Si los moáis hablaran
Bienes arqueológicos, paleontológicos

Si los moáis hablaran

 

 

06/11/2013 Fuente historiayarqueologia. El artista de 30 años José Antonio Tuki salió de su casa de una sola habitación en la costa sudoeste y caminó hacia el norte atravesando la isla hasta llegar a la playa de Anakena. Cuenta la leyenda que los primeros colonos polinesios tocaron tierra con sus canoas en Anakena hace unos mil años, tras navegar más de 2.000 kilómetros por el Pacífico. Bajo la misma luna y las mismas es­­trellas, Tuki se sentó en la arena y contempló las colosales estatuas humanas: los moáis. Tallados hace siglos en toba volcánica, se cree que representan los espíritus deificados de los ancestros.

 

Cantan los gallos, ladran los perros vagabundos. Sopla un viento gélido procedente de la Antártida y Tuki se estremece. Es un rapanui, un indígena polinesio de Rapa Nui, el nombre que su pueblo da a la isla de Pascua. Sus propios antepasados probablemente ayudaron a tallar algunas de las cientos de estatuas que jalonan las verdes colinas y las abruptas costas de la isla. En Anakena, siete moáis barrigudos están de pie sobre una plataforma de piedra de 16 metros de largo, de espaldas al Pacífico, los brazos a ambos lados del cuerpo y las cabezas tocadas con el alto pukao de escoria volcánica roja. Guardan esta remota isla desde tiempos remotos, pero cuando Tuki contempla sus rostros, siente una profunda conexión con ellos, una sensación «extraña y enérgica», confiesa. «Estas grandes estructuras megalíticas fueron creadas por mi cultura. Son rapanui. ¿Cómo lo hicieron?»

 

La isla de Pascua tiene apenas 164 kilómetros cuadrados. Está a 3.500 kilómetros al oeste de América del Sur y a 2.000 kilómetros al este de las islas Pitcairn, el territorio habitado más cercano. Tras su colonización permaneció aislada durante siglos. Todo el trabajo y los recursos des­tinados a la construcción de los moáis, que miden entre uno y diez metros de altura y superan las 80 toneladas de peso, procedían de la propia isla. Sin embargo, cuando los primeros navegantes europeos, exploradores holandeses, arribaron a la isla el domingo de Pascua de 1722, se encontraron con una cultura de la edad de piedra que había tallado los moáis con herramientas líticas, la mayoría en una única cantera, y luego los había transportado sin animales de tiro ni ruedas hasta los ahu, enormes plataformas de piedra situadas a una distancia de hasta 18 kilómetros. A cualquiera que haya vistado Rapa Nui le ha asaltado la misma pregunta que a Tuki: ¿cómo lo hicieron?

 

Pero últimamente los moáis se han visto en­­vueltos en un debate de mayor alcance en el que se oponen dos visiones distintas del pasado de la isla de Pascua, y de la humanidad en general. La primera, expuesta con elocuencia por el premio Pulitzer Jared Diamond, presenta la isla como una parábola admonitoria: el caso más extremo de una sociedad que se autodestruye sin motivo destrozando su medio ambiente. ¿Podrá el planeta entero evitar el mismo destino?, pregunta Diamond. Desde el otro punto de vista, los antiguos rapanui constituyen un esperanzador símbolo de la resistencia e inventiva humanas, y un ejemplo de ello sería su capacidad para mo­­ver unas estatuas gigantes haciéndolas «andar» a lo largo de kilómetros por un terreno irregular.

 

Cuando los colonos polinesios llegaron a Rapa Nui, llevaban a sus espaldas semanas de navegación en canoas abiertas. Probablemente fueran solo una docena. En la actualidad, cada semana llegan 12 vuelos de Chile, Perú y Tahití, y en 2011 esos aviones trajeron 50.000 turistas, diez veces la población de la isla. Hace solo tres décadas, los coches, la electricidad y los teléfonos eran una rareza. Hoy Hanga Roa, único núcleo urbano de la isla, es un hervidero de cibercafés, bares y discotecas, y los sábados por la noche sus calles se llenan de coches y camionetas. Los turistas ricos pagan 800 euros por noche en los hoteles más lujosos. «La isla ya no es una isla», dice Kara Pate, una escultora rapanui casada con un alemán que conoció aquí hace 23 años.

 

Chile anexionó la isla de Pascua en 1888, pero hasta 1953 permitió que una empresa escocesa gestionara este territorio aprovechándolo como una enorme granja de ovejas. El ganado pastaba libremente mientras que los rapanui quedaron recluidos en Hanga Roa. En 1964 se rebelaron y posteriormente obtuvieron la ciudadanía chilena y el derecho a elegir a su propio alcalde.

 

La ambivalencia respecto a «el conti» (como llaman al continente) va en aumento. Los pascuenses dependen de Chile para el combustible y los envíos diarios de alimentos por avión. Hablan español y se trasladan al continente para cursar estudios superiores. Al mismo tiempo, los inmigrantes chilenos, atraídos en parte por las exenciones fiscales de la isla, aceptan de buen grado trabajos que los rapanui rechazan. «Un rapanui te dirá “¿cómo?, ¿te crees que me voy a poner a fregar platos?”», cuenta Beno Atán, guía turístico de 27 años y nativo de la isla. Aunque son muchos los rapanui que se casan con gente del continente, a algunos les preocupa que su cultura se diluya. La población alcanza hoy los 5.000 habitantes, casi el doble que hace 20 años, y menos de la mitad son rapanui.

 

En la isla de Pascua casi todos los puestos de trabajo dependen del turismo. «Sin él –explica Mahina Lucero Teao, responsable de la oficina de turismo– nos moriríamos todos de hambre.» La alcaldesa, Luz Zasso Paoa, afirma que «nuestro patrimonio es la base de nuestra economía. Ustedes no están aquí por nosotros, sino por ese patrimonio». Es decir, por los moáis.

 

Thor Heyerdahl, el etnógrafo y aventurero noruego cuyas expediciones por el Pacífico contribuyeron a suscitar el interés mundial por la isla de Pascua, pensaba que las estatuas eran obra de pueblos preincaicos de Perú, no de polinesios. El suizo Erich von Däniken, autor de Recuerdos del futuro, estaba convencido de que eran obra de extraterrestres. Las evidencias lingüísticas, ar­­queológicas y genéticas han demostrado que los constructores de los moáis eran polinesios, pero no han explicado cómo movían sus obras. Por lo común los investigadores han dado por hecho que las arrastraban. «Los expertos pueden decir lo que quieran, pero nosotros sabemos la verdad. Las estatuas andaban», afirma Suri Tuki, hermanastro de José Tuki. Según la tradición oral de los rapanui, a los moáis los animaba el mana, una fuerza espiritual transmitida por los antepasados.

 

No hay noticia de que tras la llegada de los europeos en el siglo XVIII se construyeran más moáis. Por aquel entonces la isla de Pascua ya era un lugar estéril, sin apenas árboles. Sin embargo, en las décadas de 1970 y 1980 el biogeógrafo neozelandés John Flenley halló evidencias –el polen conservado en sedimentos lacustres– de que la isla estuvo poblada durante miles de años por exuberantes bosques, con millones de palme­ras gigantes. Fue tras la llegada de los polinesios hacia el año 800 d.C. cuando la población arbórea de la isla empezó a declinar rápidamente.

 

Jared Diamond se basa en buena medida en la obra de Flenley para sostener en Colapso, su célebre libro de 2005, que los antiguos pascuenses cometieron un «ecocidio» no intencionado. El escritor estadounidense argumenta que tuvieron la mala fortuna de asentarse en una isla extremadamente frágil, seca y fría, además de remota, lo cual significa que su suelo recibe poca fertilización por acción del polvo y las cenizas volcánicas (sus volcanes están extinguidos) arrastrados por el viento. Cuando los isleños talaron los bosques para obtener leña y terrenos agrícolas, la deforestación no tenía marcha atrás. Carentes de madera para construir sus embarcaciones, no pudieron salir a pescar y empezaron a consumir aves, por lo que los bosques perdieron sus polinizadores animales. La erosión del suelo redujo la productividad de los cultivos. Antes de que los europeos aparecieran en escena, los rapanui ya estaban sumidos en una guerra civil y practicaban el canibalismo. El colapso de aquella civilización aislada, escribe Diamond, es «el ejemplo más claro de una sociedad que se autodestruyó por la sobreexplotación de sus recursos».

 

En su opinión, los moáis aceleraron el proceso de autodestrucción, ya que los jefes de clan rivalizaban por erigir estatuas cada vez más grandes como demostración de poder. Diamond cree que colocaban los moáis tumbados en unos trineos de madera y los arrastraban sobre troncos, una técnica probada con éxito por Jo Anne van Tilburg, arqueóloga de la UCLA y directora del Eas­ter Island Statue Project (Proyecto de las Estatuas de la Isla de Pascua). Pero esto requería mucha madera y mucha gente, y para alimentarla, había que talar todavía más bosque. Cuando estalló la guerra civil, los rapanui empezaron a derribar los moáis. A finales del siglo XIX no quedaba nin­guno en pie. La isla de Pascua adquirió entonces el aura de tragedia que aún hoy conserva.

 

Si recomponemos y reinterpretamos los hechos, obtendremos una visión más optimista del pa­­sado de Rapa Nui: la de los arqueólogos Terry Hunt, de la Universidad de Hawai, y Carl Lipo, de la Universidad Estatal de California en Long Beach, que han estudiado la isla durante la última década. Se trata de una visión cuyos protago­­­­nistas son pacíficos e ingeniosos constructores­­ de moáis y estrictos administradores de la tierra. Hunt y Lipo coinciden en que Rapa Nui perdió sus exuberantes bosques, lo cual fue una «catástro­­fe ecológica», pero según ellos la culpa no fue de los isleños. Y desde luego tampoco de los moáis.

 

La nueva y controvertida versión de Hunt y Lipo empieza con la excavación de la playa de Anakena, que los convenció de que los polinesios no llegaron a la isla de Pascua hasta 1200 d.C., unos 400 años más tarde de lo aceptado por la mayoría, lo cual solo les dejaría cinco siglos para denudar el paisaje. De todos modos, en opinión de estos arqueólogos la deforestación por roza y quema no habría sido suficiente. En la isla había otro enemigo de los árboles. Sus excavaciones apoyaron esta premisa: los frutos de la extinta palmera de la isla de Pascua presentan a menudo pequeñas estrías causadas por los afilados dientes de las ratas del Pacífico.

 

Introducidas en las canoas de los primeros colonos, las ratas del Pacífico desempeñaron un papel clave en la deforestación de las palmeras que sustentaban a la población isleña. La abundancia de huesos hallados en Anakena sugiere que los polinesios se alimentaban de ellas, pero aparte de las personas, los roedores no tenían otros depredadores. Hunt y Lipo calculan que en pocos años infestaron la isla. Al consumir las semillas de la palmera, habrían reducido la capacidad reproductiva de aquellos árboles de crecimiento lento, lo que supuso la sentencia de muerte para el bosque de Rapa Nui. Tampoco hay duda de que se comían los huevos de las aves.

 

Hunt y Lipo sospechan que los colonos introdujeron las ratas intencionadamente –también llevaron gallinas–, pero, como sucede con las especies invasoras actuales, hicieron más daño al ecosistema que a los humanos. No ven pruebas de que la civilización rapanui se viniera abajo con la pérdida de los bosques de palmeras. Creen que, tras el poblamiento tardío de la isla, la población se incrementó rápidamente hasta alcanzar los 3.000 habitantes, y después permaneció más o menos estable hasta la llegada de los europeos.

 

Para los rapanui eran más valiosos los campos talados que los bosques de palmeras. Pero eran tierras azotadas por el viento, estériles y bañadas por lluvias irregulares. Para practicar la agricultura, al igual que para mover los moáis, los isleños levantaban cantidades monumentales de rocas, pero para llevarlas a los campos, no para sacarlas de ellos. Construyeron miles de muros circu­lares de piedra, llamados manavai, para proteger del viento los cultivos. Cubrían los campos con una capa de roca volcánica triturada para mantener la humedad del suelo y fertilizarlo. En resumen, Hunt, Lipo y otros sostienen que los rapanui fueron pioneros de la agricultura sostenible y no perpetradores de un ecocidio involuntario. «Más que un lamentable fracaso, Rapa Nui es un caso de éxito inesperado», afirman Hunt y Lipo en su reciente libro The statues that walked («Las estatuas que andaban»), en el que los rapanui salen mejor parados que en Colapso.

 

Los arqueólogos no creen en los relatos orales sobre los conflictos violentos entre los isleños. En las afiladas lascas de obsidiana que otros ven armas, ellos ven simples herramientas agrícolas. Asimismo sostienen que los moáis servían para mantener la paz, no solo porque simbolizaban el poder de quienes los construían sino también porque limitaban el crecimiento poblacional: la gente invertía sus energías en erigir estatuas en lugar de tener hijos. Además, mover los moáis requería poca gente y nada de madera, porque los desplazaban de pie. En ese aspecto, Hunt y Lipo afirman que las pruebas apoyan la tradición oral.

 

Sergio Rapu, arqueólogo rapanui de 63 años, llevó a sus colegas estadounidenses a la antigua cantera de Rano Raraku, el volcán sudoriental de la isla. Tras observar los numerosos moáis abandonados en diferentes fases de producción, Rapu explicó cómo los habían diseñado para que caminasen: las barrigas abultadas añadían peso en la parte frontal y los desequilibraban hacia delante, mientras que la base en forma de D permitía balancearlos de un lado a otro. El año pasado, durante unos experimentos financiados por el Expeditions Council de National Geographic, Hunt y Lipo demostraron que 18 personas, con tres cuerdas resistentes y algo de práctica, bastaban para desplazar unos cientos de metros la réplica de un moái de 3 metros de altura y 5 toneladas de peso. Recorrer kilómetros con un moái mucho más grande debía de ser complicado. Decenas de estatuas caídas flanquean los caminos que parten de la cantera, pero son muchas más las que llegaron intactas a sus plataformas.

 

Nadie sabe cuándo se esculpió la última estatua. Los moáis no pueden datarse directamente. Muchos seguían en pie cuando los holandeses llegaron en 1722, y en aquella época la civilización rapanui era pacífica y próspera, según defienden Hunt y Lipo. Pero los exploradores introdujeron enfermedades contra las que los isleños no estaban inmunizados, además de objetos que reemplazaron a los moáis como símbolos de estatus; así, hurtar los sombreros de los europeos acabó siendo más apetecible que levantar un pukao rojo de varias toneladas y colocarlo sobre un moái. Ya en el siglo XIX los tratantes de esclavos diezmaron todavía más la población, que se redujo a 111 habitantes en 1877.

 

Según Hunt y Lipo, la historia de la isla de Pascua es una parábola de genocidio y culturicidio, no de ecocidio. Su amigo Sergio Rapu lo cree solo en parte. «Que no me digan que esas herramientas de obsidiana solo eran para la agricultura –dice, riendo–. Me encantaría oír que en mi pueblo nunca se comieron unos a otros, pero me temo que sí lo hicieron.»

 

Hoy los pascuenses se enfrentan a un nuevo desafío: explotar su herencia cultural sin destruirla. El aumento demográfico y los miles de turistas están poniendo a prueba un suministro de agua limitado. La isla carece de un sistema de saneamiento de aguas y de un lugar donde depositar un volumen de basuras que no deja de crecer. Entre 2009 y mediados de 2011 se enviaron 230 toneladas de desperdicios al continente. «¿Y qué hacemos? –se pregunta la alcaldesa, Zasso Paoa–. ¿Limitar la inmigración? ¿Limitar el tu­­rismo? En este punto nos encontramos.» Hace poco se ha empezado a pedir a los turistas que se lleven en las maletas la basura que generen.

 

A los turistas se les prohíbe tocar los moáis, pero sin embargo los caballos se frotan alegremente contra esas estatuas antes sagradas, desgastando la toba volcánica. Aunque ahora los coches son el medio de transporte preferido, más de 6.000 caballos y cabezas de ganado campan a sus anchas. Pero el deseo de los pascuenses de que su tierra ancestral se desarrolle podría suponer una amenaza mayor para su patrimonio: un total de más de 20.000 piezas arqueológicas, incluyendo los huertos rodeados de muros y los gallineros de piedra, además de los moáis y los ahu. Más del 40 % de la isla pertenece a un parque nacional protegido, lo cual limita el territorio disponible. «La gente tiene que comprender que la arqueología no es el enemigo», dice Rapu.

 

Hace décadas él mismo ayudó a levantar los moáis de Anakena, y en el proceso él y sus colegas descubrieron cómo los antiguos constructores daban vida a sus colosales obras cuando llegaban a su destino sagrado tras el largo camino desde la cantera: les ponían unos ojos de coral blanco, con pupilas de obsidiana o con escoria roja.

 

Un pequeño bosque de cocoteros importados de Tahití domina hoy la playa de Anakena, transportando a los bañistas y a las parejas de chilenos recién casados a la Polinesia, aunque el viento sea gélido y las verdes colinas a sus espaldas se parezcan a las Highlands escocesas. Ahora los moáis no tienen ojos y no quieren confesar, ni a los turistas ni a José Tuki, cómo llegaron hasta allí ni cuál es la verdadera historia de Rapa Nui.