Sexta entrega. El lobo estepario 6.
Fuente bibliotecasvirtuales. Luego llegó María, y después de una comida alegre me fui con ella a nuestro cuartito.
Estuvo en esa noche más hermosa, más ardiente y más íntima que nunca, y me dio a gustar delicadezas y juegos que consideré como el límite del placer humano.
-María -dije-, eres pródiga hoy como una diosa. No nos mates por completo a los dos, que mañana es el baile de máscaras. ¿Qué clase de pareja va a ser la tuya en la fiesta?
Temo, mi querida florcilla, que sea un príncipe de hadas y te rapte y no vuelvas ya nunca a mi lado. Hoy me quieres casi como se quieren los buenos amantes en el momento de la despedida, en la vez postrera.
Ella oprimió los labios fuertemente a mi oído y susurró:
-¡Calla, Harry! Cada vez puede ser la última. Cuando Armanda te haga suyo, no volverás más a mi lado. Quizá sea mañana ya.
Nunca percibí el sentimiento característico de aquellos días, aquel doble estado de ánimo deliciosamente agridulce, de un modo más violento que en aquella noche víspera del baile. Lo que sentía era felicidad: la belleza y el abandono de María, el gozar, el palpar, el respirar cien delicadas y amables sensualidades, que yo había conocido tan tarde, como hombre ya de cierta edad, el chapoteo en una suave y ondulante ola de placer. Y, sin embargo, esto no era más que la cáscara; por dentro estaba todo lleno de significación, de tensión y de fatalidad, y en tanto yo estaba ocupado amable y delicadamente con las dulces y emotivas pequeñeces del amor, nadando al parecer en tibia ventura, me daba cuenta dentro del corazón de cómo mi destino se afanaba atropelladamente hacia adelante, corriendo impetuoso como un corcel bravío, cara al abismo, cara al precipicio, lleno de angustia, lleno de anhelos, entregado con complacencia a la muerte. Así como todavía hace poco me defendía con temor y espanto de la alegre frivolidad del amor exclusivamente sensual, y lo mismo que había sentido pánico ante la belleza riente y dispuesta a entregarse de María, así sentía yo ahora también miedo a la muerte, pero un miedo consciente de que ya pronto habría de convertirse en total entrega y redención.
Mientras nosotros estábamos abismados calladamente en los juegos afanosos de nuestro amor, perteneciendo el uno al otro más íntimamente que nunca, se despedía mi alma de María y de todo lo que ella me había significado. Por ella aprendí a entregarme infantilmente una vez más en el último instante al jugueteo de la superficie, a buscar las alegrías más fugaces, a ser niño y bestia en la inocencia del sexo, un estado que en mi vida anterior sólo había conocido como excepción rara, pues la vida sensual y el sexo habían tenido para mí casi siempre el amargo sabor de culpa, el gusto dulce, pero timorato, de la fruta prohibida, ante la cual debe ponerse en guardia un hombre espiritual. Ahora, Armanda y María me habían enseñado este jardín en toda su inocencia; agradecido, había sido yo su huésped; pero pronto se hacía tiempo ya para mí de seguir andando, resultaba demasiado bonito y demasiado confortante este jardín.
Seguir aspirando a la corona de la vida, seguir purgando la culpa infinita de la vida, era lo que me estaba reservado. Una vida fácil, un fácil amor, una muerte fácil, no eran cosas para mí.
Por alusiones de la muchacha deduje que para el baile del día siguiente, o a continuación de él, estaban planeados voluptuosidades y goces especialísimos. Quizás 'esto fuera el fin, quizá tuviese razón María con su presentimiento, y nosotros estábamos acostados aquella noche juntos por última vez. ¿Acaso empezaba mañana la nueva senda del destino? Yo estaba lleno de anhelos ardientes, lleno de angustia sofocante, y me agarré fuertemente y con fiereza a María, recorrí una vez más, ávido y ebrio, todos los senderos y malezas de su jardín, me cebé una vez más en la dulce fruta del árbol del paraíso.
Recuperé al día siguiente el sueño perdido aquella noche. Por la mañana tomé un coche y fui a darme un baño; luego a casa, muerto de cansancio; puse a oscuras mi alcoba; al desnudarme encontré en el bolsillo mi poesía, la olvidé otra vez, me acosté inmediatamente, olvidé a María, a Armanda y al baile de máscaras, y dormí durante todo el día. Cuando a la tarde me levanté, hasta que no estaba afeitándome no me volví a acordar de que una hora después empezaba ya la fiesta y yo tenía que sacar una camisa para el frac. De buen humor acabé de arreglarme y salí, para ir primeramente a comer en cualquier lado.
Era el primer baile de máscaras al que yo concurría. Es verdad que en otros tiempos había visitado acá y allá estas fiestas, a veces hasta encontrándolas bonitas, pero no había bailado nunca y había sido tan sólo espectador, y siempre me había resultado cómico el entusiasmo con que oía hablar a otros de estas fiestas y hallar en ellas una diversión. Pero en el día de hoy era el baile también para mí un acontecimiento, del que me alegraba con impaciencia y no sin miedo. Como no tenía que llevar a ninguna señora, decidí no ir hasta tarde; esto me lo había recomendado también Armanda.
Al Casco de Acero, mi refugio de otros tiempos, donde los hombres desengañados perdían sentados las noches, libaban su vino y jugaban a los solteros, iba yo ya rara vez en la última época; ya no se adecuaba al estilo de mi vida presente. Pero esta noche me sentí de nuevo atraído hacia allí como cosa enteramente natural. En el estado de ánimo, a un tiempo alegre y temeroso, de fatalidad y despedida, que me dominaba en aquella época, adquirían todos los pasos y lugares de mis recuerdos una vez más el brillo dolorosamente hermoso del pasado, y así también el pequeño cafetín lleno de humo, donde no ha mucho aún contaba yo entre los parroquianos y donde todavía hace poco bastaba el narcótico primitivo de una botella de vino de la tierra para poder irme por una noche más a mi cama solitaria y para poder aguantar la vida por otro día más. Desde entonces había gustado otros remedios, excitantes más fuertes, había injerido venenos más dulces. Sonriente, pisé el viejo local y fui recibido por el saludo de la hostelera y una inclinación de cabeza de los silenciosos parroquianos. Me recomendaron y me sirvieron un pequeño pollo asado, el vino nuevo de la Alsacia corrió claro en el vaso rústico y de un dedo de grueso; amablemente me miraban las limpias y blancas mesas de madera, la vieja vajilla gualda. Y en tanto yo comía y bebía, iba aumentando dentro de mi este sentimiento de marchitez y de fiesta de despedida, este sentimiento dulce e íntimamente doloroso de mezcla con todos los escenarios y cosas de mi vida anterior, que no había sido resuelta nunca por completo, pero cuya solución estaba ahora a punto de madurar. El hombre «moderno» llama a esto sentimentalismo; no ama ya las cosas, ni siquiera lo que le es más sagrado, el automóvil, que espera poder cambiar lo antes posible por otra marca mejor. Este hombre moderno es decidido, sano, activo, sereno y austero, un tipo admirable; se portará a las mil maravillas en la próxima guerra. No me importaba nada; yo no era un hombre moderno ni tampoco enteramente pasado de moda; me había salido de la época y seguía adelante acercándome a la muerte, dispuesto a morir. No tenía aversión a sentimentalismos, estaba contento y agradecido de notar en mi abrasado corazón todavía algo así como sentimientos. De esta manera me entregué a los recuerdos del viejo cafetín, a mi apego a las viejas y toscas sillas; me entregué al vaho de humo y de vino, al sentido esfumado del hábito, de calor y de semejanza de hogar que tenía para mí todo aquello. El despedirse es hermoso, entona dulcemente. Me gustaba el asiento duro y mi vaso rústico, me gustaba el sabor fresco y las frutas del alsaciano, me gustaba la familiaridad con todo y con todos en este lugar; las caras de los bebedores acurrucados y soñadores, de los desengañados, cuyo hermano había sido yo mucho tiempo. Eran sentimentalidades burguesas las que yo sentía aquí, ligeramente salpicadas con un perfume de romanticismo pasado de moda, procedente de la época de muchacho, cuando el café, el vino y el cigarro eran aún cosas prohibidas, extrañas y magníficas. Pero no se alzó ningún lobo estepario para rechinar los dientes y hacer jirones mis sentimentalismos. Apaciblemente estuve sentado, inflamado por el pretérito, por la débil radiación de un astro que acababa de ponerse.
Llegó un vendedor ambulante con castañas asadas y le compré un puñado. Llegó una vieja con flores, le compré un par de claveles y se los regalé a la hostelera. Sólo cuando fui a pagar y busqué en vano el bolsillo acostumbrado, me di cuenta nuevamente de que iba de frac. ¡Baile de máscaras! ¡Armanda!
Pero aún era excesivamente temprano, no podía decidirme a ir a los salones del Globo. También me daba cuenta, como me había ocurrido en los últimos tiempos con todas estas diversiones, de algunos obstáculos y resistencias, una aversión a entrar en locales grandes, repletos de gente y bulliciosos, una timidez escolar ante la atmósfera extraña, ante el mundo de los elegantes, ante el baile.
Correteando, vine a pasar por un cine, vi brillar haces de rayos y gigantescos anuncios de colores; pasé de largo unos metros, volví otra vez y entré. Allí podía yo estar sentado bonitamente en la oscuridad hasta eso de las once. Conducido por el botones con la linterna, tropecé con las cortinas y di en el salón en tinieblas, encontré un sitio y de pronto estuve en medio del Antiguo Testamento. El film era uno de esos que se dicen producidos con gran lujo y refinamiento no para ganar dinero, sino con fines nobles y santos, y al cual, por las tardes, hasta escolares eran llevados por sus profesores de religión. Allí se representaba la historia de Moisés y de los israelitas en Egipto con un enorme aparato de hombres, caballos, camellos, palacios, pompa faraónica y fatigas de los judíos en la arena abrasadora del desierto. Vi a Moisés, peinado un poco según el modelo de Walt Whitman, un magnífico Moisés de guardarropía, caminando por el desierto, delante de los judíos, fogoso y sombrío, con su largo báculo y con pasos como Wotan. Lo vi junto al mar Rojo implorando a Dios y vi separarse al mar Rojo dejando libre una calle, un desfiladero entre altas montañas de agua (los catecúmenos llevados por el párroco a este film religioso podían discutir largamente sobre la manera cómo los directores de la película habían operado esta escena); vi atravesar por el desfiladero al profeta y al pueblo temeroso; aparecer detrás de ellos a los carros del Faraón; vi vacilar y con miedo a los egipcios a la orilla del mar y luego aventurarse dentro valerosamente, y vi cerrarse los montes de agua sobre el magnífico Faraón con su armadura de oro y sobre todos sus carros y guerreros, no sin acordarme de un dúo para dos bajos de Händel, en donde se canta magistralmente este acontecimiento.
Vi después con transparencia a Moisés subir al Sinaí, un héroe sombrío en un sombrío páramo de piedras, y presencié cómo allí Jehová le transmitía los diez mandamientos por medio de tempestad, relámpagos y truenos, en tanto que su pueblo indigno al pie de la montaña erigía el ternero de oro y se entregaba a placeres bastante impetuosos. Me resultaba tan extraño e increíble presenciar todo esto, ver cómo, ante un público agradecido que calladamente devoraba sus panecillos, se representaba, por sólo el dinero del billete, las historias sagradas, sus héroes y milagros, que derramaron sobre nuestra infancia el primer presentimiento de otro mundo, de algo sobrehumano; un lindo ejemplo minúsculo del gigantesco saldo y liquidación de cultura de esta época.
Dios mío, para evitar esta repugnancia hubiese sido preferible que sucumbieran también entonces, además de los egipcios, los judíos y todo el género humano, logrando una muerte violenta y digna, en lugar de esta afrentosa muerte aparente y mediocre que hoy sufrimos nosotros. ¡Mil veces preferible!
Mis secretos obstáculos, mi miedo inconfesado al baile de máscaras, no se habían aminorado con el cine y sus estímulos, sino que habían crecido de un modo desagradable, y yo, pensando en Armanda, hube de hacer un esfuerzo para que, por último, me llevara un coche a los salones del Globo y entrar. Se había hecho tarde y el baile estaba en marcha hacía tiempo. Tímido y perplejo, me vi envuelto al punto, antes de quitarme el abrigo, en un violento torbellino de máscaras, fui empujado sin miramientos; muchachas me invitaban a visitar los cuartos del champaña, clowns me daban golpes en la espalda y me llamaban de tú. No les hacía caso, a empujones me abrí camino trabajosamente por los locales sobrellenos hasta llegar al guardarropa, y cuando me dieron el número lo guardé con gran cuidado en el bolsillo, pensando que acaso ya pronto lo necesitase otra vez, cuando estuviera harto del bullicio.
En todas las estancias del gran edificio había fiebre de fiesta, en todos los salones se bailaba, hasta en el sótano, todos los pasillos y escaleras estaban abarrotados de máscaras, de baile, de música, de carcajadas y barullo. Apretujado me fui deslizando por entre la multitud, desde la orquesta de negros hasta la murga de aldea, desde el radiante gran salón principal, por los pasillos y escaleras, por los bares, hasta los buffets y los cuartos del champaña. En la mayor parte de las paredes pendían las fieras y alegres pinturas de los artistas modernísimos. Todo el mundo estaba allí, artistas, periodistas, profesores, hombres de negocios, además, naturalmente, toda la gente de viso de la ciudad. Formando en una de las orquestas estaba sentado míster Pablo, soplando con entusiasmo en su tubo arqueado; cuando me conoció, me lanzó con estrépito su saludo musical. Empujado por el gentío, fui pasando por diversos aposentos, subí y bajé escaleras; un pasillo en el sótano había sido dispuesto por los artistas como infierno, y una murga de demonios armaba allí una frenética algarabía. Luego empecé a buscar con la vista a Armanda y a María, traté de encontrarlas, me esforcé varias veces por penetrar en el salón principal, pero me perdía siempre o me hallaba de cara con la corriente de la multitud. Hacia media noche aún no había encontrado a nadie; aun cuando todavía no me había decidido a bailar, ya tenía calor y me sentía mareado, me tiré en la silla más cercana, entre gente extraña toda, me hice servir vino y encontré que el asistir a estas fiestas bulliciosas no era cosa para un hombre viejo como yo.
Resignado bebí mi vaso de vino, miré absorto los brazos y las espaldas desnudas de las mujeres, vi pasar flotando innúmeras máscaras grotescas, me dejé dar empellones y sin decir una palabra hice seguir su camino a un par de muchachas que querían sentarse sobre mis rodillas o bailar conmigo. «Viejo oso gruñón», gritó una, y tenía razón. Decidí infundirme algo de valor y de humor bebiendo, pero tampoco el vino me hacía bien, apenas pude apurar el segundo vaso. Y poco a poco fui sintiendo cómo el lobo estepario estaba detrás de mi y me sacaba la lengua. No se podía hacer nada conmigo, yo estaba allí en falso lugar. Había ido con la mejor intención, pero no podía animarme, y la alegría bulliciosa y zumbante, las risotadas y todo el frenesí en torno mío se me antojaba necio y forzado.
Así sucedió que a eso de la una, desengañado y de mal talante, me escabullí hacia atrás al guardarropa, para ponerme el gabán y marcharme. Era una derrota, un retroceso al lobo estepario, y no sé si Armanda me lo perdonaría. Pero yo no podía hacer otra cosa. En el penoso camino a través de las apreturas hasta el guardarropa, había vuelto a mirar con cuidado a todas partes, por si veía a alguna de las amigas. En vano.
Por fin estuve de pie ante el mostrador, el hombre cortés del otro lado alargaba ya la mano esperando mi número, yo busqué en el bolsillo del chaleco -¡el número no estaba allí ya!-. Diablo, no faltaba más que esto. Varias veces, durante mis tristes correrías por los salones, cuando estuve sentado ante el vino insulso, había metido la mano en el bolsillo, luchando con la resolución de volver a marcharme, y siempre había notado en su sitio la contraseña plana y redonda. Y ahora había desaparecido. Todo se me ponía mal.
-¿Has perdido la contraseña? -me preguntó con voz chillona un pequeño diablo rojo y amarillo, a mi lado-. Ahí puedes quedarte con la mía, compañero -y me la alargó efectivamente-. Mientras yo la tomaba de un modo mecánico y le daba vueltas en los dedos, había desaparecido el ágil diablejo.
Pero cuando hube levantado hasta los ojos la redonda moneda de cartón, para ver el número, allí no había número alguno, sino unos garabatos de letra pequeña. Rogué al hombre del guardarropa que esperara, fui bajo la lámpara más próxima y leí. Allí decía, en minúsculas letras vacilantes, difíciles de leer, algo borrosas:
Esta noche, a partir de las cuatro, Teatro Mágico -sólo para locos-.
La entrada cuesta la razón.
No para cualquiera. Armanda está en el infierno.
Como un polichinela cuyo alambre se le hubiera escapado de las manos por un momento al artista, vuelve a revivir tras una muerte corta y un estúpido letargo, toma parte de nuevo en el juego, bailotea y funciona otra vez; así yo también, llevado por el mágico alambre, volví a correr elástico, joven y afanoso al tumulto, del cual acababa de escaparme cansado, sin gana y viejo. Jamás ha tenido más prisa un pecador por llegar al infierno. Hace un instante me habían apretado los zapatos de charol, me había repugnado el aire perfumado y denso, me había aplanado el calor; ahora corría de prisa sobre mis pies alados, en el compás de onestep, por todos los salones, camino del infierno; sentía el aire lleno de encanto, fui mecido y llevado por el calor, por toda la música zumbona, por el vértigo de colores, por el perfume de los hombros de las mujeres, por la embriaguez de cientos de personas, por la risa, por el compás del baile, por el brillo de todos los ojos inflamados. Una bailarina española voló a mis brazos: «Baila conmigo.» «No puede ser», dije, «voy al infierno. Pero un beso tuyo me lo llevo con gusto». La boca roja bajo el antifaz vino a mi encuentro, y sólo entonces, en el beso, reconocí a María. La apreté en mis brazos, como una fragante rosa de verano florecía su boca plena. Y luego bailamos, claro está, con los labios todavía juntos, y pasamos bailando cerca de Pablo, éste pendía enamorado de su tubo acústico que aullaba tiernamente; radiante y semiausente nos acogió su hermosa mirada ininteligente. Pero antes de que hubiésemos dado veinte pasos de baile, se interrumpió la música, con disgusto solté a María de mis manos.
-Me hubiese gustado bailar contigo otra vez -dije, embriagado por su calor-; sigue conmigo unos pasos, María; estoy enamorado de tu hermoso brazo; ¡déjamelo todavía un momento! Pero, mira, Armanda me ha llamado. Está en el infierno.
-Me lo figuré. Adiós, Harry; yo sigo queriéndote.
Se despidió. Despedida era, otoño era, sino era, lo que me había dejado el perfume de la rosa de verano tan plena y tan fragante.
Seguí corriendo a través de los largos pasillos llenos de tiernas apreturas y por las escaleras abajo hacia el infierno. Allí ardían en los muros, negros como la pez, lámparas chillonas y malignas, y la orquesta de diablos tocaba febril. En una alta silla del bar había sentado un joven bello sin careta, de frac, el cual me pasó revista brevemente con una mirada burlona. Fui oprimido contra la pared por el torbellino del baile; unas veinte parejas bailaban en el pequeñísimo espacio. Ávido y temeroso observé a todas las mujeres; la mayoría aún llevaban antifaz; algunas me miraban riendo; pero ninguna era Armanda. Burlón miraba el bello jovenzuelo hacia abajo desde su alta silla barera. Pensé que en el próximo intermedio del baile llegaría ella y me llamaría. El baile acabó, pero no vino nadie.
Pasé al otro lado, al bar, que estaba embutido en un rincón de la pequeña estancia baja de techo. Fui a ponerme junto a la silla del jovencito y me hice servir whisky.
Mientras bebía, vi el perfil del joven; parecía tan conocido y encantador como un retrato de tiempo muy remoto, valioso por el silente velo polvoriento del pasado. ¡Oh, en aquel momento sufrí una sacudida! ¡Sí, era Armando, mi amigo de la infancia!
-¡Armando! -dije a media voz.
El sonrió.
-Harry, ¿me has encontrado?
Era Armanda, sólo un poco alterado el peinado y ligeramente pintada. Su rostro inteligente me miró de un modo singular con toda su palidez, asomándose a su cuello tieso de moda; llamativamente pequeñas, surgían sus manos de las amplias mangas negras del frac y de los puños blancos, y llamativamente lindos surgían sus pies en botines de seda blanca y negra de los negros pantalones largos.
-¿Es éste el traje, Armanda, con el que quieres hacer que me enamore de ti?
-Hasta ahora -asintió ella- sólo he enamorado a algunas señoras. Pero ahora te toca a ti el turno. Bebamos antes una copa de champaña.
Así lo hicimos, agachados sobre nuestras altas sillas del bar, en tanto que a nuestro lado continuaba el baile y se hinchaba la cálida y violenta música. Y sin que Armanda pareciera esforzarse en absoluto por lograrlo, me enamoré muy pronto de ella. Como iba vestida de hombre, no podíamos bailar, no podía permitirme ninguna caricia, ningún ataque; y mientras aparecía alejada y neutral en su disfraz masculino, me iba envolviendo en miradas, en palabras y gestos, con todos los encantos de su feminidad.
Sin haber llegado a tocarla siquiera, sucumbí a su encanto, y esta misma magia seguía en su papel, era un poco hermafrodita. Pues ella estuvo conversando conmigo acerca de Armando y de la niñez, la mía y la suya propia, aquellos años anteriores a la madurez sexual, en los cuales la capacidad de amar abarca no sólo a los sexos, sino a todo y a todas las cosas, lo material y lo espiritual, y todo dotado de la magia del amor y de la fabulosa capacidad de transformación, que únicamente a los elegidos y a los poetas les retorna a veces en las últimas épocas de la vida. Ella representaba perfectamente su papel de mozalbete, fumaba cigarrillos y charlaba ingeniosa y con soltura, a menudo un poco burlona; pero todo estaba impregnado por Eros, todo se transmutaba en linda seducción al pasar a mis sentidos.
¡Qué bien y qué exactamente había creído yo conocer a Armanda y cuán nueva del todo se me revelaba en esta noche! ¡De qué manera tan dulce e imperceptible me tendía la anhelada red, de qué forma tan divertida y embrujada me daba a beber el dulce veneno!
Estuvimos sentados charlando y bebiendo champaña. Dimos, curiosos, una vuelta por los salones, como descubridores aventureros; estuvimos observando diversas parejas y acechamos sus juegos de amor. Ella me mostraba mujeres con las que me incitaba a bailar, y me daba consejos acerca de las artes de seducción que había que emplear con ésta y con aquélla. Nos presentamos como rivales, hicimos la corte los dos un rato a la misma mujer, bailamos alternativamente con ella, tratando los dos de conquistarla. Y, sin embargo, todo esto no era más que juego de máscaras, era sólo una diversión entre nosotros dos que nos enlazaba a ambos más estrechamente, nos inflamaba más al uno para el otro. Todo era cuento de hadas, todo estaba enriquecido con una dimensión de más, con una nueva significación; todo era juego y símbolo. Vimos a una mujer joven, muy hermosa, que parecía algo apenada y descontenta. Armando bailó con ella, la puso hecha un ascua, se la llevó a un quiosco de champaña, y me contó después que había conquistado a aquella mujer no como hombre, sino como mujer, con la magia de Lesbos. Pero a mí, poco a poco, todo este palacio bullicioso lleno de salones en los que zumbaba el baile, esta ebria multitud de máscaras, se me convertía en un desenfrenado paraíso de ensueño; una y otra flor me seducían con su perfume, con una fruta y con otra estuve jugueteando, examinándolas con los dedos; serpientes me miraban seductoras desde verdes sombras de follaje; la flor del loto se alzaba espiritual sobre el negro cieno; pájaros encantados incitaban desde la enramada, y, sin embargo, todo no hacía más que llevarme al fin anhelado, todo me invitaba cada vez más con afán ardiente hacia la única. Un momento bailé con una muchacha desconocida, entusiasmado, conquistador; la arrastré al vértigo y a la embriaguez, y, mientras flotábamos en lo irreal, dijo ella, riendo, de pronto:
-Estás desconocido. A primera hora te encontrabas tan tonto y tan insípido...
Y reconocí a la que horas antes me había llamado «viejo oso gruñón». Ahora creyó haberme conseguido; pero al baile siguiente era ya otra la que me enardecía. Bailé dos horas o aún más, sin parar, todos los bailes, muchos que no había aprendido nunca. Una y otra vez aparecía a mi lado Armando, el joven sonriente, me saludaba con la cabeza, desaparecía de nuevo en el tumulto.
En esta noche de baile se me logró un acontecimiento que me había sido desconocido durante cincuenta años, aun cuando lo ha experimentado cualquier tobillera y cualquier estudiante: el suceso de una fiesta, la embriaguez de la comunidad en una fiesta, el secreto de la pérdida de la personalidad entre la multitud, de la unio mystica de la alegría. Con frecuencia había oído hablar de ello, era conocido de toda criada de servir, y con frecuencia había visto brillar los ojos del narrador y siempre me había sonreído un poco con aire de superioridad, un poco con envidia. Aquel brillo en los ojos ebrios de un desplazado, de un redimido de sí mismo; aquella sonrisa y aquel decaimiento medio extraviado del que se deshace en el torbellino de la comunidad, lo había visto cien veces en la vida, en ejemplos nobles y plebeyos, en reclutas y en marineros borrachos, lo mismo que en grandes artistas en el entusiasmo de representaciones solemnes, y no menos en soldados jóvenes al ir a la guerra, y aun en época recentísima había admirado, amado, ridiculizado y envidiado este fulgor y esta sonrisa del que se encuentra felizmente fuera de lugar, en mi amigo Pablo, cuando él, dichoso en el estruendo de la música, estaba pendiente de su saxofón en la orquesta, o miraba arrobado y en éxtasis al director, al tambor o al hombre con el banjo. A veces había pensado que esta sonrisa, este fulgor infantil, no sería posible más que a personas muy jóvenes y a aquellos pueblos que no podían permitirse una fuerte individuación y diferenciación de los hombres en particular. Pero hoy, en esta bendita noche, irradiaba yo mismo, el lobo estepario Harry, esta sonrisa, nadaba yo mismo en esta felicidad honda, infantil, de fábula; respiraba yo mismo este dulce sueño y esta embriaguez de comunidad, de música y de ritmo, de vino y de placer sexual, cuyo elogio en la referencia de un baile dada por cualquier estudiante había escuchado yo tantas veces con un poco de soma y con aire de pobre suficiencia. Yo ya no era yo; mi personalidad se había disuelto en el torrente de la fiesta como la sal en el agua. Bailé con muchas mujeres; también que nadaban conmigo en el mismo salón, en el mismo baile, en la misma música, y cuyas caras radiantes flotaban delante de mi vista como grandes flores fantásticas; todas me pertenecían, a todas pertenecía yo, todos participábamos unos de otros. Y hasta los hombres había que contarlos también; también en ellos estaba yo; tampoco ellos me eran extraños a mí; su sonrisa era la mía, sus aspiraciones mis aspiraciones, mis deseos los suyos.
Un baile nuevo, un fox-trot, titulado Yearning, se apoderaba del mundo aquel invierno. Una y otra vez tocaron este Yearning, y no dejaban de pedirlo nuevamente; todos estábamos impregnados de él y embriagados; todos íbamos tarareando su melodía. Bailé sin interrupción con todas las que encontraba en mi camino, con muchachas jovencitas, con señoras jóvenes florecientes, con otras en plena madurez estival y con las que empezaban a marchitarse melancólicamente: por todas ellas encantado, sonriente, feliz, radiante. Y cuando Pablo me vio entusiasmado de este modo, a mi, a quien había tenido siempre por un pobre diablo muy digno de lástima, entonces me miró venturoso con sus ojos de fuego, se levantó entusiasmado de su asiento en la orquesta, sopló con violencia en su cuerna, se subió de pie encima de la silla, y desde allí arriba soplaba hinchando los carrillos y balanceándose con el instrumento fiera y dichosamente al compás del Yearning, y yo y mi pareja le tirábamos besos con la mano y acompañábamos la música cantando a grandes voces. «¡Ah - pensaba yo entretanto-, ya puede sucederme lo que quiera; ya he sido yo también feliz por una vez, radiante, desligado de mí mismo, un hermano de Pablo, un niño!»
Había perdido la noción del tiempo; no sé cuántas horas o cuántos instantes duró esta dicha embriagadora. Tampoco me daba cuenta de que la fiesta, cuanto más al rojo se iba poniendo, se comprimía en un espacio tanto más reducido. La mayor parte de la gente se había ido ya; en los pasillos se había hecho el silencio, y estaban apagadas muchas de las luces; la escalera estaba desierta; en los salones de arriba, una orquesta tras la otra había enmudecido y se había marchado; únicamente en el salón principal y en el infierno, allá abajo, se agitaba todavía el abigarrado frenesí de la fiesta, que aumentaba en ardor constantemente. Como no podía bailar con Armanda, el jovenzuelo, sólo habíamos podido volver a encontrarnos y a saludarnos rápidamente en los intermedios del baile, y últimamente se me había eclipsado en absoluto, no sólo a la vista, sino también al pensamiento. Ya no había pensamientos. Yo flotaba disuelto en el embriagado torbellino del baile, alcanzado por notas, suspiros, perfumes, saludado por ojos extraños, inflamado, rodeado de rostros, mejillas, labios, rodillas, pechos y brazos desconocidos, arrojado de un lado para otro por la música como en un oleaje acompasado.
Entonces vi de pronto, en un momento de medio lucidez, entre los últimos huéspedes que aún quedaban llenando ahora uno de los salones pequeños, el último en el que aún resonaba la música; entonces vi de pronto una negra Pierrette con la cara pintada de blanco, una hermosa y fresca muchacha, la única cubierta con un antifaz, una figura encantadora que yo no había visto aún en toda la noche. Mientras que a todas las demás se les conocía lo tarde que era en los rostros encendidos, los trajes en desorden, los cuellos y las chorreras arrugados, estaba la negra Pierrette rozagante y pulcra con su rostro blanco tras la careta, en un vestido impecable, con la gola intacta, los puños de pico brillantes y con un peinado recién hecho. Me sentí atraído hacia ella, la cogí por el talle y nos pusimos a bailar. Plena de aroma, su gola me hacía cosquillas en la barba, me rozó la cara su cabello; con más delicadeza y con mayor intimidad que cualquiera otra bailarina de esta noche, respondía su cuerpo mórbido y juvenil a mis movimientos, los evitaba, y jugueteando obligaba, seductora, cada vez a nuevos contactos. Y de pronto, al inclinarme durante el baile buscando su boca con la mía, sonrió aquella boca con un aire superior y de antigua familiaridad; reconocí la firme barbilla, reconocí feliz los hombros, los codos, las manos. Era Armanda, ya no era Armando, cambiada de traje, perfumada ligeramente y con muy pocos polvos en la cara. Ardientes se juntaron nuestros labios, un instante se plegó a mí todo su cuerpo hasta abajo a las rodillas, llena de deseo y de abandono; luego me retiró su boca y bailó muy discreta y huyendo.
Cuando acabó la música nos quedamos de pie, abrazados; todas las parejas, enardecidas a nuestro alrededor, aplaudían, daban golpes en el suelo con los pies, gritaban, hostigaban a la agotada orquesta para que repitiera el Yearning. Y en aquel momento percibimos todos la mañana, vimos la pálida luz tras las cortinas, nos dimos cuenta del cercano fin del placer, presentimos próximo el cansancio y nos precipitamos ciegos, con grandes risotadas y desesperados otra vez en el baile, en la música, en la marea de luz, cogimos frenéticos el compás, apretadas unas parejas junto a otras, sentimos una vez más, dichosos, que nos tragaba el inmenso oleaje. En este baile abandonó Armanda su superioridad, su burla, su frialdad: sabía que ya no necesitaba hacer nada para enamorarme. Yo era suyo. Y ella se entregó en el baile, en las miradas, en los besos, en la sonrisa. Todas las mujeres de esta noche febril, todas aquellas con quienes yo había bailado, todas las que yo había inflamado y las que me habían inflamado a mí, aquellas a las que yo había solicitado y a las que me había plegado lleno de ilusión, todas a las que había mirado con ansias de amor, se habían fundido y estaban convertidas en una sola y única que florecía en mis brazos.
Mucho tiempo duró este baile de boda. Dos y tres veces enmudeció la orquesta, dejaron caer los músicos sus instrumentos, se separó el pianista del teclado, movió la cabeza negativamente el primer violín; pero siempre fueron enardecidos de nuevo por tocaban más de prisa, tocaban de una manera más salvaje. Luego -nosotros aún estábamos abrazados y respirando penosamente por el último baile afanoso- se cerró de un golpe seco la tapa del piano, cayeron cansados nuestros brazos como los de los trompeteros y violinistas, y el tocador de flauta guiñó los ojos y guardó el instrumento en su funda, se abrieron las puertas y entró a torrentes el aire frío, aparecieron unos camareros con manteles y el encargado del bar apagó la luz. Todo el mundo se dispersé con horror y como espectros; los bailarines, que hasta entonces estaban enardecidos con calor, se embutieron escalofriantes en sus abrigos y se subieron los cuellos.
Armanda estaba allí de pie, pálida, pero sonriente. Poco a poco levantó los brazos y se echó para atrás el cabello, brilló a la luz su axila, una tenue sombra infinitamente delicada corría desde allí hacia el pecho oculto, y la pequeña línea ligera de sombras me pareció abarcar, como una sonrisa, todos sus encantos, todos los jugueteos y posibilidades de su hermoso cuerpo.
Allí estábamos los dos, mirándonos, los últimos en el salón, los últimos en el edificio.
En alguna parte, abajo, oí cerrar una puerta, romperse una copa, perderse unas risas ahogadas, mezcladas con el estruendo maligno y raudo de los automóviles que arrancaban. En alguna parte, a una distancia y a una altura imprecisas, oí resonar una carcajada, una carcajada extraordinariamente clara y alegre y, sin embargo, horrible y extraña, una risa como de hielo y de cristal, luminosa y radiante, pero inexorable y fría.
¿De dónde me sonaba a conocida esta risa extraña? No podía darme cuenta.
Allí estábamos los dos mirándonos. Por un momento me desperté y volví a tener plena conciencia de las cosas, sentí que por la espalda me invadía un enorme cansancio, sentí en mi cuerpo desagradablemente húmedas y tibias las ropas resudadas, vi sobresalir de los puños arrugados y reblandecidos por el sudor mis manos encarnadas y con las venas gruesas. Pero inmediatamente pasó esto otra vez, lo borré una mirada de Armanda. Ante su mirada, por la cual parecía estar mirándome mi propia alma, se derrumbé toda la realidad, hasta la realidad de mi deseo sensual hacia ella. Encantados nos miramos el uno al otro, me miré a mí mi pobre alma pequeña.
-¿Estás dispuesto? -preguntó Armanda, y se disipé su sonrisa, lo mismo que se había disipado la sombra sobre su pecho. Lejana y elevada resonó aquella extraña risa en espacios desconocidos.
Asentí. ¡Oh, ya lo creo, estaba dispuesto!
Ahora apareció en la puerta Pablo, el músico, y nos deslumbré con sus ojos alegres, que realmente eran ojos irracionales; pero los ojos de los animales están siempre serios, y los suyos reían sin cesar, y su risa los convertía en ojos humanos. Con toda su cordial amabilidad nos hizo una seña. Tenía puesto un batín de seda de colores sobre cuyas vueltas encarnadas aparecían notablemente marchitos y descoloridos el cuello reblandecido de su camisa y su rostro sobrecansado y pálido; pero los negros ojos radiantes borraban esto. También borraban la realidad, también me encantaban.
Seguimos su seña, y en la puerta me dijo a mí en voz baja:
-Hermano Harry, invito a usted a una pequeña diversión. Entrada sólo para locos, cuesta la razón. ¿Está usted dispuesto?
De nuevo asentí.
¡Amable sujeto! Delicada y cuidadosamente nos cogió del brazo, a Armanda a la derecha, a mí a la izquierda, y nos llevó por una escalera a una pequeña habitación redonda, alumbrada de azul desde arriba y casi completamente vacía; no había dentro más que una pequeña mesa redonda y tres butacas, en las que nos sentamos.
¿Dónde estábamos? ¿Estaba yo durmiendo? ¿Me encontraba en mi casa? ¿Iba sentado en un auto caminando? No, estaba sentado en la habitación redonda iluminada de azul, en una atmósfera enrarecida, en una capa de realidad que se había hecho muy tenue. ¿Por qué estaba Armanda tan pálida? ¿Por qué hablaba Pablo tanto? ¿No era acaso yo mismo quien le hacía hablar, quien hablaba por él? ¿No era acaso también sólo mi propia alma, el ave temerosa y perdida, la que me miraba por sus ojos negros, lo mismo que por los ojos grises de Armanda?
Con toda su bondad amable y un poco ceremoniosa nos miraba Pablo y hablaba, hablaba mucho y largamente. El, a quien yo no había oído hablar seguido, a quien no interesaban las disputas ni los formalismos, a quien yo apenas concedía una idea, estaba hablando ahora, charlaba corrientemente y sin faltas, con su voz buena y cálida:
-Amigos, os he invitado a una diversión, que Harry está deseando hace ya mucho tiempo, con la que ha soñado muchas veces. Un poco tarde es, y probablemente estamos todos algo cansados. Por eso vamos a descansar aquí antes y a fortalecernos.
De un nicho que había en la pared tomó tres vasitos y una pequeña botella singular.
Sacó una cauta exótica de madera de colores, llenó de la botella los tres vasitos, cogió de la caja tres cigarrillos delgados, largos y amarillos, sacó de su batín de seda un encendedor y nos ofreció fuego. Cada uno de nosotros, recostado en su butaca, se puso entonces a fumar lentamente su cigarrillo, cuyo humo era espeso como el incienso, y a pequeños y lentos sorbos bebimos el líquido agridulce, que sabía a algo extrañamente desconocido y exótico, y que, en efecto, actuaba animando extraordinariamente y haciendo feliz, como si lo llenasen a uno de gas y perdiera su gravedad. Así estuvimos sentados fumando a pequeñas chupadas, descansando y saboreando los vasos, sentimos que nos aligerábamos y que nos poníamos alegres. Además, hablaba Pablo amortiguadamente con su cálida voz:
-Es para mí una alegría, querido Harry, poder hacerle a usted hoy un poco los honores. Muchas veces ha estado usted muy cansado de la vida; usted se afanaba por salir de aquí, ¿no es verdad? Anhelaba abandonar este tiempo, este mundo, esta realidad, y entrar en otra realidad más adecuada a usted, en un mundo sin tiempo.
Hágalo usted, querido amigo, yo le invito a ello. Usted sabe muy bien dónde se oculta ese otro mundo, y que lo que usted busca es el mundo de su propia alma. Únicamente dentro de su mismo interior vive aquella otra realidad por la que usted suspira. Yo no puedo darle nada que no exista ya dentro de usted. Yo no puedo presentarle ninguna otra galería de cuadros que la de su alma. No puedo dar a usted nada: sólo la ocasión, el impulso, la clave. Yo he de ayudar a hacer visible su propio mundo; esto es todo.
Metió otra vez la mano en el bolsillo de su batín policromo y sacó un espejo redondo de mano.
-Vea usted: así se ha visto usted hasta ahora.
Me tuvo el espejito delante de los ojos (se me ocurrió un verso infantil: «Espejito, espejito en mi mano»), y vi, algo esfumado y nebuloso, un retrato siniestro que se agitaba, trabajaba y fermentaba dentro de sí mismo: vi a mi propia imagen, a Harry Haller, y dentro de este Harry, al lobo estepario, un lobo hermoso y farruco, pero con una mirada descarriada y temerosa, con los ojos brillantes, a ratos fiero y a ratos triste, y esta figura de lobo fluía en incesante movimiento por el interior de Harry, lo mismo que en un río un afluente de otro color enturbia y remueve, en lucha penosa, infiltrándose el uno en el otro, llenos de afán incumplido de concreción. Triste, triste me miraba el lobo deshecho, a medio conformar, con sus tímidos ojos hermosos.
-Así se ha visto usted siempre -repitió Pablo dulcemente, y volvió a guardar el espejo en el bolsillo.
Agradecido, cerré los ojos y tomé un sorbito del elixir.
-Ya hemos descansado -dijo Pablo-, nos hemos fortalecido y hemos charlado un poco.
Si ya no os sentís cansados, entonces voy a llevaros ahora a mis vistas y a enseñaros mi pequeño teatro.
¿Estáis conformes?
Nos levantamos. Pablo iba delante, sonriente; abrió una puerta, descorrió una cortina y nos encontramos en el pasillo redondo, en forma de herradura, de un teatro exactamente en el centro, y a ambos lados el corredor, en forma de arco, ofrecía un número grandísimo, un número increíble de estrechas puertas de palcos.
-Este es mi teatro -explicó Pablo-, un teatro divertido; es de esperar que encontréis toda clase de cosas para reír.
Y al decir esto, reía él con estrépito, sólo un par de notas, pero ellas me atravesaron violentamente; era otra vez la risa clara y extraña que ya antes había oído resonar desde arriba.
-Mi teatrito tiene tantas puertas de palcos como queráis: diez, o ciento, o mil, y detrás de cada puerta os espera lo que vosotros vayáis buscando precisamente. Es una bonita galería de vistas, caro amigo; pero no le serviría de nada recorrerlo así como está usted. Se encontraría atado y deslumbrado por lo que viene usted llamando su personalidad. Sin duda ha adivinado usted hace mucho que el dominio del tiempo, la redención de la realidad y cualesquiera que sean los nombres que haya dado a sus anhelos, no representan otra cosa que el deseo de desprenderse de su llamada personalidad. Esta es la cárcel que lo aprisiona. Y si usted, tal como está, entrase en el teatro, lo vería todo con los ojos de Harry, todo a través de las viejas gafas del lobo estepario. Por eso se le invita a que se desprenda de sus gafas y a que tenga la bondad de dejar esa muy honorable personalidad aquí en el guardarropa, donde volverá a tenerla a su disposición en el momento en que lo desee. La preciosa noche de baile que tiene usted tras sí, el Tractat del lobo estepario y, finalmente, el pequeño excitante que acabamos de tomarnos, lo habrán preparado sin duda suficientemente. Usted, Harry, después de quitarse su respetable personalidad, tendrá a su disposición el lado izquierdo del teatro; Armanda, el derecho; en el interior pueden ustedes volver a encontrarse cuantas veces quieran. Haz el favor, Armanda, de irte por ahora detrás de la cortina; voy a iniciar primeramente a Harry.
Armanda desapareció hacia la derecha, pasando por delante de un gran espejo que cubría la pared posterior desde el suelo hasta el techo.
-Así, Harry, venga usted y esté muy contento. Ponerlo de buen humor, enseñarle a reír, es la finalidad de todos estos preparativos; yo espero que usted se abrevie el camino. Usted se encuentra perfectamente, ¿no es eso? ¿Sí? ¿No tendrá usted miedo? Está bien, muy bien. Ahora, sin temor y con cordial alegría, va usted a entrar en nuestro mundo fantástico, empezando, como es costumbre, por un pequeño suicidio aparente.
Volvió a sacar otra vez el pequeño espejo del bolsillo y me lo puso delante de la cara.
De nuevo me miró el Harry desconcertado y nebuloso e infiltrado de la figura del lobo que se debatía dentro, un cuadro que me era bien conocido y que en verdad no me resultaba simpático, cuya destrucción no me daba cuidado alguno.
-Esta imagen, de la que ya se puede prescindir, tiene usted ahora que extinguirla, caro amigo; otra cosa no hace falta. Basta con que usted, cuando su humor lo permita, observe esta imagen con una risa sincera. Usted está aquí en una escuela de humorismo, tiene que aprender a reír. Pues todo humorismo superior empieza porque ya no se toma en serio a la propia persona.
Miré con fijeza en el espejito, espejito en la mano, en el cual el lobo Harry ejecutaba sus sacudidas. Por un instante sentí yo también unos sacudimientos dentro de mí, muy hondos, calladamente, pero dolorosos, como recuerdo, como nostalgia, como arrepentimiento. Luego cedió la ligera opresión a un sentimiento nuevo, parecido a aquel que se nota cuando se extrae un diente enfermo de la mandíbula anestesiada con cocaína, una sensación de aligeramiento, de ensancharse el pecho y al mismo tiempo de admiración porque no haya dolido. Y a este sentimiento se agregaba una rozagante satisfacción y una gana de reír irresistible, hasta el punto de que hube de soltar una carcajada liberadora.
La borrosa imagencita del espejo hizo unas contracciones y se esfumó; la pequeña superficie redonda del cristal estaba como si de pronto se hubiera quemado; se había vuelto gris y basta y opaca. Riendo arrojó Pablo aquel tiesto, que se perdió rodando por el suelo del pasillo sin fin.
-Bien reído -gritó Pablo-; aún aprenderás a reír como los inmortales. Ya, por fin, has matado al lobo estepario. Con navajas de afeitar no se consigue esto. ¡Cuídate de que permanezca muerto! En seguida podrás abandonar la necia realidad. En la próxima ocasión beberemos fraternidad, querido; nunca me has gustado tanto como hoy. Y si luego le das aún algo de valor, podemos también filosofar juntos y disputar y hablar acerca de música y acerca de Mozart y de Gluck y de Platón todo cuanto quieras. Ahora comprenderás por qué antes no era posible. Es de esperar que consigas por hoy deshacerte del lobo estepario. Porque, naturalmente, tu suicidio no es definitivo; nosotros estamos aquí en un teatro de magia; aquí no hay más que fantasías, no hay realidad. Elígete cuadros bellos y alegres y demuestra que realmente no estás enamorado ya de tu dudosa personalidad. Mas si, a pesar de todo, la volvieras a desear, no necesitas más que mirarte de nuevo en el espejo que ahora voy a enseñarte. Tú conoces, desde luego, la antigua y sabia sentencia: «Un espejito en la mano, es mejor que dos en la pared.» ¡Ja, ja! (De nuevo volvió a reír de un modo tan hermoso y tan terrible.) Así, y ahora no falta por ejecutar más que una muy pequeña ceremonia y muy divertida. Has tirado ya las gafas de tu personalidad; ahora ven y mira en un espejo verdadero. Te hará pasar un buen rato. Entre risas y pequeñas caricias extravagantes me hizo dar media vuelta, de modo que quedé frente al espejo gigante de la pared. En él me vi.
Vi, durante un pequeñísimo momento, al Harry que yo conocía, pero con una cara placentera, contra mi costumbre, radiante y risueña. Pero apenas lo hube reconocido, se desplomó, segregándose de él una segunda figura, una tercera, una décima, una vigésima, y todo el enorme espejo se llenó por todas partes de Harrys y de trozos de Harry, de numerosos Harrys, a cada uno de los cuales sólo vi y reconocí un momento brevísimo. Algunos estos Harrys eran tan viejos como yo; algunos, más viejos; otros, completamente jóvenes, mozalbetes, muchachos, colegiales, arrapiezos, niños. Harrys de cincuenta y de veinte años corrían y saltaban atropellándose; de treinta años y de cinco, serios y joviales, respetables y ridículos, bien vestidos y harapientos y hasta enteramente desnudos, calvos y con grandes melenas, y todos eran yo, y cada uno fue visto y reconocido por mí con la rapidez del relámpago, y desapareció; se dispersaron en todas direcciones, hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia dentro en el fondo de espejo, hacia fuera, saliéndose de él. Uno, un tipo joven y elegante, saltó riendo al pecho de Pablo, lo abrazó y echó a correr con él. Y otro, que me gustaba a mí singularmente, un jovenzuelo de dieciséis o diecisiete años, echó a correr como un rayo por el pasillo, se puso a leer, ávido, las inscripciones de todas las puertas. Yo corrí tras él; se quedó parado ante una; leí el letrero:
Todas las muchachas son tuyas.
Échese un marco.
El simpático joven se incorporó de un salto, de cabeza se arrojó por la ranura y desapareció detrás de la puerta.
También Pablo había desaparecido, también el espejo parecía que se había disipado y con él todas las numerosas imágenes de Harry. Me di cuenta de que ahora me encontraba abandonado a mí mismo y al teatro, y fui pasando curioso de puerta en puerta, y en cada una leía una inscripción, una seducción, una promesa.
La inscripción
¡A cazar alegremente!
Montería de automóviles
me atrajo, abrí la puerta estrechita y entré.
Me encontré arrebatado, en un mundo agitado y bullicioso. Por las calles corrían los automóviles a toda velocidad y se dedicaban a la caza de los peatones, los atropellaban haciéndolos papilla, los aplastaban horrorosamente contra las paredes de las casas.
Comprendí al punto: era la lucha entre los hombres y las máquinas, preparada, esperada y temida desde hace mucho tiempo, la que por fin había estallado. Por todas partes yacían muertos y mutilados, por todas partes también automóviles apedreados, retorcidos, medio quemados; sobre la espantosa confusión volaban aeroplanos, y también a éstos se les tiraba desde muchos tejados y ventanas con fusiles y con ametralladoras. En todas las paredes anuncios fieros y magníficamente llamativos invitaban a toda la nación, en letras gigantescas que ardían como antorchas, a ponerse al fin al lado de los hombres contra las máquinas, a asesinar por fin a los ricos opulentos, bien vestidos y perfumados, que con ayuda de las máquinas sacaban el jugo a los demás y hacer polvo a la vez sus grandes automóviles, que no cesaban de toser, de gruñir con mala intención y de hacer un ruido infernal, a incendiar por último las fábricas y barrer y despoblar un poco la tierra profanada, para que pudiera volver a salir la hierba y surgir otra vez del polvoriento mundo de cemento algo así como bosques, praderas, pastos, arroyos y marismas. Otros anuncios, en cambio, en colores más finos y menos infantiles, redactados en una forma muy inteligente y espiritual, prevenían con afán a todos los propietarios y a todos los circunspectos contra el caos amenazador de la anarquía, cantaban con verdadera emoción la bendición del orden, del trabajo, de la propiedad, de la cultura, del derecho, y ensalzaban las máquinas como la más alta y última conquista del hombre, con cuya ayuda habríamos de convertirnos en dioses.
Pensativo y admirado leí los anuncios, los rojos y los verdes; de un modo extraño me impresionó su inflamada oratoria, su lógica aplastante; tenían razón, y, hondamente convencido, me quedé parado ya ante uno, ya ante el otro, y, sin embargo, un tanto inquieto por el tiroteo bastante vivo. El caso es que lo principal estaba claro: había guerra, una guerra violenta, racial y altamente simpática, en donde no se trataba de emperadores, repúblicas, fronteras, ni de banderas y colores y otras cosas por el estilo, más bien decorativas y teatrales, de fruslerías en el fondo, sino en donde todo aquel a quien le faltaba aire para respirar y a quien ya no le sabia bien la vida, daba persuasiva expresión a su malestar y trataba de preparar la destrucción general del mundo civilizado de hojalata. Vi cómo a todos les salía risueño a los ojos, claro y sincero, el afán de destrucción y de exterminio, y dentro de mí mismo florecían estas salvajes flores rojas, grandes y lozanas, y no reían menos. Con alegría me incorporé a la lucha.
Pero lo más hermoso de todo fue que junto a mi surgió de pronto mi compañero de colegio, Gustavo, del cual no había vuelto a saber nada en tantos decenios, y que en otro tiempo había sido el más fiero, el más fuerte y el más sediento de vida entre los amigos de mi primera niñez. Se me alegró el corazón cuando vi que sus ojos azules claros me miraban de nuevo moviendo los párpados. Me hizo una seña y le seguí inmediatamente con alegría.
-Hola, Gustavo -grité feliz-, ¡cuánto me place volver a verte! ¿Qué ha sido de ti?
Furioso, empezó a reír, enteramente como en la infancia.
-¡Bárbaro! ¿No hay que hacer más que empezar a preguntar ya y a perder el tiempo en palabrería? Me hice teólogo, ya lo sabes; pero ahora, afortunadamente, ya no hay más teología, muchacho, sino guerra. Anda, ven.
De un pequeño automóvil, que en aquel momento venía hacia nosotros resoplando, echó abajo de un tiro al conductor, saltó listo como un mono al volante, lo hizo parar y me mandó subir; luego corrimos rápidos como el diablo, entre balas de fusil y coches volcados, fuera de la ciudad y del suburbio.
-¿Tú estás al lado de los fabricantes? -pregunté a mi amigo.
-¿Qué dices? Eso es cuestión de gusto; ya lo pensaremos luego. Pero no, espera; es preferible que escojamos el otro partido, aun cuando en el fondo es perfectamente igual.
Yo soy teólogo, y mi antecesor Lutero ayudó en su tiempo a los príncipes y poderosos contra los campesinos, vamos a ver si corregimos aquello ahora un poquitín. Maldito coche, es de esperar que aún aguante todavía un par de kilómetros.
Rápidos como el viento, en el cielo engendrado, salimos de allí crepitantes hasta llegar a un paisaje verde y tranquilo, distante cuatro millas, a través de una gran llanura, y subiendo luego lentamente por una enorme montaña. Aquí hicimos alto en una carretera lisa y reluciente, que conducía hacia arriba en curvas atrevidas, entre una escarpada roca y un pequeño muro de protección, y que dominaba desde lo alto un brillante lago azul.
-Hermosa comarca -dije.
-Muy bonita. Podemos llamarla la carretera de los ejes; aquí han de saltar, hechos pedazos, más de cuatro ejes. Harrycito, pon atención.
Junto a la carretera había un pino grande, y arriba, en la copa, vimos construida de tablas como una especie de cabaña, una atalaya y mirador. Gustavo me miró riendo claramente, guiñando astuto sus ojos azules, y presurosos nos bajamos de nuestro coche y gateamos por el tronco, ocultándonos en la atalaya que nos gustó mucho, y allí pudimos respirar a nuestras anchas. Allí encontramos fusiles, pistolas, cajas con cartuchos. Apenas nos hubimos refrescado un poco y acomodado en aquel puesto de caza, cuando ya resonó por la curva más próxima, ronco y dominador, el ruido de un gran coche de lujo, que venía caminando crepitante a gran velocidad por la reluciente carretera de la montaña. Ya teníamos las escopetas en la mano. Fue un momento de tensión maravillosa.
-Apunta al chofer -ordenó rápidamente Gustavo, al tiempo que el pesado coche cruzaba corriendo por debajo de nosotros. Y ya apuntaba yo y disparé a la gorra azul del conductor.
El hombre se desplomó, el coche siguió zumbando, chocó contra la roca, rebotó hacia atrás, chocó gravemente y con furia como un abejorro gordo y grande contra el muro de contención, dio la vuelta y cayó por encima con ruido seco en el abismo.
-A otra cosa -dijo Gustavo riendo-. El próximo me toca a mí.
Ya llegaba corriendo otro coche pequeño; en los asientos venían dos o tres personas; de la cabeza de una mujer ondeaba un trozo de velo rígido y horizontal, hacia atrás, un velo azul claro; realmente me daba lástima de él; quién sabe si la más linda cara de mujer reía bajo aquel velo. Santo Dios, si estuviésemos jugando a los bandidos, quizás hubiese sido más justo y más bonito, siguiendo el ejemplo de grandes predecesores, no extender a las bellas damas nuestro bravo afán de matar. Pero Gustavo ya había disparado. El chofer hizo unas contracciones, se desplomó, dio el coche un salto contra la roca vertical, volcó hacia atrás, cayendo sobre la carretera con las ruedas hacia arriba.
Esperamos un momento, nada se movía; en silencio yacían allí, presos como en una ratonera, los ocupantes bajo su coche. Este zumbaba y se movía aún y hacía dar vueltas a las ruedas en el aire de un modo cómico; pero de repente dejó escapar un terrible estampido y se halló envuelto en llamas luminosas.
-Un Ford -dijo Gustavo-. Tenemos que bajarnos y dejar otra vez la carretera libre.
Descendimos y estuvimos contemplando aquella hoguera. Se quemó por completo, rápidamente; entretanto preparamos unos troncos de madera y lo empujamos hacia un lado, echándolo por encima del borde de la carretera al abismo; aún estuvo crujiendo un rato al chocar con los matorrales. Al dar la vuelta al coche se habían caído dos de los muertos, y allí estaban tendidos, con las ropas quemadas en parte. Uno tenía el traje todavía bastante bien conservado; registré sus bolsillos por si encontrábamos quién hubiera sido: una cartera de piel apareció; dentro, había tarjetas de visita. Cogí una y leí en ella las palabras Tat twam asi.
-Tiene gracia -dijo Gustavo-. Pero, en realidad, es indiferente cómo se llamen las personas que asesinamos aquí. Son pobres diablos como nosotros, los nombres no hacen al caso. Este mundo tiene que ser destruido, y nosotros con él. Diez minutos debajo del agua seria la solución menos dolorosa. ¡Ea, a trabajar!
Arrojamos a los muertos en pos del coche. Ya se acercaba bocinando un nuevo auto.
Le hicimos fuego en seguida desde la misma carretera. Siguió un rato, vacilante como un borracho, se estrelló luego y quedó tendido jadeante; uno que iba dentro permaneció sentado en el interior, pero una bonita muchacha se apeó ilesa, aunque pálida y temblando violentamente. La saludamos amables y le ofrecimos nuestros servicios.
Estaba demasiado asustada, no podía hablar y un rato nos miró con los ojos desencajados, como loca.
-Ea, vamos a cuidarnos primeramente de aquel pobre señor anciano -dijo Gustavo.
Y se dirigió al viajero, que aún continuaba pegado a su Sitio detrás del chofer muerto.
Era un señor con el cabello gris, tenía abiertos los inteligentes ojos grises claros; pero parecía estar gravemente herido, por lo menos le salía sangre de la boca y el cuello lo tenía horrorosamente torcido y rígido.
-Permita usted, anciano; mi nombre es Gustavo. Nos hemos tomado la libertad de pegar un tiro a su chofer. ¿Podemos preguntar con quién tenemos el honor...?
El viejo miraba fría y tristemente con sus pequeños ojos grises.
-Soy el fiscal Loering -dijo lentamente-. Ustedes no han asesinado sólo a mi chofer, sino a mí también; siento que esto se acaba. ¿Se puede saber por qué han disparado contra nosotros?
-Por exceso de velocidad.
-Nosotros veníamos con velocidad normal.
-Lo que ayer era normal, ya no lo es hoy, señor fiscal. Hoy somos de opinión que cualquier velocidad a la que pueda marchar un auto es excesiva. Nosotros destrozamos ahora los autos todos, y las demás máquinas también.
¿También sus escopetas?
-También a ellas ha de llegarles su turno, si aún nos queda tiempo. Probablemente mañana o pasado estaremos liquidados todos. Usted no ignora que nuestro continente estaba horrorosamente sobrepoblado. Ahora ya va a sobrar aire.