Esas canciones que sabemos todos
De interés general

Esas canciones que sabemos todos. De Interés general

 

 

12/10/2013 Fuente revistaenie. Vigencia de un género.  Aunque se los suele asociar a la cultura norteamericana, el universo de los musicales supera fronteras de territorios, idiomas y estilos.

 

Desde las últimas décadas del siglo XIX, y hasta bien entrado el siglo XX, las editoriales musicales formaban parte de un negocio millonario. Sólo en la ciudad de Nueva York, una enorme cantidad de casas se habían instalado a lo largo de la West 28th Street, entre la Quinta y la Sexta avenidas, en el corazón de Manhattan. Para los que caminaban por esa zona, el sonido de los pianos desgastados, como viejas máquinas de escribir, inundaba las calles en una suerte de involuntaria y espontánea sinfonía de Babel. Despectivamente, se la empezó a llamar Tin Pan Alley , aludiendo a la similitud entre los sonidos de los pianos desvencijados y los golpes de los cacharros en la cocina. En poco tiempo, sin embargo, Tin Pan Alley pasó a convertirse en nada menos que el sinónimo de la música norteamericana. En esa particular industria, los viejos pianos eran las máquinas más valiosas, y su combustible, los sonidos que las mantenían en continuo movimiento.

 

Basta repasar algunos de los nombres asociados con el universo de Tin Pan Alley para advertir por qué puede decirse que allí latía el corazón del universo musical norteamericano: George Gershwin, Irving Berlin, Cole Porter, Hoagy Carmichael, Nacio Herb Brown, Scott Joplin, Jerome Kern, Johnny Mercer, Fats Waller... Al menos hasta la Gran Depresión de 1929, la llamada “industria del entretenimiento” tuvo en esas manzanas su época de gloria. Fue en esa época en que se consolidó el nombre de “Broadway” como sinónimo de teatro, un poco a la manera en que “Hollywood”, en la otra costa de los Estados Unidos, se convertiría en el nombre que identificaba la industria del cine.

 

Aunque “Broadway”, en rigor, alude al teatro en general, y no sólo al musical. En 1730 se abrió allí la primera sala teatral de los Estados Unidos, y desde entonces se convirtió en el distrito por excelencia para las artes escénicas. Hoy en día, las reglas son muy precisas: para poder ser llamada “de Broadway”, una producción debe cumplir con ciertos requisitos contractuales específicos. Pero no era así en aquellas primeras décadas. Con el tiempo, como señala Thomas Hischak en su enciclopedia Broadway Plays and Musicals , Broadway puede ser, al mismo tiempo, el nombre “de una calle, de un distrito, de una forma de teatro, de una clasificación sindical, y un estado mental”.

 

Acaso esta última sea la significación más importante de la palabra “Broadway”, porque hoy en día parece imposible no empezar por allí cada vez que se quiere hablar del teatro musical. Así como el “cine” continúa siendo, para mucha gente, el nombre que se le da a los productos de Hollywood, con los cuales debe medirse cualquier otra producción, lo mismo ocurre con los “musicales de Broadway”, que suelen seguir siendo vistos, en general, como los “musicales”, a secas. Uno de los propósitos de este número especial de Ñ es el de demostrar que el universo del teatro musical es mucho más que eso.

 

Pero, desde luego, es imposible no arrancar por ahí. Si algo se le debe reconocer al universo de Broadway, a esa imagen poderosísima e irresistible de los sonidos demenciales de las calles de Tin Pan Alley, es precisamente el rescate de la noción de “artesanía” que se oculta detrás de la palabra “arte”. Porque la idea de un Gran Arte entendido como el patrimonio de las musas que se dignan a hablar a través del genio de un artista inspirado es una construcción relativamente tardía, producto de eso que Diego Fischerman denominó “efecto Beethoven” para referirse a la idea de complejidad entendida como un valor en el campo de la música de tradición popular. Así, la idea romántica del arte verdadero entendido como el producto de ese comercio con las musas generó la imagen contraria, la de un arte como mero pasatiempo, incapaz de elevarse a las alturas que alcanzan otros géneros, más elaborados y, por ende, más serios.

 

La idea misma de una “industria” es la que parece generar el malestar: en efecto, nada parece más alejado de la idea de “aura” que rodea a una obra de arte que la producción en serie. Y, sin embargo, el mundo del teatro musical, en todas sus formas (incluso las formas que gozan de mayor consideración, como la ópera), parece exigir un cierto respeto por fórmulas preestablecidas y, sobre todo, la necesidad de no detener nunca la maquinaria de producción del artificio.

 

Es precisamente allí en donde el musical ofrece su costado más atractivo, al asumir despreocupadamente que eso que desde afuera parece frivolidad, es en realidad la producción artística al desnudo. Tin Pan Alley era también eso: una versión musical del “sueño americano” en el que las oportunidades les llegaban a los que trabajaban duro para adquirir maestría en un oficio. Compositores, libretistas, coreógrafos, bailarines, cantantes... no hay allí lugar para el genio, sino para el talento. Para el despliegue de una particular destreza que, en comunión con las destrezas de otros, le da forma a un espectáculo cuyo principal objetivo es impactar directamente en las emociones del público.

 

Desde ya, el teatro musical no es patrimonio exclusivo de los Estados Unidos, pero no hay dudas acerca de la primacía de la escena norteamericana en el campo del musical (pronúnciese “miúsicl”). Una película como La canción más triste del mundo (2003) de Guy Maddin ofrece una posible explicación para ese fenómeno, basada no sólo en el espíritu de empresa del protagonista, sino fundamentalmente en un cierto “vampirismo” que se alimenta de prácticamente todo lo que encuentra a su alcance para la producción de un espectáculo que quite el aliento.

 

 

Todas las voces

 

En las páginas que siguen, sin embargo, habrá oportunidad de ir más allá de la geografía musical norteamericana, para dar cuenta de la riqueza de otras plazas como el West End londinense, París, Berlín, Madrid y, desde luego, Buenos Aires. La enorme y variada oferta de teatro musical en la Argentina parece aumentar año a año y por eso, además de intentar esbozar una breve historia de los musicales en la escena local, habrá también oportunidad de escuchar las opiniones, en primera persona, de algunos de los protagonistas de este fenómeno: productores, intérpretes, creadores... Y si hicieran falta pruebas del “despegue” de la escena local, allí están las carreras de muchos artistas argentinos en salas de todo el mundo. El recorrido no puede pretender ser exhaustivo, pero al menos puede ofrecer una variedad que permita vislumbrar la riqueza de una escena en continuo crecimiento.

 

Otras vías de acceso para dar cuenta de la complejidad que rodea a los musicales son las repercusiones sociales que llegaron a provocar algunos de ellos (como el caso de The Cradle will Rock en tiempos de la Gran Depresión), o, a la inversa, el modo en el que acontecimientos políticos y sociales se convirtieron en la excusa para una creación musical, y luego cinematográfica, envuelta en polémicas (como el caso de Evita ).

 

Y hay más: en la década del 80, el libro The Celluloid Closet , llevado a la pantalla en 1995, pretendió poner la lupa sobre el modo en el que el cine representaba la homosexualidad. Desde la crueldad de ciertos estereotipos hasta la mera alusión, sólo perceptible para quienes manejaban determinados códigos, el libro y la película daban cuenta de las relaciones entre la creación artística, la censura y la expresión de temáticas LGTB en el cine, desde sus inicios hasta nuestros días.

 

No es muy distinta la situación en el caso del teatro musical, un ámbito en el que también es posible encontrar no sólo un espacio para la reproducción de algunos estereotipos, sino también el terreno ideal para combatirlos y, eventualmente, desactivarlos.

 

En todo caso, lo que más llama la atención al escuchar las voces que hablan acerca del teatro musical en las páginas que siguen no son tanto las coincidencias (algunos nombres recurrentes, el unánime reconocimiento para ciertos momentos fundacionales), sino sobre todo la variedad de opiniones, muchas veces incluso enfrentadas, que demuestran que, a diferencia de lo que pudiera pensar algún desprevenido, la canción no es siempre la misma.