la extravagancia de su tamaño la hacía tan inconveniente para aquel fin, que había permanecido desocupada durante muchos años, aunque mantenida por la señora Grose en un orden ejemplar. A menudo la había admirado y conocía bien el camino para llegar a ella; así que no necesité ninguna luz para deslizarme sin tropiezo hasta la ventana. Abrí uno de los postigos sin hacer ruido y, pegando mi rostro al cristal, comprobé que mi elección de lugar había sido acertada. Pero vi algo más. La luna hacía que la noche fuera excesivamente penetrable y me mostraba en el prado a una persona, empequeñecida por la distancia, que permanecía de pie, inmóvil y como fascinada, mirando hacia el lugar donde yo me encontraba. Pero no me miraba a mí, sino a algo que al parecer estaba por encima de mí. Era evidente que había otra persona arriba..., que había una persona en la torre; pero la figura sobre el césped no era de ninguna manera la que yo había imaginado y confiadamente me había apresurado a enfrentar. La figura sobre el césped —me sentí enferma al comprobarlo— era la del pobre, la del pequeño Miles.
XI
No fue sino hasta las últimas horas del día siguiente cuando hablé con la señora Grose. El rigor con que mantenía a mis pupilos al alcance de mi vista hacía difícil que pudiera encontrarme con ella en privado; además, ambas comprendíamos cada vez mejor la importancia de no provocar, ni en los sirvientes ni en los niños, cualquier sospecha de una agitación secreta o una discusión sobre tales misterios. En este sentido, confiaba plenamente en mi amiga. Nada en su fresca cara podía transmitir a los demás mis horribles confidencias. Ella me creía; estaba convencida de ello absolutamente. De no haber sido así, no sé que habría sucedido conmigo, pues sola no hubiera podido soportar la situación. Pero ella era un magnífico monumento a la bendita carencia de imaginación, y si no pudiese ver en nuestros pequeños pupilos nada más que belleza y amabilidad, felicidad e inteligencia, no tendría ninguna comunicación directa con los motivos de mi angustia. Si ellos hubieran resultado visiblemente maltrechos o golpeados, la señora Grose, sin duda alguna, se hubiera crecido moralmente; los habría seguido, habría sido lo suficientemente obcecada como para aliarse con ellos. Tal como estaban las cosas —y me daba muy bien cuenta de ello cuando relacionaba a los niños con los robustos brazos blancos de ella, cruzados sobre el pecho, y su aire de seriedad en toda la expresión—, le parecía que había de dar gracias al cielo de que, aunque arruinados, hubiera todavía en ellos piezas que pudieran servir. El agitado viento de la fantasía se transformaba en su mente en un firme calor sin llama, y yo había comenzado a percibir el surgimiento y desarrollo de su convicción —ya que el tiempo pasaba sin que se produjera ningún incidente público— de que, cuando nuestros jóvenes pudieran después de todo cuidar de sí mismos, ella dirigiría su mayor solicitud al triste caso presentado por la institutriz. Decir esto no es sino simplificar la situación. Yo podía comprometerme a que mi rostro no transparentara nada de lo que estaba ocurriendo en la casa, y en aquellas condiciones hubiera sido un inmenso agobio de más el tener que preocuparme de ella.
En la ocasión de que ahora hablo, la señora Grose se reunió conmigo, a petición mía, en la terraza, donde gracias al cambio de estación, el sol de la tarde era ahora muy agradable. Nos sentamos juntas mientras, ante nosotras y a cierta distancia, pero al alcance de la voz, los niños corrían de un lado a otro con la magnífica compostura que los caracterizaba. Se movían lentamente, caminando en pareja, por el césped; el niño leía en voz alta un libro de cuentos y llevaba a su hermana cogida por la cintura. La señora Grose los observaba con visible placidez, mas luego capté su ahogado gruñido al volverse hacia mí para que le mostrara el reverso de la medalla. Yo la había convertido en un receptáculo de cosas espeluznantes, pero en su paciencia había un extraño reconocimiento de mi superioridad, mis conocimientos y mi función. Ofrecía su mente a mis revelaciones de la misma manera que, si yo hubiera deseado preparar un brebaje de brujas y se lo hubiera planteado con aplomo, ella habría ido a buscar un caldero limpio. En eso se había convertido su actitud cuando, en mi relato de los acontecimientos de la noche anterior, llegué al momento en que, después de ver a Miles, a una hora tan intempestiva, casi en el mismo lugar en que ahora precisamente se hallaba, salí a buscarlo. Había decidido ir a su encuentro personalmente, con preferencia a cualquier otro recurso, a fin de no despertar a los sirvientes. Tan pronto como aparecí en la terraza, a la luz de la luna, él se dirigió a mí directamente.
Le cogí de la mano sin decir una palabra y lo llevé, a través de espacios oscuros, hasta la escalera, donde Quint lo había buscado con tanta insistencia, a lo largo del pasillo donde yo había escuchado y temblado, hasta llegar a su propia habitación.
Durante el trayecto, ni un sonido había pasado entre nosotros, y yo me preguntaba —¡oh, cómo me lo preguntaba!— si su pequeño cerebro estaría rumiando algo plausible y no demasiado grotesco. Aquel asunto pondría a prueba su inventiva, ciertamente, y yo sentía esa vez, a cuenta de sus dificultades, una extraña sensación de triunfo. Había caído en una especie de trampa y en adelante no podría fingir inocencia con tanto éxito. ¡Santo cielo!, ¿cómo iba a salir de aquello? Al mismo tiempo me pregunté, apasionadamente, cómo iba yo misma a salir de todo. Por fin, me tendría que enfrentar con todos los riesgos inherentes a la terrible situación. Recuerdo que entramos en su pequeño dormitorio, donde la cama estaba completamente sin deshacer y bañada por la luz de la luna; había tal claridad, que no consideré necesario encender una luz. Recuerdo que repentinamente me dejé caer en el borde de la cama, agobiada por la idea de que él debía de saber hasta qué grado me tenía en sus manos. Podría hacer de mí cuanto quisiera, auxiliado por su asombrosa inteligencia, siempre y cuando yo continuara oponiéndome a la vieja tradición de crímenes impuesta por aquellos guardianes de la infancia que dominaban a mis niños a través de la superstición y el miedo. En efecto, me tenía en sus manos, ya que ¿quién iba a absolverme, quién consentiría en que yo saliera sin castigo, si ante la más ligera insinuación, era la primera en introducir en nuestras perfectas relaciones elementos tan horribles? No, no, fue inútil intentar hacérselo entender a la señora Grose, de la misma manera que es imposible expresar aquí lo mucho que, en nuestro breve y severo encuentro en la oscuridad, despertó mi admiración. Por supuesto, me comporté bondadosa y misericordiosamente; nunca, nunca hasta entonces había colocado yo en sus pequeños hombros manos tan tiernas como las que, sentados en la cama y frente al fuego de una chimenea, le puse.
—Debes decirme ahora toda la verdad. ¿Para qué saliste? ¿Qué hacías en el jardín?
Puedo ver todavía su maravillosa sonrisa, el blanco de sus hermosos ojos y el fulgor de sus pequeños dientes, brillando para mí en la penumbra.
—¿Podrá comprenderlo si se lo digo?
Ante esas palabras, sentí que el corazón me saltaba hasta la garganta. ¿Me diría la verdad? No encontré en mis labios ningún sonido para apremiarle, y me limité a contestarle con una vaga y repetida mueca afirmativa. Miles era la buena educación personificada, y mientras yo movía la cabeza, en señal de asentimiento, él parecía más que nunca un pequeño príncipe. Y fue su brillantez lo que me dio un poco de confianza. ¿Se hubiera mostrado tan desenvuelto en el caso de contarme, en efecto, toda la verdad?
—Bueno —concluyó—, el caso es que bajé para que usted hiciera precisamente lo que hizo.
—¿Para que hiciera qué?
—¡Para que, por variar, pensara que soy malo!
Jamás olvidaré la dulzura y la alegría con que pronunció aquella palabra, ni cómo, al acabar de decirla, se inclinó hacia delante y me besó. Era, prácticamente, el final de todo. Recibí su beso y tuve que efectuar, mientras lo tenía entre mis brazos, un esfuerzo sobrehumano para no echarme a llorar. Me acababa de dar una explicación que me dejaba por entero indefensa, y apenas logré balbucir, mientras miraba en torno mío:
—Entonces, ¿no te habías desvestido?
Adiviné su sonrisa, en la penumbra.
—No; había estado sentado, leyendo.
—¿Y cuándo bajaste?
—A medianoche. ¡Cuando decido ser malo, soy malo!
—Comprendo, comprendo... Eres encantador. Pero ¿cómo podías tener la seguridad de que yo me enteraría?
—¡Oh! Lo arreglé todo con Flora —sus respuestas surgían con fluidez—. Convinimos en que ella se levantaría y miraría hacia fuera.
—Eso fue, en efecto, lo que hizo.
¡Quien había caído en la trampa era yo!
—Así, para enterarse de lo que ella estaba haciendo, usted tendría que asomarse y me vería...
—Mientras tú —concluí— pescabas un resfriado con el viento frío que sopla esta noche.
Literalmente, pareció florecer ante aquella salida mía; se permitió asentir alegremente:
—¿De qué otro modo habría podido ser realmente malo? —me preguntó.
Luego, después de otro abrazo, el incidente y nuestra entrevista se cerraron con mi reconocimiento de todas las reservas de bondad que, a cambio de su broma, había logrado extraer de él.
XII
A la luz del día, la impresión especial que yo había recibido la noche anterior no afectó de un modo extraordinario a la señora Grose, a pesar de que la reforcé con la mención de otros comentarios que había hecho él antes de separarnos.
—Todo reside en media docena de palabras —dije a mi compañera—, palabras que en realidad constituyen el verdadero asunto: "Piense ahora en lo que podría yo hacer." Me dijo eso para demostrarme lo bueno que es. Pero es consciente de lo que podría hacer. Con toda seguridad, en la escuela trató de demostrarlo.
—¡Dios mío, cómo cambia usted! —exclamó mi amiga.
—No cambio; sencillamente, expreso lo que pienso. Los cuatro se han estado encontrando constantemente. Si hubiera estado usted con alguno de los niños cualquiera de estas noches, lo habría comprendido claramente. Cuando más he observado y esperado, más lo he sentido así, y para ello me basta recordar el sistemático silencio de ambos. Nunca, ni por casualidad, han aludido a ninguno de sus antiguos amigos, así como tampoco Miles ha aludido a su expulsión. ¡Oh, sí! podemos estar sentadas aquí y mirarlos, y ellos pueden aparecer frente a nosotras paseando tranquilamente; pero incluso cuando pretenden estar absortos en sus cuentos de hadas, están inmersos en la visión de los muertos que les han sido devueltos. Miles no está leyendo a su hermana —declaré— están hablando de ellos, se están relatando horrores. Hablo, lo sé, como si estuviera loca; y es una maravilla que no lo esté. Lo que he visto la habría enloquecido a usted; pero a mí sólo me ha vuelto más lúcida, me ha hecho comprender otras cosas.
Mi lucidez debió de parecerle espantosa, pero las encantadoras criaturas que eran víctimas de ella, al pasar y volver a pasar cariñosamente cogidas de la cintura, fortalecieron en cierta manera a mi colega; noté lo tensa que estaba cuando, sin agitarse en el torbellino de mi pasión, los observaba atentamente.
—¿A qué otras cosas se refiere usted?
—Bueno, a las cosas que me han deleitado y, al mismo tiempo —ahora puedo verlo con absoluta claridad—, engañado y desconcertado. Su belleza más que terrenal, su bondad absolutamente fuera de este mundo —continué—, no son sino una táctica engañosa, son un fraude.
—¿Por parte de estos adorables...?
—Sí, de estos adorables niños. ¡Sí, por absurdo que parezca!
El solo hecho de esbozar aquella hipótesis me ayudó a ver con claridad, a encontrar los cabos sueltos y a asociarlos y unirlos.
—No han sido buenos; lo único que han hecho es estar ausentes. Ha sido fácil convivir con ellos sencillamente porque se han limitado a vivir una vida propia. No son míos... no son nuestros. ¡Son de él! ¡Son de ella!
—¿De Quint y de esa mujer?
—De Quint y de esa mujer. Los quieren para sí.