Un viaje ultraortodoxo
De interés general

Un viaje ultraortodoxo

 

 

07/07/2014 Fuente elpais. Eduardo Halfon regresa con 'Monasterio' a la búsqueda febril de la identidad

 

Eduardo Halfon, descendiente de judíos libaneses y polacos, es escritor guatemalteco. Guatemalteco porque sus antepasados, que huían en barco dejando atrás una Europa hostil, desembarcaron en Guatemala por error creyendo que era Panamá, adonde se dirigían por tener allí un pariente judío. Y es escritor, entre otros muchos motivos, porque su abuelo tenía tatuados en el brazo unos números, y él de niño creía que eran los de un teléfono y no el código del horror nazi. Y así, EH, escritor, judío, a veces, como dice el EH, protagonista de algunos de sus relatos, como en esta novela corta, donde todo está caligrafiado aprovechando la sustancia y desdeñando todo lo superfluo, vuelve, ahora, en Monasterio a uno de sus temas más recurrentes, al viaje como huida del pasado (una forma de regresar, acaso), como búsqueda febril de una identidad, de un pretender encontrar acomodo en un mundo hostil, que lo es para todos, pero especialmente para muchos de esa galería de retratos, un tanto espectrales.

 

Quien conozca algunos de sus títulos anteriores, como esa espléndida colección de relatos, El boxeador polaco (aquel que le salvó la vida a su abuelo), o esa perfecta novela también más o menos corta, La pirueta (ambas en Pre-Textos), que tiene mucho que ver con la confusión de identidades balcánicas, con la necesidad de encontrarse viajando, con la música como hilo conductor, reguero de migas de pan que te permite no extraviarte del todo; quien conozca estos libros de Halfon no se sorprenderá desde luego de encontrarse en Monasterio no solo con la metáfora del viaje —siempre el viaje, de dos hermanos guatemaltecos, uno de ellos EH, a Israel, al más profundo e intolerante, para asistir a la boda ultraortodoxa de su hermana que va a casarse con un neoyorquino ultraortodoxo—, sino también con algunos guiños a textos suyos anteriores, el abuelo, siempre —emotiva y divertida escena en el velatorio con un rabino pelma—, el boxeador polaco y, sobre todo, esa bellísima azafata (ahora, exsoldado entonces) que se encuentra en el aeropuerto de Tel Aviv y que es la misma bellísima mujer que conoció, en un relato anterior, de hace unos años, en un bar escocés (que no lo era) de la Antigua Guatemala, relato aquel que prácticamente incluye a modo de capítulo en esta novela, pues para ese judío, a veces que puede que sea el EH real, siendo como lo es el EH de la novela, frente a la asfixia de ese judaísmo ultraortodoxo, la presencia de la hermosa azafata y ese viaje improvisado —el viaje, siempre— a las orillas del mar Muerto tiene una carga erótica que aligera muchas presiones ultras. El contraste está muy logrado, como todo en esta novela que, acaso, frente a sus libros anteriores, puede que ande algo lastrada por cierta ligereza. Pero lo esencial, sus calidades literarias están ahí.