Tercera entrega. El lobo estepario 3
de Hermann Hesse

Tercera entrega. El lobo estepario 3.

 

 

Fuente bibliotecasvirtualess. Con la lucha entre los dos Harrys quedó casi olvidado el profesor; de repente volvió a serme molesto, y me apresuré a librarme de él. Mucho tiempo estuve mirando cómo desaparecía por entre los árboles sin hojas del paseo, con el paso bonachón y algo cómico de un idealista, de un creyente. Violenta, se libraba la batalla en mi interior, y mientras yo cerraba y volvía a estirar los dedos agarrotados, en la lucha con la gota que iba trabajando secretamente, hube de confesarme que me había dejado atrapar, que había cargado con una invitación para comer a las siete y media, con la obligación de cortesías, charla científica y contemplación de dicha extraña. Encolerizado, me fui a casa, mezclé agua con coñac, me tragué con ella mis píldoras para la gota, me tumbé en el diván e intenté leer. Cuando, por fin, conseguí leer un rato en el Viaje de Sofía, de Memel a Sajonia, un delicioso novelón del siglo XVIII, volví a acordarme de pronto de la invitación y de que no estaba afeitado y tenía que vestirme. ¡Sabe Dios por qué se me habría ocurrido aceptar! En fin, Harry, ¡levántate, pon a un lado tu libro, enjabónate, ráscate la barba hasta hacerte sangre, vístete y ten una complacencia en tus semejantes! Y mientras me enjabonaba, pensé en el sucio hoyo de barro del cementerio, y en las caras contraídas de los aburridos hermanos en Cristo, y ni siquiera podía reírme de todo ello. Me parecía que allí acababa, en aquel hoyo sucio de barro, con las estúpidas palabras confusas del predicador, con los estúpidos rostros confusos de la comitiva fúnebre, a la vista desconsoladora de todas la cruces y lápidas de mármol y latón, con todas estas flores falsas de alambre y de vidrio, no sólo el desconocido, y acabaría un día u otro también yo mismo, enterrado en el lodo ante la confusión y la hipocresía de los asistentes, no, sino que así acababa todo, todos nuestros afanes, toda nuestra cultura, toda nuestra fe, toda nuestra alegría y nuestro placer de vivir, que estaba tan enfermo y pronto habría de ser enterrado allí también. Un cementerio era nuestro mundo cultural, aquí era Jesucristo y Sócrates, eran Mozart y Haydn, Dante y Goethe, nombres borrosos sobre lápidas de hojalata llenas de orín, rodeados de hipócritas y confusos circunstantes, que hubieran dado cualquier cosa por haber podido creer todavía en las lápidas de latón que en otro tiempo les habían sido sagradas, y cualquier cosa por poder decir aunque sólo fuera una palabra seria y honrada de tristeza y desesperanza acerca de este mundo desaparecido, y a los cuales, en lugar de todo, no les quedaba otra cosa que el confuso y ridículo estar dando vueltas alrededor de una tumba. Furioso, acabé por cortarme la barba en el sitio de costumbre y estuve un rato tratando de arreglarme la herida; pero hube, sin embargo, de volver a cambiarme el cuello que acababa de ponerme limpio y no podía explicarme por qué hacía todas estas cosas, pues no tenía la menor gana de acudir a aquella invitación. Pero uno de los trozos de Harry estaba representando una comedia otra vez, llamaba al profesor un hombre simpático, suspiraba por un poco de aroma de humanidad, de sociedad y de charla, se acordó de la bella señora del profesor, encontró en el fondo muy agradable la idea de pasar una velada junto a amables anfitriones y me ayudó a pegarme a la barbilla un tafetán, me ayudó a vestirme y a ponerme una corbata a propósito, y suavemente me desvió de seguir mi verdadero deseo y quedarme en casa. Al propio tiempo estaba pensando: lo mismo que yo ahora me visto y salgo a la calle, voy a visitar al profesor y cambio con él galanterías, todo ello realmente sin querer, así hacen, viven y actúan un día y otro, a todas horas, la mayor parte de los hombres; a la fuerza y, en realidad, sin quererlo, hacen visitas, sostienen una conversación, están horas enteras sentados en sus negociados y oficinas, todo a la fuerza, mecánicamente, sin apetecerlo: todo podía ser realizado lo mismo por máquinas o dejar de realizarse. Y esta mecánica eternamente ininterrumpida es lo que les impide, igual que a mí, ejercer la crítica sobre la propia vida, reconocer y sentir su estupidez y ligereza, su insignificancia horrorosamente ridícula, su tristeza y su irremediable vanidad. ¡Oh, y tienen razón, infinita razón, los hombres en vivir así, en jugar sus jueguecitos, en afanarse por esas sus cosas importantes, en lugar de defenderse contra la entristecedora mecánica y mirar desesperados en el vacío, como hago yo, hombre descarriado! Cuando en estas hojas desprecio a veces y hasta ridiculizo a los hombres, ¡no crea por eso nadie que les achaco la culpa, que los acuso, que quisiera hacer responsables a otros de mi propia miseria!

 

¡Pero yo, que ya he llegado tan allá que estoy al borde de la vida, donde se cae en la oscuridad sin fondo, cometo una injusticia y miento si trato de engañarme a mí mismo y a los demás, de que esta mecánica aún sigue funcionando para mí, como si yo también perteneciera todavía a aquel lindo mundo infantil del eterno Jugueteo!

 

La noche se desarrolló, a su vez, de un modo magnífico, en armonía con todo esto.

 

Ante la casa de mi conocido me quedé parado un momento, mirando hacia arriba a las ventanas. Aquí vive este hombre -pensé-, y va haciendo año tras año su labor, lee y comenta textos, busca las relaciones entre las mitologías del Asia Menor y de la India, y al propio tiempo, está contento, pues cree en el valor de su trabajo, cree en la ciencia cuyo siervo es, cree en el valor de la mera ciencia, del almacenamiento, pues tiene fe en el progreso, en la evolución. No estuvo en la guerra, no ha experimentado el estremecimiento debido a Einstein de los fundamentos del pensamiento humano hasta hoy (esto cree él que importa sólo a los matemáticos), no ve cómo por todas partes se está preparando la próxima conflagración; estima odiosos a los judíos y a los comunistas, es un niño bueno, falto de ideas, alegre, que se concede importancia a sí mismo, es muy envidiable. Me decidí de golpe y entré, fui recibido por la criada con delantal blanco, y me fijé, por no sé qué presentimiento, con toda exactitud dónde llevaba mi sombrero y mi abrigo. Fui conducido a una habitación clara y templada e invitado a esperar, y en vez de musitar una oración o dormitar un poco, seguí un impulso juguetón y cogí en las manos el objeto más próximo que se me ofrecía. Era un cuadro pequeño con su marco, que tenía su puesto encima de la mesa redonda, obligado a estar de pie con una ligera inclinación por un soporte de cartulina en la parte posterior.

 

Era un grabado y representaba al poeta Goethe, un anciano lleno de carácter y caprichosamente peinado, con el rostro bellamente dibujado, en el cual no faltaban ni los célebres ojos de fuego, ni el rasgo de soledad con un ligero velo de cortesanía, ni el aspecto trágico, en los cuales el pintor había puesto tan especial esmero. Había conseguido dar a este viejo demoníaco, sin perjuicio de su profundidad, un tinte algo académico y a la vez teatral de autodominio y de probidad, y representarlo, dentro de todo, como un viejo señor verdaderamente hermoso, que podía servir de adorno en toda casa burguesa. Probablemente este cuadro no era más necio que todos los cuadros de esta clase, todos estos lindos redentores, apóstoles, héroes, genios y políticos producidos por aplicados artífices; quizá me excitaba de aquella manera sólo por una cierta pedantería virtuosa; sea de ello lo que quiera, me puso de todos modos los pelos de punta, a mí que ya estaba suficientemente excitado y cargado, esta reproducción vanidosa y complacida de sí misma del viejo Goethe como un desacorde fatal y me hizo ver que no me hallaba en el lugar apropiado. Aquí estaban en su elemento maestros antiguos bellamente estilizados y grandezas nacionales, pero no lobos esteparios.

 

Si en aquel instante hubiera entrado el dueño de la casa, quizás hubiese tenido la suerte de poder llevar a cabo mi retirada con pretextos aceptables. Pero fue su mujer quien entró y yo me entregué a mi destino, aunque presintiendo la catástrofe. Nos saludamos, y a la primera desarmonía fueron siguiendo otras nuevas. La señora me felicitó por mi buen aspecto, y, sin embargo, yo tenía perfecta conciencia de cómo había envejecido en los años desde nuestro último encuentro; ya al darme ella la mano, me había hecho recordarlo fatalmente el dolor en los dedos atacados de gota. Sí, y a continuación me preguntó cómo estaba mi buena mujer, y hube de decirle que mi mujer me había abandonado y que nuestro matrimonio estaba disuelto. Respiramos cuando el profesor entró. También él me saludó cordialmente, y la tiesura y comicidad de la situación encontraron entonces la expresión más deliciosa que puede imaginarse. Traía un periódico en la mano, el diario a que estaba suscrito, un periódico del partido militarista e instigador de la guerra, y después de haberme dado la mano, señaló el periódico y refirió que allí se decía algo de un tocayo mío, un publicista Haller, que tenía que ser un mal bicho y un socio sin patria, que se había burlado del káiser y había expuesto su opinión de que su patria no era en nada menos culpable que los países enemigos en el desencadenamiento de la guerra. ¡Vaya un tipo que tenía que ser! Ah, pero aquí llevaba el mozo lo suyo, la redacción había dado buena cuenta del mal bicho y lo había puesto en la picota. Pasamos a otra cosa, cuando vio que este tema no me interesaba, pero los dos no pudieron pensar ni por asomo en la posibilidad de que aquel energúmeno estuviera sentado ante ellos, y, sin embargo, así era, el energúmeno era yo mismo. Bien, ¿a qué armar un escándalo e inquietar a la gente? Me reí en mi fuero interno, pero di ya por perdida la esperanza de gozar esta noche de nada agradable.

 

Precisamente en aquel momento, cuando el profesor hablaba del traidor a la patria, Haller, se condensaba en mi el maligno sentimiento de depresión y desesperanza que se había ido amontonando en mi interior desde la escena del cementerio, y no había dejado de aumentar hasta convertirse en una tremenda opresión, en un malestar corporal (en el bajo vientre), en una sensación sofocante y angustiosa de fatalidad. Yo sentía que algo estaba en acecho contra mí, que un peligro me amenazaba por detrás.

 

Afortunadamente llegó el aviso de que la comida estaba dispuesta. Fuimos al comedor, y en tanto que yo me esforzaba por decir una y otra vez, o por preguntar cosas indiferentes, iba comiendo más de lo que tenía por costumbre y me sentía más deplorable por momentos. ¡Dios mío! -pensaba-. ¿Por qué nos atormentamos de este modo? Me daba cuenta perfectamente de que mis anfitriones tampoco se sentían bien y de que su animación les costaba trabajo, ya porque yo produjera un efecto tan deplorable, ya porque hubiera acaso algún disgusto en la casa. Me preguntaron una multitud de cosas, a las cuales no se podía dar una respuesta sincera; pronto me hallé envuelto en una porción de verdaderos embustes y a cada palabra tenía que luchar con una sensación de asco. Por último, y para variar de rumbo, empecé a referir el entierro cuyo espectador había sido. Pero no lograba encontrar el tono, mis incursiones por el campo del humorismo producían un efecto desconcertante, cada vez nos íbamos apartando más; dentro de mí el lobo estepario se reía a mandíbula batiente, y a los postres estábamos todos, los tres, bien silenciosos.

 

Volvimos a aquella primera habitación para tomar café y licor, quizás esto viniera un poco en nuestro auxilio. Pero entonces me fijé de nuevo en el príncipe de los poetas, aunque había sido colocado a un lado sobre una cómoda. No podía desentenderme de él, y, no sin oír dentro de mí voces que me anunciaban el peligro, volví a tomarlo en la mano y empecé a habérmelas con él. Yo estaba como poseído del sentimiento de que la situación era insoportable, de que ahora había de lograr entusiasmar a mis huéspedes, arrebatarlos y templarlos a mi tono, o por el contrario, provocar de una vez la explosión.

 

-Es de suponer -dije- que Goethe en la realidad no haya tenido este aspecto. Esta vanidad y esta noble actitud, esta majestad lanzando amables miradas a los distinguidos circunstantes y bajo la máscara varonil de este mundo, de la más encantadora sentimentalidad. Mucho se puede tener ciertamente contra él, también yo tengo a veces muchas cosas contra el viejo lleno de suficiencia, pero representarlo así, no, eso es ya demasiado.

 

La señora de la casa acabó de servir el café con una cara de profundo sufrimiento, luego salió precipitadamente de la habitación, y su marido me confesó medio turbado, medio lleno de censura, que este retrato de Goethe pertenecía a su mujer, la cual sentía por él una predilección especial. «Y aunque objetivamente estuviera usted en lo cierto, lo que yo, por lo demás, pongo en tela de juicio, no tiene usted derecho a expresarse tan crudamente.»

 

-Tiene usted razón en esto -concedí-. Por desgracia, es una costumbre, un vicio en mí decidirme siempre por la expresión más cruda posible. Lo que por otra parte hacía

 

también Goethe en sus buenos momentos. Es verdad que este melifluo y almibarado Goethe de salón no hubiese empleado nunca una expresión cruda, franca, inmediata.

 

Pido a usted y a su señora mil perdones, tenga la bondad de decirle que soy esquizofrénico. Y, al propio tiempo, pido permiso para despedirme.

 

El caballero, lleno de azoramiento, no dejó de oponer algunas objeciones; volvió otra vez a decir, qué hermosos y llenos de estímulo habían sido en otro tiempo nuestros diálogos, más aún, que mis hipótesis acerca de Mitra y de Krichna le habían hecho profunda impresión, y que también hoy esperaba otra vez..., etc. Le di las gracias y le dije que estas eran palabras muy amables, pero que desgraciadamente mi interés por Krichna, lo mismo que mi complacencia en diálogos científicos habían desaparecido por completo y definitivamente, que hoy le había mentido una porción de veces, por ejemplo, que no llevaba en la ciudad algunos días, sino muchos meses, pero que hacía una vida para mí solo y que no estaba ya en condiciones de visitar casas distinguidas, porque en primer lugar siempre estoy de muy mal humor y atacado de gota, y en segundo término, borracho la mayor parte de las veces. Además, para dejar las cosas en su punto y por lo menos no quedar como un embustero, tenía que confesar al estimado señor que me había ofendido muy gravemente. Él había hecho suya la posición estúpida y obstinada digna de un militar sin ocupación, pero no de hombre de ciencia, en que se colocaba un periódico reaccionario con respecto a las opiniones de Haller. Que este «mozo» y socio sin patria Haller era yo mismo, y mejor le iría a nuestro país y al mundo, si al menos los contados hombres capaces de pensar se declararan partidarios de la razón y del amor a la paz, en vez de instigar ciegos y fanáticos a una nueva guerra. Esto es, y con ello, adiós.

 

Me levanté, me despedí de Goethe y del profesor, agarré mis cosas del perchero y salí corriendo. Con estrépito aullaba dentro de mi alma el lobo dañino. Una formidable escena se desarrolló entre los dos Harrys. Pues al punto comprendí claramente que esta hora vespertina poco reconfortante tenía para mí mucha más importancia que para el indignado profesor; para él era un desengaño y un pequeño disgusto; pero para mí, era un último fracaso y un echar a correr, era mi despedida del mundo burgués, moral y erudito, era una victoria completa del lobo estepario. Y era un despedirse vencido y huyendo, una propia declaración de quiebra, una despedida inconsolable, irreflexiva y sin humor. Me despedí de mi mundo anterior y de mi patria, de la burguesía, la moral y la erudición, no de otro modo que el hombre que tiene una úlcera de estómago se despide de la carne de cerdo. Furioso, corrí a la luz de los faroles, furioso y lleno de mortal tristeza. ¡Qué día tan sin consuelo había sido, tan vergonzante, tan siniestro, desde la mañana hasta la noche, desde el cementerio a la escena en casa del profesor!

 

¿Para qué? ¿Había alguna razón para seguir echando sobre sí más días como éste? ¡ No!

 

Y por eso había que poner fin esta noche a la comedia. ¡ Vete a casa, Harry, y córtate el cuello! Bastante tiempo has esperado ya.

 

De un lado para otro corrí por las calles, en miserable estado. Naturalmente, había sido necio por mi parte manchar a la buena gente el adorno de su salón, era necio y grosero, pero yo no podía y no pude de ninguna manera otra cosa, ya no podía soportar esta vida dócil, de fingimiento y corrección. Y ya que por lo visto tampoco podía aguantar la soledad, ya que la compañía de mí mismo se me había vuelto tan indeciblemente odiada y me producía tal asco, ya que en el vacío de mi infierno me ahogaba dando vueltas, ¿qué salida podía haber todavía? No había ninguna. ¡Oh, padre y madre míos! ¡Oh, fuego sagrado lejano de mi juventud, oh vosotros, miles de alegrías, de trabajos y de afanes de mi vida! Nada de todo ello me quedaba, ni siquiera arrepentimiento, sólo asco y dolor. Nunca como en esta hora me parece que me había hecho tanto daño el mero tener que vivir.

 

En una desventurada taberna de las afueras descansé un momento, bebí agua con coñac, volví a seguir correteando, perseguido por el diablo, y a subir y a bajar las callejas empinadas y retorcidas de la parte antigua de la ciudad y ambular por los paseos, por la plaza de la estación. ¡Tomar un tren!, pensé. Entré en la estación, me quedé mirando fijamente a los itinerarios pegados en las paredes, bebí un poco de vino, traté de reflexionar. Cada vez más cerca, cada vez más distintamente comencé a ver el fantasma que tanto miedo me producía. Era la vuelta a mi casa, el retorno a mi cuarto, el tener que pararme ante la desesperación. A esto no podía escapar, aun cuando estuviera corriendo todavía horas enteras: al regreso hasta mi puerta, hasta la mesa con los libros, hasta el diván con el retrato de mi querida colgado encima; no podía escapar al momento en que tuviera que abrir la navaja de afeitar y darme un tajo en el cuello.

 

Cada vez con mayor claridad se presentaba ante mí este cuadro, cada vez más distintamente; con violentos latidos del corazón, sentía yo la angustia de todas las angustias: el miedo a la muerte. Sí; tenía un horrible miedo a la muerte. Aun cuando no veía otra salida, aun cuando en torno se amontonaban el asco, el dolor y la desesperación, aun cuando ya nada estaba en condiciones de seducirme, ni de proporcionarme una alegría o una esperanza, me horrorizaba sin embargo de un modo indecible la ejecución, el último momento, el corte tajante y frío en la propia carne.

 

No veía medio alguno de sustraerme a lo temido. Si en la lucha entre la desesperación y la cobardía venciera hoy aun acaso la cobardía, mañana y todos los días habría de tener ante mí de nuevo a la desesperación, aumentada con el desprecio de mí mismo. Volvería a coger en la mano la navaja tantas veces y a dejarla después, hasta que al fin alguna vez estuviera desde luego consumado. Por eso, mejor hoy que mañana. Razonablemente, trataba de persuadirme a mí mismo como a un niño miedoso, pero el niño no escuchaba, se escapaba, quería vivir. Bruscamente seguí siendo arrastrado a través de la ciudad, en amplios círculos estuve dando vueltas en torno a mi vivienda, siempre con el regreso en la mente, siempre retardándolo. Acá y allá me entretenía en una taberna, para tomar una copa, para tomar dos copas; luego seguía mi correría, en amplio círculo alrededor del objeto, de la navaja de afeitar, de la muerte.

 

Muerto de cansancio, estuve sentado varias veces en algún banco, en el borde de alguna fuente, en un guardacantón, oía palpitar el corazón, me secaba el sudor de la frente, volvía a correr, lleno de mortal angustia, lleno de ardiente deseo de vivir.

 

Así fui a dar, a la hora ya muy avanzada de la noche y por un suburbio extraviado y para mí casi desconocido, en un restaurante, detrás de cuyas ventanas resonaba violenta música de baile. Sobre la puerta leí al entrar un viejo letrero: «Al Águila Negra.» Dentro había ambiente de juerga, algarabía de muchedumbre, humo, vaho de vino y gritería; en el segundo salón se bailaba, allí se debatía furiosa la música de danza. Me quedé en el primer salón, lleno de gente sencilla, en parte vestida pobremente, en tanto que detrás, en la sala de baile, se divisaban también figuras elegantes. Empujado por la multitud de un lado a otro por el salón, fui apretado contra una mesa cerca del mostrador; en el diván junto a la pared estaba sentada una bonita muchacha pálida, con un ligero vestidito de baile, con gran escote, en el cabello una flor marchita. La muchacha me miró con atención y amablemente cuando me vio llegar; sonriendo, se hizo un poco a un lado y me dejó sitio.

 

-¿Me permite? -pregunté, y me senté junto a ella.

 

-Naturalmente que te permito -dijo-. ¿Quién eres tú que no te conozco?

 

-Gracias -dije-; me es imposible ir a casa; no puedo, no puedo, quiero quedarme aquí, a su lado, si es usted tan amable. No, no puedo volver a casa.

 

Hizo un ademán como si me comprendiera, y al bajar la cabeza, observé su bucle que le caía de la frente hasta junto al oído, y vi que la flor marchita era una camelia. Del otro lado tronaba la música, delante del mostrador las camareras gritaban con precipitación sus pedidos.

 

-Quédate aquí -me dijo con una voz que me hizo bien-. ¿Por qué es por lo que no puedes volver a tu casa?

 

-No puedo. En casa me espera algo... No, no puedo; es demasiado terrible.

 

-Entonces déjalo estar y quédate aquí. Ven, límpiate primero las gafas, no es posible que veas nada. Así, dame tu pañuelo. ¿Qué vamos a beber? ¿Borgoña?

 

Me limpió las gafas; entonces pude verla claramente: la cara pálida bien perfilada, con la boca pintada de rojo desangre; los ojos, grises claros; la frente, lisa y serena; el bucle derecho, por delante de la oreja. Bondadosa y un poco burlona, se cuidó de mí, pidió vino, brindó conmigo y al propio tiempo miró hacia el suelo a mis zapatos.

 

-¡Dios mío! ¿De dónde vienes? Parece como si hubieras llegado a pie desde París. Así no se viene a un baile.

 

Dije que si y que no, reí un poco, la dejé hablar. Me gustaba mucho, y esto me causaba admiración, pues hasta ahora había evitado siempre a esta clase de muchachas y las había mirado más bien con desconfianza. Y ella era para conmigo precisamente como en este momento me convenía que fuera. ¡ Oh, y así ha sido siempre conmigo desde aquella hora! Me trataba con tanto cuidado como yo necesitaba, y tan burlonamente como necesitaba también. Pidió un bocadillo y me ordenó que lo comiera.

 

Me echó vino y me mandó también beber un trago, pero no muy de prisa. Luego alabó mi docilidad.

 

-Eres bueno -dijo tratando de animarme-. Le haces a una fácil el trabajo. Vamos a apostar a que hace mucho tiempo desde la última vez que tuviste que obedecer a alguien.

 

-Sí, usted ha ganado la apuesta. Pero, ¿de dónde sabe usted esto?

 

-No tiene arte. Obedecer es como comer y beber. El que se pasa mucho tiempo prescindiendo de ello, a ése ya no le importa nada. ¿No es verdad que a mí vas a obedecerme tú con mucho gusto?

 

-Con muchísimo. Usted lo sabe todo.

 

-Tú facilitas a una el camino. Quizás, amigo, pudiera yo decirte también qué es lo que en tu casa te espera y de lo cual tienes tanto miedo. Pero tú lo sabes también, no tenemos necesidad de hablar de ello, ¿ no es eso? ¡ Pamplinas! O uno se ahorca, bueno, entonces si se ahorca uno, desde luego será porque tenga motivo. O vive uno, y entonces no tiene que ocuparse más que de la vida. No hay nada más sencillo.

 

-¡Oh! -exclamé-. Si eso fuera tan sencillo... Yo me he ocupado bastante de la vida, Dios lo sabe, y no ha servido de nada. Ahorcarse es tal vez difícil, no lo sé. Pero vivir es mucho, muchísimo más difícil. ¡Dios sabe lo difícil que es!

 

-Ya verás cómo es sumamente fácil. Por algo se empieza. Te has limpiado las gafas, has comido, has bebido. Ahora vamos y limpiamos tus pantalones y tus zapatos, lo necesitan. Y luego vas a bailar un shimmy conmigo.

 

-¿Ve usted -dije animado- cómo yo tenía razón? Nada me molesta más que no poder ejecutar una orden de usted. Pero ésta no puedo cumplirla. No puedo bailar un shimmy,

 

ni un vals, ni una polca y como se llamen todas esas cosas, nunca en mi vida he aprendido a bailar. ¿Ve usted cómo no todo es tan sencillo como usted se figura?

 

La hermosa muchacha sonrió con sus labios rojos como la sangre y movió la cabeza atusada y peinada a lo garçon. Al mirarla, se me antojó que se parecía a Rosa Kreisler, la primera muchacha de la que yo me había enamorado siendo un mozalbete, pero aquélla era morena y con el pelo oscuro. No, realmente no sabía yo a quién me recordaba esta extraña muchacha; sólo sabía que era algo de la lejana juventud, de la época de niño.

 

-Despacio -gritó ella-, vamos por partes. ¿De modo que no sabes bailar? ¿Ni siquiera un onestep? Y al propio tiempo aseguras que la vida te ha costado sabe Dios cuánto trabajo. Eso es una trola, amigo, y a tu edad ya no está bien. Sí, ¿cómo puedes decir que te ha costado tanto trabajo la vida, si ni siquiera quieres bailar?

 

-Si es que no sé. No he aprendido nunca.

 

Ella se echó a reír.

 

-Pero a leer y a escribir sí has aprendido, vamos, y cuentas y probablemente también latín y francés y toda clase de cosas de esta naturaleza. Apuesto a que has estado diez o doce años en el colegio y además has estudiado en alguna otra parte y hasta tienes el título de doctor y sabes chino o español. ¿O no? ¡ Ah! ¿Ves? Pero no has podido disponer del poquito de tiempo y de dinero para unas cuantas clases de baile. ¿No es eso?

 

-Fueron mis padres -me justifiqué-. Ellos me hicieron aprender latín y griego y todas esas cosas. Pero no me hicieron aprender a bailar, no era moda entre nosotros; mis padres mismos no bailaron nunca.

 

Me miró fría y despreciativa, y de nuevo vi en su cara algo que me hizo recordar la época de mi primera juventud.

 

-¡Ah, vamos, van a tener la culpa tus padres! ¿Les has preguntado también si esta noche podías venir al Águila Negra? ¿Lo has hecho? ¿Que se han muerto hace mucho tiempo, dices? ¡Ah, vamos! Si tú por obediencia tan sólo no has querido aprender a bailar en tu juventud, está bien. Aunque no creo que entonces fueras un muchacho modelo. Pero después.. ¿qué has estado haciendo luego tantos años?

 

-¡Ah -confesé-, ya no lo sé yo mismo! He estudiado, hecho música, he leído libros, he escrito libros, he viajado...

 

-¡Vaya ideas raras que tienes de la vida! De modo que has hecho siempre cosas difíciles y complicadas y las más sencillas ni las has aprendido. ¿No has tenido tiempo?

 

¿No has tenido ganas? Bueno, por mí... Gracias a Dios no soy tu madre. Pero hacer como si hubieses gustado la vida por completo sin encontrar nada en ella, no, a eso no hay derecho.

 

-No me riña usted -supliqué-. Ya sé que estoy loco.

 

-Anda ya; no me vengas con historias. ¡Qué vas a estar loco, señor profesor! Lo que me resultas es demasiado cuerdo. Se me antoja que eres prudente de un modo estúpido, justo como un profesor. Ven, cómete ahora otro panecillo. Después sigues hablando.

 

Me pidió otra vez un bocadillo, le echó un poco de sal, le puso un poco de mostaza, se cortó un trocito para sí misma y me mandó comer. Comí. Hubiese hecho todo lo que me hubiera mandado, todo menos bailar. Era muy bueno obedecer a alguien, estar sentado junto a alguien que lo interrogara a uno, le mandara y le riñera. Si el profesor o su mujer hubiesen hecho esto hace un par de horas, se me habría ahorrado mucho. Pero no; estaba bien así, hubiese perdido mucho.

 

-¿Cómo te llamas? -me preguntó de repente.

 

-Harry

 

-¿Harry? ¡Un nombre de muchacho! Y un muchacho eres realmente, Harry, a pesar de las manchas grises en el pelo. Eres un muchacho y deberías tener a alguien que se ocupara un poco de ti. Del baile no digo nada más. ¡Pero cómo vas peinado! ¿Es que no tienes mujer, ni siquiera una amiga?

 

-No tengo mujer ya; estamos divorciados. Una amiga sí tengo, pero no vive aquí; la veo de tarde en tarde, no nos llevamos muy bien.

 

Ella siseó un poco por lo bajo.

 

-Parece que has de ser un caballero bien difícil, ya que ninguna para a tu lado. Pero dime ahora: ¿qué pasaba esta noche tan extraordinario, que has andado correteando por el mundo como un alma en pena? ¿Te has arruinado? ¿Has perdido en el juego?

 

Verdaderamente era difícil decirlo.

 

-Verá usted -empecé-. Ha sido en realidad una futesa. Yo estaba convidado, en casa de un profesor -yo por mi parte no lo soy-, y en verdad no hubiera debido ir, ya no estoy acostumbrado a estar sentado así con la gente y charlar; he olvidado esto. Entré ya en la casa con la sensación de que no iba a salir bien la cosa. Cuando colgué mi sombrero pensé que acaso muy pronto tendría que volver a necesitarlo. Bueno, y en casa de este profesor había allí sobre la mesa un cuadro... necio, que me puso de mal humor...

 

-¿Qué cuadro era ése? ¿Por qué te puso de mal humor? -me interrumpió ella.

 

-Sí, era un retrato que representaba a Goethe, ¿sabe usted?, al poeta Goethe. Pero allí no estaba como en realidad era. Claro que esto, a decir verdad, no lo sabe nadie con exactitud, murió hace cien años. Sino que cualquier pintor moderno había representado allí a Goethe tan almibarado y peinadito como él se lo había figurado, y este retrato me exasperó y me fue horrorosamente antipático. No sé si comprende usted esto.

 

-Puedo comprenderlo muy bien, no se preocupe. ¡Siga!

 

-Ya antes había estado en desacuerdo con el profesor; es éste, como casi todos los profesores, un gran patriota y ayudó bravamente durante la guerra a engañar al pueblo, con la mejor fe, naturalmente. Yo, en cambio, soy contrario a la guerra. Bueno, da lo mismo. Sigamos. Claro que yo no hubiese tenido necesidad de mirar el retrato...

 

-Desde luego que no habías tenido ninguna necesidad.

 

-Pero en primer lugar me molestaba por el propio Goethe, a quien yo, en verdad, quiero mucho, y luego que tuve que pensar -pensé o sentí sobre poco más o menos esto-: aquí estoy sentado con personas a las que considero mis iguales y de las que yo pienso que también ellos han de amar a Goethe como yo y se habrán forjado de él un retrato semejante al que yo me he forjado, y ahora resulta que tienen ahí de pie este retrato sin gusto, falseado y dulzón y lo encuentran magnífico y no se dan cuenta de que el espíritu de este cuadro es precisamente lo contrario del espíritu de Goethe. Hallan maravilloso el retrato, y por mí pueden hacerlo si quieren, pero para mí se acabó de una vez toda confianza en estas personas, toda amistad con ellas y todo sentimiento de afinidad y de solidaridad. Por lo demás, la amistad no era grande tampoco. Me puse, pues, furioso y triste, y vi que estaba solo y que nadie me entendía. ¿Comprende usted?

 

-Es bien fácil de comprender, Harry. ¿Y luego? ¿Les tiraste el retrato a la cabeza?

 

-No; empecé a lanzar improperios y eché a correr, quería ir a casa, pero...

 

-Pero allí no te hubieras encontrado a la mamá que consolara o reprendiera al hijo incauto. Está bien, Harry; casi me das lástima; eres un espíritu infantil sin igual.

 

Y verdaderamente me pareció comprenderlo así. Ella me dio a beber un vaso de vino.

 

Me trataba, en efecto, como una verdadera madre. Pero entretanto iba viendo yo por instantes qué hermosa y joven era.

 

-Vamos a ver -empezó ella de nuevo-. Resulta que Goethe se murió hace cien años y Harry lo quiere mucho y se ha hecho una maravillosa idea de él y del aspecto que tendría, y a esto tiene Harry perfecto derecho, ¿no es eso? Pero el pintor, que también siente su entusiasmo por Goethe y se ha forjado de él una imagen, ése no tiene derecho, y el profesor tampoco; y en realidad nadie, porque eso no le gusta a Harry, no lo tolera, porque tiene que vociferar y echar a correr. Si fuese prudente se reina sencillamente del pintor y del profesor. Si fuese un loco, les tiraría su Goethe a la cara.

 

Pero como no es más que un niño pequeño, se va corriendo a su casa y quiere ahorcarse. He comprendido muy bien tu historia. Es una historia cómica. Me hace reír.

 

Aguarda, no bebas tan de prisa. El borgoña se bebe despacio, da mucho calor si no. Pero a ti hay que decírtelo todo, niñito.

 

Su mirada era severa y reprensiva como de una aya de sesenta anos.

 

-Oh, sí-supliqué complacido-. No deje de decírmelo todo.

 

-¿Qué he de decirte yo?

 

-Todo lo que usted quiera.

 

-Bueno, voy a decirte una cosa. Desde hace una hora estás oyendo que yo te hablo de tú, y tú sigues diciéndome a mide usted. Siempre latín y griego, siempre lo más complicado posible. Cuando una muchacha te llama de tú y no te es antipática, entonces debes llamarla de tú a ella también. ¿Ves? Ya has aprendido algo nuevo. Y segundo: desde hace media hora sé que te llamas Harry. Lo sé porque te lo he preguntado. Tú, en cambio, no quieres saber cómo me llamo yo.

 

-¡Oh, ya lo creo, con mucho gusto querría saberlo!

 

- ¡Es tarde, amigo! Cuando nos volvamos a ver, me lo preguntas de nuevo. Hoy no te lo digo ya. Bueno, y ahora, voy a bailar.

 

Al hacer ademán de levantarse, se deprimió profundamente mi ánimo, tuve miedo de que se fuera y me dejara solo, y entonces volvería todo a ser como antes había sido.

 

Como un dolor de muelas, desaparecido por un instante, se presenta otra vez de pronto y quema como el fuego, así se me presentaron al punto otra vez el miedo y el terror.

 

¡Oh, Dios! ¿Había podido yo olvidar lo que estaba aguardándome? ¿Es que había cambiado alguna cosa?

 

-¡Alto! -grité, suplicante-. No se vaya usted. No te vayas. Claro que puedes bailar cuanto quieras, pero no estés mucho tiempo por ahí; vuelve pronto.

 

Se levantó riendo. Me la había figurado más alta, era esbelta, pero no alta. De nuevo volvió a recordarme a alguien. ¿A quién? No podía acordarme.

 

- ¿Vuelves?

 

-Vuelvo, pero puedo tardar un rato, media hora, o acaso una entera. Voy a decirte una cosa: cierra los ojos y duerme un poco; eso es lo que necesitas.

 

Le hice sitio y salió; su vestido rozó mi rodilla, al salir se miró en un pequeñísimo espejo redondo de bolsillo, levantó las cejas, se pasó por la barbilla una minúscula borla de polvos y desapareció en el salón de baile. Miré en torno mío; caras extrañas, hombres fumando, cerveza derramada sobre las mesas de mármol, algazara y griterío por doquiera, al lado la música de baile. Había dicho que me durmiera. Ah, buena niña, vaya una idea que tienes de mi sueño, que es más tímido que una gacela. ¡Dormir en esta feria, aquí sentado, entre los tarros de cerveza con sus tapaderas ruidosas! Bebí un sorbo de vino, saqué del bolsillo un cigarro, busqué las cerillas, pero en realidad no sentía ganas de fumar, dejé el cigarro delante de mí sobre la mesa. «Cierra los ojos», me había dicho. Dios sabe de dónde tenía la muchacha esta voz, esta voz buena, algo profunda, una voz maternal. Era bueno obedecer a esta voz, ya lo había experimentado.

 

Obediente, cerré los ojos, apoyé la cabeza en la mano, oí zumbar a mi alrededor cien ruidos violentos, me hizo sonreír la idea de dormir en este lugar, decidí ir a la puerta del salón y echar una mirada furtiva por el baile -tenía que ver bailar a mi bella muchacha-, moví los pies debajo del asiento y hasta entonces no sentí cuán tremendamente cansado estaba del ambular errante horas enteras, y me quedé sentado. Y entonces me dormí en efecto, fiel a la orden maternal, dormí ávido y agradecido y soñé, soñé más clara y agradablemente que había soñado desde hacia mucho tiempo. Soñé.

 

Yo estaba sentado y esperaba en una antesala pasada de moda. En un principio sólo sabía que había sido anunciado a un excelentísimo señor, luego me di cuenta de que era el señor Goethe, por quien había de ser recibido. Desgraciadamente no estaba yo allí del todo como particular, sino como corresponsal de una revista; esto me molestaba mucho y no podía comprender qué diablo me había colocado en esta situación. Además me inquietaba un escorpión, que acababa de hacerse visible y había intentado gatear por mi pierna arriba. Yo me había defendido desde luego del pequeño y negro animalejo y me había sacudido, pero no sabía dónde se había metido después y no osaba echar mano a ninguna parte.

 

No estaba tampoco seguro de sí por equivocación, en lugar de a Goethe, no había sido anunciado a Matthisson, al cual, sin embargo, en el sueño confundía con Bürger,

 

pues le atribuía las poesías a Molly. Por otra parte me hubiera sido muy a propósito un encuentro con Molly, yo me la imaginaba maravillosa, blanda, musical, occidental. ¡Si no hubiera estado yo allí sentado por encargo de aquella maldita redacción! Mi mal humor por esto aumentaba en cada instante y se fue trasladando poco a poco también a Goethe, contra el cual tuve de pronto toda clase de escrúpulos y censuras. ¡Podía resultar bonita la audiencia! El escorpión, en cambio, aun cuando peligroso y escondido quizá cerca de mí, acaso no fuera tan grave; pensé también ser presagio de algo agradable, me parecía muy posible que tuviera alguna relación con Molly, que fuera una especie de mensajero suyo o su escudo de armas, un bonito y peligroso animal heráldico de la feminidad y del pecado. ¿No se llamaría acaso Vulpius el animal heráldico? Pero en aquel instante abrió un criado la puerta, me levanté y entré.

 

Allí estaba el viejo Goethe, pequeño y muy tiesecillo, y tenía, en efecto, una gran placa de condecoración sobre su pecho clásico. Aún parecía que estaba gobernando, que seguía constantemente recibiendo audiencias y controlando el mundo desde su museo de Weimar. Pues apenas me hubo visto, me saludó con un rápido movimiento de cabeza, lo mismo que un viejo cuervo, y habló solemnemente: ¿De modo que vosotros la gente joven estáis bien poco conformes con nosotros y con nuestros afanes?

 

-Exactamente -dije, y me dejó helado su mirada de ministro-. Nosotros la gente joven no estamos, en efecto, conformes con usted, viejo señor. Usted nos resulta demasiado solemne, excelencia, demasiado vanidoso y presumido y demasiado poco sincero. Esto acaso sea lo esencial: demasiado poco sincero.

 

El hombre chiquitín, anciano, movió la severa cabeza un poco hacia adelante, y al distenderse en una pequeña sonrisa su boca dura y plegada a la manera oficial y al animarse de un modo encantador, me palpitó el corazón de repente, pues me acordé de pronto de la poesía «Bajó de arriba la tarde» y de que este hombre y esta boca eran de donde habían salido las palabras de aquella poesía. En realidad ya en aquel momento estaba yo totalmente desarmado y aplanado, y con el mayor gusto me hubiera arrodillado ante él. Pero me mantuve firme y oí de su boca sonriente estas palabras: ¡Ah! ¿Entonces ustedes me acusan de insinceridad? ¡Vaya qué palabras! ¿No querría usted explicarse un poco mejor?

 

Lo estaba deseando:

 

-Usted, señor de Goethe, como todos los grandes espíritus, ha conocido y ha sentido perfectamente el problema, la desconfianza de la vida humana: la grandiosidad del momento y su miserable marchitarse, la imposibilidad de corresponder a una elevada sublimidad del sentimiento de otro modo que con la cárcel de lo cotidiano, la aspiración ardiente hacia el reino del espíritu que está en eterna lucha a muerte con el amor también ardiente y también santo a la perdida inocencia de la naturaleza, todo este terrible flotar en el vacío y en la incertidumbre, este estar condenado a lo efímero, a lo incompleto, a lo eternamente en ensayo y diletantesco, en suma, la falta de horizontes y de comprensión y la desesperación agobiante de la naturaleza humana. Todo esto lo ha conocido usted y alguna vez se ha declarado partidario de ello, y, sin embargo, con toda su vida ha predicado lo contrario, ha expresado fe y optimismo, ha fingido a sí mismo y a los demás una perdurabilidad y un sentido a nuestros esfuerzos espirituales. Usted ha rechazado y oprimido a los que profesan una profundidad de pensamiento y a las voces de la desesperada verdad, lo mismo en usted que en Kleist y en Beethoven. Durante decenios enteros ha actuado como si el amontonamiento de ciencia y de colecciones, el escribir y conservar cartas y toda su dilatada existencia en Weimar fuera, en efecto, un camino para eternizar el momento, que en el fondo usted sólo lograba momificar, para espiritualizar a la naturaleza, a la que sólo conseguía estilizar en caricatura. Esta es la insinceridad que le echamos en cara.

 

Pensativo, me miró el viejo consejero a los ojos; su boca seguía sonriendo.

 

Luego, para mi asombro, me preguntó: «¿Entonces La Flauta encantada de Mozart le tiene que ser a usted sin duda profundamente desagradable?»

 

Y antes de que yo pudiera protestar, continuó:

 

-La Flauta encantada representa a la vida como un canto delicioso, ensalza nuestros sentimientos, que son perecederos, como algo eterno y divino, no está de acuerdo ni con el señor de Kleist ni con el señor Beethoven, sino que predica optimismo y fe.

 

- ¡Ya lo sé, ya lo sé! - grité furioso-. ¡Sabe Dios por qué se le ha ocurrido a usted La Flauta encantada, que es para mí lo más excelso del mundo! Pero Mozart no llegó a los ochenta y dos años, y en su vida privada no tuvo estas pretensiones de perdurabilidad, orden y almidonada majestad que usted. No se dio nunca tanta importancia. Cantó sus divinas melodías, fue pobre y se murió pronto, en la miseria y mal conocido...

 

Me faltaba el aliento. Mil cosas se hubieran podido decir en diez palabras, empecé a sudar por la frente.

 

Pero Goethe me dijo con mucha amabilidad.

 

-El haber llegado yo a los ochenta y dos años puede que sea, desde luego, imperdonable. Pero el placer que yo en ello tuve, fue sin duda menor de lo que usted puede imaginarse. Tiene usted razón; me consumió siempre un gran deseo de perdurabilidad, siempre temí y combatí a la muerte. Creo que la lucha contra la muerte, el afán absoluto y terco de querer vivir es el estimulo por el cual han actuado y han vivido todos los hombres sobresalientes. Que al final hay, sin embargo, que morir, esto, en cambio, mi joven amigo, lo he demostrado a los ochenta y dos años de modo tan concluyente como si hubiera muerto siendo niño. Por si pudiera servir para mi justificación, aún habría que añadir una cosa: en mi naturaleza ha habido mucho de infantil, mucha curiosidad y afán de juego, mucho placer en perder el tiempo. Claro, y he tenido que necesitar un poco más hasta comprender que era ya hora de dar por terminado el juego.

 

Al decir esto, sonreía de un modo tremendo, retorciéndose de risa. Su figura se había agrandado, habían desaparecido la tiesura y la violenta majestad del rostro. Y el aire en torno nuestro estaba lleno ahora por completo de toda suerte de melodías, de toda clase de canciones de Goethe, oí claramente la Violeta, de Mozart, y el Llenas el bosque y el valle, de Schubert. Y la cara de Goethe era ahora rosada y joven, y reía y se parecía ya a Mozart ya a Schubert, como si fuera su hermano, y la placa sobre su pecho estaba formada sólo por flores campestres, una prímula amarilla se destacaba en el centro, alegre y plena.

 

Me molestaba que el anciano quisiera sustraerse a mis preguntas y a mis quejas de una manera tan bromista, y lo miré lleno de enojo. Entonces se inclinó un poco hacia adelante, puso su boca muy cerca de mi oreja, su boca ya enteramente infantil y me susurró quedo al oído: Hijo mío, tomas demasiado en serio al viejo Goethe. A los viejos, que ya se han muerto, no se les puede tomar en serio, eso sería no hacerles justicia. A nosotros los inmortales no nos gusta que se nos tome en serio, nos gusta la broma. La seriedad, joven, es cosa del tiempo; se produce, esto por lo menos quiero revelártelo, se produce por una hipertensión del tiempo. También yo estimé demasiado en mis días el valor del tiempo, por eso quería llegar a los cien años. En la eternidad, sin embargo, no hay tiempo, como ves: la eternidad es un instante, lo suficiente largo para una broma.

 

En efecto, ya no se podía hablar una palabra en serio con aquel hombre; bailoteaba para arriba y para abajo, alegre y ágil, y hacía salir a la prímula de su estrella como un cohete, o la iba escondiendo hasta hacerla desaparecer. Mientras daba sus pasos y figuras de baile, hube de pensar que este hombre por lo menos no había omitido aprender a bailar. Lo hacía maravillosamente. En aquel momento se me representó otra vez el escorpión, o mejor dicho, Molly, y dije a Goethe: «Diga usted, ¿no está Molly ahí?»

 

Goethe soltó una carcajada. Fue a su mesa, abrió un cajón, sacó un precioso estuche de piel o de terciopelo, lo abrió y me lo puso delante de los ojos. Allí estaba sobre el oscuro terciopelo, pequeña, impecable y reluciente, una minúscula pierna de mujer, una pierna encantadora, un poco doblada por la rodilla, con el pie estirado hacia abajo, terminando en punta en los más deliciosos dedos.

 

Alargué la mano queriendo coger la pequeña pierna que me enamoraba, pero al ir a tocarla con los dedos, pareció que el minúsculo juguete se movía con una pequeña contracción, y se me ocurrió de repente la sospecha de que éste podía ser el escorpión.

 

Goethe pareció comprenderlo, es más, parecía como si precisamente hubiese querido y provocado esta profunda inquietud, esta brusca lucha de deseo y temor. Me tuvo el encantador escorpioncillo delante de la cara, me vio desearlo con ansiedad, me vio echarme atrás con espanto ante él, y esto parecía proporcionarle un gran placer.

 

Mientras se burlaba de mí con la linda cosita peligrosa, se había vuelto otra vez enteramente viejo, viejísimo, milenario, con el cabello blanco como la nieve; y su marchito rostro de anciano reía tranquila y calladamente, por dentro, de un modo impetuoso, con el insondable humorismo de los viejos.

 

Cuando desperté, había olvidado el sueño; sólo más tarde volví a darme cuenta de él.

 

Había dormido seguramente como cosa de una hora, en medio de la música y de la algarabía, en la mesa del restaurante; nunca lo hubiera creído posible. La bella muchacha estaba ante mí, con una mano sobre mi hombro.

 

-Dame dos o tres marcos -dijo-. Al otro lado he hecho algún consumo.

 

Le di mi portamonedas, se fue con él y volvió a poco.

 

-Bueno, ahora puedo estarme sentada contigo todavía un ratito; luego tengo que irme: tengo una cita.

 

Me asusté.

 

-¿Con quién, pues? -inquirí de prisa.

 

-Con un caballero, pequeño Harry. Me ha invitado al «Bar Odeón».

 

-¡Oh, pensé que no me dejarías solo!

 

-Para eso habrías tenido que ser tú el que me hubieras convidado. Se te ha adelantado uno. Nada, con eso ahorras algo. ¿Conoces el «Odeón»? A partir de media noche, sólo champaña, sillones, orquesta de negros, muy distinguido.

 

No contaba con esto.

 

-¡Ah -dije suplicante-, deja que yo te invite! Me pareció que esto se sobreentendía; ¿no nos hemos hecho amigos? Déjate invitar adonde tú quieras, te lo ruego.