Otra vuelta de tuerca 8. Octava y última Entrega
de Henry James

Otra vuelta de tuerca 8. Octava y última Entrega

 

 

Fuente bibliotecasvirtuales.  Autor: Henry James

 

—¡He oído!

 

—¿Oído?

 

—¡Horrores! De labios de esa niña. ¡Ay! —suspiró con trágico alivio. Le doy mi palabra de honor, señorita; dice cada cosa...

 

Pero ante aquella evocación se derrumbó; se dejó caer sobre el sofá y, tal como lo había visto hacer en otras ocasiones, dio rienda suelta a su angustia.

 

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamé.

 

Se puso de pie de un salto y secóse los ojos con el dorso de la mano.

 

—¿Gracias a Dios? —gruñó.

 

—¡Esto me justifica!

 

—¡Desde luego, señorita!

 

No hubiera deseado un énfasis mayor.

 

—¿Tan horrible es?

 

Me di cuenta de que mi colega no encontraba las palabras con que expresarse.

 

—Algo realmente inconcebible.

 

—¿Sobre mí?

 

—Sí, señorita, sobre usted.., puesto que debe saberlo. Dice cosas que rebasan todo límite, algo inconcebible en una niña. No sé dónde pudo haberlo aprendido.

 

—¿El espantoso lenguaje que usa al hablar de mí? ¡Yo sí puedo decírselo! —exclamé, estallando en una risa lo bastante significativa.

 

Pero mi amiga se puso todavía más seria, si era posible.

 

—Bueno, tal vez también yo debería saberlo... ya que muchas de esas cosas las había oído antes. Sin embargo, no puedo soportarlo —repitió al tiempo que echaba una ojeada a mi reloj, colocado sobre la mesa de noche. Debo irme.

 

Logré retenerla tomándola por un brazo.

 

—Pero si usted no puede soportarlo...

 

—¿Cómo puedo seguir con ella, quiere usted decir? Pues precisamente para eso, para sacarla de aquí. Para alejarla de ellos.

 

—¿Para que sea diferente? ¿Para que se libere? —pregunté, casi con alegría—. Entonces, no obstante lo ocurrido ayer, ¿usted cree...?

 

—¿En tales cosas?

 

La simple indicación "de ellos" no requirió, a la luz de su expresión, mayores detalles; tuve el convencimiento de que estaba más que nunca de mi parte.

 

—¡Sí, sí, creo!

 

Tuve una gran alegría. ¡Seguíamos aún hombro con hombro; y mientras continuara teniendo esa seguridad, no me importaba nada de lo que pudiera ocurrir! Sería mi apoyo en presencia del desastre, de la misma manera que lo había sido durante mi necesidad inicial de contar con una confidente. Si mi amiga respondía por mi integridad, yo respondería por todo lo demás.

 

No obstante, sentí una nueva preocupación en el momento en que nos separábamos.

 

—Acabo de recordar una cosa: la carta en la que daba la voz de alarma habrá llegado a la ciudad antes que usted.

 

Volví a percibir una vez más lo mucho que había sido maltratada en el bosque y cuán amedrentada había quedado.

 

—Su carta, señorita, no llegará nunca. No fue enviada.

 

—¿Qué fue de ella entonces?

 

—¡Sólo Dios lo sabe! El señorito Miles...

 

—¿Quiere usted decir que él la cogió?

 

La señora Grose titubeó, pero al fin terminó por vencer su aversión.

 

—Quiero decir que ayer, cuando regresé con Flora, me di cuenta de que no estaba donde usted la había puesto. Más tarde tuve ocasión de interrogar a Luke, quien me dijo que ni siquiera la había visto —volvimos a intercambiar en ese momento una más de nuestras profundas miradas, y fue la señora Grose la primera en reaccionar—. ¿Comprende?

 

—Comprendo que si Miles la tomó, lo más probable es que la leyera y la destruyera.

 

—¿Y no ve usted nada más?

 

La miré unos instantes con una triste sonrisa.

 

—Debo admitir que, a estas alturas, sus ojos están más abiertos que los míos.

 

Así era, pero ella no pudo evitar el ruborizarse al ver su superioridad.

 

—Eso me revela lo que pudo haber hecho en la escuela —hizo una mueca casi cómica para demostrar su desilusión ante mi falta de agudeza—. ¡Robar!

 

Di vuelta a aquella idea en mi mente, tratando de ser más prudente en mis juicios.

 

—Bueno, tal vez.

 

Me miró con un reproche, como si me encontrara inesperadamente tranquila.

 

—¡Robó cartas!

 

No podía comprender mis razones para mantener la calma, después de todo, bastante superficial; de manera que se las expuse como pude.

 

—En ese caso, espero que haya sido para obtener algo más provechoso que ahora. La nota que dejé ayer sobre la mesa —expliqué— le habrá reportado un beneficio ínfimo, ya que no contenía sino la escueta petición de una entrevista. Supongo que ahora se sentirá muy avergonzado de haber ido tan lejos para obtener tan poco, y creo que lo que anoche deseaba era confesarme su falta.

 

Me pareció que, por el momento, se me había aclarado todo el asunto.

 

—Déjenos, déjenos —continué, acompañando a mi amiga hasta la puerta—. Miles acudirá a mí. Confesará. Si confiesa, está salvado. Y si el está salvado...

 

—¿También lo estará usted? —mi amiga me besó y yo correspondí a su afecto—. ¡Yo la salvaré a usted sin él! —exclamó mientras se alejaba.

 

XXII

 

Sin embargo, cuando ella se hubo marchado —y la eché de menos en el mismo instante de la partida— fue cuando en realidad se produjo la gran explosión. Si hubiera podido prever lo que significaba encontrarse a solas con Miles, eso me habría servido de aviso. Ninguna hora de mi estancia en Bly estuvo tan llena de aprensiones como ésa en que supe que el carruaje que transportaba a la señora Grose y a mi joven pupila cruzaba las verjas del parque. Quedaba, me dije a mí misma, cara a cara con los elementos, y durante la mayor parte del día, mientras combatía mi debilidad, tuve ocasión de meditar en lo temeraria que había sido. Sobre todo, porque por primera vez pude ver en el rostro de otras personas un confuso reflejo de la crisis.

 

Lo que había sucedido, naturalmente, no pudo pasar inadvertido para la servidumbre; nadie lograba explicarse la repentina marcha de la señora Grose. Criados y doncellas mostraban un aire receloso que, indudablemente, tenía que repercutir en mi sistema nervioso. Sólo tomando deliberadamente el timón logré impedir el naufragio total; y me atrevería a decir que, a pesar de todo, esa mañana tenía yo un aspecto magnífico y severo. Recibí con beneplácito la idea de que tenía mucho que hacer sobre mis hombros, y al ser consciente de ello me sentí notablemente fortalecida. Durante un par de horas vagué por la casa en aquel estado de ánimo, y con toda seguridad tenía el aspecto de estar preparada para cualquier combate. Sin embargo, aquí debo confesar que deambulaba con un corazón desfalleciente.

 

La persona al parecer menos preocupada, por lo menos hasta la hora del almuerzo, fue el propio Miles. Durante mis paseos por la casa no logré vislumbrarlo por ninguna parte, pero aquel hecho sólo contribuyó a hacer más público el cambio ocurrido en nuestras relaciones como consecuencia del engaño de que me había hecho víctima, al retenerme a su lado junto al piano, para que Flora pudiera escapar. La publicidad de que algo marchaba mal había comenzado con el confinamiento y la marcha posterior de Flora, y en la inobservancia de las horas de clases que regularmente teníamos. Miles ya no estaba en su cuarto cuando entré en él a primeras horas de la mañana; luego me enteré de que había desayunado, en presencia de un par de doncellas, con la señora Grose y su hermana. Después había salido, según dejó dicho, a dar un paseo; eso, más que nada, mostró su franca opinión sobre el brusco cambio habido en mis funciones. Faltaba sólo aclarar hasta qué punto iba a permitirme el ejercicio de aquellas funciones. De todos modos era un alivio, al menos para mí, renunciar a cualquier fingimiento. Entre las muchas cosas que habían emergido a la superficie se encontraba el absurdo, debo confesarlo abiertamente, de que continuáramos prolongando la ficción de que yo pudiera enseñar algo más al niño. Era más que evidente que, gracias a pequeños trucos tácitamente aceptados, él más que yo, se preocupaba por no herir mi dignidad, pues yo no era capaz de ejercer de profesora de ese niño. De cualquier manera, ahora gozaba de la libertad que había reclamado; y yo no iba a coartársela. Se lo había demostrado la noche anterior, al permitirle que permaneciera en la sala de las clases sin formularle ninguna pregunta, sin hacerle ninguna sugerencia. Estaba decidida a aplicar estrictamente mi nuevo sistema. Sin embargo, cuando al fin lo tuve ante mí, la dificultad de aplicarlo se presentó en toda su intensidad. Mis ojos no pudieron descubrir en su hermosa figura ninguna mancha, ninguna sombra de lo que había ocurrido.

 

Para indicar a la servidumbre el tono de elegancia que había decidido implantar, pedí que nuestras comidas fueran servidas en el comedor de la planta baja. Así que, mientras lo esperaba en medio del pesado lujo de aquel salón, al lado de la ventana por la cual había recibido, gracias a la señora Grose, aquel primer espantoso domingo, el primer rayo de algo que difícilmente podría ser llamado luz, volví a sentir una y otra vez que mis posibilidades de éxito dependían sobre todo de mi voluntad, la voluntad de cerrar los ojos todo lo posible a la verdad, la verdad de que tenía que tratar con algo que era repugnantemente contrario a la naturaleza. Lo único que podía hacer era tomar a la naturaleza a mi servicio y considerar mi monstruosa hazaña como una incursión en una dirección desacostumbrada y, por supuesto, desagradable, pero que me exigía, después de todo, si quería hacerle frente con éxito, dar sólo otra vuelta de tuerca a una virtud humana ordinaria. Ninguna de mis tentativas requería un tacto tan extraordinario como ese intento de extraer de mí misma toda la naturaleza. ¿Cómo podía poner un poco de dicho tacto en una supresión de alusiones a todo lo ocurrido? ¿Cómo, por otra parte, podía hacer alguna alusión sin sumergirme aún más en aquella detestable oscuridad? Después de un rato encontré una especie de respuesta, que fue confirmada por la repentina visión de todo lo que de raro había en mi pequeño pupilo. Era como si aun entonces hubiera encontrado —lo que tan a menudo había ocurrido durante las lecciones— otra delicada manera de facilitarme las cosas. ¿No era ya luminoso el hecho, que mientras compartíamos nuestra soledad revistió un brillo extraordinario, el hecho, digo, de que —y esto lo supe gracias a la oportunidad, a la preciosa oportunidad que se había presentado— sería descabellado, en el caso de un niño tan dotado, renunciar a la ayuda que se pudiera extraer de su inteligencia? ¿Para qué le había sido concedida aquella inteligencia si no era para salvarse? ¿No era aún posible alcanzar su alma, correr el riesgo de tender el brazo hacia su espíritu? Y cuando estuvimos frente a frente en el comedor me pareció que literalmente me mostraba el camino. El cordero asado estaba ya sobre la mesa cuando Miles entró en el comedor. Antes de sentarse, permaneció un momento de pie, con las manos en los bolsillos, y miró la carne como si se dispusiera a hacer un comentario humorístico sobre ella. Sin embargo, lo que dijo fue:

 

—Quiero saber, querida, si está realmente tan enferma.

 

—¿La pequeña Flora? No, no está muy mal, y pronto se repondrá. Londres le sentará bien. Bly, en cambio, había dejado de convenirle. Siéntate y come tu camero.

 

Me obedeció al instante, se sirvió carne y luego volvió al tema.

 

—¿Tan mal le ha sentado Bly de repente?

 

—No tan de repente como te imaginas. La cosa se veía venir.

 

—Entonces, ¿por qué no la hicieron salir antes de aquí?

 

—¿Antes de qué?

 

—Antes de que estuviera demasiado enferma para viajar.

 

—No está demasiado enferma para viajar —le respondí sin pérdida de tiempo— lo hubiera estado de haberse quedado aquí. Este era el momento preciso para que emprendiera el viaje. El cambio de aires disipará las malas influencias...

 

Realmente, podía enorgullecerme de mí misma por mi dominio.

 

—Comprendo, comprendo —dijo Miles.

 

Su aplomo era comparable al mío. Empezó a comer con aquella distinción de modales que yo había admirado desde el día de su llegada y que me ahorraba la pesada carga de tener que estar reprendiéndolo en la mesa. Por todo podrían haberlo expulsado de la escuela, menos por malos modales en la mesa. Ese día se mostraba tan irreprochable como siempre, pero había algo indudablemente deliberado en su actitud. Era evidente que estaba tratando de dar por sentadas más cosas de las que sabía sin ayuda de nadie, con entera facilidad; y se sumió en un apacible silencio mientras estudiaba la situación. Nuestro almuerzo fue de lo más breve que pueda imaginarse. Apenas pude probar bocado, e hice que rápidamente la doncella levantara la mesa. Mientras tanto Miles permanecía de pie con las manos nuevamente en los bolsillos y de espaldas a mí, mirando a través de la ventana del comedor que en otra ocasión tanto me había sobresaltado. Continuamos en silencio hasta que la doncella se hubo marchado; tan en silencio, se me ocurrió humorísticamente, como una joven pareja que, en su viaje de bodas, en la posada, se sienten cohibidos por la presencia del camarero. Cuando la doncella cerró la puerta, Miles se volvió en redondo.

 

—Bueno... al fin estamos solos —dijo.

 

XXIII

 

—Sí, más o menos —me imagino que mi sonrisa debió ser bastante desmayada—. No del todo. ¡No creo que nos guste estar completamente solos! —añadí.

 

—No, supongo que no. Desde luego, están los demás.

 

—Están los demás... están los demás —repetí.

 

—Sin embargo —me dijo, aún con las manos en los bolsillos y parado frente a mí—, los demás no cuentan demasiado, ¿no le parece?

 

Traté que no advirtiera el temblor de mi voz.

 

—Depende de lo que consideres "demasiado".

 

—Sí —dijo fríamente—, todas las cosas dependen de algo.

 

Y a continuación volvió a asomarse a la ventana, apoyó su frente en el cristal y permaneció durante largo rato contemplando los estúpidos arbustos, que tan bien conocía yo, y el severo paisaje de noviembre. Yo tenía siempre el refugio de mis labores de punto, con las cuales en ese momento me dirigí al sofá. Atrincherándome allí, lo mismo que hice repetidamente en los momentos de tormento que ya he descrito, aquellos en que sabía que los niños se entregaban a algo que me estaba vedado, me preparé, como ya me era habitual, para lo peor. Pero una impresión extraordinaria creció en mí mientras hallaba un significado en la encogida espalda del niño: nada menos que la impresión de que en ese momento no me excluía. Ese pensamiento cobró en unos minutos toda su intensidad y me llevó a la inmediata deducción de que quien positivamente estaba excluido era él. Los marcos y los vanos del gran ventanal formaban para él una especie de imagen de fracaso. Su actitud era admirable, pero no cómoda, y una nueva esperanza renació en mí. ¿No buscaba acaso, más allá de los cristales encantados, algo que no podía ver? ¿Y no era la primera vez en toda la temporada que aquello le ocurría? La primera, sí, la primera vez y aquello me pareció prodigioso. Parecía estar ansioso, aunque vigilaba y controlaba sus reacciones; lo cierto es que había estado ansioso todo el día, incluso cuando se sentó a la mesa y echó mano de todo su talento para disimularlo. Cuando, finalmente, se volvió hacia mí, tuve la impresión de que todo aquel talento había sucumbido.

 

—Bueno, creo que me alegro de que a mí sí me sienta bien Bly.

 

—Supongo que en estas últimas veinticuatro horas habrás podido ver más que en todo el tiempo anterior. Espero —continué valientemente— que hayas disfrutado de tus paseos.

 

—¡Oh, sí! Nunca había caminado tanto... recorrí millas y millas. Nunca me había sentido tan libre.

 

Tenía una manera de expresarse muy personal, y lo único que yo podía hacer era tratar de situarme a su nivel.

 

—Y bien, ¿te ha gustado?

 

Permaneció sonriendo frente a mí y luego puso en cuatro palabras un caudal de significación mayor que el que yo me hubiera podido imaginar en una frase tan breve.

 

—¿Le gusta a usted? —y, antes de que hubiese tenido tiempo de responder, añadió como si considerara su pregunta como una impertinencia—: Me parece que lo ha tomado de un modo magnífico, pues, por supuesto, si ahora estamos solos, es usted quien está más sola. Espero —concluyó— que no le importe demasiado.

 

—¿Cómo no iba a importarme algo que tiene relación contigo? —respondí—. Mi querido niño, ¿cómo podía no importarme? Aunque haya renunciado a toda pretensión a tu compañía, puesto que tú estás muy por encima de mí, yo al menos la disfruto enormemente. ¿Por qué, si no, me hubiera quedado aquí?

 

Miles me miró directamente, y la expresión de su rostro, más grave entonces, me asombró por ser la más bella que nunca había visto en él.

 

—¿Se quedó aquí sólo por eso?

 

—Por supuesto. Me he quedado sólo porque soy tu amiga y por el tremendo interés que tengo por hacer todo lo que de mí dependa para ayudarte. Esto no debe sorprenderte —mis esfuerzos por ocultar el temblor de mi voz resultaron inútiles—. ¿No recuerdas lo que dije aquella noche de tormenta, cuando fui a tu dormitorio y me senté en tu cama? Te dije que no había nada en el mundo que no pudiera hacer por ti.

 

—¡Sí, sí! —Miles, por su parte, cada vez más nervioso, trataba también de dominarse; lo hizo con mucho más éxito que yo y riendo a pesar de la gravedad de su semblante, fingió tomar a broma nuestra conversación—. Sólo que, en mi opinión, lo decía para obtener algo de mí.

 

—Fue, en parte, para conseguir que hicieras algo —admití— pero sabes bien que no hiciste lo que yo quería.

 

—¡Oh, sí! —dijo con una impaciencia brillante y superficial—, quería que le dijera algo.

 

—Exactamente; sin rodeos, quería que me dijeras lo que tienes en la mente; tú lo sabes.

 

—¡Ah! Entonces, ¿se quedó aquí por eso?

 

A pesar de que su tono seguía siendo alegre, pude captar una nota de apasionado resentimiento en sus palabras; pero no puedo expresar el efecto que me causó aquel débil inicio de rendición. Me pareció que lo que tanto había anhelado se presentaba sólo para dejarme atónita.

 

—Bueno, sí... es mejor que te lo diga sin ambages: ha sido precisamente por eso.

 

Esperé su respuesta un rato tan largo que supuse buscaba el mejor modo de refutar el motivo alegado acerca de mi estancia; pero al fin sólo dijo:

 

—¿Ahora? ¿Aquí?

 

—No podría haber mejor lugar ni mejor ocasión.

 

Miles miró a su alrededor con aire intranquilo y yo tuve la rara impresión de que aquél era el primer síntoma que observaba con el cual tuviera relación el miedo, un miedo inmediato. Fue como si repentinamente me temiera... lo que me pareció que era lo mejor que pudiera ocurrir. Sin embargo, con un esfuerzo inaudito, traté en vano de mostrarme severa. No me fue posible; me oí a mí misma decir, en un tono tan amable que era casi grotesco:

 

—¿Deseas salir a pasear otra vez?

 

—¡Oh, sí! ¡Mucho!

 

Me sonrió heroicamente y su conmovedora bravata dejó de serlo debido al intenso rubor que coloreó sus mejillas. Tomó su sombrero, con el que se había presentado en el comedor, y le daba vueltas entre las manos con evidente nerviosismo. En aquel momento, a pesar de tener la viva sensación de estar a punto de llegar a puerto, experimenté un horror perverso ante lo que estaba haciendo. Hacer aquello era, evidentemente, un acto de violencia, ya que consistía en la introducción de la idea de pecado y de culpa en aquella criatura indefensa que había constituido para mí una revelación sobre las posibilidades de una bella amistad. ¿No era algo vil crearle a aquel ser exquisito una desazón que no conocía? Supongo que ahora puedo leer en nuestra situación con una claridad que entonces me estaba vedada, ya que me parece ver nuestros pobres ojos iluminados con una chispa de previsión de la angustia que nos amenazaba. Por eso dábamos vueltas, con nuestros terrores y escrúpulos, como luchadores que no se atreven a atacar. Cada uno de nosotros temía por el otro. Aquello nos mantuvo en silencio, y sin resultar lastimados, un rato más.

 

—Se lo diré todo —concedió Miles—. Quiero decir que diré todo lo que usted quiera. Quédese conmigo; lo pasaremos muy bien y se lo diré todo... Lo haré. Pero no ahora.

 

—¿Por qué no ahora?

 

Mi insistencia lo hizo volver una vez más a la ventana. Se hizo entre nosotros un silencio durante el cual hubiera podido oírse la caída de un alfiler. Luego se volvió otra vez hacia mí con el aire de una persona que sabe que lo esperan en otra parte.

 

—Tengo que ver a Luke —dijo.

 

Hasta entonces no lo había reducido nunca a tener que decir una mentira tan vulgar, y me sentí proporcionalmente avergonzada. Pero, por malo que ello fuera, aquella mentira confirmaba mi verdad. Terminé pensativamente unas cuantas vueltas de mi labor de punto.

 

—Muy bien, ve a ver a Luke; te espero aquí; confío en tu promesa. Sólo que para satisfacerme tienes que responder, antes de salir, una pregunta insignificante.

 

Me dio la impresión de que creía haber salido ganando con nuestro convenio.

 

—¿Realmente insignificante...?

 

—Sí, una mínima parte del conjunto. Dime si ayer por la tarde cogiste una carta mía que estaba sobre la mesa del vestíbulo.

 

XXIV

 

No pude saber cómo recibió aquellas palabras, porque mi atención sufrió durante un minuto algo que sólo puedo describir como un brutal mazazo, y que me hizo saltar ciegamente para abrazarlo, mientras buscaba a la vez apoyo en el mueble más próximo, tratando instintivamente de mantenerlo de espaldas a la ventana: Peter Quint había aparecido y se erguía como un centinela delante de una cárcel. La siguiente cosa que vi fue que se había acercado a la ventana, pegaba su rostro a los cristales y miraba hacia el interior, ofreciendo a nuestra contemplación su lívido rostro de condenado. Decir que un segundo después había formado ya un propósito, sería expresar de una manera muy burda lo que ocurrió en mi interior a la vista de aquella figura. No creo que ninguna mujer sobrecogida de aquella manera pudiera recobrar en tan poco tiempo el sentido de la acción. Tuve la intuición, en medio del horror de aquella presencia inmediata, de que mi objetivo debía consistir —viendo y enfrentándome a lo que tenía que ver y enfrentar— en evitar que el niño se diera cuenta de su presencia. La inspiración —no puedo emplear otro término— estribó en que comprendiera que eso era precisamente lo que debía hacer. Era como combatir contra un demonio por el rescate de un alma humana. El rostro que estaba junto al mío aparecía tan pálido como aquel otro pegado a la ventana, y súbitamente surgió de él un sonido, ni bajo ni débil, sino como llegado de muy lejos, que yo sorbí ávidamente.

 

—Sí... la cogí.

 

Proferí entonces una exclamación de alegría y lo estreché con más fuerza contra mi cuerpo, donde pude sentir, en la fiebre repentina que hizo presa de su cuerpo, los acelerados latidos de un pequeño corazón. No aparté los ojos de la ventana y vi que el monstruoso ser se movía y cambiaba de posición. Lo había comparado con un centinela, pero lo furtivo de sus movimientos me recordó en ese instante a una fiera al acecho. Mi valor era tal, que lo sentí surgir de mí como una llama. Entretanto, el brillo de aquel rostro aparecía nuevamente en la ventana; aquel ser vil estaba decidido a permanecer y esperar. Estaba tan segura de que podía desafiarlo, así como de la falta de reservas del niño para esos momentos, que proseguí.

 

—¿Por qué la cogiste?

 

—Para ver que decía de mí.

 

—¿Abriste la carta?

Otra vuelta de tuerca 4. Cuarta Entrega

 

 

Fuente bibliotecasvirtuales.  Autor: Henry James

 

—Sí, la abrí.

 

Mi mirada estaba elevada de nuevo a la cara de Miles, cuya expresión burlona había desaparecido para ser sustituida por otra de gran inquietud. Me parecía que lo asombroso era que, finalmente, gracias a mi éxito, sus sentidos estaban cerrados y la extraña comunicación había cesado. Miles sabía que estaba en presencia de algo, pero ignoraba qué era; y aún más ignoraba que yo también estaba en presencia de algo y sí sabía qué era. ¿Qué decir de la emoción que me invadió cuando dirigí de nuevo los ojos a la ventana y comprendí que el abominable ser había desaparecido, que el aire era nítido de nuevo y que aquello se debía a mi triunfo personal? No había nadie allí. Sentí que había ganado y que seguramente me enteraría de todo.

 

—¡Y no encontraste nada! —exclamé en tono jubiloso. Miles sacudió tristemente la cabeza.

 

—Nada.

 

—¡Nada, nada! —casi grité, llena de alegría.

 

—Nada, nada —volvió a decir entristecido.

 

Besé su frente. Estaba empapada.

 

—¿Qué hiciste entonces con ella?

 

—La quemé.

 

—¿La quemaste? —pensé que debía decirlo entonces o nunca—. ¿Era eso lo que hacías en la escuela?

 

¡Oh, que expresión la suya!

 

—¿En la escuela?

 

—¿Cogías cartas... u otras cosas?

 

—¿Otras cosas? —parecía estar pensando en algo muy remoto que sólo alcanzaba a través del peso de su ansiedad. De cualquier manera, lo alcanzaba—. ¿Quiere decir si robaba?

 

Sentí que se me enrojecían hasta las raíces del cabello, mientras me preguntaba si sería más raro formular aquella pregunta a un caballero o verlo aceptarla con una naturalidad tal que sugería la profundidad en que había caído.

 

—¿Fue por eso que te prohibieron volver a la escuela?

 

Ante aquella pregunta, manifestó una leve sorpresa.

 

—¿Sabía que no podía volver?

 

—Lo sé todo.

 

Me dirigió entonces la más larga y más extraña de todas sus miradas.

 

—¿Todo?

 

—Todo. Por lo tanto, quiero que me digas si...

 

No pude repetir la pregunta.

 

—No, no robé nada.

 

Mi rostro debió de revelarle que le creía de un modo incondicional; sin embargo, mis manos —aunque era sólo por ternura— lo sacudieron como para preguntarle por qué, si no había hecho nada, me había condenado a todos aquellos meses de tormento.

 

—¿Qué hiciste entonces?

 

Miró la parte superior del salón con una vaga expresión de pena y retuvo el aliento dos o tres veces como si no pudiera respirar. Parecía que estuviera en el fondo del océano y elevara la mirada a algún delicado y verdusco rayo de luz.

 

—Bueno... dije cosas.

 

—¿Y sólo por eso...?

 

—Ellos opinaron que era más que suficiente.

 

—¿Para expulsarte?

 

Nunca, en verdad, había explicado una persona expulsada tan poco del hecho como aquella personita. Pareció sopesar mi pregunta, pero de un modo casi desinteresado.

 

—Bueno, supongo que no debí decirlas.

 

—Pero ¿a quién dijiste esas cosas?

 

Trataba de recordar, evidentemente, pero sin lograrlo.

 

—No lo sé.

 

Casi me sonrió en medio de la desolación de su derrota; en aquel momento tan completa, que debí detenerme allí. Pero yo estaba aturdida por mi victoria, y pregunté:

 

—¿Se las dijiste a todo el mundo?

 

—No, únicamente a... —pero volvió a sacudir tristemente la cabeza—. No puedo recordar sus nombres.

 

—¿Fueron muchos?

 

—No... sólo unos cuantos. Los que me gustaban.

 

¿Los que le gustaban? La cosa, en vez de aclararse, se volvía más oscura, y al cabo de unos instantes mi propia piedad me llevó a pensar con alarma que tal vez el niño era inocente. Aquella idea me confundió y turbó un instante, ya que si él era inocente, ¿qué era yo? Paralizada por el simple aleteo de esa pregunta, lo dejé en libertad, de manera que, con un profundo suspiro, volvió a alejarse de mí. Lo vi observar la ventana amargamente, sintiendo que ya no tenía nada que ocultar allí de él.

 

—Y ellos, ¿repitieron lo que tú dijiste? —continué al cabo de unos instantes.

 

Se hallaba entonces a cierta distancia de mí y volvía a respirar con dificultad, mostrando su contrariedad, aunque ahora sin enojo, por haber sido aprisionado contra su voluntad. Una vez más, como antes, miró hacia afuera como si, de todo lo que hasta el momento lo había sostenido, no quedara sino una ansiedad inenarrable.

 

—¡Oh, sí! —respondió, no obstante—. Debieron haberlo repetido. A quienes les gustaban —añadió.

 

De cualquier manera, allí había mucho menos de lo que yo había esperado, por lo que insistí.

 

—Y, esas cosas, ¿llegaron a oídos de...?

 

—¿De los maestros? Sí, así fue —respondió sencillamente—. Pero yo no sabía que ellos las hubieran dicho.

 

—¿Los maestros? No, no lo hicieron... Nunca dijeron nada al respecto. Por eso te estoy preguntando a ti.

 

Volvió nuevamente hacia mí su hermosa carita enfebrecida.

 

—Sí, eran cosas demasiado malas.

 

—¿Demasiado malas?

 

—Las que decía yo a veces. No era posible escribirlas a la familia.

 

No puedo describir el exquisito pathos de contradicción que presentaban aquel discurso y aquel orador; sólo sé que un instante después me oí decir vigorosamente:

 

—¡Qué soberana tontería! —para, un instante después, preguntar con voz más humilde—: ¿Qué eran esas cosas?

 

Mi tono, vigoroso y duro, se dirigía a su juez, a su ejecutor; sin embargo, hizo que la odiosa presencia volviera a mostrarse en la ventana; la lívida cara de una condenación. Convencida neciamente de lo absoluto de mi victoria, decidí volver a la batalla, pero lo desmedido de mis movimientos sólo lograría acelerar el desastre final. Advertí, en medio de mi acción, que el niño había dejado de ver, y que, aunque la ventana estaba frente a sus ojos, él ya sólo podía adivinar. Dejé entonces que la llama de mi impulso se elevara para convertir la crisis de su derrota en la auténtica prueba de su liberación:

 

—¡Basta! ¡Basta! ¡Basta! Todo lo que intentes será inútil —grité al visitante.

 

—¿Está ella aquí? —jadeó Miles, mientras seguía con ojos ciegos la dirección de mis palabras.

 

Luego, como su extraño ella me llamó la atención, comencé a mofarme.

 

—¿La señorita Jessel? ¿La señorita Jessel?

 

Y él, con repentina furia, me dio la espalda.

 

Yo había quedado estupefacta ante su suposición; pensé que aludía a lo que había ocurrido con Flora, y eso sólo me llevó a desear demostrarle que se trataba de algo mejor.

 

— ¡No es la señorita Jessel! Mira: está en la ventana... exactamente frente a nosotros. ¡Mira allí.., a ese desalmado, por última vez!

 

Ante eso, después de un segundo en que su cabeza hizo los movimientos de un sabueso que olfateara una pista y dando luego un frenético salto como en busca de aire y luz, se situó ante mí, lívido de rabia, atónito, mirando vanamente en torno a la habitación, sin poder ver la aparición, que yo sentía llenar el cuarto como el aroma de un veneno.

 

—¿Es él?

 

Estaba tan decidida a reunir todas las pruebas, que me volví de hielo para desafiarlo.

 

—¿A quién te refieres?

 

—¡A Peter Quint... malvada! —miró a su alrededor con su hermoso rostro contraído en una muda súplica—. ¿Dónde?

 

Me parece oír todavía aquellas palabras, con las que se había rendido; eran el supremo tributo a mi devoción.

 

—¿Qué importa ahora, querido? Ya no tendrá ninguna importancia. Estás conmigo —me volví hacia la bestia y dije—: En cambio, él te ha perdido para siempre —luego, como una demostración suprema de mi obra, añadí—: ¡Allí, allí!

 

Pero él había vuelto ya a la ventana, y miró una y otra vez sin ver absolutamente nada. La impresión de aquella pérdida de la que yo me sentía tan orgullosa, le hizo proferir un grito igual al de una criatura que se lanzara al abismo, y el ademán con que lo acogí fue el necesario para salvarlo de la caída. Lo cogí, sí, y es fácil imaginar con qué pasión; pero al cabo de un minuto comencé a darme cuenta de lo que en realidad tenía entre mis brazos. Estábamos solos, el día era apacible, y su pequeño corazón, desposeído, había dejado de latir.