Werther 8. Octava y última parte
de Wolfgang Johan von Goethe

Werther 8. Octava y última parte

 

 

Fuente  ciudadseva. Autor: Wolfgang Johan von Goethe

 

No se daba cuenta de lo que hacía ni de lo que decía, y envió por dos amigas suyas para no encontrarse sola con Werther. Éste dejo algunos libros que se había llevado y pidió otros. Carlota esperaba con ansia la llegada de sus amigas; pero un instante después deseaba lo contrario. Volvió la sirvienta y dijo que ninguna de las dos podía acudir.

 

Entonces se le ocurrió ordenar a la criada que se quedará en el cuarto contiguo, en su quehacer; pero de inmediato cambió de idea.

 

Werther caminaba por la sala visiblemente agitado. Carlota se sentó al clave y quiso tocar un minué; sus dedos se resistían a cooperar. Abandonó el clave y fue a sentarse al lado de Werther, que ocupaba en el sofá el sitio habitual.

 

-¿No traes nada que leer? -preguntó ella.

 

-Nada -le contestó Werther.

 

-Ahí, en mi cómoda, tengo la traducción que hiciste de unos cuentos de Ossian. Aún no la he visto, pues esperaba que me la leyeras; pero hasta ahora no se había dado la oportunidad.

 

Werther sonrió y fue por el manuscrito. Al tomarlo un estremecimiento involuntario lo abordó; al hojearlo se le llenaron los ojos de lágrimas. Luego, con esfuerzo, leyó lo siguiente:

 

“¡Estrella del crepúsculo que brillas soberbia en occidente, que asomas tu radiante faz entre las nubes y paseas majestuosa sobre la colina! ¿Qué miras a través del follaje? Los indómitos vientos se han apaciguado; se oye a lo lejos el ruido del torrente; las espumosas olas se rompen al pie de las rocas y el confuso rumor de los insectos nocturnos se cierne en los aires. ¿Qué miras, luz hermosa? Sonríes y sigues tu camino. Las ondas se elevan con gozo hasta ti, bañando tu brillante cabello. ¡Adiós, rayo de luz, dulce y tranquilo! ¡Y tú, sublime luz del alma de Ossian, brilla, aparece ante mis ojos!

 

“Vela; ahí asoma todo su esplendor. Ya distingo a mis amigos muertos; se reúnen en Lora como en mejores días… Fingal avanza como una húmeda bruma; a su alrededor están sus valientes. Ve los dulcísimos bardos: Ulino, con su cabellos gris; el majestuoso Ryno; Alpino, el celestial cantor; y tú, quejumbrosa minona. ‘Cuánto han cambiado, amigos, desde las fiestas de Selma, donde nos peleábamos el honor de cantar, como los céfiros de primavera columpia, unos tras otros, las lozanas hierbas de la montaña!’

 

“Se adelantó Minona con toda su belleza, con la vista baja y los ojos con lágrimas. Flotaba su cabellera con el viento de la colina. El alma de los héroes entristeció al escuchar su dulce canto, porque habían visto en múltiples veces la tumba de Salgar, y muchas también la agreste morada de la blanca Colma… de Colma, abandonada en la montaña sin más compañía que el eco de su cantarina voz. Salgar había prometido asistir; pero antes de llegar la noche envolvió en la oscuridad a Colma. Escuchen su voz; oigan lo que cantaba al vagar por la montaña:

 

 

COLMA

 

“Es de noche, estoy sola, pérdida en las tempestuosos cimas de los montes. El viento sopla en la montaña. El torrente se precipita con estruendo desde lo alto de las rocas. No tengo ni una cabaña para defenderme de la lluvia y estoy a la merced de estos peñascos bañados por la tormenta. Rompe, ¡oh, Luna!, tu prisión de nubes. ¡Surjan, luceros nocturnos! Que un rayo de luz me lleve al sitio donde el dueño de mi amor descansa de las fatigas de la casa, con el arco a sus pies, con los perros jadeando a su alrededor. ¿Es necesario que permanezca aquí, sola y sentada sobre la roca, encima de la cóncava cascada? Rugen el torrente y el huracán, pero, ¡ay!, no llega a mis oídos la voz del amado.

 

“¿Por qué demora tanto mi Salgar? ¿Habrá olvidado su palabra? Éstos son la roca y el árbol; éstas, las espumosas hondas. Tú me ofreciste venir al anochecer… ¡Ah! ¿Dónde estás, mi Salgar? Yo quería escapar contigo; quería abandonar por ti a mi orgulloso padre y a mi orgulloso hermano. Hace mucho tiempo que son enemigos nuestras familias; pero nosotros no somos enemigos, Salgar.

 

“¡Cálmate por un momento, huracán! ¡Enmudece por un momento, potente catarata! Deja que mi voz resuene por todo el valle y que la escuche mi viajero. Salgar, yo soy quien llama. Aquí está el árbol y la roca. Salgar, dueño de mí, aquí me tienes; ven… ¿por qué tardas?

 

“La Luna sale; las olas, en el valle, reflejan sus rayos; las rocas se esclarecen, las cumbres se alumbran; pero no veo a mi amado. Sus perros, que siempre se le adelantan, no me anuncian su llegada. ¡Ah! Salgar, ¿por qué me dejas sola?

 

“¿Pero quiénes son aquellos que se divisan abajo entre los arbustos? ¿Mi amado? ¿Mi hermano? Hablen, amigos míos… ¡Ah!, no responden… ¡Qué ansiedad la de mi alma! ¡Están muertos! Sus cuchillas están enrojecidas con la sangre del combate. ¡Oh, hermano, hermano mío! ¿Por qué has matado a mi Salgar? Y tú, mi querido Salgar, ¿por qué has matado a mi hermano? ¡Los quería tanto a ambos! ¡Estabas tú tan bello entre mil guerreros de la montaña! ¡Y él era tan bravo en la pelea! Escuchen mi voz y respondan, mis amados. ¡Pero ay de mí!, están mudos, mudos para siempre. Sus corazones están helados como la tierra.

 

“¡Oh! Desde las altas rocas, desde las cumbres en que se forman las tempestades, háblenme, espíritus de los muertos. Yo les atenderé sin miedo. ¿Adónde han ido a descansar? ¿En qué gruta del monte podré hallarles? Ninguna voz suspira en el viento; ningún gemido solloza entre la tempestad. Aquí, abismada en mi dolor, anegada en llanto, espero el nuevo día. Caven su sepulcro, amigos de los muertos; pero no lo cierren hasta que yo baje.

 

“Mi vida se desvanece como un sueño. ¿Puedo vivir sin ustedes? Aquí, cerca del torrente que salta entre peñascos, donde quiero permanecer con ellos. Cuando la noche caiga sobre la montaña y sople el viento en el páramo, mi espíritu se lanzará al espacio y lamentará la muerte de mis amigos. El cazador oirá desde su cabaña de follaje; mi voz le dará miedo y a pesar de ello, me amará, porque será dulce mientras llore por ellos. ¡Los quería tanto! Así cantabas, ¡oh, Minona, bella y pálida hija de Torman! Nuestro llanto corre por Colma y nuestra alma se oscurece como la noche.

 

“Ulino apareció con el arpa y nos hizo oír el cantar de Alpino. Alpino fue un cantor melodioso y el alma de Ryno era un rayo de lumbre. Pero uno y otro yacían en la estrecha mansión de los muertos y sus voces no llegaban a Selma.

 

“Un día, al volver Ulino de cazar, antes que los dos héroes hubieran muerto, les oyó cantar en la colina. Su canto era dulce, pero triste. Lamentaban la muerte de Morar, mayor de los héroes. El alma de Morar era gemela de la de Fingal; su espada, similar a la espada de Oscar. Murió, dijo su padre, y los ojos de su hermana Minona dejaron escapar las lágrimas al oír el canto de Ulino. Minona se retiró, como la Luna oculta la cabeza detrás de las nubes cuando presiente la tempestad. Yo acompañaba con el arpa el canto de las lamentaciones.

 

 

RYNO

 

“El viento y la lluvia pararon; el día es caluroso; las nubes de apartan; el Sol, hacia el ocaso, dora con sus últimos rayos las crestas de los montes. El torrente, con un color rojo, rueda por el valle. Dulce es tu murmullo, ¡oh, río Pero más dulce la voz de Alpino, cuyo canto escucho para los muertos. Su cabeza está inclinada por el peso de los años y sus ojos, escaldados por el llanto. Alpino, ¿por qué vas a solas por la montaña silenciosa? ¿Por qué gimes como el viento en el bosque y como la ola que se rompe en la lejana playa?

 

 

ALPINO

 

“Mi llanto, Ryno, proviene de los muertos. Mi voz se eleva por los habitantes del sepulcro. Tú eres ágil y delgado, Ryno; eres bello entre los hijos de la montaña; pero caerás como Morar y la aflicción irá también a sentarse sobre tu ataúd. La montaña se olvidará de ti y tu arco abandonado colgará de la muralla. ¡Oh, Morar!, tú eres ligero como el corzo en la colina, temible como el fuego del cielo en la oscuridad de la noche; tu cólera era una tempestad, tu espada, un rayo en el combate, tu voz era el rugir del torrente después de la lluvia, el del trueno rodando sobre las montañas. Muchos han sucumbido ante el golpe de tu brazo; la llama de tu cólera los ha consumido…

 

Pero cuando volvías de la guerra, ¡tu frente era tan dulce y apacible! Tu rostro parecía el Sol después de la tormenta; parecía la Luna al alumbrar una noche serena. Tu pecho era tranquilo como el mar cuando se calma y el viento que lo agita. ¡Qué estrecha y sombría es ahora tu morada! Con tres pasos se mide la sepultura del que no hace mucho fue tan grande. Cuatro piedras, cubiertas de musgo, son tu único monumento. Un árbol sin hojas, altas hierbas que mece la brisa. Esto es todo lo que muestra al experto cazador el lugar donde yace el poderoso Morar. Tú no tienes madre ni amante que te lloren: murió la que te engendró; murió también la hija de Morglan. ¿Quién es el hombre que se apoya en un bastón? ¿Quién es aquel hombre cuya cabeza blanquea por la edad y cuyos ojos se enrojecen por llorar? Es tu padre, ¡oh, Morar!, tu padre, que no tenía otro hijo. Muchas veces oyó hablar de tu valor, de los enemigos que cayeron ante tu espada; muchas veces oyó hablar de la gloria de Morar. ¡Ay! ¿Por qué le contaron también tu muerte?

 

“Llora, padre de Morar, llora, que tu hijo no oirá. El sueño de los muertos es muy profundo; su almohada está muy honda. No se levantará tu hijo al escuchar tu voz; no se despertará con tu grito. ¡Ah! ¿Cuándo penetrará la luz en el sepulcro? ¿Cuándo se podrá decir al que duerme él: ‘despierta’? ¡Adiós, noble joven; adiós, valiente guerrero! Ya no volverán a verte los campos de batalla; ya el bosque oscuro no se iluminará con el centelleo de tu espada. No has dejado hijos; pero el canto de los trovadores conservará y transmitirá tu nombre a la posteridad. Las generaciones futuras conocerán tus logros y sabrán de Morar.

 

“La aflicción de los guerreros era honda; pero el sollozo de Armino la controlaba. Este canto le recordaba la pérdida de un hijo, muerto en plena juventud. Carmor estaba junto al héroe: Carmor, el príncipe de Galmal.

 

“¿Por qué suspiras así?, le dijo. ¿Es en este sitio donde se debe llorar? La música y el canto que se dejan oír, ¿no son para reanimar el espíritu, lejos de abatirle? Son como el leve vapor que escapa del lago, invade el bosque y humedece las flores; el Sol luce fulguroso y los vapores se esparcen. ¿Por qué estás triste, ¡oh, Armino!, tú que reinas en Gorma, ceñida de las olas?

 

 

ARMINO

 

“Estoy triste y tengo motivos para estarlo. Carmor, tú no has perdido un hijo ni tienes que llorar la muerte de una hija de gran hermosura. Colgar, el intrépido joven, vive aún, así como la bella Annira. Los retoños de tu raza florecen, Carmor; pero Armino es el último del linaje. Sombrío es tu lecho, Daura; como tu sueño en el sepulcro. ¿Cuándo despertarás? ¿Cuándo volverá a surgir tu voz? Levántense vientos del otoño…, embistan la oscura maleza. Torrentes de la selva, desbórdense. Huracanes, rujan en las encinas… Y tú, Luna, enseña y oculta tu pálido rostro entre las rasgadas nubes. Recuérdame la terrible noche en que murieron mis hijos, mi valiente Arindal y mi querida Daura.

 

“Daura, hija; eras hermosa como el astro de plata que blanquea las colinas de Fura; eras blanca como la nieve y dulce como la brisa embalsamada matutina.

 

“Arindal, tu arco era invencible, rápido tu dardo en el campo de batalla, poderosa tu mirada, como la nube que va sobre las olas; tu escudo parecía un meteoro dentro de una tempestad.

 

“Armar, célebre en los combates, solicitó el amor de Daura y rápido lo consiguió. Hermosas eran las esperanzas de sus amigos. Pero Erath, hijo de Odgall, temblaba de rabia porque su hermano había sido asesinado por Armar. Vino disfrazado de batelero; su barca se columpiaba gallardamente sobre las ondas. Traía el pelo blanco; su aspecto era serio y tranquilo. ‘¡Oh, tú, la más bella de las jóvenes, amable hija de Armino, dijo; allá abajo, en una roca, cerca de la orilla, espera Armar a su amada Daura’. Ella le siguió y llamó a Armar; pero sólo el eco respondió a su llamado. Armar, dueño de mi alma, mi bien, ¿por qué me apenas de este modo? Escucha, hijo de Arnath, atiende mis súplicas… Es tu Daura quien te invoca.

 

“El traidor Erath la dejó sobre la roca y regresó a tierra con risa. Daura se deshizo en gritos, llamando a su padre y a su hermano: ‘Arindal, Armino, ¿no vendrán ninguno a salvar a su Daura?’ Su voz surcó los mares. Arindal, hijo, bajó de la montaña cargado con el botín de la caza, con las flechas suspendidas del costado, el arco en la mano y rodeado de cinco perros negros. Distinguió en la orilla al audaz Erath; se apoderó de él y le ató a un roble con fuertes ligaduras. Mientras Erath llenaba el espacio de gemidos, Arindal, tomando su barca, se enfiló a la roca donde estaba Daura. En esto llega Armar, prepara con furia una flecha, silba el dardo y tú, hijo mío, mueres por el golpe destinado a Erath, el pérfido. En el momento en que la barca llegó a la roca, Arindal dio el último suspiro. ¡Oh, Daura! La sangre de tu hermano corrió a tus pies. ¡Cuán grande habría sido tu desesperación! La barca, deshecha contra la roca, se hundió en el abismo. Armar se lanzó al agua para salvar a Daura o perecer. Una corriente de viento de la montaña agita el oleaje y Armar desaparece para siempre. Mi desgraciada hija quedaba desamparada, sola, sobre un peñasco atacado por las olas. Yo, su padre, escuchaba sus lamentos y nada podía hacer para socorrerla. Toda la noche estuve en la orilla, contemplándola ante los tenues rayos de la Luna. Toda la noche oí sus clamores. El viento soplaba, el agua caía a torrentes, y la voz de Daura se debilitaba conforme se acercaba el día. Pronto se apagó en su totalidad, como se va la brisa de las tardes entre las hierbas de la montaña. Consumida en desesperación, expiró, dejando a Armino solo en el mundo. Mi valor, mi fuerza y mi orgullo murieron con ella.

 

“Cuando las tormentas bajan de la montaña; cuando el viento alborota el oleaje, me postro en la ribera y miro la funesta roca. Muchas veces, cuando la Luna aparece en el cielo, veo flotar en la oscuridad iluminada las almas de mis hijos, que vagan por el espacio, unidos fraternalmente en un abrazo”.

 

Un raudal de lágrimas, que brotó de los ojos de Carlota, desahogando su corazón, interrumpió la lectura de Werther. Éste hizo a un lado el manuscrito y tomando una de las manos de la joven, soltó también el amargo llanto. Carlota, apoyando la cabeza en la otra mano, se cubrió el rostro con un pañuelo. Víctimas ambos de una terrible agitación, veían su propia desdicha en la suerte de los héroes de Ossian y juntos lloraban. Sus lágrimas se confundieron. Los ardientes labios de Werther tocaron el brazo de Carlota; ella se estremeció y quiso retirarse; pero el dolor y la compasión la tenían atada a su silla como si un plomo pesara sobre su cabeza. Ahogándose y queriendo dominarse, suplicó con sollozos a Werther que siguiera la lectura; su voz rogaba con un acento del cielo.

 

Werther, cuyo corazón latía con la violencia de querer salir del pecho, temblaba como un azogado. Tomó el libro y leyó inseguro:

 

“¿Por qué me despiertas, soplo embalsamado de primavera? Tú me acaricias y me dices: ‘traigo conmigo el rocío del cielo; pero pronto estaré marchito, porque pronto vendrá la tempestad, arrancará mis hojas. Mañana llegará el viajero; vendrá el que me ha conocido en todo mi esplendor; su vista me buscará a su alrededor y no me hallará”.

 

Estas palabras causaron a Werther un gran abatimiento. Se arrojó a los pies de Carlota con una desesperación completa y espantosa, y tomándole las manos las oprimió contra sus ojos, contra la frente.

 

Carlota sintió el vago presentimiento de un siniestro propósito. Trastornado su juicio, tomó también las manos de Werther y las colocó sobre su corazón. Se inclinó con ternura hacia él y sus mejillas se tocaron. El mundo desapareció para los dos; la estrechó entre sus brazos, la apretó contra el pecho y cubrió con besos los temblorosos labios de su amada, de los que salían palabras entrecortadas.

 

-¡Werther! -murmuraba con voz ahogada y desviándose-. ¡Werther!, insistía, y con suave movimiento trataba de retirarse.

 

-¡Werther! -dijo por tercera vez-, ahora con acento digno e imponente.

 

Él se sintió dominado; la soltó y se tiró al suelo como un loco. Carlota se levantó y en un trastorno total, confundida entre el amor y la ira, dijo:

 

-Es la última vez, Werther; no volverás a verme.

 

Y entregándole una mirada llena de amor a aquel desdichado, corrió a la habitación contigua y ahí se encerró.

 

Werther extendió las manos sin atreverse a detenerla. En el suelo y con la cabeza en el sofá, permaneció más de una hora sin dar señales de vida.

 

Al cabo de ese tiempo oyó ruido y despertó. Era la criada que venía a poner la mesa. Se levantó y se puso a caminar por el cuarto. Cuando volvió a quedarse solo, se acercó a la puerta por donde había entrado Carlota y dijo en voz baja:

 

-¡Carlota! ¡Carlota! Una palabra al menos, un adiós siquiera…

 

Ella guardó silencio. Esperó, suplicó, esperó una vez más... Por último se alejó de la puerta gritando:

 

-¡Adiós, Carlota… adiós para siempre!

 

Llegó a las puertas de la ciudad; los guardias, que acostumbraban verlo, lo dejaron pasar. Caían menudos copos de nieve; él, no obstante, no volvió a la población sino una hora antes de la medianoche.

 

Cuando llegó a su casa, el criado observó que no traía su sombrero, pero no se aventuró a decirle nada. Le ayudó a desvestirse: toda la ropa estaba calada. Más tarde, encontraron el sombrero en un peñasco que destacaba sobre todos los de la montaña y que parece desgajarse sobre el valle. No se sabe cómo en una noche lluviosa y oscura pudo llegar a ese punto sin caer. Se acostó y durmió mucho tiempo; cuando el criado entró al cuarto al día siguiente para despertarlo, lo encontró escribiendo. Werther le pidió café, mismo que enseguida la sirvió.

 

Werther entonces agregó estos párrafos a la carta que había iniciado para Carlota:

 

“Esta vez es la última que abro los ojos; la última, ¡ay de mí! Ya no volverán a ver la luz del día. Estarán cubiertos por una niebla densa y oscura. ¡Sí, viste de luto, naturaleza! Tu hijo, tu amigo, tu amante se acerca a su término. ¡Ah, Carlota!, es una cosa que no se parece a nada y que sólo puede compararse con las percepciones confusas de un sueño, el decirse; ‘¡Esta mañana es la última!’ Carlota, apenas puedo entender el sentido de estas palabras: ‘¡La última!’ Yo, que ahora tengo la plenitud de mis fuerzas, mañana rígido e inerte estaré sobre la tierra. ¡Morir! ¿Qué es eso? Ya lo ves: los hombres soñamos siempre que hablamos de la muerte. He visto morir a mucha gente; pero somos tan pobres de mente que no sabemos nada del principio ni del fin de la vida. En este momento todavía soy mío... todavía soy tuyo, sí, tuyo, querida mía; y dentro de poco... ¡separados, aislados, quizá para siempre! ¡No, Carlota, no! ¿Cómo puedo dejar de ser? Existimos, sí. ¡Dejar de ser! ¿Qué significa esto? Es una frase más, un ruido que mi corazón no entiende. ¡Muerto, Carlota! ¡Cubierto en la tierra fría, en un rincón angosto y oscuro! Tuve yo cuando adolescente una amiga que era apoyo y consuelo de mi abandonada juventud. Murió y estuve con ella hasta la fosa, donde vi cuando bajaron el ataúd; oí el crujir de las cuerdas cuando las soltaron y cuando las recogieron. Luego arrojaron la primera palada y la fúnebre caja hizo un ruido sordo; después, más sordo; y después, aún más, hasta que quedó cubierta de tierra por completo. Caí al lado de la fosa, delirante, oprimido y con las entrañas despedazadas. Pero no supe nada de lo que me sucedió, de lo que me sucederá. ¡Muerte! ¡Tumba! No entiendo estos conceptos.

 

“¡Oh! ¡Perdóname, perdóname! Ayer… aquel debió ser el último momento de mi vida. ¡Oh, ángel! Fue la primera vez, sí, que una alegría pura e infinita llenó mi ser.

 

“Me ama, me ama… Aún quema mis labios el fuego sagrado que emanaba de los suyos; todavía colman mi corazón estas delicias abrasadoras. ¡Perdóname, perdóname! Sabía que me amabas; lo sabía desde tus primeras miradas, aquellas miradas llenas de ti; lo sabía desde la primera vez que me diste la mano. Y, sin embargo, cuando me separaba de ti o veía a Alberto contigo, me atacaban las dudas.

 

“¿Recuerdas de las flores que me enviaste el día de esa enojosa reunión en que ni pudiste darme la mano ni decirme palabra alguna? Pasé de rodillas media noche frente a las flores, porque eran para mí el sello de tu amor; pero ¡ay!, estas impresiones se borraron como se borra paso a paso en el corazón del creyente el sentimiento de la gracia de que Dios le prodiga por medio de símbolos visibles. Todo perece, todo: pero ni la misma eternidad puede acabar con la candente vida que ayer tomé de tus labios y que siento en mi interior. ¡Me ama! Mis brazos la han estrechado; mi boca ha temblado, ha murmurado palabras de amor sobre la suya. ¡Es mía! ¡Eres mía! Sí, Carlota; mía para siempre. ¿Qué importa que Alberto sea tu esposo? No lo es más que para el mundo; para ese mundo que dice que amarte y querer arrancarte de los brazos de tu marido para cobijarte en los míos es pecado. ¡Pecado!, sea. Si lo es, ya lo expío. He saboreado ese pecado en sus delicias, en su éxtasis inconmensurable. He aspirado el bálsamo de la vida y con él he fortalecido mi alma. Desde este momento eres mía, ¡mía, Carlota! Voy delante de ti; voy a reunirme con mi padre, que también lo es de ti, Carlota; me quejaré y me consolará hasta que tú aparezcas. Entonces volaré a tu encuentro, te recibiré en mis brazos y nos uniremos en presencia del eterno, con un abrazo que no tendrá fin. No sueño ni deliro. Al borde del sepulcro brilla para mí la verdadera luz. ¡Volveremos a estar juntos! ¡Veremos a tu madre y le diremos todas las penas de mi corazón! ¡Tu madre! ¡Imagen tuya perfecta!”

 

A las 11 llamó Werther a su criado y le preguntó si había regresado Alberto; el criado dijo haberlo visto pasar en su caballo. Entonces le mandó una carta abierta que sólo contenía estas palabras:

 

“¿Me harías el favor de prestarme tu pistola: para un viaje que he planeado? Que estés bien. Adiós”.

 

La pobre Carlota apenas había dormido la noche anterior. Su sangre pura, que hasta entonces había corrido por su venas en calma, se agitaba febril. Mil sensaciones distintas conmovían su noble corazón. ¿Era que le consumía el corazón el calor de las caricias de Werther o que estaba indignada de su atrevimiento? ¿Era que le mortificaba el comparar su situación con su vida pasada, con sus días de inocencia, sosiego y confianza? ¿Cómo presentarse ante su esposo? ¿Cómo confesarle una escena que ella misma no quería aceptar, por más que no tuviera nada de qué avergonzarse? Mucho tiempo hacía que marido y mujer no hablaban de Werther y justo ella debía romper el silencio para hacerle una confesión igual de penosa como inesperada. Temía que el solo anuncio de la visita de Werther fuera para Alberto motivo de mortificación. ¿Qué sucedería al saber todo lo ocurrido? ¿Podría esperar que juzgara las cosas sin pasión y las viera tal como se habían presentado? ¿Podría desear que leyera claramente en el fondo de su alma? Y, por otra parte, ¿cómo disimular ante un hombre para quien su pecho había sido siempre un transparente cristal y a quien ni había ocultado ni quería ocultar nunca el menor pensamiento? Estas reflexiones la abrumaban y la ponían en una cruel incertidumbre; siempre su pensamiento se dirigía a Werther, que la adoraba; hacia Werther, a quien no podía abandonar y a quien necesario era dejar. ¡Ah! ¡Qué vacío para ella!

 

Aunque la agitación de su espíritu no le permitiera ver con claridad la verdad de las cosas, comprendió que pesaba sobre ella la fatal desavenencia que apartaba a su marido y a Werther; dos hombres tan buenos y tan inteligentes que, iniciando por ligeras divergencias de sentimientos, había llegado a una mutua reserva y a una indiferencia glacial. Cada uno se encerraba en el círculo de su propio derecho y de los errores del otro. La tensión había aumentado por ambas partes, llegando a ser tal la situación que ya no podía resolverse sin violencia. Si una dichosa confianza los hubiera unido más en los primeros momentos; si la amistad y la indulgencia hubieran abierto sus almas a dulces expansiones, quizá se hubiera podido salvar el desgraciado joven. Una circunstancia particular aumentaba la perplejidad de Carlota. Werther, como leemos en sus cartas, no ocultó nunca su deseo de dejar el mundo. Alberto había combatido la idea muchas veces y a menudo había platicado sobre ella con su mujer. Impulsado por una instintiva repugnancia hacia el suicidio, Alberto había dado a entender a menudo, con una especie de ligereza de carácter, y hasta se había permitido una que otra burla sobre el asunto, haciendo así que su incredulidad se reflejara un tanto en Carlota. Esto la tranquilizaba un poco cuando en su ser aparecían siniestras imágenes; pero de la misma forma le impedía manifestar sus temores a su marido.

 

No tardó Alberto en llegar y ella salió a recibirlo con una solicitud no libre de vergüenza. Alberto parecía disgustado. No había podido terminar sus negocios por algunos problemas, relacionadas con el carácter intratable y minucioso del funcionario. El mal estado de los caminos había acabado de ponerle de mal humor. Preguntó lo que había sucedido en su ausencia y su mujer se apresuró a decirle que Werther había estado ahí la tarde del día anterior. Informado después de que en su cuarto tenía algunas cartas y paquetes que habían llevado para él, dejó sola a Carlota. La presencia del hombre por quien sentía tanto cariño y tanto respeto hizo una nueva revolución en su espíritu. El recuerdo de su generosidad, de su amor y de sus bondades, le regresó la calma. Sintió un secreto deseo de seguirle y con decisión hizo lo que muchas veces: ir a buscarlo a su cuarto. Le encontró abriendo y leyendo cartas; algunas parecían llenas de noticias desagradables. Le hizo varias preguntas al respecto y él contestó con excesiva brevedad, para después empezar a escribir. Durante una hora estuvieron callados, uno frente al otro. El humor de Carlota se oscurecía por momentos. Comprendía que aunque su marido estuviera del mejor ánimo, iba a verse apurada para explicar lo que sentía su corazón y cayó en un abatimiento que se profundizaba a medida que se esforzaba por ocultar y devorar sus lágrimas.

 

La llegado del criado de Werther aumentó su preocupación. Aquél entregó la carta de su amo y Alberto, después de leerla, se dio la vuelta, indiferente, hacia su mujer, diciéndole:

 

-Dale las pistolas.

 

Luego hacia el criado agregó:

 

-Di a tu amo que le deseo buen viaje.

 

Estas palabras tuvieron en Carlota el efecto de un rayo. Apenas pudo levantarse. Se dirigió lento a la pared, descolgó las armas y las limpió temblorosa. Estaba indecisa y hubiera tardado mucho en entregarlas al criado, si Alberto, con mirada inquisidora, no la hubiera forzado a obedecer.

 

Carlota entregó las pistolas sin poder decir una sola palabra. Cuando éste se retiró, Carlota volvió a tomar su labor y se fue a su habitación, presa de una gran turbación y con el corazón agitado por los presentimientos.

 

Tan pronto quería ir y arrojarse a los pies de su esposo y confesarle lo sucedido, la turbación de su conciencia y sus terribles temores, como desistía de hacerlo, preguntándose de qué serviría el acto. ¿Podía esperar que su marido, en atención a sus súplicas, corriera de inmediato a casa de Werther?

 

La comida estaba en la mesa. Llegó una amiga de Carlota que sin otra cosa que la intención de verla y con temor a importunar, decidió retirarse. Carlota la hizo quedarse. Esto dio pie a una conversación que animó la comida y aunque esforzándose, se habló y se dio todo al olvido.

 

El criado de Werther llegó a casa con las pistolas y se las dios a su amo, quien las tomó con un tipo de placer cuando supo que venían de las manos de Carlota.

 

Ordenó que le llevaran pan y vino, y después de decir a su criado que fuera a comer, se puso a escribir:

 

“Han pasado por tus manos; tú misma las has desempolvado; tú las has tocado… y yo las beso ahora una y mil veces. ¡Ángel del cielo, tú apoyas mi decisión! Tú, Carlota, eres quien me entregas esta arma destructora; así recibiré la muerte de quien quería recibirla yo. Me he enterado por el criado de los pormenores! Temblabas al darle estas pistolas…, pero ni un ‘adiós’ me haces llegar. ¡Ay de mí!, ni un ‘adiós’. ¿Quizá el odio me ha cerrado tu corazón por aquel instante de embriaguez que me unió a ti para siempre? ¡Ah, Carlota!, el transcurso de los siglos no borrará aquella impresión; y tú, estoy seguro, no podrás aborrecer nunca a quien tanto te ha idolatrado”.

 

Después de comer envió al criado que acabara de empacar todo. Rompió muchos papeles. Salió a pagar algunas cuentas pendientes y regresó a casa. Más tarde, a pesar de la lluvia, salió de nuevo y fue al jardín del difunto conde de M., fuera del pueblo. Paseó mucho tiempo por los alrededores y regresó a su casa al anochecer. Entonces escribió:

 

“Guillermo: por última vez he visto los campos, el cielo y los bosques. También a ti doy el último adiós. Tú, madre, perdóname. Consuélala, Guillermo. Que Dios los llene de bendiciones. Todos mis asuntos quedan saldados. Adiós; nos volveremos a ver y entonces seremos más felices.

 

“Mal he pagado tu amistad, Alberto; pero sé que me perdonas. He turbado la paz de tu hogar; he introducido la desconfianza entre ustedes… Adiós, quiera el cielo que mi muerte te devuelva la felicidad. ¡Alberto!, haz feliz a ese ángel, para que la bendición de Dios descienda sobre ti”.

 

Por la noche estuvo revolviendo sus papeles; rompió muchos, que lanzó al fuego, y cerró algunos pliegos dirigidos a Guillermo. El contenido de estos se reducía a breves disertaciones y pensamientos inconexos, de los cuales no conozco más que una parte. A eso de las 10 ordenó echar más leña al fuego y que le llevaran una botella de vino; después mandó a dormir a su criado. El cuarto de éste, como los de todos los que vivían en la casa, estaba muy lejos del de Werther.

 

El criado se acostó vestido para estar listo muy temprano, pues su amo le había dicho que los caballos de posta llegarían antes de las seis de la mañana.

 

 

Después de las 11

 

“Todo duerme a mi alrededor y mi alma está tranquila. Te doy las gracias, Dios, por haberme concedido en momento tan supremo resignación tan mayúscula. Me asomo a la ventana, amada mía, y distingo a través de las tempestuosas nubes unos luceros esparcidos en la inmensidad del cielo. ¡Ustedes no desaparecerán, astros inmortales! El eterno los lleva, lo mismo que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación predilecta, porque de noche, cuando salía de tu casa, la tenía siempre enfrente. ¡Con qué delicia la he visto tantas veces! ¡Cuántas veces he levantado mis manos hacia ella para tomarla por testigo de la felicidad que entonces disfrutaba! ¡Oh, Carlota! ¿Qué hay en el mundo que no traiga tu recuerdo a mi mente? ¿No estás en todo lo que me rodea? ¿No te he robado, con la codicia de un niño, mil objetos sin importancia que habías santificado con tu toque?

 

“Tu retrato, muy querido para mí, te lo doy con la súplica de que lo conserves. He impreso en él mil millones de besos y lo he saludado mil veces al entrar en mi habitación y al salir de ella. Dejo una carta escrita para tu padre, en la que ruego proteja mi cadáver. Al final del cementerio, en la parte que da al campo, hay dos tilos, en cuya sombra deseo descansar. Esto puede hacer tu padre por su amigo y tengo la seguridad de que lo hará. Pídeselo tú también, Carlota. No pretendo que los piadosos cristianos dejen depositar el cuerpo de un desgraciado cerca de los suyos. Quisiera que mi sepultura estuviera a orillas de un camino o en un valle solitario, para que cuando el sacerdote o el levita pasen junto a ella, elevaran sus brazos al cielo, con una bendición, y para que el samaritano la regara con sus lágrimas. Carlota: no tiemblo al tomar el cáliz terrible y frío que me dará la embriaguez de la muerte. Me lo has entregado y no dudo. Así van a cumplirse todas las esperanzas y todos los deseos de mi vida, todos, sí, todos.

 

“Sereno y tranquilo tocaré la puerta de bronce del sepulcro. ¡Ah! ¡Si hubiera tenido la suerte de morir como sacrificio por ti! Con alegría y entusiasmo hubiera dejado este mundo, seguro de que mi muerte afianzaba tu descanso y la felicidad de toda tu vida. Pero, ¡ay!, sólo algunos seres con privilegios logran dar su vida por los que aman y ofrecerse en holocausto para centuplicar los goces de sus existencias amadas. Carlota: deseo que me entierren con el vestido que tengo puesto, pues tu lo has bendecido al tocarlo. La misma petición hago a tu padre. Mi alma se cierne sobre el féretro. Prohíbo que me registren los bolsillos. Llevo en uno aquel lazo de cinta rosa que tenías en el pecho el primer día que te vi, rodeada por tus niños… ¡Oh!, abrázalos mil veces y cuéntales la desgracia de su amigo. ¡Cómo los quiero! Aún los veo agitarse a mi alrededor. ¡Ay! ¡Cuánto te he amado, desde el momento primero de verte! Desde ese momento comprendí que llenarías vida… Haz que entierren el lazo conmigo... Me lo diste el día de mi cumpleaños y lo he guardado como una reliquia santa. ¡Ah! Nunca sospeché que aquel principio llevaría a este final. Ten calma, te lo suplico, no desesperes... Están cargadas… Oigo las 12… ¡Que sea lo que tenga que ser! Carlota… Carlota… ¡Adiós! ¡Adiós!

 

Un vecino vio el fogonazo y oyó la detonación; pero, como todo permaneció en calma, no averiguó qué había sucedido.

 

A las seis de la mañana del siguiente día entró el criado en la alcoba con una luz y vio a su amo tendido, bañado en sangre y con una pistola. Le llamó y no consiguió respuesta. Quiso levantarle y vio que todavía respiraba. Corrió a avisar al médico y a Alberto. Cuando Carlota oyó la puerta, un temblor convulsivo se apoderó de su cuerpo. Despertó a su marido y se levantaron. El criado, entre llantos y sollozos, les dio la fatal noticia; Carlota cayó desmayada a los pies de su esposo.

 

Cuando el médico llegó al lado del infeliz Werther, lo encontró en el suelo y sin salvación posible. El pulso latía, pero todas sus partes estaban paralizadas. La bala había entrado por arriba del ojo derecho, haciendo saltar los sesos. Le sangraron de un brazo; la sangre corrió. Todavía respiraba. Unas manchas de sangre que se veían en el respaldo de su silla demostraban que consumó el acto sentado frente a la mesa en que escribía y que en las convulsiones de la agonía había caído al suelo. Se encontraba boca arriba, cerca de la ventana, vestido y con zapatos, con frac azul y chaleco amarillo.

 

La gente de la casa de la vecindad y poco después todo el pueblo se movieron. Llegó Alberto. Habían colocado a Werther en su lecho, con la cabeza vendada. Su rostro tenía ya el sello de la muerte. No se movía, pero sus pulmones funcionaban aún de un modo espantoso. Unas veces, casi de forma imperceptible; otras, con ruidosa violencia. Se esperaba que en cualquier momento exhalara el último suspiro.

 

No había bebido más que un vaso de vino de la botella sobre la mesa. El libro de Emilia Galotti estaba abierto sobre el pupitre. La consternación de Alberto y la desesperación de Carlota eran inefables.

 

El anciano administrador llegó, alterado y conmovido. Abrazó al moribundo, bañándole el rostro con su llanto. Sus hijos mayores no tardaron en unírsele y se arrodillaron junto al lecho, besando las manos y la boca del herido y demostrando estar poseídos del más intenso dolor. El de más edad, que había sido siempre el favorito de Werther, se colgó del cuello de su amigo y permaneció abrazado hasta que expiró. Hubo que quitarlo a la fuerza. A las 12 del día Werther falleció.

 

La presencia del administrador y las medidas que tomó evitaron todo desorden. Hizo enterrar el cadáver por la noche, a las 11, en el sitio que había pedido Werther. El anciano y sus hijos fueron formando parte del cortejo fúnebre; Alberto no tuvo tanto valor.

 

Durante algún tiempo se temió por la vida de Carlota. Los jornaleros condujeron a Werther al lugar de su sepultura; no le acompañó sacerdote alguno.