AGUSTÍN DE HIPONA
Biografía

BIOGRAFÍA DE AGUSTÍN DE HIPONA (354 - 430). DE INTERÉS GENERAL

 

1.

 

Fuente webdianoia. Aurelio Agustín nació el año 354 d.c.en Tagaste, ciudad situada en la antigua provincia romana de Numidia (conocida en la actualidad como Souk Ahras, en Argelia). Hijo de Patricio, un pequeño propietario rural, y de Mónica, nació en el seno de la familia con una posición económica desahogada, aunque no exenta de esporádicas dificultades económicas, lo que le permitió acceder a una buena educación. Sus primeros estudios los realizará en Tagaste, continuándolos, el año 365, en la cercana ciudad de Madaura (aunque se verá obligado a interrumpirlos el año 369 por dificultades económicas); a partir del año 370 estudiará en Cartago, dedicándose principalmente a la retórica y a la filosofía, destacando de una manera especial en retórica, y encontrando dificultades en el aprendizaje de la lengua griega, que nunca llegó a dominar.

 

2.

 

Pese a los esfuerzos de su madre, Mónica, que le había educado en el cristianismo desde su más tierna infancia, Agustín llevará en Cartago una vida disipada, muy alejada de las pretensiones de aquella, orientada hacia el disfrute de todos los placeres sensibles. En esa época convivirá con una mujer (cuyo nombre no nos revela en sus Confesiones, pero que pudo haberse llamado Floria Emilia) con la que mantendrá una relación apasionada y con la que tendrá un hijo, Adeodato, el año 372. "En aquel mismo tiempo tenía yo una mujer, no que fuese mía por legítimo matrimonio, sino buscada por el vago ardor juvenil escaso de prudencia; pero era una sola, y le guardaba también fidelidad: queriendo saber por experiencia propia la diferencia que hay entre el amor conyugal pactado mutuamente con el fin de la procreación, y el pacto de amor lascivo, en el cual suele también nacer algún hijo contra la voluntad de los amantes, aunque después de nacido los obliga a que le tengan amor."

 

3.

 

La lectura del Hortensio de Cicerón le causara una honda impresión que le acercará a la filosofía, adhiriéndose a las teorías de los maniqueos, hacia el año 373. Luego de un año en Tagaste, donde enseñará retórica, regresa a Cartago, donde abrirá una escuela en la que continuará sus enseñanzas hasta el año 383 en que, tras el encuentro con Fausto de Milevo, a la sazón el más destacado representante del maniqueísmo norteafricano, decepcionado, abandonará el maniqueísmo.

 

4.

 

Ese mismo año se trasladará a Roma, y luego a Milán, donde enseña retórica. De nuevo la lectura de Cicerón, ya abandonado el maniqueísmo, le acercará al escepticismo de la Academia nueva, hasta que escucha los sermones del obispo de Milán, Ambrosio, que le impresionarán hondamente y le acercarán al cristianismo. En este período descubre también la filosofía neoplatónica, leyendo las traducciones que había hecho de Plotino al latín Mario Victorino, y le también las epístolas de San Pablo.

 

5.

 

En el año 386 se convierte el cristianismo. Ese mismo año se establecerá en Casiciaco, cerca de Milán, con su madre, su hijo y algunos amigos, y comienza a escribir sus primeras Epístolas. El año siguiente se bautiza en Milán y opta por una vida ascética y casta. Tras la muerte de su madre, se traslada a África el año 388, estableciéndose en Tagaste donde fundará un monasterio en el que permanecerá hasta el año 391. Dicho año se trasladará a Hipona, (actualmente Annaba, también en Argelia), ciudad cercana a Tagaste, en la costa, donde será consagrado sacerdote por el obispo Valerio. Allí fundará otro monasterio, en terrenos cedidos por el obispo, desarrollando una fecunda actividad filosófica y religiosa, destacando el carácter polémico contra las diversas herejías (donatistas, pelagianistas...) a las que se enfrentaba el cristianismo, y que San Agustín consideraba el principal problema con el que habría de enfrentarse.

 

6.

 

El año 396 es nombrado obispo auxiliar de Hipona por Valerio, pasando a ser titular tras la muerte de éste. En los años 418 y 422, en plena descomposición del imperio tras el saqueo de Roma por Alarico, participa en el concilio de Cartago y continua su activa producción filosófica y religiosa que abarcará más de 100 volúmenes, sin contar las Epístolas y Sermones. El año 430, estando sitiada Hipona por las huestes de los vándalos de Genserico, morirá, poco antes de que la ciudad fuera completamente arrasada.

 

El contexto histórico, sociocultural y filosófico de Agustín de Hipona (354 a 430)

 

 

 

El contexto histórico

 

 La actividad filosófica de San Agustín se desarrolla en la segunda mitad del siglo IV y el primer cuarto del siglo V, un período en el que el Bajo Imperio romano está sometido a fuertes tensiones internas y a la presión de las tribus bárbaras, que terminarán por provocar el desmoronamiento de la parte occidental de forma definitiva a finales del siglo V.

 

Constantino I, convertido al cristianismo tras haber ganado una batalla contra Majencio, en la que había pedido ayuda al Dios de los cristianos (según relata Eusebio en "El sueño de Constantino"), fue el primer emperador cristiano. Constantino I establecerá una dinastía que, excepto en el caso de Juliano, favorecerá el desarrollo del cristianismo. Con el Edicto de Milán, del año 313, el cristianismo queda despenalizado y los cristianos adquieren cada vez mayor poder y protagonismo en la vida pública romana, llegando algunos a formar parte del círculo de colaboradores de Constantino I, quien concede privilegios a la Iglesia, hace donaciones y apoya la construcción de templos cristianos. El mismo Constantino I convocará un concilio, el de Nicea (el año 325), en el que se fijarán algunos de los dogmas fundamentales del cristianismo y se condenará el arrianismo. Le sucedieron sus tres hijos: Constantino II, Constante y Constancio II, que se vieron envueltos en crímenes contra sus familiares para asegurar la línea sucesoria, tras lo cual se dividieron entre ellos el Imperio. Tras sus respectivas muertes, Juliano (llamado "El apóstata" por los cristianos), hombre culto y sabio, que era primo de Constancio II, que había sido nombrado césar el 355, al mando de la Gallia, (un año después del nacimiento de Agustín), se hace con el poder de todo el Imperio el año 361, y comienza su lucha en pro del reestablecimiento de las tradiciones culturales romanas, no con persecuciones sangrientas contra los cristianos, sino recurriendo a argumentos y prácticas razonables. Ordenó la reconstrucción de los templos paganos y favoreció el retorno de quienes se había exiliado por motivos religiosos. Retiró a la Iglesia los privilegios concedidos por sus antecesores y prohibió algunas actividades a los cristianos, como la de impartir docencia como preceptores. Sin embargo no consiguió frenar lo que se mostraría como el avance imparable del cristianismo. Tras diez años de gobierno, morirá el 363, en el transcurso de una campaña contra los persas.

 

Le sucederá Joviano, uno de sus generales, que ejercerá el poder de todo el Imperio durante sólo un año, al fallecer el 364. El ejército, que ya había intervenido en las decisiones sucesorias en el poder con anterioridad, ganando peso político a lo largo del siglo, aclamará como su sucesor a Valentiniano I, quien gobernará del 364 al 375, pero al comienzo de su mandato cederá el mando de la parte oriental a su hermano Valente, quien gobierna del 364 al 378. Valentiniano I será sucedido tras su muerte, el 375, en la parte occidental por su hijo Graciano, y Valente, en la parte oriental, por Teodosio I, el año 379.

 

Graciano, favorecedor de los cultos cristianos, gobernará hasta el 383, año en que morirá asesinado por miembros del ejército del usurpador Magno Máximo, que dominaba Britannia y la Gallia y contra el que Graciano había emprendido una campaña militar. A Graciano le sucederá Valentiniano II, hermanastro suyo más joven que él, pero dado que la parte occidental se encontraba bajo el mando del usurpador Magno Máximo, Valentiniano II se dirige a Constantinopla, pidiendo ayuda a Teodosio I. Éste emprende una campaña conta Magno Máximo, derrotándole el año 388 y condenándolo a muerte. Valentiniano II toma el poder de la parte occidental y gobernará hasta el año 392, en que será asesinado, víctima de una conjura. Nuevamente Teodosio I marcha contra los usurpadores, venciéndoles el año 394 y quedando en sus manos todo el Imperio hasta su muerte, el año siguiente: 395.

 

Tras su muerte, el imperio será de nuevo repartido entre sus dos hijos: Honorio en occidente (gobernará hasta el 423) y Arcadio en Oriente (gobernará hasta el 408). Honorio, a su vez, será sucedido por su sobrino Valentiniano III (tras una regencia de su madre, Gala Placidia, hasta su mayoríade edad) en la parte occidental, quien gobernará hasta el 455. En la parte oriental, Arcadio será sucedido por su hijo Teodosio II, quien gobernará haste el 450.

 

Teodosio I, llamado el Grande, había promulgado el año 380 un edicto que proclamaba el cristianismo como la única religión del Imperio romano, prohibiendo los Juegos Olímpicos y cerrando todos los templos paganos, siendo muchos de ellos destruidos por los cristianos. Teodosio I es considerado por muchos historiadores como el último verdadero emperador romano ya que, tras su muerte, la decadencia del imperio parece ya imparable y la incapacidad de sus gobernantes para hacerle frente, manifiesta. A los conflictos internos, derivados de la degradación económica, constante a lo largo del siglo, se suman las luchas internas y la fragmentación del poder político y el aumento del poder y protagonismo del ejército (son muchos los rebeldes y usurpadores que, a lo largo del siglo, se hacen con el poder en provincias o en amplias zonas del imperio), a lo que hay que sumar las invasiones de los pueblos bárbaros, que ocupan amplias regiones del norte, de forma no violenta, primero, pero con violencia y crueldad extrema posteriormente, ocupando la Gallia y entrando en Hispania. Más sangrante resulta el hecho de que estas tribus estaban "romanizadas" y habían abrazado el cristianismo. El año 410 las tropas visigodas de Alarico arrasarán Roma. En los años siguientes, ni las fronteras ni amplias zonas internas del imperio podrán ser ya controladas por las tropas, y diversas tribus bárbaras (vándalos, suevos, alanos, burgundios, godos, visigodos, etc.) se instalarán en sus territorios de forma estable y duradera, además de atacar y arrasar algunas de ellas amplias zonas del norte de África.

 

Tras la muerte de Teodosio I, pues, la parte occidental del imperio se ve inmersa en un periodo turbulento que conduce al establecimiento y consolidación de los estados germánicos, que llegarán incluso con sus tropas a África, en donde arrasan varias ciudades (como es el caso de Hipona, el 430, año en que muere San Agustín, o el de Cartago, tomada probablemente sin ofrecer resistencia el 439) y ocuparán Italia, donde el 455 vuelven a arrasar Roma. Desde entonces, el poder real de los emperadores de occidente sería escaso, estando sometidos al de los líderes de los bárbaros, verdadero poder en la sombra. El año 476, Rómulo Augusto, (al que los romanos pusieron el diminutivo de Augústulo en son de burla por su nulo poder real), usurpador del último emperador legítimo de occidente, Julio Nepote, fue depuesto por Odoacro. Es la fecha que se considera como la oficial del fin del imperio romano occidental ya que, aunque Julio Nepote sería reestablecido en el poder por Odoacro, sólo lo sería nominalmente, viviendo en realidad exiliado en Dalmatia, (donde moriría el 480, asesinado por sus propios soldados) y quedando el gobierno en manos de Odoacro.

 

El Imperio Romano oriental, por su parte, sobrevivirá todavía mil años más, conocido con el nombre de Imperio Bizantino, hasta su derrota ante los turcos en 1453, fecha en que toman su capital, Constantinopla.

 

El contexto sociocultural

 

A partir del siglo III la sociedad romana entrará en una fase de crisis económica casi permanente, que llevará al empobrecimiento de la población. La ausencia de conquistas que provean de recursos económicos, el aumento de los gastos del Estado, debido a la burocratización y al aumento de las exigencias de las castas militares, las guerras civiles en relación con las luchas por el poder, que asolan los cultivos y reducen la producción, sumadas a la inseguridad de las calzadas, provocan un descenso del comercio interior y de la industria, que se quiere combatir con medidas que no harán sino agravar sus consecuencias: el aumento de impuestos, la regulación de los precios, las devaluaciones de la moneda e incluso la acuñación de moneda fraudulenta.

 

Por otra parte, el colapso del esclavismo, al encarecerse el precio de los esclavos debido a la ausencia de conquistas, conducirá a la implantación del colonato, con la consiguiente ruralización de la sociedad, dejando de tener la distinción entre esclavos y libres la importancia de épocas anteriores. Los colonos eran arrendatarios de tierras, por las que debían entregar al propietario o latifundista una parte de la cosecha; algunos colonos eran campesinos libres empobrecidos que cedían sus tierras al latifundista, incapaces de hacer frente a los pagos de impuestos; otros eran antiguos esclavos, liberados a cambio de asumir esa nueva forma de trabajo. El latifundista poseía así grandes extensiones de terreno y una amplia masa de colonos que trabajaban para él; a menudo disponía de ejército privado propio para mantener la seguridad en sus tierras; otros cobraban impuestos a sus colonos; en definitiva, una estructura de protección y servidumbre que prefigura el posterior feudalismo. Así, se reforzaban las diferencias sociales, que eran muy acentuadas, y que a menudo fueron causa de revueltas y conflictos. La distinción entre hombres libres y esclavos, debido a la pérdida de relevancia del papel que estos representaban en las nuevas condiciones, se reemplazará por la distinción entre Honestiores y Humiliores, que se había establecido al menos un siglo antes (con efectos jurídicos acerca de la variación de las penas a que se podría someter a las personas según el grupo al que pertenecieran).

 

Entre los Honestiores se incluían a las personas de rango superior, ya por el rango social que ocupaban o por la nobleza de su origen, es decir, entre quienes detentaban el poder económico y político. Entre los Humiliores se incluían a los demás estratos sociales, los plebeyos y categorías inferiores, en definitiva, a los trabajadores. Así, la estructura social se simplifica, en consonancia con las transformaciones económicas y políticas de la época.

 

El papel del senado durante el Bajo Imperio tiende a hacerse meramente testimonial, así como el de la asamblea. El poder recae sobre el emperador que gobierna de forma absolutista. Los senadores sólo matienen su poder e influencia en el ámbito local, pero no consiguen volver a tener el protagonismo de los tiempos de la República. Aumenta, sin embargo, el poder de la Iglesia, debido a las prerrogativas concedidas, como las donaciones por parte del estado y la exención de impuestos; junto con donaciones particulares y otras procedentes de testamentos algunas diócesis se convertirán en propietarios latifundistas equiparables a los de mayor poder. Es una época también en la que se desarrolla el monacato, que tanta importancia tendrá a lo largo de la Edad Media.

 

En lo que respecta al arte y a la arquitectura, la importancia del cristianismo dará lugar a la construcción de numerosas iglesias, baptisterios y basílicas. Entre ellas destacan las de Santa Sabina y la de los santos Cosme y Damián. También destacará la elaboración de mosaicos con motivos religiosos y esculturas. Las iglesias se construyen siguiendo la estructura de las iglesias romanas, de planta rectángular con dos o cuatro naves, preferentemente; pero también de planta circular, como la de S. Constanza.

 

En la poesía escrita en Latín destacarán Nemesiano, con sus cuatro églogas llamadas "Bucólicas", Claudio Claudiano (que fue poeta oficial de la corte de Honorio), con obras como la "Gigantomaquia" y el "Rapto de Proserpina", Macrobio, con los siete libros de la "Saturnalia" y su comentario a "El sueño de Escipión" de Cicerón, y Rutilio Namanciano, con el poema "Su regreso". En cuanto a la poesía en griego, destacrán Nonno, con el poema épico "Las dionisíacas" y Museo, autor de "Hero y Leandro". Entre los poetas cristianos cabe destacar a Ausonio, con las "Parentalia" y "Centón nupcial" y a Prudencio, con obras como "Cathemerinon" (Libro de los himnos) o la "Psychomachia" (Batalla de almas), en la que las virtudes y los vicios, personificados, combaten por el alma humana.

 

El contexto filosófico

 

El ascenso del cristianismo a lo largo del siglo IV, primero con su despenalización y el reconocimiento de su actividad, por parte de Constantino I, y más tarde con su proclamación como religión única del Imperio, por parte de Teodosio I, irá modificando el panorama intelectual y filosófico del Bajo Imperio, tanto en la parte oriental como en la occidental. Así, pese a la pervivencia de las escuelas filosóficas tradicionales, el acoso al paganismo por parte de los cristianos y la destrucción de sus templos y símbolos culturales irá poniendo en primer plano un tipo de reflexiones centradas casi en exclusiva sobre problemas morales, doctrinales y teológicos propios de la religión cristiana, cambio del que el mismo San Agustín es un claro exponente: inicialmente seguidor de Epicuro, se hace maniqueo y luego se convierte al cristianismo, desde donde combate contra las "herejías" y la filosofía "pagana". No es de extrañar, pues, que la mayoría de los nombres que podamos asociar a la actividad filosófica de finales del siglo IV y siguientes, con pocas excepciones, como la de Juliano, nos remitan a padres de la iglesia posteriormenter santificados: San Ambrosio, San Basilio el Grande, San Gregorio Nacianceno, San Gregorio Niseno, San Juan Crisóstomo y San Jerónimo, entre los más destacados, seguidores, muchos de ellos, de las enseñanzas de Orígenes, que había sido uno de los más destacados representantes de la Escuela de Alejandría. Su actividad se encaminaba no sólo a polemizar con la sabiduría clásica, sino también a combatir las numerosas variantes del cristianismo (como el arrianismo, el nestorianismo, el donatismo, el monofisimo, el gnosticismo, entre las más destacadas, y que tras su derrota fueron clasificadas de herejías) estableciendo una dirección doctrinal que prevaleció posteriormente, con ligeras modificaciones de segundo orden, durante los siglos posteriores, llegando muchas de ellas hasta la actualidad.

 

El cristianismo y la filosofía

 

1.

 

La relación de los primeros pensadores cristianos con la filosofía fue compleja. Mientras unos mostraron su hostilidad hacia la filosofía, considerándola enemiga de la fe, otros vieron en la filosofía un arma para defender con la razón sus creencias religiosas. Las características de la filosofía griega, que los latinos no hacen sino seguir, no permitían espera una fácil síntesis entre ambas. El planteamiento griego del tema de Dios, por ejemplo, se limitaba a su interpretación como inteligencia ordenadora, como causa final, o como razón cósmica, tal como aparece en Anaxágoras, Aristóteles y los estoicos, respectivamente. Los cristianos, sin embargo, por Dios entenderán un ser providente, preocupado por los asuntos humanos; un ser encarnado, que adopta la apariencia humana con todas sus consecuencias; un ser creador, omnipotente, único, pero también paternal. Y resulta difícil, por no decir imposible, encontrar tal visión de Dios en ningún filósofo griego.

 

2.

 

No menor dificultad representa la adecuación de la noción de verdad del cristianismo a la de la filosofía griega; el origen divino de la verdad hace, para los cristianos, de su verdad, la verdad, a secas. Esta postura difícilmente se puede reconciliar con la tendencia griega a la racionalidad y su aceptación de los límites del conocimiento. También en el caso del hombre se parte de concepciones distintas; para los cristianos el hombre ha sido hecho a imagen de Dios y, dotado de un alma inmortal, su cuerpo resucitará al final de los tiempos (lo que supone una concepción lineal de la historia, opuesta a la concepción cíclica de los griegos), uniéndose a aquélla, siendo juzgado y mereciendo una recompensa o un castigo por su conducta (lo que supone las nociones de culpa o pecado y arrepentimiento o redención).

 

3.

 

A pesar de estas dificultades, los pensadores cristianos encuentran con el platonismo (y con el neoplatonismo, pero también con algunas teorías estoicas) algunas coincidencias que les animan a inspirarse en dicha corriente filosófica para justificar, defender, o simplemente comprender su fe. Entre ellas, merecen destacarse el dualismo platónico, con la distinción de un mundo sensible y un mundo inteligible, y la explicación de la semejanza entre ambos a partir de las teorías de la imitación o la participación; la existencia del demiurgo, entidad "configuradora" del mundo sensible, (lo que, para los cristianos, lo acercaba a la idea de "creación"); y la idea de Bien, como fuente de toda realidad, identificada con la idea de Uno, lo que se interpretaba como una afirmación simbólica del monoteísmo y de la trascendencia de Dios.

 

4.

 

También respecto al hombre, la afirmación de su composición dualista, alma y cuerpo, y la afirmación de la inmortalidad del alma se consideraron apoyos sólidos para la defensa de las creencias cristianas; pero también la afirmación platónica de un juicio final en el que se decide el posterior destino de las almas, aunque chocaran con el platonismo tanto la afirmación cristiana de la resurrección de los cuerpos como la de la creación del alma, inmortal, sí, pero no eterna. ingenerada.

 

5.

 

Cuando San Agustín comienza la elaboración de su síntesis filosófica parte ya de una previa adaptación de la filosofía al cristianismo realizada por los pensadores cristianos de siglo III, fundamentalmente. En su obra analizará los distintos sistemas filosóficos griegos mostrando una especial admiración por Platón (pese a que, al parecer, sólo conocía el Fedón y Timeo), recibiendo una fuerte influencia del neoplatonismo así como del estoicismo, del que aceptó numerosas tesis, aclarándonos, de este modo las influencias recibidas. Por el contrario el epicureísmo, el escepticismo y el aristotelismo serán objeto de rechazo. La magnitud, la profundidad y, no obstante, la novedad de su obra le convertirán en el pensador más relevante del cristianismo, ejerciendo una influencia continuada a través de los siglos en el ámbito del cristianismo.

 

La filosofía de Agustín: La razón y la fe

 

 No hay una distinción clara entre razón y fe en la obra de San Agustín, lo que marcará el discurrir de todo su pensamiento. Existe una sola verdad, la revelada por la religión, y la razón puede contribuir a conocerla mejor. "Cree para comprender", nos dice, en una clara expresión de predominio de la fe; sin la creencia en los dogmas de la fe no podremos llegar a comprender la verdad, Dios y todo lo creado por Dios (la sabiduría de los antiguos no sería para él más que ignorancia); "comprende para creer", en clara alusión al papel subsidiario, pero necesario, de la razón como instrumento de aclaración de la fe: la fe puede y debe apoyarse en el discurso racional ya que, correctamente utilizado, no puede estar en desacuerdo con la fe, afianzando el valor de ésta. Esta vinculación profunda entre la razón y la fe será una característica de la filosofía cristiana posterior hasta la nueva interpretación de la relación entre ambas aportada por santo Tomás de Aquino, y supone una clara dependencia de la filosofía respecto a la teología.

 

El conocimiento

 

1.

 

Aunque sin llegar a elaborar una teoría del conocimiento San Agustín se ocupará del problema del conocimiento, tratando de establecer las condiciones en las que se puede dar el conocimiento de la verdad, según el ideal cristiano de la búsqueda de Cristo y la sabiduría.

 

2.

 

Ante el desarrollo del escepticismo defendido por la Academia nueva, con cuyas tesis había simpatizado anteriormente, San Agustín considerará fundamental la crítica del mismo. Niegan los escépticos la posibilidad de alcanzar certeza alguna. Ante ello San Agustín replica afirmando la necesaria certeza de la propia existencia: ¿puedo razonablemente dudar de mi existencia, aun suponiendo que todos mis juicios estuvieran siempre equivocados? No, dice San Agustín, ya que aun en el caso de que me engañarse no dejaría de existir (al menos el juicio "si fallor, sum" sería siempre verdadero, asegurando la certeza de mi existencia); pero la certeza es triple, ya que el hombre existe, vive y entiende.

 

3.

 

En ese conocimiento cierto que tiene la mente de sí misma y por sí misma, en la experiencia interior, asentará San Agustín la validez del conocimiento. Así, no puedo dudar de la certeza de los principios del entendimiento, como el principio de no contradicción; ni de la certeza de las verdades matemáticas. Tampoco puedo dudar de la certeza de la realidad exterior, en la que vivo. No obstante la mente, buscando la verdad en sí misma, se trascenderá a sí misma al encontrar en ella las ideas, verdades inmutables que no pueden proceder de la experiencia.

 

4.

 

Distinguirá San Agustín varios tipos de conocimiento, asegurada su posibilidad: el conocimiento sensible y el conocimiento racional; el conocimiento racional, a su vez, podrá ser inferior y superior. El conocimiento sensible es el grado más bajo de conocimiento y, aunque realizado por el alma, los sentidos son sus instrumentos; este tipo de conocimiento sólo genera en mí opinión, doxa, tipo de conocimiento sometido a modificación, dado que versa sobre lo mudable (puede observarse la clara dependencia platónica del pensamiento agustiniano); al depender del objeto (mudable) y de los sentidos (los instrumentos) cualquier deficiencia en ellos se transmitirá al conocimiento que tiene el alma de lo sensible. El verdadero objeto de conocimiento no es lo mudable, sino lo inmutable, donde reside la verdad. Y el conocimiento sensible no me puede ofrecer esta verdad.

 

5.

 

El conocimiento racional, en su actividad inferior, se dirige al conocimiento de lo que hay de universal y necesario en la realidad temporal, y es el tipo de conocimiento que podemos llamar ciencia (como los conocimientos matemáticos). Ese tipo de conocimiento depende del alma, pero se produce a raíz del "contacto" con la realidad sensible, siendo ésta la ocasión que permite que la razón origine tales conocimientos universales.

 

6.

 

El conocimiento racional, en su actividad superior, es llamado por San Agustín sabiduría; es el auténtico conocimiento filosófico: el conocimiento de las verdades universales y necesarias, las ideas, siguiendo a Platón. Hay, pues, una gradación del conocimiento, desde los niveles más bajos, sensibles, hasta el nivel más elevado, lo inteligible, la idea: "Las ideas son formas arquetípicas o esencias permanentes e inmutables de las cosas, que no han sido formadas sino que, existiendo eternamente y de manera inmutable, se hallan contenidas en la inteligencia divina" (Quaestio XLVI, De ideis, 2).

 

7.

 

Las ideas se encuentran, pues, en la mente de Dios. ¿Cómo se alcanza el conocimiento de las ideas? Dado su alejamiento de lo sensible, realidad en la que se encuentra el hombre, las ideas sólo se pueden conocer mediante una especial iluminación que Dios concede al alma, a la actividad superior de la razón. El verdadero conocimiento depende, pues, de la iluminación divina. ¿Cómo interpretar esta iluminación? Según la llamada interpretación ontologista la iluminación significaría que el alma contempla directamente las ideas o esencias en la mente divina, lo que plantea problemas teológicos, dado que de alguna manera el alma contemplaría la esencia divina.

 

8.

 

Otras intrpretaciones conciben la iluminación como un poder que Dios concede a la razón, una virtud especial por la que el alma queda capacitada para alcanzar por sí misma las verdades eternas, pero que el alma no posee por naturaleza. Para otros la explicación nos la daría el símil que establece Platón entre el sol y el Bien: la idea de Bien ilumina todas las demás realidades permitiendo que sean captadas (presentándose así como la fuente del ser y del conocimiento).

 

Antropología y psicología

 

1.

 

El ser humano es un compuesto de cuerpo (materia) y alma (forma). Por supuesto que la realidad más importante es el alma, dentro de la más estricta tradición platónica, concibiendo el cuerpo como un mero instrumento del alma. El alma es una sustancia espiritual y, tal como nos la presenta Platón en el Fedón, simple e indivisible. Asume todas las funciones cognoscitivas de las que la más importante será la realizada por la razón superior, ya que tiene como objeto la sabiduría (y es en ella en donde se da la iluminación). Además de las funciones propias de la inteligencia le corresponden también las de la memoria y la voluntad, adquiriendo ésta última un especial protagonismo en su pensamiento, al ser considerada una función superior al entendimiento.

 

2.

 

El alma es inmortal, pero a diferencia de lo que ocurría en el platonismo no es eterna. Los argumentos para defender la inmortalidad proceden del platonismo: siendo el alma de naturaleza simple no puede descomponerse, ya que no tiene partes; por lo que ha de ser indestructible, inmortal. Por lo que respecta a la explicación de su origen San Agustín oscila entre dos posiciones: el creacionismo y el generacionismo o traducianismo. Según la primera Dios crearía el alma con ocasión de cada nuevo nacimiento de un ser humano (lo que plantearía problemas a la hora de explicar el pecado original ¿Crearía Dios almas imperfectas, manchadas por el pecado original?).

 

3.

 

Según la otra teoría el alma se transmitiría de padres a hijos al ser generada por los padres, igual que éstos generan el cuerpo (de este modo se podría explicar la transmisión del pecado original, pero plantearía el problema de la unidad y simplicidad del alma individual ¿Transmitirían los padres una parte de su alma a sus hijos? ¿Quedaría entonces la suya fragmentada? etc.)

 

 

Ética y política

 

1.

 

La ética agustiniana, aunque inspirada directamente por los ideales morales del cristianismo, aceptará elementos procedentes del platonismo y del estoicismo, que encontramos también en otros aspectos de su pensamiento. Así, compartirá con ellos la conquista de la felicidad como el objetivo o fín último de la conducta humana; este fin será inalcanzable en esta vida, dado el caracter trascendente de la naturaleza humana, dotada de un alma inmortal, por lo que sólo podrá ser alcanzado en la otra vida.

 

2.

 

Hay aquí una clara similitud con el platonismo, mediante la asociación de la idea de Bien con la de Dios, pero prevalece la inspiración cristiana al considerar que la felicidad consistiría en la visión beatífica de Dios, de la gozarían los bienaventurados en el cielo, tras la práctica de la virtud. Además, hay que tener en cuenta que es necesaria la gracia de Dios para poder alcanzar tal objetivo, lo que hace imposible considerar la salvación como el simple efecto de la práctica de la virtud, (entre otras cosas por la imperfección de la naturaleza humana que supone el pecado original), y planteará no pocos problemas teológicos, recurrentes a lo largo de la historia del cristianismo.

 

3.

 

Respecto al problema de la existencia del mal en el mundo (si Dios es la suma Bondad ¿por qué lo permite?) la solución se alejará del platonismo, para quien el mal era asimilado a la ignorancia, tanto como del maniqueismo, para quien el mal era una cierta forma de ser que se oponía al bien; para San Agustín el mal no es una forma de ser, sino su privación; no es algo positivo, sino negativo: carencia de ser, no-ser. Todo lo creado es bueno, ya que el ser y el bien se identifican.

 

4.

 

En cuanto a la sociedad y la política, San Agustín expone sus reflexiones en La ciudad de Dios, obra escrita a raíz de la caída de Roma en manos de Alarico y de la desmembración del imperio romano. Los paganos habían culpado a los cristianos de tal desastre, argumentando que el abandono de los dioses tradicionales en favor del cristianismo, convertido desde hacía tiempo en la religión del imperio, había sido la causa de la pérdida del poder de Roma y de su posteiror destrucción. En esa obra San Agustín ensaya una explicación histórica para tales hechos partiendo de la concepción de la historia como el resultado de la lucha de dos ciudades, la del Bien y la del Mal, la de Dios y la terrenal, de la luz y de las tinieblas.

 

5.

 

La ciudad de Dios la componen cuantos siguen su palabra, los creyentes; la terrenal, los que no creen. Esa lucha continuará hasta el final de los tiempos, en que la ciudad de Dios triunfará sobre la terrenal, apoyándose San Agustín en los textos sagrados del Apocalipsis para defender su postura. De hecho, la oposición señalada será utilizada posteriormente para defender la prioridad de la Iglesia sobre los poderes políticos, exigiendo su sumisión, lo que ocurrirá en la alta edad media. Asegurada esa dependencia, San Agustín aceptará que la sociedad es necesaria al individuo, aunque no sea un bien perfecto; sus instituciones, como la familia, se derivan de la naturaleza humana, siguiendo la teoría de la sociabilidad natural de Aristóteles, y el poder de los gobernantes procede directamente de Dios.

 

Textos y fragmentos de Agustín de Hipona

 

 

Confesiones, Libro VIII, capitulo XII

 

 Cómo se convirtió de todo punto, amonestado de una voz del cielo

 

 28.

 

Luego que por medio de estas profundas reflexiones se conmovió hasta lo más oculto y escondido que había en el fondo de mi corazón, y junta y condensada toda mi miseria, se elevó cual densa nube, y se presentó a los ojos de mi alma, se formó en mi interior una tempestad muy grande, que venía cargada de una copiosa lluvia de lágrimas. Para poder libremente derramarla toda, y desahogarme en sollozos y gemidos que le correspondían, me levanté de donde estaba con Alipio, conociendo que para llorar me era la soledad más a propósito, y así me aparté de él cuanto era necesario, para que ni aun su presencia me estorbase. Tan grande era el deseo que tenía de llorar entonces. Bien lo conoció Alipio, pues no sé qué dije al tiempo de levantarme de su lado, que en el sonido de la voz se descubría que estaba cargado de lágrimas y como reventado por llorar, lo que a él le causó extraordinaria admiración y espanto, y le obligó a quedarse soto en el mismo sitio en que habíamos estado sentados.

 

Yo fui, y me eché debajo de una higuera; no sé cómo ni en qué postura me puse; mas soltando las riendas a mi llanto, brotaron de mis ojos dos ríos de lágrimas, que Vos, Señor, recibisteis como sacrificio que es de vuestro agrado. También hablando con Vos decía muchas cosas entonces, no sé con qué palabras, que si bien eran diferentes de éstas, el sentido y concepto era lo mismo que si dijera: Y Vos, Señor, ¿hasta cuándo?, ¿hasta cuándo habéis de mostraros enojado? No os acordéis ya jamás de mis maldades antiguas. Porque conociendo yo que mis pecados eran los que me tenían preso, decía a gritos con lastimosas voces: ¿Hasta cuándo, hasta cuándo ha de durar el que yo diga, mañana, y mañana? ¿Pues por qué no ha de ser desde luego. y en este día?, ¿por qué no ha de ser en esta misma hora el poner fin a todas mis maldades?

 

29.

 

Estaba yo diciendo esto y llorando con amarguísima contrición de mi corazón, cuando he aquí que de la casa inmediata oigo una voz como de un niño o niña, que cantaba y repetía muchas veces: Toma y lee, toma y lee. Yo mudando de semblante me puse luego al punto a considerar con particularísimo cuidado, si por ventura los muchachos solían cantar aquello o cosa semejante en alguno de sus juegos, y de ningún modo se me ofreció que lo hubiese oído jamás. Así, reprimiendo el ímpetu de mis lágrimas me levanté de aquel sitio, no pudiendo interpretar de otro modo aquella voz, sino como una orden del cielo, en que de parte de Dios se me mandaba que abriese el libro de las Epístolas de San Pablo, y leyese el primer capítulo que casualmente se me presentase. Porque había oído contar del santo abad Antonio, que entrando por casualidad en la iglesia al tiempo que se leían aquellas palabras del Evangelio: Vete, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y después sígueme, él las había entendido como si hablaran con él determinadamente, y obedeciendo a aquel oráculo, se había convertido a Vos sin detención alguna. Yo, pues, a toda prisa volví al lugar donde estaba sentado Alipio, porque allí había dejado el libro del Apóstol, cuando me levanté de aquel sitio. Agarré el libro, le abrí, y leí para mí aquel capítulo que primero se presentó a mis ojos, y eran estas palabras: "No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo". No quise leer más adelante, ni tampoco era menester, porque luego que acabé de leer esta sentencia, como si se me hubiera infundido en el corazón un rayo de luz clarísima se disiparon enteramente todas las tinieblas de mis dudas.

 

30.

 

Entonces cerré el libro, dejando metido un dedo entre las hojas para notar el pasaje, o no sé si puse algún otro registro, y con el semblante ya quieto y sereno le signifiqué a Alipio lo que me pasaba. Y él, para darme a entender lo que también te había pasado en su interior, porque yo estaba ignorante de ello, lo hizo de este modo: Pidió que le mostrase el pasaje que yo había leído, se lo mostré y él prosiguió más adelante de lo que yo había leído; no sabía yo qué palabras eran las que se seguían; fueron éstas: Recibid con caridad al que todavía está flaco en la fe. Lo cual se lo aplicó a sí, y me lo manifestó. Pero él quedó tan fortalecido con esta especie de aviso y amonestación del cielo, que sin turbación ni detención alguna se unió a mi resolución y buen propósito, que era tan conforme a la pureza de sus costumbres, en que habla mucho tiempo que me llevaba él muy grandes ventajas. Desde allí nos entramos al cuarto de mi madre, y contándola el suceso como por mayor, se alegró mucho desde luego; pero refiriéndole por menor todas las circunstancias con que había pasado, entonces no cabía en sí de gozo, ni sabía qué hacerse de alegría, ni tampoco cesaba de bendeciros y daros gracias. Dios mío, que podéis darnos mucho más de lo que os pedimos y de lo que pensamos, viendo que le habíais concedido mucho más de lo que ella solía suplicaros para mí por medio de sus gemidos y afectuosas lágrimas. Pues de tal suerte me convertisteis a Vos, que ni pensaba ya en tomar el estado del matrimonio, ni esperaba cosa alguna de este siglo, además de estar ya firme-en aquella regla de la fe, en que tantos años antes le habíais revelado que yo estaría. Así trocasteis su prolongado llanto en un gozo mucho mayor que el que ella deseaba, y mucho más puro y amable que el que ella pretendía en los nietos carnales que de mí esperaba. (La conversión de San Agustín al cristianismo sucedió hacia fines de agosto oprincipios de septiembre del año 386.)

 

(San Agustín, Confesiones, Madrid, EDAF, 1969)

 

 

 

La ciudad de Dios, libro XIX, capítulo XII

 

La paz, aspiración suprema de los seres

 

1.

 

Quienquiera que repare en la cosas humanas y en la naturaleza de las mismas, reconocerá conmigo que, así como no hay nadie que no quiera gozar, así no hay nadie que no quiera tener paz. En efecto, los mismos amantes de la guerra no desean más que vencer, y, por consiguiente, ansían llegar guerreando a una paz gloriosa. Y ¿qué es la victoria más que la sujeción de los rebeldes? Logrado este efecto, llega la paz. La paz es, pues, también el fin perseguido por quienes se afanan en poner a prueba su valor guerrero presentando guerra para imperar y luchar. De donde se sigue que el verdadero fin de la guerra es la paz. El hombre, con la guerra, busca la paz; pero nadie busca la guerra con la paz. Aun los que perturban la paz de intento, no odian la paz, sino que ansían cambiarla a su capricho.

 

Su voluntad no es que haya paz, sino que la paz sea según su voluntad. Y si llegan a separarse de otros por alguna sedición, no ejecutan su intento si no tienen con sus cómplices una especie de paz. Por eso los bandoleros procuran estar en paz entre sí, para alterar con más violencia y seguridad la paz de los demás. Y si hay algún salteador tan forzudo y enemigo de compañías que no se confíe y saltee y mate y se dé al pillaje él solo, al menos tiene una especie de paz, sea cual fuere, con aquellos a quienes no puede matar y a quienes quiere ocultar lo que hace. En su casa procura vivir en paz con su esposa, con los hijos, con los domésticos, si los tiene, y se deleita en que sin chistar obedezcan a su voluntad. Y si no se le obedece, se indigna, riñe y castiga, y si la necesidad lo exige, compone la paz familiar con crueldad. Él ve que la paz no puede existir en la familia si los miembros no se someten a la cabeza, que es él en su casa. Y si una ciudad o pueblo quisiera sometérsele como deseaba que le estuvieran sujetos los de su casa, no se escondiera ya como ladrón en una caverna, sino que se engallaría a vista de todos, pero con la misma cupididad y malicia. Todos desean, pues, tener paz con aquellos a quienes quieren gobernar a su antojo. Y cuando hacen la guerra a otros hombres, quieren hacerlos suyos, si pueden, e imponerles luego las condiciones de su paz.

 

Todos, incluso los animales, aspiran a la paz

 

2.

 

Supongamos a uno descrito con las pinceladas de la fábula y de los poetas. Quizá por su invariable fiereza prefirieron llamarle semihombre a hombre. Su reino sería la espantosa soledad de un antro desierto, y su malicia tan enorme, que recibió el nombre griego xaxos (malo). Sin esposa con quien tener charlas amorosas, ni hijos pequeñitos que alegraran sus días, ni mayores a quienes mandara. No gozaba de la conversación de algún amigo, ni siquiera de Vulcano, su padre, más feliz al menos que este dios, porque él no engendró otro monstruo semejante. Lejos de dar nada a nadie, robaba a los demás cuando y cuanto podía y quería. Y, sin embargo, en su antro solitario, cuyo suelo, según el poeta, siempre estaba regado de sangre, sólo anhelaba la paz, un reposo sin molestias ni turbación de violencia o miedo. Deseaba también tener paz con su cuerpo, y cuanta más tenía, tanto mejor le iba. Mandaba a sus miembros, y éstos obedecían. Y con el fin de pacificar cuanto antes su mortalidad, que se revelaba contra él por la indigencia y el hambre, que se coligaban para disociar y desterrar el alma del cuerpo, robaba, mataba y devoraba. Y aunque inhumano y fiero, miraba, con todo, inhumana y ferozmente por la paz de su vida y salud. Si quisiera tener con los demás esa paz que buscaba tanto para sí en su caverna y en sí mismo, ni se llamara malo, ni monstruo ni semihombre. Y si las extrañas formas de su cuerpo y el torbellino de llamas vomitado por su boca apartó a los hombres de su compañía, era cruel no por deseo de hacer mal, sino por necesidad de vivir. Mas éste no ha existido o, lo que es más creíble, no fue tal cual lo pinta el poeta, porque, si no alargara tanto la mano en acusar a Caco, serían pocas las alabanzas de Hércules. Este hombre, o por mejor decir, este semihombre, no existió, como tantas otras ficciones de los poetas. Porque aun las fieras más crueles -y éste participó también de esa fiereza, se llamó semifiera- custodian la especie con cierta paz, cohabitando, engendrando, pariendo y alimentando a sus hijos, a pesar de que con frecuencia son insociables y solívagas, son no como las ovejas, los ciervos, las palomas, los estorninos y las abejas, sino como los leones, las raposas, las águilas y las lechuzas. ¿Qué tigre hay que no ame blandamente a sus cachorros y, depuesta su fiereza, no los acaricie? ¿Qué milano, por más solitario que vuele sobre la presa, no busca hembra, hace su nido, empolla los huevos, alimenta sus polluelos y mantiene como puede la paz en su casa con su compañera, como una especie de madre de familia? ¡Cuánto más es arrastrado el hombre por las leyes de su naturaleza a formar sociedad con todos los hombres y a lograr la paz en cuanto esté de su parte! Los malos combaten por la paz de los suyos, y quieren someter, si es posible, a todos, para que todos sirvan a uno solo. ¿Por qué? Porque desean estar en paz con él, sea por miedo, sea por amor. Así, la soberbia imita perversamente a Dios. Odia bajo él la igualdad con sus compañeros, pero desea imponer su señorío en lugar de él. Odia la paz justa de Dios y ama su injusta paz propia. Es imposible que no ame la paz, sea cual fuere. Y es que no hay vivir tan contrario a la naturaleza que borre los vestigios últimos de la misma.

 

La paz es indispensable incluso en aquello que no tiene orden

 

3.

 

El que sabe anteponer lo recto a lo torcido, y lo ordenado a lo perverso, reconoce que la paz de los pecadores, en comparación con la paz de los justos, no merece ni el nombre de paz. Lo que es perverso o contra el orden, necesariamente ha de estar en paz en alguna, de alguna y con alguna parte de las cosas en que es o de que consta. De lo contrario, dejaría de ser. Supongamos un hombre suspendido por los pies, cabeza abajo. La situación del cuerpo y el orden de los miembros es perverso, porque está invertido el orden exigido por la naturaleza, estando arriba lo que debe estar naturalmente abajo. Este desorden turba la paz del cuerpo, y por eso es molesto. Pero el alma está en paz con su cuerpo y se afana por su salud, y por eso hay quien siente el dolor. Y si, acosada por las dolencias, se separara, mientras subsista la trabazón de los miembros, hay alguna paz entre ellos, y por eso aún hay alguien suspendido. El cuerpo terreno tiende a la tierra, y al oponerse a eso su atadura, busca el orden de su paz y pide en cierto modo, con la voz de su peso, el lugar de su reposo. Y, una vez exánime y sin sentido, no se aparta de su paz natural, sea conservándola, sea tendiendo a ella. Si se le embalsama, de suerte que se impida la disolución del cadáver, todavía une sus partes entre sí cierta paz, y hace que todo el cuerpo busque el lugar terreno y conveniente y, por consiguiente, pacífico. Empero, si no es embalsamado y se le deja a su curso natural, se establece un combate de vapores contrarios que ofenden nuestro sentido. Es el efecto de la putrefacción, hasta que se acople a los elementos del mundo y retorne a su paz pieza a pieza y poco a poco. De estas transformaciones no se sustrae nada a las leyes del supremo Creador y Ordenador, que gobierna la paz del universo. Porque, aunque los animales pequeños nazcan del cadáver de animales mayores, cada corpúsculo de ellos, por ley del Creador, sirve a sus pequeñas almas para su paz y conservación. Y aunque unos animales devoren los cuerpos muertos de otros, siempre encuentran las mismas leyes difundidas por todos los seres para la conservación de las especies, pacificando cada parte con su parte conveniente, sea cualquiera el lugar, la unión o las transformaciones que hayan sufrido.

 

Tratado del libre albedrío (De libero arbitrio)

 

Libro II, capítulo I

 

Por qué nos ha dado Dios la libertad de pecar

 

1. Evodio. Explícame ahora, si es posible, por qué ha dado Dios al hombre el libre albedrío de la voluntad, sin el cual, ciertamente, si no lo hubiera recibido, no podría pecar.

 

Agustín. Pero antes, dime ¿tienes conocimiento y estás seguro de ello, de que Dios haya dado al hombre una cosa que, según tú, no hubiera debido darle?

 

Evodio. Según lo he entendido en libro anterior tenemos, por una parte, el libre albedrío de la voluntad y, por la otra, es sólo por él por lo que pecamos.

 

Agustín. También yo recuerdo que hemos llegado a esas conclusiones, pero lo que te pregunto ahora es esto: ¿estás seguro de que es Dios quien nos ha dado ese libre albedrío que indudablemente poseemos y por el cual es evidente que pecamos?

 

Evodio. No puede ser nadie más, creo, ya que de Él poseemos el ser; y, sea que pequemos, sea que actuemos rectamente, es de Él de quien merecemos el castigo o la recompensa.

 

Agustín. Pero este último punto, una vez más ¿lo comprendes claramente? ¿o bien estás bajo el influjo del argumento de autoridad y es eso lo que te hace creerlo de grado, incluso sin comprenderlo? Me gustaría saberlo.

 

Evodio. Confieso que, al principio, creí a la autoridad en este tema. Pero ¿qué hay más de cierto que todo lo que está bien viene de Dios, que todo lo que es justo está bien, y que es justo que los pecadores sean castigados y que los que obran rectamente sean recompensados? De donde se sigue que es Dios quien distribuye a los pecadores la desgracia y a los buenos la felicidad.

 

2. Agustín. No lo discuto; pero te interrogo sobre esta otra cuestión: ¿cómo sabes que es de Él de quien tenemos el ser? Ya que no es eso lo que acabas de explicar, sino que has mostrado que es de Él de quien recibimos el castigo o el premio.

 

Evodio. Lo que me pides me resulta evidente, precisamente porque es cierto que es Dios quien castiga los pecados. Pues, toda justicia viene de Él. En efecto, si es propio de la bondad hacer bien a los extraños, no lo es de la justicia castigar a los extraños. Es evidente, pues, que nosotros le pertenecemos, ya que no sólo es soberanamente bueno con nosotros por el bien que nos hace, sino también soberanamente justo por sus castigos. Además, he establecido antes, y tú estabas de acuerdo en ello, que todo bien viene de Dios. De donde también es fácil comprender que el hombre viene de Dios; pues el hombre mismo, en tanto que es hombre, es un bien, puesto que puede vivir rectamente cuando así lo quiere.

 

Agustín. Verdaderamente, si es así, la cuestión que has propuesto está resuelta. Ya que si el hombre es un bien, y si no le es posible actuar rectamente sin que él lo quiera, ha debido tener, para actuar rectamente, libre albedrío. En efecto, respecto a que también peque por esa voluntad, no hay que creer que Dios se la haya dado para eso. Un motivo suficiente para que le haya sido dada dicha voluntad es que, sin ella, el hombre no podría actuar rectamente; y se comprende, por lo demás, que le haya sido dada para eso, por esta consideración: que Dios le castiga cuando la utiliza inadecuadamente para pecar; lo que sería injusto si la voluntad libre le hubiera sido dada no sólo para vivir rectamente, sino también para pecar. ¿Qué justicia habría, en efecto, en castigarle por haber aplicado la voluntad a un fin para el que ésta le hubiera sido dada? Así pues, cuando Dios castiga al pecador ¿no te parece que le dirija estas palabras: por qué no has aplicado tu libre voluntad al fin para el que te la he concedido, es decir, para actuar rectamente? Además, la justicia se nos presenta como un bien, en el castigo de los pecados y en la glorificación de los actos honestos; pero ¿sería así si el hombre no tuviera el libre arbitrio de su voluntad? Ya que lo que no se hubiera hecho voluntariamente no sería ni pecado, ni buena acción; y así, si el hombre no tuviera una voluntad libre, tanto el castigo como el premio serían injustos. Ahora bien, ha tenido que haber justicia, tanto en el castigo como en el premio, pues es uno de los bienes que vienen de Dios. Así pues, Dios ha debido dar al hombre una voluntad libre.

 

Libro II, capítulo II

 

Si el libre albedrío nos ha sido dado para hacer el bien ¿cómo es posible que pueda inclinarse hacia el mal?

 

4. Evodio. De acuerdo. Te concedo que la haya dado Dios. Pero, dime, ¿no te parece que habiendo sido dada para hacer el bien no hubiera debido poder inclinarse hacia el pecado? Hubiera debido ser como la justicia, que le fue dada al hombre para vivir bien: ¿le es posible a alguien servirse de su justicia para vivir mal? Del mismo modo, si la voluntad le hubiera sido dada al hombre para obrar bien, nadie podría pecar por la voluntad.

 

Agustín. Espero que Dios me conceda poder responderte o, mejor, que te conceda a ti responderte a ti mismo, por la enseñanza interior de la verdad, que es la maestra soberana y universal. Pero antes deseo que me respondas a esta pregunta: ya que tienes por cierta y conocida la respuesta a mi primera demanda, a saber, que Dios nos ha dado una voluntad libre ¿debemos decir que Dios no hubiera debido darnos una cosa que confesamos haber recibido de Él? Si no es seguro que Él nos la haya dado, tenemos razón al preguntar si nos ha sido bien dada; cuando hayamos encontrado que nos ha sido bien dada encontraremos, por ello, que nos ha sido dada por Él, por quien le han sido dados todos los bienes a los hombres. Por el contrario, si encontramos que no ha sido bien dada comprenderemos que no es Él quien nos la ha dado, pues sería ilícito acusarlo de eso. Por otra parte, si es cierto que Él nos la dado nos veremos obligados a confesar, sea cual sea el modo en que la hayamos recibido, que Él no estaba obligado ni a no dárnosla, ni a dárnosla distinta a como la tenemos. Pues nos la ha dado aquél cuyos actos no pueden ser razonablemente censurados.

 

5. Evodio. Admito todo eso con una fe inquebrantable; pero como todavía no tengo el conocimiento de ello, es necesario estudiar la cuestión como si todo fuera dudoso. Ya que podemos, pues, pecar por la voluntad, no es seguro que nos haya sido dada para hacer el bien y, por eso mismo, se convierte en dudoso el que debiera habernos sido dada. En efecto, si no es seguro que nos haya sido dada para hacer el bien tampoco es seguro que hubiera tenido que sernos dada; y así, se convierte en dudoso que Dios nos la haya dado. Ya que si es dudoso que hay debido sernos dada, también es dudoso que nos haya sido dada por aquel del que no se puede creer, sin impiedad, que nos haya dado una cosa que no debiera habernos dado.

 

Agustín. ¿Estás seguro, al menos, de la existencia de Dios?

 

Evodio. Sí, y con una certeza incontestable; pero tampoco en este caso es el examen de la razón, sino la fe, quien me da tal certeza.

 

Agustín. Bien. Si alguno de esos insensatos de los que se ha escrito: “El insensato dijo en su corazón: Dios no existe”, viniera a repetirte esa proposición y, rechazando creer contigo lo que tú crees te manifestara el deseo de conocer si tu crees la verdad, ¿dejarías a ese hombre en su incredulidad o creerías que hay algún medio de persuadirlo de lo que tú crees firmemente? Sobre todo si no tuviera la intención de luchar acérrimamente, sino el deseo sincero de saber.

 

Evodio. Lo último que acabas de decir me ilustra bastante sobre la respuesta que le daría. Pues, aunque fuera el hombre más absurdo, me concedería ciertamente que no hay lugar para discutir, de ningún tema, con un hombre de mala fe y un obcecado, y con mayor razón de un tema tan importante. Hecha esta concesión, él sería el primero en pedirme que creyera que se entrega a esta investigación de buena fe y que, respecto a esta cuestión, no hay en él ninguna perfidia u obstinación. Entonces le expondría esta demostración, que creo que es fácil para todo el mundo: puesto que, le diría, quieres que otro crea, sin conocerlos, en los sentimientos que tu sabes ocultos en tu alma ¿no es aún más justo que creas tú en la existencia de Dios, sobre la fe de los libros de esos grandes hombres, que nos aseguran en sus escritos que han vivido con el Hijo de Dios; y eso tanto más cuanto que ellos declaran en esos libros haber visto cosas que serían imposibles si Dios no existiera? Y este hombre sería demasiado insensato si me criticara por creerles, él, que quiere que yo le crea a él mismo. Pero lo que, con justicia, no podría criticar, tampoco podría encontrar ninguna razón para negarse a hacerlo él mismo.

 

Agustín. Pero te diré, a mi vez, que si consideras, sobre la cuestión de la existencia de Dios, que es suficiente remitirse al testimonio de esos grandes hombres, de los que hemos juzgado que nos podemos fiar sin temeridad, ¿por qué no remitirnos igualmente a su autoridad sobre estos puntos que nos hemos propuesto estudiar como dudosos y totalmente desconocidos, en lugar de fatigarnos con esta investigación?

 

Evodio. Porque habíamos convenido que deseábamos conocer y comprender lo que creemos.

 

6. Agustín. Te acuerdas perfectamente del principio que habíamos establecido al comienzo mismo de la discusión anterior, lo que no negaremos ahora; pues, si creer y comprender no fueran dos cosas diferentes, y si no debiéramos creer primero las sublimes y divinas verdades que debemos comprender, en vano hubiera dicho el Profeta: “Si antes no creéis, no comprenderéis”. Nuestro Señor mismo, tanto por sus palabras como por sus actos, exhortó primero a creer a quienes llamó a la salvación. Pero a continuación, cuando hablaba del don mismo que daría a los creyentes, no dijo: la vida eterna consiste en creer en mí, sino: “En esto consiste la vida eterna: en conocer al único y verdadero Dios y al que envió a vosotros, Jesús Cristo”. Y dice además a los que ya creían: “Buscad y encontraréis”. Ya que no se puede decir que se ha encontrado lo que se cree, sin conocerlo aún; y nadie alcanza la aptitud de conocer a Dios si antes no ha creído lo que después debe conocer. Por ello, obedeciendo los preceptos del Señor, persistamos en la investigación. Si, en efecto, buscamos por invitación suya, Él mismo nos mostrará también las cosas que encontremos, en la medida en que pueden ser encontradas en esta vida por hombres como nosotros. Y, verdaderamente, como hemos de creer, a los mejores les es dado, en esta vida, ver esas cosas y alcanzarlas con una evidencia más perfecta y, ciertamente, después de esta vida, a todos aquellos que son buenos y piadosos. Esperemos que así ocurra con nosotros y, despreciando las cosas terrestres y humanas, deseemos y amemos con todas nuestras fuerzas las cosas divinas.