Viaje al Centro de la Tierra 6. Sexta entrega
de Julio Verne

Viaje al Centro de la Tierra 6. Sexta entrega

 

Fuente bibliotecasvirtuales. De Julio Verne

 

Volví a desandar lo andado. Caminé durante un cuarto de hora sin encontrar a nadie. Llamé, y no me respondieron, perdiéndose mi voz en medio de los cavernosos ecos que ella misma despertaba.

 

Empecé a sentir inquietud. Un fuerte escalofrío me recorrió todo el cuerpo.

 

-¡Calma! -me dije en voz alta-. Tengo la seguridad de encontrar a mis compañeros. ¡No hay más que un solo camino. Y puesto que me había adelantado, procede retroceder.

 

Subí por espacio de media hora, escuchando atentamente si me llamaban, que de bien lejos se oía en aquella atmósfera tan densa. Un silencio extraordinario reinaba en la inmensa galería.

 

Me detuve sin atreverme a creer en mi aislamiento. Deseaba estar extraviado, no perdido. Extraviado, aún pueden encontrarle a uno.

 

-Veamos -repetía-; puesto que no existe más que un camino, que es el mismo que siguen ellos, por fuerza he de encontrarlos. Bastará con seguir retrocediendo. Al menos que, no viéndome. y olvidando que yo les precedía, se les haya ocurrido la idea de retroceder... Pero aun en este caso, apresurando el paso, me reuniré con ellos. ¡Es evidente!

 

Y repetía las últimas palabras como si no estuviera realmente convencido. Por otra parte, para asociar estas ideas tan sencillas y darles la forma de un raciocinio, tuve que emplear mucho tiempo.

 

Entonces me asaltó una duda. ¿Iba yo por delante de ellos? Ciertamente. Seguíame Hans, precediendo a mi tío. Hasta recordaba que se había detenido unos instantes, para asegurarse sobre las espaldas el fardo. Entonces debí proseguir solo el camino, separándome de ellos.

 

-Además -pensaba yo-, tengo un medio seguro de no extraviarme, un hilo que me guíe en este laberinto, y que no puede romperse: este hilo es mi fiel arroyo. Bastará que remonte su curso para dar con las huellas de mis compañeros.

 

Este razonamiento me infundió nuevos bríos, y resolví reanudar mi marcha ascendente sin pérdida de momento.

 

¡Cómo bendije entonces la previsión de mi tío, impidiendo que el cazador taponase el orificio practicado en la pared de granito! De esta suerte, aquel bienhechor manantial, después de satisfacer nuestra sed durante todo el camino, iba a guiarme ahora a través de las sinuosidades de la corteza terrestre.

 

Antes de ponerme en marcha, pensé que una ablución me haría provecho.

 

Me agaché para sumergir mi frente en el agua del HansBach. y, ¡júzguese de mi estupor! En vez del agua tibia y cristalino, encontraron mis dedos un suelo seco y áspero.

 

¡El arroyo no corría ya a mis pies!.

 

XXVII

 

Imposible pintar mi desesperación. No hay palabras en ningún idioma del mundo para expresar mis sentimientos. Me hallaba enterrado vivo, con la perspectiva de morir de hambre y de sed.

 

Maquinalmente, paseé por el suelo mis manos calenturientas. ¡Qué seca me pareció aquella roca!

 

Pero, ¿cómo había abandonado el curso del riachuelo? Porque la verdad era que el arroyo no estaba allí. Entonces comprendí la razón de aquel silencio extraño, cuando escuché la vez última con la esperanza de que a mis oídos llegase la voz de alguno de ellos. Al internarme por aquel falso camino, no había notado la ausencia del arroyuelo. Resultaba evidente que, en un cierto momento, el túnel se había bifurcado, y, mientras el Hans-Bach, obedeciendo los caprichosos mandatos de otra pendiente, había proseguido su ruta hacia profundidades desconocidas, en unión de mis compañeros, yo me había internado solo en la galería en que me hallaba.

 

¿Cómo regresar nuevamente al punto de partida? No había huellas, ni mis pies las dejaban grabadas en aquel suelo de granito. Me devanaba los sesos buscando una solución a tan irresoluble problema. Mi situación se resumía en una sola palabra: ¡Perdido!

 

¡Sí! ¡Perdido a una profundidad que me parecía inmensurable! Aquellas treinta leguas de corteza terrestre gravitaban sobre mis espaldas con un peso terrible! Me sentía aplastado.

 

Traté de guiar mis ideas hacia las cosas de la tierra pero apenas si pude conseguirlo. Hamburgo, la casa de la König-strasse, mi pobre Graüben, todo aquel mundo bajo el cual me encontraba perdido desfiló rápidamente por delante de mi imaginación enloquecida. En mi alucinación, volví a ver los incidentes del viaje, la travesía del Atlántico, Islandia, el señor Fridriksson, el Sneffels. Pensé que si, en mi situación, aún conservaba una sombra de esperanza, sería signo evidente de locura, y que era preferible, por tanto, desesperar del todo.

 

En efecto, ¿qué poder humano podría conducirme de nuevo a la superficie de la tierra, y abrir las enormes bóvedas que sobre mi cabeza se cerraban? ¿Quién podría señalarme el buen camino y reunirme a mis compañeros?

 

-¡Oh tío! --exclamé con desesperado acento.

 

Esta fue la única palabra de reproche que se escapó de mis labios; porque comprendí que el pobre hombre debía padecer también buscándome sin descanso.

 

Cuando me vi, de esta suerte, lejos de todo socorro humano, incapaz de intentar nada para lograr mi salvación, pensé en la ayuda del Cielo. Los recuerdos de la infancia, los de mi madre, a quien sólo conocí en la época de las caricias, acudieron a mi memoria. Recurrí a la oración, por derechos que tuviese a ser escuchado por Dios, de quien me acordaba tan tarde, y le imploré con fervor.

 

Aquella invocación a la Providencia me devolvió algo la calma y pude llamar en mi auxilio a todas las energías de mi inteligencia.

 

Tenía víveres para tres días y mi calabaza estaba llena de agua. Sin embargo, no podía permanecer más de este tiempo solo. Ahora se presentaba otro problema: ¿debería descender o subir?

 

Subir sin duda alguna! ¡Subir sin descansar!

 

De este modo, debía necesariamente llegar al punto donde me había separado del arroyo; a la funesta bifurcación. Una vez en aquel sitio, una vez que tropezase con las aguas del Hans-Bach. bien podía regresar a la cumbre del Sneffels.

 

¡Cómo no se me había ocurrido esto antes! Había evidentemente una probabilidad de salvación. Lo más apremiante era, pues, volver a encontrar el cauce de las aguas.

 

Me levanté decidido, y. apoyándome en mi bastón herrado, empecé a subir la pendiente de la galería. que era bastante rápida. Caminaba lleno de esperanza y sin titubear, toda vez que no había otro camino que elegir.

 

Por espacio de media hora no me detuvo obstáculo alguno. Trataba de reconocer el camino por la forma del túnel, por los picos salientes de las rocas, por la disposición de las fragosidades: pero ninguna señal especial me llamó la atención, y pronto me convencí de que aquella galería no podía conducirme a la bifurcación. Era un callejón sin salida, y, al llegar a su extremidad, tropecé contra un muro impenetrable y caí sobre la roca.

 

Imposible expresar el espanto, la desesperación que se apoderó de mí entonces. Mi postrer esperanza acababa de estrellarse contra aquella muralla de granito, dejándome anonadado.

 

Perdido en aquel laberinto cuyas sinuosidades se cruzaban en todos sentidos, era inútil volver a intentar una evasión imposible. ¡Era preciso morir de la más espantosa de las muertes! Y, cosa extraña, pensé que si se encontraba algún día mi cuerpo en estado fósil, su aparición en las entrañas de la tierra, a treinta leguas de su superficie, suscitaría graves cuestiones científicas.

 

Quise hablar en alta voz, pero sólo enronquecidos acentos salieron de mis labios ardorosos. Jadeaba.

 

En medio de mis angustias, vino un nuevo terror a apoderarse de mi espíritu. Mi lámpara, en mi caída. habíase estropeado, y no tenía manera de repararla. Su luz palidecía por momentos e iba a faltarme del todo.

 

Veía debilitarse la corriente luminosa dentro del serpentín del aparato. Una procesión fatídica de sombras movedizas desfiló a lo largo de las obscuras paredes, y no me atreví ni a pestañear, temiendo perder el menor átomo de la fugitiva claridad. Por instantes creía se iba a extinguir y que la oscuridad me circundaba.

 

Por fin lució en la lámpara un último resplandor. Lo seguí, lo aspiré con la mirada, reconcentré sobre él todo el poder de mis ojos, cual si fuese la última sensación de luz que les fuera dado gozar, y quedé sumergido en las más espantosas tinieblas.

 

¡Qué grito tan terrible se escapó de mi pecho! Sobre la superficie de la tierra, en las noches más tenebrosas, la luz no abandona jamás sus derechos por completo; se difunde, se sutiliza, pero, por poca que quede, acaba por percibirla la retina. Allí, nada. La oscuridad absoluta hacía de mí un ciego en toda la acepción de la palabra.

 

Entonces perdí la cabeza. Me levanté con los brazos extendidos hacia delante, buscando a tientas y dando traspiés dolorosos; eché a huir precipitadamente, caminando al azar por aquel intrincado laberinto, descendiendo siempre, corriendo a través de la corteza terrestre como un habitante de las grietas subterráneas, llamando, gritando, aullando, magullado bien pronto por los salientes de las rocas, cayendo y levantándome ensangrentado, procurando beber la sangre que me inundaba el rostro, y esperando siempre que mi cabeza estallase al chocar con cualquier obstáculo imprevisto.

 

¿Adónde me condujo aquella carrera insensata? No lo he sabido jamás. Al cabo de varias horas, agotado sin duda por completo, me desplomé como una masa inerte a lo largo de la pared, y perdí toda noción de la existencia.

 

XXVIII

 

Cuando volví a la vida, mi rostro estaba mojado, pero mojado de lágrimas. No sabría decir cuánto duró este estado de insensibilidad, puesto que ya no tenía medio de darme cuenta del tiempo. Jamás soledad alguna fue semejante a la mía: nunca hubo abandono tan completo.

 

Desde el momento de mi caída había perdido gran cantidad de sangre. Sentíame inundado. ¡Ah! ¡Cuánto lamenté no estar ya muerto y tener aún que pasar por este amargo trance! Sin ánimos para reflexionar, rechacé todas las ideas que acudían a mi cerebro. y, vencido por el dolor, rodé hasta la pared opuesta.

 

Sentía ya que me iba a desvanecer nuevamente, y que el aniquilamiento supremo se me apoderaba, cuando llegó hasta mí un violento ruido semejante al retumbar prolongado del trueno: y oí las ondas sonoras perderse poco a poco en las lejanas profundidades del abismo.

 

¿,De dónde procedía aquel ruido? Sin duda de algún fenómeno que estaba verificándose en el seno del gran macizo terrestre. Tal vez la explosión de un gas o la caída de algún poderoso sustentáculo del globo.

 

Volví a escuchar, deseoso de cerciorarme de si se repetía aquel ruido Pasó un cuarto de hora. Era tan profundo el silencio que reinaba en el subterráneo, que hasta los latidos de mi corazón oía.

 

De repente, mi oído, que por casualidad apliqué a pared, creyó sorprender palabras vagas, ininteligibles, remotas, que me hicieron estremecer.

 

"Es una alucinación" pensé yo.

 

Pero, no. Escuchando con mayor atención, oí realmente un murmullo de voces, aunque mi debilidad no me permitiese entender lo que me decía.. Hablaban, sin embargo no me cabía duda.

 

Temí por un instante que las palabras de aquellos no fuesen las mismas mías, devueltas por el eco. ¿Habría yo gritado sin saberlo? Cerré con fuerza los labios y apliqué nuevamente a la pared el oído.

 

-Sí, no cabe duda; ¡hablan! ¡hablan! -murmuré.

 

Avancé algunos pies más a lo largo de la pared y oí más distintamente. Llegué a oír palabras inciertas, incomprensibles, extrañas. que llegaban a mí como pronunciadas en voz baja, como cuchicheadas, por decirlo así. Oí repetir varias veces la voz, förlorad con acento de dolor.

 

¿Cuál era su significado? ¿Quién la pronunciaba? Mi tío o Hans, sin duda alguna. Pero, evidentemente, si yo los oía, ellos también podrían oírme a mí.

 

-¡Socorro! -grité, con todas mis energías-. ¡Socorro!

 

Escuché, esperé en la sombra una respuesta, un grito, un suspiro: mas nada logré oír. Transcurrieron algunos minutos. Todo un mundo de ideas había germinado en mi mente. Pensé que mi voz debilitada no podría llegar hasta mis compañeros.

 

-Porque son ellos, no hoy duda -me decía-. ¿Qué otros hombres habrían descendido a treinta leguas debajo de la superficie del globo?

 

Me puse otra vez a escuchar. Al pasear el oído a lo largo de la pared, hallé un punto matemático donde las voces parecían adquirir su máximo intensidad. La palabra förlorad volvió a sonar en mi oído, y oí después aquel fragor de trueno que me había sacado de mi aletargamiento.

 

-No -me dije-; estas voces no se oyen a través de la pared. Su estructura granítica no se dejaría atravesar por la más fuerte detonación. Este ruido llega a lo largo de la misma galería. Preciso es que exista en ella un efecto de acústica especial.

 

Escuché nuevamente, y lo que es esta vez ¡oh, sí! esta vez oí mi nombre claramente pronunciado!

 

¿Era mi tío quien lo pronunciaba? Hablaba con el guía y la palabra förlorad era una voz danesa.

 

Entonces me lo expliqué todo. Para hacerme oír era preciso que hablase a lo largo de aquella pared que transmitiría mi voz como un hilo conduce la electricidad.

 

No había tiempo que perder. Si mis compañeros se alejaban algunos pasos, el fenómeno acústico quedaría destruido. Aproximéme, pues, a la pared y pronuncié estas palabras con la mayor claridad posible:

 

-¡Tío Lidenbrock!

 

Y esperé presa de la mayor ansiedad.

 

El sonido no se propaga con una rapidez excesiva. La densidad de las capas de aire aumenta su intensidad, pero no su velocidad de propagación.

 

Transcurrieron algunos segundos, que me parecieron siglos. y, al fin, llegaron a mi oído estas palabras:

 

-¡Axel! ¡Axel! ¿Eres tú?

 

-¡Si! ¡Sí -le respondí.

 

-¡Pobre hijo mío! ¿Dónde estás?

 

-¡Perdido en la oscuridad más profunda!

 

-Pues, ¿y la lámpara?

 

-Apagada.

 

-¿Y el arroyo?

 

-Ha desaparecido.

 

-¡Pobre Axel! ¡Ármate de valor!

 

-Espérese usted un poco: estoy completamente agotado y no me quedan fuerzas para articular las palabras: mas no deje usted de hablarme.

 

-Valor -prosiguió mi tío-: no hables, escúchame. Te hemos buscado subiendo y bajando la galería, sin que hayamos podido dar contigo. ¡Ah, cuánto he llorado, hijo mío! Por fin, suponiendo que te encontrarías al lado del Hans-Bach, hemos remontado su curso disparando nuestros fusiles. En el momento actual, si, por un efecto de acústica, nuestras voces pueden oírse, nuestras manos no pueden estrecharse. Pero no te desesperes, Axel, que ya tenemos mucho adelantado con habernos puesto al habla.

 

Durante este tiempo, yo había reflexionado, y una cierta esperanza, vaga aún, renacía en mi corazón. Ante todo, me importaba conocer una cosa; aproximé mis labios a la pared y dije: -

 

-¡Tío!

 

-¿Qué quieres, hijo mío?-contestó al cabo de algunos instantes.

 

-Es preciso saber, ante todo, qué distancia nos separa.

 

-Eso es bastante fácil.

 

-¿Tiene usted su cronómetro?

 

-Sí.

 

-Pues bien, tómelo en la mano, y pronuncie usted mi nombre. anotando con toda exactitud el momento en que lo pronuncie. Yo lo repetiré, y usted anota asimismo el instante preciso en que oiga mi respuesta.

 

-Me parece muy bien. De este modo, la mitad del tiempo que transcurra entre mi pregunta y tu respuesta será el que mi voz emplea para llegar hasta ti.

 

-Eso es, tío.

 

-¿Estás listo?

 

-Sí.

 

-Pues bien, mucho cuidado, que voy a pronunciar tu nombre.

 

Apliqué el oído a la pared, y tan pronto como oí la palabra «Axel» repetí a mi vez, «Axel», y esperé.

 

-Cuarenta segundos -dijo entonces mi tío-; han transcurrido cuarenta segundos entre las dos palabras, de suerte que el sonido emplea veinte segundos para recorrer la distancia que nos separa. Calculando ahora a razón de 1.020 pies por segundo, resultan 20.400 pies, o sea, legua y media y un octavo.

 

-¡Legua y media! -murmuré.

 

-No es difícil salvar esa distancia, Axel.

 

-Pero, ¿debo marchar hacia arriba o hacia abajo?

 

-Hacia abajo: voy a explicarte por qué. Hemos llegado a una espaciosa gruta a la cual van a dar gran número de galerías. La que has seguido tú no tiene más remedio que conducirte a ella, porque parece que todas estas fendas, todas estas fracturas del globo convergen hacia la inmensa caverna donde estamos. Levántate, pues, y emprende de nuevo el camino; marcha, arrástrate, si es preciso, deslízate por las pendientes rápidas, que nuestros brazos te esperan para recibirte al final de tu viaje. ¡En marcha, pues, hijo mío! ¡ten ánimo y confianza!

 

Estas palabras me reanimaron.

 

-Adiós, tío -exclamé-: parto inmediatamente. En el momento en que abandone este sitio, nuestras voces dejarán de oírse. ¡Adiós, pues!

 

-¡Hasta la vista, Axel! ¡Hasta la vista!

 

Tales fueron las últimas palabras que oí.

 

Esta sorprendente conversación, sostenida a través de la masa terrestre, a más de una legua de distancia, terminó con estas palabras de esperanza, y di gracias a Dios por haberme conducido, por entre aquellas inmensidades tenebrosas, al único punto tal vez en que podía llegar hasta mi la voz de mis compañeros.

 

Este sorprendente efecto de acústica se explicaba fácilmente por las solas leyes físicas; provenía de la forma del corredor y de la conductibilidad de la roca; existen muchos ejemplos de la propagación de sonidos que no se perciben en los espacios intermedios. Recuerdo varios lugares donde ha sido observado este fenómeno, pudiendo citar, entre otros, la galería interior de la cúpula de la catedral de San Pablo, de Londres, y, sobre todo, en medio de esas maravillosas cavernas de Sicilia, de esas latomías situadas cerca de Siracusa, la más notable de las cuales es la denominada la Oreja de Dionisio.

 

Todos estos recuerdos acudieron entonces a mi mente, y vi con claridad que, supuesto que la voz de mi tío llegaba hasta mi, no existía ningún obstáculo entre ambos. Siguiendo idéntico camino que el sonido, debía lógicamente llegar lo mismo que él, si antes no me faltaban las fuerzas.

 

Me incorporé, pues, y comencé más bien a arrastrarme que a andar. La pendiente era bastante rápida y me dejé resbalar por ella.

 

Pero pronto la velocidad de mi descenso creció en proporción espantosa. Aquello simulaba más bien una caída, y yo carecía de fuerzas para detenerme.

 

De repente, el terreno faltó bajo mis pies, y me sentí caer, rebotando sobre las asperezas de una galería vertical, de un verdadero pozo: mi cabeza chocó contra una roca aguda, y perdí el conocimiento.

 

XXIX

 

Cuando volví en mí, me encontré en una semioscuridad, tendido sobre unas mantas. Mi tío velaba, espiando sobre mi rostro un resto de existencia. A mi primer suspiro, estrechó mi mano: a mi primera mirada, lanzó un grito de júbilo.

 

-¡Vive! ¡Vive! -exclamó.

 

-Sí -respondí con voz débil.

 

-¡Hijo mío! -dijo abrazándome-, ¡te has salvado!

 

Me conmovió vivamente el acento con que pronunció estas palabras, y aun me impresionaron más los asiduos cuidados que hubo de prodigarme. Era preciso llegar a tales trances para provocar en el profesor semejantes expansiones de afecto.

 

En aquel momento llegó Hans: y, al ver mi mano entre las de mi tío, me atreveré a afirmar que sus ojos delataron una viva satisfacción interior.

 

-God dag -dijo.

 

-Buenos días, Haus, buenos días -murmuré-. Y ahora, tío, dígame usted dónde nos encontramos en este momento.

 

-Mañana, Axel, mañana. Hoy estás demasiado débil aún; te he llenado la cabeza de compresas y no conviene que se corran: duerme, pues, hijo mío; mañana lo sabrás todo.

 

-Pero dígame usted, por lo menos, qué día y qué hora tenemos.

 

-Son las once de la noche del domingo 9 de agosto, y no te permito que me interrogues de nuevo antes del día 10 de este mes.

 

La verdad es que estaba muy débil, y mis ojos se cerraban involuntariamente. Necesitaba una noche de reposo, y, convencido de ello, me adormecí pensando en que mi aislamiento había durado nada menos que cuatro días.

 

-A la mañana siguiente, cuando me desperté, paseé a mi alrededor la mirada. Mi lecho, formado con todas las mantas de que se disponía, hallábase instalado en una gruta preciosa, ornamentada de magníficas estalagmitas, y cuyo suelo se hallaba recubierto de finísima arena. Reinaba en ella una semioscuridad. A pesar de no haber ninguna lámpara ni antorcha encendida, penetraban, sin embargo, en la gruta, por una estrecha abertura, ciertos inexplicables fulgores procedentes del exterior. Oía, además, un murmullo indefinido y vago, semejante al que producen las olas al reventar en la playa, y a veces percibía también algo así como el silbido del viento.

 

Preguntábame a mí mismo si estaría bien despierto, si no soñaría aún, si mi cerebro percibiría sonidos puramente imaginarios, efecto de los golpes recibidos en la caída. Sin embargo, ni mis ojos ni mis oídos podían engañarse hasta tal extremo.

 

"Es un rayo de luz" pensé, "que penetra por esa fenda de la roca. Tampoco cabe duda de que esos ruidos que escucho son efectivamente mugidos de las olas y silbidos de los vientos. ¿Se engañan mis sentidos, o es que hemos regresado a la superficie de la tierra? ¿Ha renunciado mi tío a su expedición o la ha terminado felizmente?"

 

Me devanaba los sesos pensando en todo esto, cuando penetró mi tío.

 

-Muy buenos días, Axel -me dijo alegremente-. Apostaría cualquier cosa a que lo sientes bien.

 

-Perfectamente-contesté, incorporándome sobre mi duro lecho.

 

-Así tenía que ocurrir, porque has dormido mucho, un sueño muy tranquilo. Hans y yo hemos velado alternativamente, y hemos visto progresar tu curación de un modo bien sensible.

 

-Así es, efectivamente; me siento ya repuesto del todo, y la prueba de ello es que sabré hacer los honores al almuerzo que tenga usted a bien servirme.

 

-Almorzarás, hijo mío, puesto que no tienes fiebre. Hans ha frotado tus heridas con no sé qué maravilloso ungüento cuyo secreto poseen los islandeses, y se han cicatrizado con una rapidez prodigiosa. ¡Nuestro guía no tiene precio!

 

Mientras hablaba, me iba presentando alimentos que yo devoraba, y, entretanto, no cesaba de hacerle preguntas, a las que respondía con suma amabilidad.

 

Supe entonces que mi providencial caída me había conducido a la extremidad de una galería casi perpendicular, y, como había llegado en medio de un torrente de piedras, la menor de las cuáles hubiera bastado para aplastarme, había que deducir que una parte del macizo se había deslizado conmigo. Este espantoso vehículo me trasladó de esta suerte hasta los mismos brazos de mi tío, en los cuales caí ensangrentado y exánime.

 

-En verdad que es asombroso que no te hayas matado mil veces -me dijo el profesor-. Pero, por amor de Dios, no nos separemos más, pues nos expondriamos a no vernos a ver nunca.

 

¡Qué no nos separásemos más! Pero, ¿no había terminado el viaje? Y al hacerme esta pregunta, abrí desmesuradamente los ojos, en los cuáles se veía mi espanto; y, observado por mi tío, me preguntó:

 

-¿Qué tienes Axel?

 

-Tengo que hacerle a usted una pregunta. ¡Dice usted que estoy sano y salvo?

 

-Sin duda de ningún género.

 

-¿Tengo todos mis miembros intactos?

 

-Ciertamente.

 

-¿Y la cabeza?

 

-La cabeza, aunque con algunas contusiones, la tienes sobre los hombros en el más perfecto estado.

 

-Pues bien, tengo miedo de que mi cerebro no funcione como es debido.

 

-¿Por qué?

 

-¿No hemos vuelto a la superficie del globo?

 

-No, ciertamente.

 

Entonces, necesariamente estoy loco, porque veo la luz del día y oigo el ruido del viento que sopla y del mar que revienta en la playa.

 

-Si sólo se trata de eso...

 

-¿Me lo explicará usted?

 

-¿Cómo he de explicarte yo lo que es inexplicable? Pero ya lo verás con tus ojos y comprenderás entonces que la ciencia geológica no ha pronunciado aún su última palabra.

 

-Salgamos, pues - exclamé, levantándome bruscamente.

 

-¡No, Axel, no! El aire libre podría perjudicarte.

 

-¿El aire libre?

 

-Sí. Hace demasiado viento, y no quiero que te expongas de este modo.

 

-¡Pero si le aseguro a usted que me encuentro perfectamente!

 

-Un poco de paciencia, hijo mío. Una recaída podría retrasarnos mucho, y no es cosa de perder tiempo, porque la travesía puede ser larga.

 

-¿La travesía?

 

-Sí, sí: descansa aún todo el día de hoy, y nos embarcaremos mañana.

 

-¡Embarcarnos!

 

Esta última palabra me hizo dar un gran salto.

 

¡Cómo! ¡Embarcamos! ¿Teníamos por ventura algún río, algún lago o algún mar a nuestra disposición? ¿Había fondeado un buque en algún puerto interior?

 

Mi curiosidad se exacerbó de una manera asombrosa. En vano trató mi tío de retenerme en el lecho: cuando se convenció de que mi impaciencia me sería más perjudicial que la satisfacción de mis deseos, se decidió a ceder.

 

Me vestí rápidamente, y, para mayor precaución, me envolví en una manta y salí de la gruta en seguida.

 

XXX

 

Al principio no vi nada. Acostumbrados mis ojos a la oscuridad, se enceguecieron bruscamente al recibir la luz. Cuando pude abrirlos de nuevo, me quedé más estupefacto que maravillado.

 

-¡El mar! -exclamé.

 

-Sí -respondió mi tío-, el mar de Lidenbroch. Y me vanaglorio al pensar que ningún navegante me disputará el honor de haberlo descubierto ni el derecho de darle mi nombre.

 

Una vasta extensión de agua, el principio de un lago o de un océano, se prolongaba más allá del horizonte visible. La orilla, sumamente escabrosa, ofrecía a las últimas ondulaciones de las olas que reventaban en ella, una arena fina, dorada, sembrada de esos pequeños caparazones donde vivieron los primeros seres de la creación. Las olas se rompían contra ella con ese murmullo sonoro peculiar de los grandes espacios cerrados, produciendo una espuma liviana que, arrastrada por un viento moderado, me salpicaba la cara. Sobre aquella playa ligeramente inclinada, a cien toesas, aproximadamente de la orilla del agua, venían a morir los contrafuertes de enormes rocas que, ensanchándose, se elevaban a una altura tremenda. Algunos de estos peñascos, cortando la playa con sus agudas aristas, formando cabos y promontorios que las olas carcomían. Más lejos. se perfilaba con gran claridad su enorme mole sobre el fondo brumoso del horizonte.

 

Era un verdadero océano, con el caprichoso contorno de sus playas terrestres: pero desierto y de un aspecto espantosamente salvaje.

 

Mis miradas podían pasearse a lo lejos sobre aquel mar gracias a una claridad especial que iluminaba los menores detalles.

 

No era la luz del sol con sus haces brillantes y la espléndida irradiación de sus rayos ni la claridad vaga y pálida del astro de la noche, que es sólo una reflexión sin calor. No. El poder iluminador de aquella luz, su difusión temblorosa, su blancura clara y seca, la escasa elevación de su temperatura, su brillo superior en realidad al de la luna, acusaban evidentemente un origen puramente eléctrico. Era una especie de aurora boreal, un fenómeno cósmico continuo que alumbraba aquella caverna capaz de albergar en su interior un océano.

 

La bóveda suspendida encima de mi cabeza, el cielo, si se quiere, parecía formado por grandes nubes. vapores movedizos que cambiaban continuamente de forma y que, por efecto de las condensaciones, deberían convertirse en determinados días, en lluvias torrenciales. Creía yo que, bajo una presión atmosférica tan grande, era imposible la evaporación del agua; pero, en virtud de alguna ley física que ignoraba, gruesas nubes cruzaban el aire. Esto no obstante, el tiempo estaba bueno. Las corrientes eléctricas producían sorprendentes juegos de luz sobre las nubes más elevadas: se delineaban vivas sombras en sus bóvedas inferiores, y, a menudo, entre dos masas separadas, se deslizaba hasta nosotros un rayo de luz de notable intensidad. Pero nada de aquello provenía del sol, puesto que su luz era fría. El efecto era triste y soberanamente melancólico. En vez de un cielo tachonado de estrellas, adivinaba por encima de aquellos nubarrones una bóveda de granito que me oprimía con su peso, y todo aquel espacio, por muy grande que fuese, no hubiera bastado para una evolución del menos ambicioso de todos los satélites.

 

Entonces recordé aquella teoría de un capitán inglés que comparaba a la tierra con una vasta esfera hueca, en el interior de la cual el aire se mantenía luminoso por efecto de su presión, mientras dos astros, Plutón y Proserpina, describían en ella sus misteriosas órbitas. ¿Habría dicho la verdad?

 

Estábamos realmente aprisionados en una enorme excavación, cuya anchura no podía saberse exactamente, toda vez que la playa se extendía hasta perderse de vista, ni su longitud tampoco, pues la vista no tardaba en quedar detenida por la línea algo indecisa del horizonte. Por lo que respecta a su altura, debía ser de varias leguas.

 

¿Dónde se apoyaba esta bóveda sobre sus contrafuertes de granito? La vista no alcanzaba a verlo; pero había algunas nubes suspendidas en la atmósfera cuya elevación podía ser estimada en dos mil toesas, altitud superior a la de los vapores terrestres y debida, sin duda, a la considerable densidad del aire.

 

La palabra caverna evidentemente no expresa bien mi pensamiento para describir este inmenso espacio; pero los vocablos del lenguaje humano no son suficientes para los que se aventuran en los abismos del globo.

 

No tenía, por otra parte, noticia de ningún hecho geológico que pudiera explicar la existencia de semejante excavación. ¿Habría podido producirla el enfriamiento de la masa terrestre? Conocía perfectamente, por los relatos de los viajeros, ciertas cavernas célebres: pero ninguna de ellas tenía semejantes dimensiones.

 

Si bien es cierto que la gruta de Guachara, en Colombia, visitada por el señor de Humboldt, no había revelado el secreto de su profundidad al sabio que la reconoció en una longitud de 2.500 pies, no es verosímil que se extendiese mucho más allá. La inmensa caverna del Mammouth, en Kentucky, ofrecía proporciones gigantescas. toda vez que su bóveda se elevaba 500 pies sobre un lago insondable. y que algunos viajeros la recorrieron en una extensión de más de diez leguas sin encontrarle el fin. Pero, ¿qué eran estas cavidades comparadas con la que entonces admiraban mis ojos, con su cielo de vapores, sus irradiaciones eléctricas y un vasto mar encerrado entre sus flancos? Mi imaginación se anonadaba ante aquella inmensidad.

 

Yo contemplaba en silencio todas estas maravillas. Faltaban las palabras para manifestar mis sensaciones. Creía hallarme transportado a algún planeta remoto, a Neptuno o Urano, por ejemplo, y que en él presenciaba fenómenos de los que mi naturaleza terrenal no tenía noción alguna.

 

Mis nuevas sensaciones requerían palabras nuevas, y mi imaginación no me las suministraba. Contemplábalo todo con muda admiración no exenta de cierto terror.

 

Lo imprevisto de aquel espectáculo había devuelto a mi rostro su color saludable: me hallaba en vías de combatir mi enfermedad por medio del terror y de lograr mi curación por medio de esta nueva terapéutica. Por otra parte, la viveza de aquel aire tan denso me reanimaba, suministrando más oxígeno a mis pulmones.

 

Se comprenderá fácilmente que, después de un encarcelamiento de cuarenta y siete días en una estrecha galería, era un goce infinito el aspirar aquella brisa cargada de húmedas emanaciones salinas.

 

No tuve, pues, motivo para arrepentirme de haber abandonado la oscuridad de mi gruta. Mi tío, acostumbrado ya a aquellas maravillas, no daba muestras de asombro.

 

-¿Sientes fuerzas para pasear un poco? -preguntó.

 

-Sí. Por cierto-respondí-, y nada me será tan agradable.

 

-Pues bien, tómate a mi brazo, y sigamos las sinuosidades de la orilla.

 

Acepté inmediatamente, y empezamos a costear aquel nuevo océano.

 

A la izquierda, los peñascos abruptos, hacinados unos sobre otros, formaban una aglomeración titánica de prodigioso efecto. Por sus flancos deslizábanse innumerables cascadas; algunos ligeros vapores que saltaban de unas rocas en otras marcaban el lugar de los manantiales calientes, y los arroyos corrían silenciosos hacia el depósito común buscando en los declives la ocasión de murmurar más agradablemente.

 

Entre estos arroyos reconocía nuestro fiel compañero de viaje, el Hans-Bach, que iba a perderse tranquilamente en el mar, como si desde el principio del mundo no hubiese hecho otra cosa.

 

-En adelante, nos veremos privados de su amable compañía -dije lanzando un suspiro.

 

-¡Bah! - respondió el profesor-. ¡Qué más da un arroyo que otro!

 

La respuesta parecióme un poco ingrata.

 

Pero en aquel momento, solicitó mi atención un inesperado espectáculo.

 

A unos quinientos pasos, a la vuelta de un alto promontorio, presentóse ante nuestros ojos una selva elevada, frondosa y espesa, formada de árboles de medianas dimensiones, que afectaban la forma de perfectos quitasoles, de bordes limpios y geométricos. Las corrientes atmosféricas no parecían ejercer efecto alguno sobre su follaje, y, en medio de las ráfagas de aire, permanecían inmóviles, como un bosque de cedros petrificados.

 

Aceleramos el paso.

 

No acertaba a dar nombre a aquellas singulares especies. ¿Por ventura no formaban parte de las 200.000 especies vegetales conocidas hasta entonces, y sería preciso asignarles un lugar especial entre la flora de las vegetaciones lacustres? No. Cuando nos cobijamos debajo de su sombra, mi sorpresa se trocó en admiración.

 

En efecto, me hallaba en presencia de especies conocidas en la superficie de la tierra, pero vaciadas en un molde de dimensiones enormes. Mi tío les aplicó en seguida su verdadero nombre.

 

-Esto no es otra cosa -me dijo- que un bosque notabilísimo de hongos.

 

Y no se engañaba, en efecto. Imagínese cuál sería el monstruoso desarrollo adquirido por aquellas plantas tan ávidas de calor y de humedad. Yo sabía que el Lyco perdon giganteum alcanzaba, según Bulliard, ocho o nueve pies de circunferencia: pero aquéllos eran hongos blancos, de treinta a cuarenta pies de altura, con una copa de este mismo diámetro. Había millares de ellos, y, no pudiendo la luz atravesar su espesa contextura, reinaba debajo de sus cúpulas, yuxtapuestas cual los redondos techos de una ciudad africana, la oscuridad más completa.

 

Quise, no obstante, penetrar más hacia dentro. Un frío mortal descendía de aquellas cavernosas bóvedas. Erramos por espacio de media hora entre aquellas húmedas tinieblas, y experimenté una sensación de verdadero placer cuando regresé de nuevo a las orillas del mar.

 

Pero la vegetación de aquella comarca subterránea no era sólo de hongos. Más lejos elevábanse grupos de un gran número de otros árboles de descolorido follaje. Fácil era reconocerles, pues se trataba de los humildes arbustos de la tierra dotados de fenomenales dimensiones licopodios de cien pies de elevación, sigilarias gigantescas, helechos arborescentes, del tamaño de los abetos de las altas latitudes, lepidodendrones de tallo cilíndrico bifurcado, que terminaban en largas hojas y erizados de pelos rudos como las monstruosas plantas grasientas.

 

-¡Maravilloso. magnífico, espléndido! -exclamó mi tío--He aquí toda la flora de la segunda época del mundo, del período de transición. He aquí estas humildes plantas que adornan nuestros jardines convertidas en árboles como en los primeros siglos del mundo. ¡Mira, Axel, y asómbrate! Jamás botánico alguno ha asistido a una fiesta semejante

 

-Tiene usted razón, tío; la Providencia parece haber querido conservar en este invernáculo inmenso estas plantas antediluvianas que la sagacidad de los sabios ha reconstruido con tan notable acierto.

 

-Dices bien, hijo mío, esto es un invernáculo; pero es posible también que sea, al mismo tiempo, un parque zoológico.

 

-¡Un parque zoológico!

 

-Sin duda de ningún género. Mira ese polvo que pisan nuestros pies, esas osamentas esparcidas por el suelo.

 

-¡Osamentas! -exclamé-. ¡Sí, en efecto, osamentas de animales antediluvianos!

 

Me apresuré a recoger aquellos despojos seculares, hechos de una sustancia mineral indestructible (fosfato de cal), y apliqué sin vacilar sus nombres científicos a aquellos huesos gigantescos que parecían troncos de árboles secos.

 

-He aquí -dije- la mandíbula inferior de un mastodonte; he aquí los molares de un dineterio; he aquí un fémur que no puede haber pertenecido sino al mayor de estos animales: al megaterio. Sí, nos hallamos en un parque zoológico, porque estas osamentas no pueden haber sido transportadas hasta aquí por un cataclismo: los animales a los cuales pertenecen han vivido en las orillas de este mar subterráneo a la sombra de estas plantas arborescentes. Pero espere usted: allí veo esqueletos enteros. Y sin embargo...

 

-¿Sin embargo? -dijo mi tío.

 

-No me explico la presencia de semejantes cuadrúpedos en esta caverna de granito.

 

-¿Por qué?

 

-Porque la vida animal no existió sobre la tierra sino en los períodos secundarios, cuando los aluviones formaron los terrenos sedimentarios, siendo reemplazadas por ellas las rocas incandescentes de la época primitiva.

 

-Pues bien, Axel, la respuesta a tu objeción no puede ser más sencilla: este terreno es un terreno sedimentario.

 

-¡Cómo! ¿A semejante profundidad bajo la superficie de la tierra?

 

-Sin duda de ningún género, y este hecho se explica geológicamente. En determinada época, la tierra sólo estaba formada por una corteza elástica, sometida a movimientos alternativos hacia arriba y hacia abajo, en virtud de las leyes de la atracción. Es probable que se produjesen ciertos hundimientos del suelo, y que una parte de los terrenos sedimentarios fuese arrastrada hasta el fondo de los abismos súbitamente abiertos.

 

-Así debe ser. Pero sí en estas regiones subterráneas han vivido animales antediluvianos, ¿quién nos dice que algunos de estos monstruos no anden todavía errantes por estas selvas umbrosas o detrás de esas rocas escarpadas?

 

Al concebir esta idea, escudriñé, no sin cierto pavor, los diversos puntos del horizonte: pero ningún ser viviente descubrí en aquellas playas desiertas.

 

Encontrábame un poco fatigado, y fui a sentarme entonces en la extremidad de un promontorio a cuyo pie las olas venían a estrellarse con estrépito. Desde allí mi mirada abarcaba toda aquella bahía formada por una escotadura de la costa. En su fondo existía un pequeño puerto natural, formado por rocas piramidales, cuyas tranquilas aguas dormían al abrigo del viento, y en el cual hubieran podido hallar seguro asilo un bergantín y dos o tres goletas. Hasta me parecía que iba a presenciar la salida de él de algún buque con todo el aparejo desplegado y que lo iba a ver navegar a un largo, empujado por la brisa del Sur.

 

Empero esta ilusión disipóse rápidamente. Nosotros éramos los únicos seres vivientes de aquel mundo subterráneo. En ciertos recalmones del viento, un silencio más profundo que el que reina en los desiertos descendía sobre las áridas rocas y pasaba sobre el océano. Entonces procuraba penetrar con mi mirada las apartadas brumas, desgarrar aquel telón corrido sobre el fondo del misterioso horizonte. ¡Cuántas preguntas acudían en tropel a mis labios! ¿Dónde terminaba aquel mar? ¿Dónde conducía? ¿Podríamos alguna vez reconocer las orillas opuestas?

 

Mi tío, por su cuenta, no dudaba de ello. En cuanto a mí, lo temía y lo deseaba a la vez.

 

Después de contemplar por espacio de una hora aquel maravilloso espectáculo, emprendimos otra vez el camino de la playa para regresar a la gruta: y bajo la impresión de las más extrañas ideas, me dormí profundamente.

 

XXXI

 

Al día siguiente, desperté completamente curado. Pensé que un baño me sería altamente beneficioso, y me fui a sumergir, durante algunos minutos, en las aguas de aquel mar que es, sin género de duda, el que tiene más derecho que todos al nombre de Mediterráneo.

 

Volví a la gruta con un excelente apetito. Hans estaba cocinando nuestro frugal almuerzo. Como disponía de agua y fuego, pudo dar alguna variación a nuestras ordinarias comidas. A la hora de los postres, nos sirvió algunas tazas de café, y jamás este delicioso brebaje me pareció tan exquisito al paladar.

 

-Ahora -dijo mi tío-, ha llegado la hora de la marea, y no debernos desperdiciar la ocasión de estudiar este fenómeno.

 

-¡Cómo la marea! -exclamé.

 

-Sin duda.

 

-¿Hasta aquí llega la influencia del sol y de la luna?

 

-¿Por qué no? ¿Acaso no se hallan los cuerpos sometidos en conjunto a los efectos de la gravitación universal? Pues, siendo así, no puede substraerse esta masa de agua a la ley general. Por consiguiente, a pesar de la presión atmosférica que se ejerce en su superficie vas a verla subir como el Atlántico mismo.

 

En aquel momento pisábamos la arena de la playa, y las olas avanzaban cada vez más sobre ella.

 

-Ya comienza a subir la marea -exclamé.

 

-Sí Axel, y a juzgar por estas marcas de espuma, puedes ver que han de elevarse las aguas aproximadamente diez pies.

 

-¡Es maravilloso!

 

-No: es lo más natural.

 

-Usted dirá lo que quiera, pero a mi todo esto me parece extraordinario, y apenas si me atrevo a dar crédito a mis ojos. ¿Quién hubiera imaginado jamás que dentro de la certeza terrestre existiera un verdadero océano, con sus flujos y reflujos, sus brisas y sus tempestades?

 

-¿Por qué no? ¿Existe por ventura alguna razón física que se oponga a ella?

 

-Ninguna, desde el momento que es preciso abandonar la teoría del calor central.

 

-¿De suerte que, hasta aquí, la teoría de Davy se encuentra justificada?

 

-Evidentemente, y siendo así, no hay nada que se oponga a la existencia de mares o de campiñas en el interior del globo.

 

-Sin duda, pero inhabitados.

 

-Pero, ¿por qué estas aguas no han de poder albergar algunos peces de especies desconocidas?

 

-Sea de ello lo que quiera, hasta el momento actual no hemos visto ni uno solo.

 

-Podemos improvisar algunos aparejos, y ver si los anzuelos obtienen aquí abajo tan buen éxito como en les océanos sublunares.

 

. -Lo ensayaremos, Axel porque es preciso penetrar todos los secretos de estas regiones nuevas.

 

-Pero, ¿dónde estamos tío? Porque no le he dirigido hasta ahora esta pregunta que sus instrumentos de usted han debido contestar.

 

-Horizontalmente, a trescientas cincuenta leguas de Islandia.

 

-¿Tan lejos?

 

-Tengo la seguridad de no haberme equivocado en quinientas toesas.

 

-¿Y la brújula sigue indicando el Sudeste?

 

-Sí, con una inclinación occidental de diez y nueve grados y cuarenta y dos minutos, exactamente igual que en la superficie de la tierra. Respecto a su inclinación ocurre un hecho curioso que he observado con la mayor escrupulosidad.

 

-¿Qué hecho?

 

-Que la aguja, en vez de inclinarse hacia el polo, como ocurre en el hemisferio boreal, se levanta, por el contrario.

 

-Eso parece indicar que el centro de atracción magnética se encuentra comprendido entra la superficie del globo y el lugar donde nos hallamos.

 

-Exacto; y, probablemente, si llegásemos bajo las regiones polares, hacia el grado 70 en que Jacobo Ross descubrió el polo magnético, veríamos la aguja en posición vertical. Así, pues, este misterioso centro de atracción no se halla situado a una gran profundidad.

 

--Cierto, y éste es un hecho que la ciencia no ha sospechado siquiera.

 

-La ciencia, hijo mío, está llena de errores; pero de errores que conviene conocer, porque conducen poco a poco a la verdad.

 

-Y, ¿a qué profundidad nos hallamos?

 

-A una profundidad de treinta y cinco leguas.

 

-De esta suerte -observé-, estudiando atentamente el mapa, tenemos sobre nuestras cabezas la parte montañosa de Escocia, donde están los montes Grampianos, cuyas cimas cubiertas de nieve se elevan a una altura prodigiosa.

 

-Sí -respondió el profesor sonriendo-, la carga es algo pesada; pero la bóveda es sólida. El sabio arquitecto, autor del universo, construyóla con buenos materiales, y jamás hubieran podido los hombres darle dimensiones tan grandes. ¿Qué son los arcos de los puentes y las bóvedas de las catedrales al lado de esta nave de tres leguas de radio, bajo la cual puede desarrollarse libremente un océano con todas sus tempestades?

 

-¡Oh! No temo por cierto, que el cielo pueda caérseme encima de la cabeza. Y, ahora, dígame, tío, ¿cuáles son sus proyectos de usted? ¿No piensa usted regresar a la superficie del globo?

 

-¿Regresar? ¡Qué disparate! Por el contrario, proseguir nuestro viaje, ya que todo, hasta ahora, nos ha salido tan bien.

 

-Sin embargo, no veo el medio de penetrar por debajo de esta llanura líquida.

 

-No te imagines que pienso arrojarme a ella de cabeza. Pero si los océanos no son, propiamente hablando, más que lagos, puesto que se hallan rodeados de tierra, con mayor razón lo es este mar interior que se halla circunscrito por el macizo de granito.

 

-Eso no cabe duda.

 

-Pues bien, en la orilla opuesta tengo la seguridad de encontrar nuevas salidas.

 

-¿Qué longitud le calcula usted a este océano?

 

-Treinta o cuarenta leguas.

 

-¡Ah! -exclamé yo, sospechando que este cálculo bien podía ser inexacto.

 

-De manera que no tenemos tiempo que perder, y mañana nos haremos a la mar.

 

Involuntariamente, busqué con los ojos el barco que habría de transportarnos.

 

-¡Ah -dije-. ¿Nos vamos a embarcar? Me parece muy bien. Y, ¿en qué buque tomaremos pasaje?

 

-No será en ningún buque, hijo mío, sino en una sólida balsa.

 

-Una balsa -exclamé-; una balsa es casi tan difícil de construir como un buque: y, por más que miro, no veo...

 

--Cierto que no ves, Axel; pero si escuchases, oirías

 

-¿Oír?

 

-Sí, ciertos martillazos que te demostrarían que Hans no está con los brazos cruzados.

 

-¿Está construyendo una balsa?

 

-Sí.